miércoles, 31 de agosto de 2005

El principio de autoridad

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
El principio de autoridad


31-agosto-05



¿Por qué confiar en la ciencia? ¿Será porque la hacen personas muy inteligentes y con doctorado? Así sería si la ciencia se rigiera por el principio de autoridad: la idea de que algo vale o no dependiendo de quién lo diga. Así funcionan la autoridad paternal y la religiosa. La ciencia moderna, en cambio, opta por sustentar sus afirmaciones en evidencia comprobable.

Una amable lectora me escribe para inconformarse con algunas de los puntos de vista vertidos últimamente en esta columna. Me reconviene por “no tener una mente abierta” para aceptar los avances de la ciencia, pues pretendo limitar la credibilidad científica a lo que, a falta de más espacio, llamé “la ciencia de a de veras”. “¿Pues de cuál ciencia cree usted que hablaba yo?”, me dice, y a continuación menciona una exhaustiva lista de disciplinas que a su parecer constituyen nuevos campos de avance de la ciencia.

Entre ellos se encuentran las prácticas hindúes de alimentarse exclusivamente de jugos de frutas, por un tiempo o de por vida, y de subsistir solamente a base de prana, es decir, “sólo aire” (aunque la Wikipedia informa que el prana en realidad es “la materia infinita de la cual nace la energía” -no me mire usted así, yo sólo transcribo lo que leí- y previene de no confundirlo, dado que se controla por medio de la respiración, con el aire mismo. Pero no seamos melindrosos).

Están también las investigaciones del Dr. Masaru Emoto, quien hablándole con cariño o con “sentimientos negativos” al agua logra que se cristalice en formas armoniosas o caóticas (como lo vemos al microscopio, se trata de ciencia, innegablemente); la astrología, que “es una ciencia y fue utilizada desde las primeras grandes civilizaciones como la egipcia”; la medicina alternativa, basada en el uso de “extractos de plantas, infusiones, tónicos, etcétera”, que es uno de los “muchos otros métodos que utilizan la llamada medicina vibracional, en donde se incluyen la homeopatía y las esencias florales, entre otras”.

La lista continúa: la curación cuántica, que “nos permite llegar a lo básico de la función celular, por medio de nuestro pensamiento, pasando por los decretos arraigados en el inconsciente para eliminar los traumas y enviar órdenes a nuestro cuerpo para que la regeneración celular ocurra dentro de un proceso perfecto, normal, sano (esto lo saben los chinos desde hace más de cinco mil años)”; los “maravillosos niños índigo”, de los que ya hemos hablado en este espacio... en fin, un catálogo bastante completo.

Más allá de la credibilidad de este tipo de ideas (y de la forma en que se usan conceptos como “energía” o “vibración” en formas totalmente distintas a como se definen en Ciencias Naturales), lo que realmente me preocupó fue la razón por la que mi estimable informadora decía confiar en ellas: “¿No le bastan profesores eméritos de universidades cuyos trabajos son reconocidos mundialmente?”, me reprendía, y añadía una pregunta jugosa: “para usted ¿cuales son los verdaderos científicos?”.

Intentemos una respuesta. Mi corresponsal parece confiar en el principio de autoridad: cree que una disciplina es científica en función de quién la avale. El malentendido es común; mucha gente cree que la validez de la Teoría de la Relatividad, por ejemplo, proviene del prestigio o la inteligencia de Albert Einstein.

Y sin embargo, es un error. En ciencia, como en todas las áreas sustentadas en el pensamiento racional, algo es válido dependiendo no de quién lo afirma, sino de cómo lo sabe. En otras palabras, lo que garantiza la validez del conocimiento científico es el método que se utiliza para obtenerlo. Método basado en la experimentación y la observación controlada, la generación y puesta a prueba de hipótesis para explicar lo observado y (¡ojo!) la discusión entre pares para garantizar que dichas hipótesis sean convincentes.

¿Cumplen los “avances científicos” mencionados por mi lectora con estos requisitos? Hasta el momento no; no han sido aceptados por la comunidad científica. No se trata de prejuicios, sino de control de calidad.

Los “verdaderos” científicos son los que comparten esta forma de trabajo y estos estándares de calidad, y por ello forman parte de una comunidad. De otro modo, no queda más que suponer que se trata de farsantes.

mbonfil@servidor.unam.mx


miércoles, 24 de agosto de 2005

Canciones, manipulación y violencia: ¿de veras somos tan manejables?

MILENIO DIARIO-La ciencia por gusto- Martín Bonfil Olivera
Canciones, manipulación y violencia: ¿de veras somos tan manejables?


24-agosto-05



Si usted ha recibido alguna vez algún mensaje de correo electrónico que diga algo como “¡Cuidado, si recibes un correo que diga (inserte aquí cualquier frase), bórralo de inmediato, es un virus que acabará con toda tu información, envía copia de este mensaje a todos tus conocidos!”, y ha obedecido la orden de reenviar el mensaje, entonces sabe lo fácilmente que podemos ser manipulados los seres humanos. Pues en este caso el único virus es el mensaje mismo, que ha logrado reproducirse y llegar hasta otros buzones gracias a la ayuda que usted, su obediente víctima, le ha proporcionado.

El tema de la manipulación lastima nuestro amor propio. Pero es indiscutible que, expuestos a los mensajes correctos, todos podemos responder con conductas que obedecen los deseos de quienes formulan los mensajes. (Si esto no fuera cierto, Carlos Alazraki no tendría chamba, pues la publicidad no existiría; Hitler no habría llegado al poder y no nos gobernaría Vicente Fox).

Pero en todo hay matices, y tampoco es que baste con enviar un mensaje para que las personas lo obedezcan ciegamente. Por eso, amerita cierta reflexión el reciente escándalo sobre la canción que cantaban durante su entrenamiento los niños asistentes al curso de verano de la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (“yo no tengo padre ni nunca lo tendré, el único que tuve yo mismo lo maté...”).

Resulta, cuando menos, de muy mal gusto poner a los niños a cantar canciones violentas, pero, ¿ameritará realmente declarar una alarma nacional y pedir las cabezas de los culpables? Los niños son curiosos y les encanta romper reglas (decir groserías, irse de pinta, ver películas prohibidas...), pero eso no implica que sean delincuentes en potencia... sólo niños normales.

Muchos cuerpos policiacos del mundo cantan en sus entrenamientos ese tipo de canciones. No sólo por su sonsonete, adecuado para mantener el ritmo al correr en grupo, sino porque la calidad transgresora de la canción los hace sentirse cómplices y refuerza el sentido de unidad. Tratándose de adultos, es sensato suponer que no por cantar una canción, por violenta o de mal gusto que ésta sea, quienes la cantan vayan a adoptar las conductas que describe. De otro modo, habría que prohibir cualquier canción –o novela, película o programa de televisión– que describiera conductas indeseables (pero, ¡esperen!, ¿qué no fue eso lo que hicieron autoridades estatales y federales cuando descubrieron que la SEP había publicado el libro El corrido mexicano, de Vicente T. Mendoza, que contenía algunos narcocorridos? Seguramente temían que los infantes de todo el país se volvieran narcotraficantes con sólo leerlos...).

El punto está en saber qué tan influenciables son los niños como los que asistían al curso de la Secretaría de Seguridad. Los niños, especialmente los más pequeños, aprenden en gran medida por imitación, y son muy susceptibles a aprender conductas –y los valores asociados que éstas conllevan– al observar lo que hacen los demás. Un niño pequeño que ve escenas en que una persona golpea a otra, por ejemplo, reproducirá esa conducta al jugar con muñecos. Pero conforme crece, el niño deja de ser tan fácilmente influenciable. ¿Hasta qué edad precisamente y qué tipo de conducta puede imitar un niño? No hay respuesta general: depende del niño, su educación, la conducta de que se trate y el mensaje que la muestre.

Sin embargo, en una reciente reunión de Asociación Psicológica Estadunidense, reportada en la revista Nature (19 agosto) se presentó una revisión profunda de 20 años de investigaciones sobre la influencia de los videojuegos violentos en la conducta de los niños y adolescentes. Entre otras cosas, se mostró que, al menos en el corto plazo (hace falta investigar los efectos a largo plazo), los niños que los juegan son menos sensibles al sufrimiento de otras personas, además de que reportaban sentirse malos y enojados luego de jugarlos. Los videojuegos que mostraban violencia corporal, como patadas y golpes, impulsaban a los niños a imitarlos. Como resultado, la Asociación emitió una resolución para pedir a los fabricantes de videojuegos que indiquen con claridad el nivel de violencia que contienen, que muestren las consecuencias negativas del uso de la violencia y que traten de evitar que los usuarios se identifiquen con los personajes más violentos (algo más bien difícil de lograr).

Ante esto, quizá –sólo quizá– la preocupación ante el uso de canciones violentas en los cursos de verano sea justificada. Aunque claro, eso querría decir que las autoridades deberían estar francamente alarmadas ante la aparición de la nueva versión de videojuego Ghost Recon, que muestra a marines estadunidenses utilizando bombardeos para salvar al presidente de su país, secuestrado en su embajada en México, en pleno Paseo de la Reforma. El jefe de Gobierno del DF dice que es un problema alarmante; el secretario de Gobernación afirma, en cambio, que es trivial. ¿Usted qué opina?



mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 17 de agosto de 2005

La ciencia: una inteligencia colectiva

MILENIO DIARIO

Miércoles 17-agosto. Actualización 05:28 Hrs.

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
La ciencia: una inteligencia colectiva

17-agosto-05



Este columnista agradece los mensajes de aliento recibidos a raíz de su última colaboración, dedicada a denunciar los espacios que ocupan tantos charlatanes en los medios de comunicación.

Debe también disculparse por haber dado la impresión de que estaba dispuesto a tirar la toalla. Y afirma, para que quede constancia, estar convencido de que ¡por supuesto que vale la pena divulgar la ciencia! No sólo por su gran utilidad práctica y por lo urgente de ampliar la comunidad científica mexicana. No sólo por lo necesario que es incorporar el pensamiento científico a la cultura mexicana para acercarnos aunque sea un poquito a salir del subdesarrollo. No sólo por el valor intrínseco de la visión del mundo que nos da la ciencia, que al igual que las visiones poéticas o literarias, las artes bellas o populares y las tradiciones, merecen la pena de ser divulgadas sólo para que los demás tengan también oportunidad de conocerlas y disfrutarlas.

No: también es necesario divulgar la ciencia auténtica (la que es reconocida y aceptada, luego de haberla puesto a prueba y discutido, por la comunidad científica) como una forma de poner límites a los abusos y trampas de todo tipo de charlatanes, que descubren que empanizando sus productos chatarra en una delgada capa de lenguaje científico pueden disfrazar el sabor del fraude y aumentar sus ventas (y sus ganancias).

Y sin embargo, queda la duda: ¿cómo es que charlatanes como la señora JZ Knight, dueña de la Escuela de Iluminación de Ramtha, logran convencer a varios físicos serios y (más o menos) reconocidos de convertirse en sus discípulos y prestarle su apoyo? Sus testimonios aparecen en su filme promocional, disfrazado de documental filosófico-científico, What the bleep do we know (¿Y tú qué $%&?#* sabes?). Uno esperaría que contaran con las herramientas para distinguir un engaño bien disfrazado de una ciencia auténtica. ¿Cómo explicar su credulidad?

El apoyo de los científicos a charlatanes, que los usan como una excelente forma de propaganda (el viejo truco de buscar el apoyo de una autoridad para lograr que los demás crean lo que uno dice), es muy común, y en lo personal me produce una gran desazón. Me consuela recordar que la idea de que los científicos son seres superiores; más inteligentes que el resto de los mortales, es sólo uno más de los mitos que existen acerca de la ciencia.

En realidad, por más que se nos siga vendiendo la imagen del científico genial tipo Einstein, la ciencia no es una empresa individual, sino colectiva. No basta con tener buenas ideas: hay que someterlas a prueba. Y no sólo a la prueba del experimento, sino a la más importante: la de la aceptación de una comunidad de colegas bien preparados para cuestionar las hipótesis que planteamos.

Varios filósofos han planteado que la ciencia (el sistema más avanzado que conocemos para predecir lo que puede ocurrir en nuestro entorno, y por tanto aumentar nuestras posibilidades de supervivencia) es el más elevado escalón en la escala de evolución de la inteligencia. Ello se debe a que aprovecha nuestras capacidades de comunicación para unir los cerebros de los científicos en una labor de pensamiento colectivo (por medio del lenguaje y la cultura, no telepatía). Se suman así las capacidades creativas y críticas de cientos de individuos para generar hipótesis y examinarlas, y quedarse finalmente con las más robustas y resistentes.

Pero el carácter colectivo de la inteligencia científica no obsta para que individualmente los científicos puedan actuar como tontos. Tener un doctorado en ciencia no lo hace a uno más inteligente; formar parte del riguroso proceso de pensamiento colectivo de la ciencia, sí. Quizá por ello seguiremos viendo, de vez en cuando, personalidades científicas respetables que apoyen a charlatanes; no por ello debemos tragarnos la píldora, ni dejar de tener confianza en la ciencia. ¡Después de todo, los científicos son sólo humanos!

mbonfil@servidor.unam.mx

sábado, 13 de agosto de 2005

Charlatanes en los medios

La ciencia por gusto

Charlatanes en los medios

Martín Bonfil Olivera
13 de Agosto de 2005

Para Estrella Burgos, confiando en que sí vale la pena.

Últimamente me he topado con el problema de la desilusión profesional: esa horrible sospecha de que todo a lo que uno se ha dedicado durante años es completamente inútil. Y como usted sabe, un servidor se dedica a divulgar la ciencia, es decir, compartirla con el público.

La mala racha comenzó cuando una tarde encendí el radio para toparme con que en un popular noticiero se presentaba como “experto en medicina naturista” y académico de la Universidad de Chapingo a un charlatán llamado Erik Estrada, quien con la mayor tranquilidad del mundo afirmaba que cualquier enfermedad se puede curar con jugos de frutas, que toda sustancia artificial causa cáncer y que hormonas “artificiales”, como las que contienen las pastillas anticonceptivas, “causan cáncer” (así, sin matices), a diferencia de las hormonas naturales, que por supuesto son, según él, totalmente seguras.

El tipo demostraba la más completa ignorancia acerca de la química: las hormonas “artificiales” muchas veces se fabrican a partir de precursores “naturales” (no de la nada); de cualquier modo si ambas moléculas son idénticas no pueden tener efectos distintos sólo debido a una falsa distinción entre natural y artificial. Pero lo que más me perturbó fue saber que el señor Estrada es, al parecer, invitado habitual de Monitor, y desde esa tribuna sus mensajes anticientíficos llegan a decenas de miles de radioescuchas.

Desgraciadamente, el caso no es único: en otra estación de radio también muy popular se presentó recientemente otro charlatán que mezclaba alegremente la física cuántica (que por supuesto nunca definió) con lo que él llamaba “la espiritualidad”. Y lo mismo sucede en todas las estaciones de radio y TV. ¿Qué hace un divulgador científico cuando se topa con esto?

Hasta hace poco yo hubiera dicho que dar la batalla, pero ya no estoy tan seguro. Y es que los medios de comunicación presentan dos graves problemas. Uno es la gran aceptación que tiene todo tipo de temas “esotéricos”, sobre todo los que se hacen pasar por “científicos” (astrología, ovnis, niños índigo, seudoterapias “alternativas”, curaciones cuánticas…) entre un público que simplemente no sabe que existe conocimiento mucho más confiable (y sorprendente), producto del trabajo de científicos y médicos serios. Público que, por tanto, no puede exigir que dejen de ofrecerle basura.

El otro peligro es la falsa idea que tienen muchos periodistas de que deben darle voz tanto a los expertos científicos como a los charlatanes alternativos, en aras de una mal entendida pluralidad. Se le presentan al público las opiniones de los charlatanes como si fueran tan autorizadas y confiables como las de los científicos. ¿Cómo puede un lector lego defenderse de tal abuso?

Mi desaliento llegó al límite cuando fui, con cierta ilusión cándida, a ver una película que se anunciaba a la vez como “científica” y “filosófica”: me refiero a ¿Y tú qué sabes? (What the bleep do we know?), codirigida por Mark Vicente, William Arntz y Betsy Chasse. Esta verdadera superproducción, excelentemente concebida y dirigida, con efectos especiales de primera, se basa en entrevistas con supuestos expertos en la naturaleza de la conciencia y la realidad (una de ellas es una señora que –aunque no lo dice en la película– afirma ser el canal por el que Ramtha, el espíritu de un habitante de Atlantis que vivió hace 35 mil años, se manifiesta para darnos sus enseñanzas).

La tesis de la cinta, que desgraciadamente resulta muy convincente para el incauto, es en realidad un amasijo de concepciones científicas confusas que mezclan mecánica cuántica, biología molecular y neurociencias para defender ideas como que la ciencia y la religión descubren, en el fondo, las mismas “verdades”; que uno puede modificar la realidad con sólo desearlo, o que “todos somos dioses”.

Lo triste es que la película es un éxito y está llegando a millones de personas en todo el mundo. Ante semejante panorama, ¿tendrá algún sentido seguir pretendiendo divulgar la ciencia de a de veras?

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx