martes, 30 de marzo de 2004

El ovni marciano

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 30 de marzo de 2004

La semana pasada una noticia apareció en todas las secciones de ciencia: “Detecta la NASA objeto en el cielo de Marte”, decía, por ejemplo, el encabezado de Milenio. La BBC de Londres, un poco menos recatada, había declarado “Un ovni surca el cielo marciano”, mientras que la fuente original de la noticia, el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA tituló su nota “Es un pájaro, es un avión, es una... ¿nave espacial?”.

La fotografía en cuestión fue tomada por el robot explorador Spirit cuando observaba el cielo marciano utilizando su cámara panorámica. Se puede observar el perfil del horizonte marciano, la atmósfera levemente iluminada y ¡sorpresa!, una línea horizontal blancuzca en el cielo.

Definitivamente, un ovni. Pero antes de saltar a conclusiones apresuradas, recordemos el significado de esta sigla: Objeto Volador No Identificado. En otras palabras, decir que es un ovni sólo significa que no sabemos (todavía) de qué se trata, no que se haya comprobado es una nave espacial extraterrestre.

De hecho, los astrónomos han aventurado ya dos explicaciones: o es un meteorito, de los que caen frecuentemente en cualquier planeta, o es una antigua nave espacial cuyos restos todavía estén orbitando alrededor de Marte. La tercera opción, que sea una nave extraterrestre, se debe dejar provisionalmente de lado, como veremos en un momento.

En el primer caso, se trataría de la primera foto de un meteorito cayendo en otro planeta. En el segundo, podría tratarse de una de las siete naves abandonadas alrededor del planeta rojo, aunque, debido a su trayectoria, quedan descartadas seis de ellas: las misiones rusas Marte 2, Marte 3, Marte 5 y Fobos 2, así como las naves estadounidenses Mariner 8 y Viking 1. Queda sólo Viking 2, “cuya órbita polar se ajusta a la trayectoria norte-sur del destello”, dice el comunicado de la NASA.

Pero mientras no se tenga una respuesta definitiva, los creyentes en el “fenómeno ovni” se están seguramente deleitando con la noticia. De hecho, no han hecho tanto ruido como uno esperaría, aunque Jaime Maussán, en su página “ovnis.tv” ya presenta la fotografía, junto con otras fotos tomadas por los exploradores marcianos: una especie de arandela o rondana semienterrada en el suelo, descubierta también por Spirit, y un objeto extraño y pequeño, de unos cinco centímetros, que parece reposar sobre el suelo y quizá moverse con el viento, y que por su aspecto irregular ha recibido el nombre de “conejo” (bunny). Al parecer, la NASA no ofrece explicaciones (todavía) respecto a la “arandela”, pero se piensa que el “conejo” pueda ser un fragmento de la bolsa protectora en que aterrizó el explorador.

El pensamiento científico normalmente adopta, casi automáticamente, una postura escéptica ante este tipo de especulaciones, pero uno no puede dejar de preguntarse, ¿y si fuera verdad que hay extraterrestres?

Al respecto, déjeme platicarle, querido lector, una anécdota relatada por un amigo: estaba en el consultorio de su doctor cuando, a través de la ventana, observaron un objeto brillante en el cielo, que no parecía un avión. “Es un ovni”, dijo el médico. “En efecto, es un ovni, al menos para nosotros, pero no creo que sea una nave extraterrestre”, dijo mi amigo; “puede ser un globo meteorológico o un satélite artificial”.

El doctor no dio su brazo a torcer, y acusó a mi amigo de ser dogmático al negar la posibilidad de que se tratara de una nave construida por una civilización más avanzada que la nuestra. Mi amigo ofreció entonces el siguiente razonamiento: “Tomando en cuenta todo lo que sabemos acerca de la vastedad del universo, de las enormes distancias que separan a planetas y estrellas, y el hecho de que, hasta ahora no tengamos ninguna prueba de la existencia de otras civilizaciones en el universo; tomando en cuenta esto, y además todo lo que sabemos acerca de la gran cantidad de satélites artificiales que giran en órbitas alrededor de la tierra, de los globos y otros artefactos que surcan el cielo... tomando todo esto en cuenta, ¿qué crees tú que sea más probable? ¿Que se trate de una nave extraterrestre o de un artefacto creado por el ser humano?”

No se trata de un argumento decisivo, ni mucho menos de una prueba. Se trata sólo de sentido común. En ciencia aparece a veces en forma de la conocida regla llamada “la navaja de Occam”, en honor de su creador (o al menos su más conocido popularizador), el monje inglés Guillermo de Occam, quien vivió a finales del siglo XIII y principios del XIV. La regla afirma que hay que evitar multiplicar innecesariamente las entidades que usemos para explicar un fenómeno.

Otro nombre de esta filosa navaja es “principio de parsimonia”. Antes de pensar en explicaciones complicadas y sorprendentes, hay primero que desechar las más simples y mundanas. Puede sonar aburrido, sobre todo si lo que quiere uno es vender muchos periódicos. Pero es un principio metodológico que les ha funcionado a los científicos.

En todo caso, si no se encuentra una explicación sencilla, habrá que aceptar la posibilidad de que efectivamente se trate de algo nunca antes visto. Pero francamente, y a pesar de lo mucho que me gustaría saber que existen civilizaciones en otros planetas, yo no apostaría mucho dinero a su presencia en el cielo marciano.

martes, 23 de marzo de 2004

El día que nos salvamos del asteroide

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2004

Seguramente usted lo vio en las noticias: el pasado jueves 18, nuestro planeta se “salvó” de chocar contra un peligroso asteroide que por poquito nos pega. Deberíamos celebrarlo, ¿no? Podríamos decir que “volvimos a nacer”, como cuando alguien se libra de morir en algún accidente.

Pero claro, estoy exagerando... aunque hubo medios informativos que hicieron exactamente lo mismo, anunciando que el asteroide estuvo “a punto de chocar” con la tierra. E incluso los medios que no exageraron repitieron, uno tras otro, la nota difundida por las agencias noticiosas: “Un asteroide de 30 metros pasa cerca de la tierra”. ¿Es realmente importante esta noticia?

El asteroide en cuestión se llama 2004HF, pasó a 43 mil kilómetros de la tierra (mucho más cerca que la luna, que en promedio está a 384 mil kilómetros) y medía 32 metros. Puede no parecer muy grande, a menos que se tome en cuenta la velocidad con la que chocaría con nuestro planeta. 2004HF pasó volando a unos 8 kilómetros por segundo, o casi 29 mil kilómetros por hora (según informa un excelente reportaje de Arturo Barba en Reforma, 19 de marzo). Incluso después de haber sido frenada y desgastada por la fricción con nuestra atmósfera, una masa de ese tamaño habría tenido consecuencias. Aunque no sería nada comparado con aquel asteroide que, se supone, acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años, y que supuestamente medía unos 20 kilómetros de diámetro (aunque esa teoría está siendo cuestionada justo en este momento).

Pero para actuar como científicos, conviene no especular en el vacío y recurrir a datos precisos. Julia Espresate, astrónoma de la UNAM, entrevistada por Barba, nos da un punto de comparación: “el cráter de Arizona, de 1.5 kilómetros de diámetro, fue producido por un objeto de 10 metros, pero al entrar a la atmósfera debió ser más grande”, afirma.

Los astrónomos son muy conscientes del daño que un choque de asteroide podría causar. Hay ejemplos: hace casi 100 años, en 1908, uno estalló en la atmósfera sobre la región de Tunguska, Siberia. La onda de choque derribó todos los árboles en unos 200 kilómetros a la redonda (excepto los que estaban directamente debajo, que permanecieron, sorprendente pero no inexplicablemente, en pie).

Existen estimaciones del daño que puede causar un asteroide. Objetos de menos de 10 metros de diámetro y sólo unos kilos de peso simplemente se desintegran al ingresar a la atmósfera, dejando una estela brillante: las famosas estrellas fugaces. (Incluso hay “lluvias de estrellas” que se presentan cada año en fechas conocidas, cuando la órbita de la tierra cruza zonas del espacio donde hay meteoritos o sus fragmentos. Un ejemplo son las “leónidas”, que se presentan en noviembre. Es bonito pedir un deseo cuando se tiene la oportunidad de ver una estrella fugaz, aunque uno no crea en eso...)

Si un asteroide mide entre 10 y 100 metros y choca a unos 20 kilómetros por segundo, ocasionaría una explosión equivalente a 100 mil toneladas de TNT o 50 bombas atómicas como la de Hiroshima, informa Barba. Uno de mil metros tendría un millón de veces su poder explosivo, y podría destruir países enteros. Y uno de entre 1 y 5 kilómetros de diámetro podría afectar a todo el planeta, provocando un “invierno nuclear” (el oscurecimiento de la atmósfera por el polvo y cenizas levantados por la explosión), además de ondas sísmicas y marejadas. Todo ello podría provocar extinciones masivas.

El panorama suena terrible y nos hace pensar en la necesidad de llamar urgentemente a Bruce Willis... Y sin embargo, otro astrónomo, Steven Chesley, del Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, informa que si 2004HF se hubiera encontrado con la tierra, se habría desintegrado en la atmósfera. “Su onda de choque habría sido suficientemente fuerte como para romper ventanas”, comenta.

Y es que los datos pueden usarse de muchas maneras. Para los medios noticiosos resulta tentador presentar un panorama de posible desastre. La historia completa es, por desgracia para ellos (y por suerte para la humanidad) mucho menos emocionante.

En realidad, asteroides como 2004HF pasan cerca de nosotros aproximadamente una vez cada dos años. Sólo que no nos damos cuenta. “Este acercamiento en particular (el de 2004HF) es especial sólo en el sentido de que los astrónomos saben de él”, informan Chesley y Paul Chodas, descubridor del asteroide, en un comunicado del Programa de Objetos Cercanos a la Tierra de la NASA, creado para vigilar a los asteroides de más de un kilómetro de diámetro que se aproximen a nuestro planeta.

¿Significa esto que no debemos preocuparnos? Al menos no tanto... Se estima que la posibilidad de que ocurra un choque con un objeto como 2004HF es baja: quizá una vez cada 100 mil años. La probabilidad disminuye al aumentar el tamaño del asteroide (aunque llega a suceder, diría un dinosaurio). Debido a eso, los astrónomos del mundo están pugnando por la creación de un sistema de protección global que pueda desviar o destruir los asteroides antes de que choquen con la tierra. Se trata, desde luego, de un proyecto a largo plazo.

Quizá la moraleja es que, aunque no se puede prevenir lo desconocido, y no hay razón para entrar en pánico, resulta razonable tratar de prevenir un choque con algún asteroide, ahora que podemos saber cuando uno se acerca. Quizá sí haya trabajo para Bruce Willis, después de todo.

martes, 16 de marzo de 2004

Catástrofes

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2004

A Rolando, el utópico, el que queremos

Iba a comenzar esta nota diciendo que la situación de la ciencia en México es catastrófica. Pero luego sucedió la verdadera catástrofe, en Madrid, y de pronto las cosas se ven con otra perspectiva. No queda más que solidarizarse, sumarse a la exigencia de castigo para los culpables y de justicia para las víctimas, y reconocer, una vez más, que en pleno siglo XXI seguimos, como dijera algún comentarista, viviendo una especie de edad media.

Pero volvamos a la ciencia.

El 10 de marzo Milenio publicó una nota (“Dimiten miles de científicos franceses”) en la que se narra cómo, en un acto de protesta por las políticas gubernamentales que recortan dinero al sector científico. “Más de dos mil directores de laboratorios y responsables de equipos científicos franceses anunciaron su dimisión administrativa”, decía el texto, y explicaba que la protesta nació al anunciarse el bloqueo de 20 millones de euros que eran necesarios para mantener 500 contratos temporales de jóvenes investigadores.

En otras palabras, la comunidad científica francesa se une y da la lucha para conseguir apoyo de su gobierno, ante lo que percibe como una actitud equivocada. Al parecer, los científicos que dimitieron “seguirán investigando, pero bloquearán toda labor administrativa y todo contacto con las instituciones oficiales”. Han recibido amplio apoyo en forma de manifestaciones en París y otras ciudades como Estrasburgo y Nantes, con más de mil trabajadores del sector en cada una.

La comunidad científica francesa no se ha mostrado satisfecha con la oferta que, como respuesta al conflicto, ha hecho el primer ministro Jean-Pierre Raffarin, de aumentar en tres mil millones de euros la inversión en investigación entre 2005 y 2007. La percibe como “una promesa electoral de escaso valor”.

Y esto en un país que invierte actualmente el 1% de su producto interno bruto (PIB) en investigación (es el cuarto en inversión, después de Japón, Estados Unidos y Alemania). Supuestamente, Francia aumentaría progresivamente el gasto del 1% actual al 2.6% del PIB en 2006, para llegar al 3% en 2010.

Y no es que los científicos franceses sean muy ambiciosos: es que están convencidos de que la inversión en ciencia y tecnología es la mejor forma de asegurar el futuro de su país, económica y socialmente, y no permitirán que las prioridades políticas pongan en peligro ese futuro.

En doloroso contraste, en nuestro país el gasto en ciencia y tecnología no alcanza siquiera el 0.5% del PIB, que es lo que recomendara la UNESCO para 1980 (la recomendación de alcanzar un 1% para el año 2000 es simplemente utópica), según afirma en entrevista (El Financiero, 10 de marzo) Feliciano Sánchez Sinencio, nuevo director del Centro Latinoamericano de Física, en Río de Janeiro, y ex-director del Centro de Investigación y Estudios Avanzados del IPN.

Sánchez Sinencio se lamenta del bajo apoyo que la ciencia –pese a las continuas promesas de los gobernantes en turno– recibe en México. Según las recomendaciones de la UNESCO, tendría que haber el doble de los 10 mil científicos que actualmente tenemos. ¿Cómo lograr esto si los presupuestos disminuyen, las plazas se congelan y los proyectos se cancelan?

“Al contrario de lo que se piensa”, dice Sinencio, “es un momento en que necesitamos más gente y centros de investigación. La situación es preocupante porque no conseguimos consolidar el camino. Sin embargo, no debemos parar. Es momento de proponer proyectos”.

Sin embargo, y ante esta situación, la comunidad científica mexicana no protesta ni sale a la calle a manifestarse. Ni esperanzas de que asumiera la actitud beligerante de sus colegas franceses (y tampoco de que, en caso de hacerlo, se les  hiciera caso). ¿Qué hacer?

Quizá parte de la solución está en lo que propone Sinencio: “aumentar el nivel de concientización en la importancia que tienen ciencia y tecnología para alcanzar lo más rápidamente posible el desarrollo”, sugiere. Ante el “extendido analfabetismo científico y tecnológico”, él propone que “nuestros niños deberían explicar, por lo mínimo, cómo funciona un radio, el televisor, un refrigerador, conocer los nombres de los árboles, identificar a los pájaros”. Esto nos permitiría acercarnos a los brasileños, cuyo desarrollo en ciencia y tecnología va muy por delante del nuestro: “ellos tienen, por ejemplo, fábricas de aviones”, dice Sinencio. “Eso no se consigue si no se entiende, primero, cómo funciona un avión y cómo se construye. Pelean por mercados”. ¿Algún día será posible eso para México?

En su necesario libro Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997) otro destacado investigador del CINVESTAV, Marcelino Cereijido, explica cómo el atraso científico de Latinoamérica es consecuencia de toda una cultura, una visión del mundo, en la que en vez de buscar soluciones nos conformamos con esperar respuestas. Se queja del peligro de caer, en una época en que la ciencia es vista más como amenaza que como fuente de soluciones para problemas apremiantes, en un “oscurantismo democrático”, en el que la opinión de una mayoría poco ilustrada científicamente (Sánchez Sinencio usa el término “poco alfabetizada”) pueda bloquear el avance de la ciencia y la técnica.

¿Será que el oscurantismo ya está aquí, no sólo en el terrorismo que ensombreció a Europa, sino en la apatía y falta de apoyo para la cultura (incluyendo, por supuesto, la cultura científica) en nuestros países? Esperemos que no.

martes, 9 de marzo de 2004

Exorcismos

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 9 de marzo de 2004

Hace unos días apareció una noticia intrigante: “Crean en Querétaro ministerio de exorcistas”, rezaba el encabezado. Todavía hoy hay amigos que no me acaban de creer que sea cierto.

En pocas palabras, la nota, publicada en El Financiero (1º de marzo) explicaba que la Diócesis de Querétaro tomó la decisión de instalar en la ciudad de Querétaro el ministerio debido a que, en palabras del obispo Mario de Gasperín, “ha aumentado el número de personas que presentan fenómenos relacionados con alguna influencia del demonio”. El ministerio también servirá para intentar “resolver los problemas de las personas que sufren de algún maleficio”.

¿Qué tiene que hacer en una columna dedicada a la ciencia un comentario sobre este curioso suceso?, podría usted preguntar. La observación es justa: después de todo, hay que “dar a dios lo que es de dios”, etcétera. Todo mundo tiene derecho a sus creencias y, como veremos más adelante, también los científicos parten de creencias para justificar su labor.

Lo que me interesa destacar en este caso son, precisamente, las diferencias entre el pensamiento religioso y el científico. Como queda claro, las autoridades de la iglesia católica realmente creen que existen personas que están “poseídas” o influenciadas por entidades sobrenaturales (¿demonios?). También creen que, mediante un ritual practicado de manera correcta por personal calificado, tales entidades pueden ser forzadas a abandonar el cuerpo de la víctima.

No es tan descabellado: después de todo, se parece mucho a lo que uno hace cuando su computadora es “infectada” por un “virus” informático: llamar a un experto que realiza una especie de ritual, con el resultado de que la “víctima” queda libre de la entidad malévola que la poseía.

Pero hay una diferencia: poseemos pruebas objetivas de que los virus informáticos existen: podemos verlos (analizar las líneas de código que los constituyen), podemos controlarlos e incluso podemos fabricarlos (que es, en primer lugar, la causa de todo el problema). En cambio, nadie ha podido probar de modo satisfactorio, hasta ahora, la existencia de espíritus.

De modo que la iglesia cree en espíritus malignos. También en benignos, desde luego. Esto no tiene nada de sorprendente, aun en pleno siglo XXI. La creencia en un dios (o varios) implica aceptar que existen seres sobrenaturales que pueden influir, en mayor o menor medida, en los eventos del mundo que nos rodea, e incluso son la razón de nuestra existencia y de la de todo el universo.

Veamos, en contraste, los fundamentos de la visión científica del mundo. Parte también, aunque es algo que normalmente no se dice, de algunas creencias que se aceptan por fe. Una es la de que el mundo existe realmente, y no es un producto de nuestra imaginación (en un mundo tipo Matrix la ciencia no tiene mucho sentido). Otra es la de que en él existen regularidades que podemos descubrir: el universo no se comporta caprichosamente. Pero la más importante es, quizá, la que el científico y filósofo francés Jaques Monod, uno de los padres de la biología molecular, llamó en su libro El azar y la necesidad el “principio de objetividad”: la creencia, “por siempre indemostrable”, de que no existe un propósito en el universo.

Dicho de otro modo, la ciencia tiene, ante todo, una visión naturalista del mundo, en la que no hay lugar para seres sobrenaturales. ¿Por qué? Porque no busca sólo justificar las cosas, sino entenderlas. Decir que algo es como es porque dios así lo quiso no explica nada; sólo nos da una respuesta de tipo mágico que se puede creer o no, pero no entender.

De modo que, en conclusión, la noticia de que la iglesia católica vaya a establecer un ministerio de exorcismos en Querétaro, en pleno año 2004, no es extraordinario, aunque sí llama la atención. Muestra la supervivencia de antiguas creencias en lo sobrenatural. Entre las diversas e importantes funciones que puede cumplir la religión –cohesión social, guía, consuelo para afligidos, y tantas otras–, quizá la de realizar exorcismos sea de las que menos utilidad pueden tener hoy en día.

Lo importante es recordar que la iglesia, y todas las religiones, se basan en un pensamiento mágico, en la creencia en entidades y fenómenos sobrenaturales, que van más allá de las explicaciones que nos pueden dar las ciencias naturales. Hoy, en tiempos en que la iglesia, por boca del papa Juan Pablo II, está pidiendo tener una mayor participación en los medios de comunicación nacionales y, más importante, en la enseñanza escolar, hay que reflexionar qué tan pertinente puede ser el pensamiento mágico para buscar soluciones a los diversos problemas prácticos que enfrentan continuamente nuestras sociedades –hambre, pobreza, injusticia, enfermedades– o, por el contrario, aplicar el pensamiento naturalista que caracteriza a la ciencia. Creo que la efectividad de cada método ha quedado ampliamente demostrada a lo largo de la historia (por otro lado, y afortunadamente, nuestro artículo 3º constitucional exige que la educación pública sea laica y se base “en los resultados del progreso científico”).

Aún así, sospecho que los exorcistas calificados que egresen del nuevo seminario no carecerán de trabajo, tomando en cuenta los demonios que últimamente andan sueltos en nuestro país. Lo cual es resultado, quién lo fuera a decir, de minúsculas cámaras que, ocultas en la ropa, permiten grabar videos para chamaquear a políticos desprevenidos. ¡Ironías de la tecnología!

martes, 2 de marzo de 2004

¿Vale la pena Marte?

Martín Bonfil Olivera
publicado en Milenio Diario, 2 de marzo de 2004

Hace unas semanas, ante el anuncio del presidente George Bush de que la exploración y eventual viaje a Marte formaban parte de los planes de desarrollo espacial estadounidense, circuló en internet una ingeniosa fotografía en que varios “marcianos” protestaban, sobre un típico paisaje del planeta rojo, contra la invasión gringa, con carteles de “Yanqui go home”.

Más allá de bromas, el tema de si es conveniente viajar a Marte y si, una vez logrado esto, conviene establecer allá comunidades, es delicada. Y aún más la cuestión de quién tiene derecho a hacerlo: finalmente, quizá lo que está en juego es quién sería el “dueño” de Marte.

Pero hay varios puntos que hay que considerar antes de lanzarse a la calle a protestar por el expansionismo imperial de nuestros vecinos. En primer lugar, están las limitaciones tecnológicas; en segundo, las ventajas que tal proyecto podría traer, y finalmente, el contexto en el que se están haciendo afirmaciones como las de Bush.

Para viajar a Marte habría que resolver problemas como el de transportar en forma segura a una tripulación humana. Después de todo, se trata de un viaje largo, y los problemas que los astronautas enfrentarían van desde la posibilidad de una falla técnica hasta el desarrollo de situaciones emocionales complicadas, producidas por el largo encierro dentro de una nave necesariamente pequeña.

Una vez en su destino, la tripulación tendría que garantizar su subsistencia. El hallazgo de agua en Marte es el dato que ha permitido que un viaje humano a ese planeta se vuelva digno de discusión: el establecimiento de una base en ausencia del líquido vital es imposible, y el costo de transportar agua sería prohibitivo. Además, a partir del agua se puede obtener oxígeno, que no es especialmente abundante en Marte.

Quizá el mejor ejemplo al pensar en la exploración de Marte es la llamada “conquista” de la luna. Iniciada en los años sesenta, esta importante empresa quedó reducida una serie de viajes que sirvieron para explorar brevemente nuestro satélite. Nunca se llegó a establecer una base lunar, debido en parte a la falta de agua y de una atmósfera –con las que sí cuenta Marte–, además del altísimo costo de cada viaje. Frente a esta experiencia, ¿qué tan realista será pensar en colonizar Marte?

Por otro lado, los viajes a la luna requirieron del desarrollo de una tecnología avanzada que derivó en una serie de beneficios para la sociedad. Nuevos aparatos electrónicos, fibras textiles, materiales, alimentos, compuestos químicos (como las famosas sustancias que atrapan el agua en los pañales) y diversas tecnologías que hoy son de uso común fueron desarrolladas originalmente como parte del programa espacial. El envío de una o varias misiones a Marte motivaría igualmente avances tecnológicos que, tarde o temprano, elevarán la calidad de vida del ciudadano medio.

Otro punto a considerar desde un punto de vista económico es la pertinencia de viajar a Marte. José Saramago, entre otros, ha declarado que considera “inmoral” gastar dinero en un proyecto de esa envergadura cuando hay hambre y guerra en este planeta. Aunque desde cierto punto de vista no le falta razón, su visión ignora la importancia del avance tecnocientífico para la sociedad. No sólo por la “derrama” tecnológica que estos proyectos invariablemente producen, como hemos mencionado. También porque hay otros problemas humanos. Hambre y guerra son importantes, pero también la supervivencia humana. Este planeta tiene un límite, y es inevitable que nuestra especie busque otros espacios para continuar su expansión. Esta visión, defendida por los escritores de ciencia ficción de la “era dorada”, como Isaac Asimov, quizá hoy suene romántica, pero no es descabellada. Pensemos en el aumento de la población, la disminución de los recursos, el deterioro de la capa de ozono, la contaminación... ¿no sería útil contar con un segundo planeta en que pudiera continuarse el desarrollo con menos limitaciones, liberando así a la tierra de una demanda excesiva?

Pero, finalmente, quizá todo este alboroto quizá sea prematuro. Después de todo, la idea de un simple viaje tripulado a Marte es todavía un sueño (aunque ya no tan lejano, luego de las recientes misiones robóticas). En realidad, la versión más probable es que se trate de un recurso de Bush para ganar votantes y reelegirse (lo cual, de suceder, sería un precio demasiado alto que pagar, incluso a cambio de la conquista de Marte).

Pero no cerremos esta nota con tono pesimista. Al final de su famosa (y hermosísima) novela Las crónicas marcianas (lectura a la cual siempre conviene regresar), escrita en los años cuarenta del siglo pasado, cuando la conquista del espacio todavía era un sueño imbuido de espíritu progresista y romántico, Ray Bradbury describe lo que siente una familia recién mudada a ese planeta de superficies rojizas y polvorientas. Quizá un día, más allá de intereses políticos y económicos y de limitaciones tecnológicas, la escena se vuelva realidad: “Siempre quise ver un marciano, dijo Michael. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste. Ahí están, dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal. Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció. Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá. Los marcianos les devolvieron una larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...”