miércoles, 28 de diciembre de 2005

Clonaciones fraudulentas

La ciencia por gusto-Martín Bonfil Olivera
Clonaciones fraudulentas

No sé si en Corea se celebre la Navidad, pero sí que el científico Hwang Woo-suk está teniendo la peor de su vida.

Hwang saltó a la fama en 2004 por ser el primero en clonar, a partir de células embrionarias, una línea de células precursoras humanas (células madre o troncales). El logro abría en la práctica el camino a desarrollar importantes terapias para combatir enfermedades degenerativas (Alzheimer, Parkinson, diabetes...) e incluso para el desarrollo de órganos clonados para transplantes que no causarían rechazo.

La fama de Hwang creció al anunciar en agosto la creación de Snuppy, el primer perro clonado. Y llegó a la apoteosis cuando en junio de este año dio a conocer la exitosa clonación y cultivo de 11 líneas de células obtenidas a partir de individuos con diabetes, enfermedades inmunitarias o lesiones de la médula espinal. La clonación se logró con la misma técnica de transferencia nuclear con que se creó a la famosa oveja Dolly, y el equipo de Hwang lo consiguió con mucha mayor eficiencia que nadie anteriormente: con sólo unos 15 intentos, en vez de los 230 que requirieron en 2004.

Todo esto bastaría para garantizar que Hwang Woo-suk formara parte de la historia de la medicina. Sin embargo dos escándalos lo han convertido en algo más: un protagonista de la historia de los fraudes científicos.

La primera crisis se desató el 10 de noviembre, cuando comenzó a circular la versión de que Hwang había pagado a colaboradoras suyas para que donaran los óvulos utilizados en el estudio de 2004. Esto no era ilegal según las leyes coreanas (que luego fueron modificadas), aunque sí contravenía las prácticas bioéticas internacionales. El escándalo creció cuando uno de los colaboradores de Hwang, Gerald Schatten, declaró que no trabajaría más con él y pidió se retirara su nombre del artículo de 2005.

Finalmente, Hwang tuvo que admitir los pagos. Aunque su prestigio profesional fue afectado, el apoyo de sus compatriotas al “científico número uno de Corea” creció: la gente se manifestaba a su favor y las donadoras voluntarias de óvulos se contaban por cientos. Hwang seguía siendo un héroe nacional.

Pero hubo un segundo escándalo: el 4 de diciembre Hwang escribió a Science para anunciar que algunas fotos del artículo de 2005, que servían para comprobar que las células precursoras clonadas efectivamente eran genéticamente idénticas a las de los pacientes, habían sido “involuntariamente” duplicadas. A partir de ahí, se desató una rigurosa investigación: los investigadores fueron interrogados, los discos duros de las computadoras se retiraron y se revisaron todas las bitácoras de laboratorio.

El pasado 24, la comisión investigadora concluyó preliminarmente que el equipo de Hwang alteró intencionalmente los datos publicados. Al parecer, la evidencia de las 11 líneas celulares obtenidas es falsa. Todo parece indicar que Hwang y sus colaboradores utilizaron la información de sólo 2 líneas celulares para hacer creer que habían obtenido 11. Además, la eficiencia de la clonación parece haber sido también exagerada.

Hwang ha aceptado la culpa y ha renunciado a sus puestos, en medio de la vergüenza internacional. Los libros para niños sobre sus logros (con títulos como La bella ruta vital de Hwang Woo-suk o Niños, aprendamos del éxito de Hwang Woo-suk) han sido retirados de los estantes. Aunque habrá que esperar unos días para saber si efectivamente Hwang había logrado obtener las células madre clonadas de los pacientes, todas sus investigaciones están hoy bajo sospecha.

¿Quién tiene la culpa? Es pronto para saberlo. Quizá Hwang, motivado por la promesa de fama y éxito. Quizá algún colaborador malicioso (Hwang afirma que fue un colega suyo, Kim Seon-jeong, quien falsificó los datos, aunque Kim afirma que lo hizo por instrucciones de Hwang). Y sin embargo, aunque podría pensarse que este caso socava la credibilidad de la ciencia, sería más justo reconocer que los mecanismos internos del proceso científico, aunque no están diseñados específicamente para detectar fraudes, sí han permitido reconocer éste y dar los pasos necesarios para corregir sus efectos. La confianza en la ciencia se refuerza, no se debilita, cada vez que un fraude sale a la luz.

De lo que no cabe duda es que el año nuevo de Hwang no será prometedor. Todo lo contrario de lo que desde aquí se le desea a usted, querido lector o lectora.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 21 de diciembre de 2005

Creacionismo y libertinaje religioso

La ciencia por gusto - Martín Bonfil Olivera
Creacionismo y libertinaje religioso



La palabra “libertinaje” es tendenciosa: normalmente se usa para criticar a quien promueve ideas contrarias a la moral religiosa. No en balde la segunda acepción que ofrece el Diccionario de la Real Academia es “falta de respeto a la religión”.

Pero el mismo diccionario también la define, en primera acepción, como “desenfreno en las obras o en las palabras”. De modo que el concepto de “libertinaje religioso” no necesariamente implica contradicción.

Y es que, desgraciadamente, vivimos una época de indudable desenfreno eclesial. El ejemplo más sonado es la polémica desatada por la propuesta de introducir la teoría del diseño inteligente en las clases de biología de Kansas (propuesta que tristemente triunfó, aunque seguramente sólo en forma temporal).

El problema no es, como quieren hacer ver los promotores del diseño inteligente, que un sistema científico amafiado y conservador descalifique una teoría novedosa.

Simplemente, el diseño inteligente no es una teoría científica. Es sólo una nueva encarnación del viejo creacionismo.

En realidad, de lo que se está discutiendo no es si los seres vivos pudieron evolucionar a partir de la materia inanimada. Lo que verdaderamente está en cuestión es si se acepta la suposición de que detrás del mundo natural existe un proyecto.

Tal debate es válido, por supuesto, pero sólo si es honesto. La religión supone que existe tal proyecto (teleología); la ciencia, en cambio, se basa precisamente en el rechazo (que el biólogo Jaques Monod llamó “principio de objetividad”) de que la naturaleza tenga un plan.

Es tramposo presentar como ciencia algo que no lo es; es todavía peor intentar, en el debate, desacreditar al a ciencia y sus métodos. A pesar de que, como en toda empresa humana, existan mafias y prejuicios, la ciencia se basa en un proceso de revisión y crítica, y ello la dota de mecanismos de autocorrección.

Desgraciadamente, el libertinaje religioso sí tiene un proyecto. Como comentó hace poco Octavio Rodríguez Araujo en La Jornada, “diseño inteligente y creacionismo son parte de una misma intención filosófico-teológica: restarles credibilidad a las teorías científicas”. Embisten así contra la herramienta más preciosa con que cuenta la humanidad para comprender la naturaleza. Y el ataque no sólo proviene de las religiones protestantes: en noviembre el papa Ratzinger se sintió obligado a declarar que “el universo fue creado por un proyecto inteligente”, y criticó “a quienes, en nombre de la ciencia, dicen que el mundo no tiene orden ni concierto” (aunque nadie afirma tal cosa, sino que tal orden no necesariamente obedece a un proyecto: puede surgir de la estructura misma del universo, sino que tenga que dirigirse a un objetivo).

El problema va mucho más allá de la evolución. Noam Chomsky, también en La Jornada, llamaba la atención a que, simultáneamente al ataque al darwinismo, el gobierno de los Estados Unidos niega la evidencia científica sobre el cambio climático global, actitud que pone en riesgo el clima de todo el planeta.

Recientemente el rector Juan Ramón de la Fuente dejó claro que la Universidad Nacional se opone al creacionismo, y criticó que se le quiera otorgar el mismo peso que a la teoría de la evolución. Y el coordinador de la Investigación Científica de la UNAM, René Drucker, afirmó que “el creacionismo, que se fomenta desde la derecha, tiene como objetivo el control del pensamiento de los jóvenes; desplazar el rigor científico por un conjunto de creencias”, lo que podría convertirlos en “seres poco pensantes” que “creen que todo lo que pasa se debe a una mano divina”.

¿Será algo así lo que tiene en mente el líder panista Manuel Espino, quien hace unos días abogaba por oponerse a ultranza al aborto y la eutanasia y por ajustar la ley para permitir que se puedan realizar actos de oración en las escuelas públicas? La visión científica del ser humano lo concibe como una entidad biológica, parte del mundo natural pero que también lo trasciende gracias a sus dimensiones psicológica y social. Como tal, defiende su derecho a tomar decisiones libres respecto a su cuerpo. La visión religiosa, por desgracia, tiende a desconfiar de tal libertad, y prefiere marcarle límites, cuanto más numerosos, mejor. ¿Dónde está realmente el libertinaje?

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 14 de diciembre de 2005

¿Orgasmos inútiles?

La ciencia por gusto
Martín Bonfil Olivera

¿Orgasmos inútiles?

14-diciembre-05

Los científicos a veces hacen preguntas extrañas, como la que titula esta colaboración. Parecería tonto preguntar para qué sirve el orgasmo... al menos, el masculino. Y es que en los hombres el reflejo orgásmico está ligado a la eyaculación (aunque no necesariamente). En otras palabras, desde el punto de vista biológico el orgasmo masculino es indispensable para que exista la fecundación; sin él, la reproducción sería imposible.

¿Y qué hay del orgasmo femenino? Para los sexólogos no es gran misterio, una vez que quedó claro que depende fundamentalmente del clítoris (el famoso orgasmo vaginal promovido por Freud como el único digno de una mujer madura resultó ser esencialmente un mito). Pero para el biólogo evolutivo representa un verdadero enigma.

El orgasmo femenino no es necesario para la fecundación. ¿Cuál es entonces su utilidad evolutiva? ¿Cómo surgió, y para qué? Se han ofrecido distintas explicaciones, algunas ingeniosas (quizá el orgasmo femenino favorece la ovulación), otras más o menos obvias (el orgasmo hace que la mujer disfrute el sexo y por tanto promueve la reproducción) y otras un tanto forzadas (el orgasmo, que a veces se produce durante el parto, ayuda a relajar los músculos de la mujer durante este complicado proceso).

El problema es que ninguna resulta satisfactoria. La ovulación no está ligada al orgasmo; las mujeres pueden gustar del sexo con o sin él, y la relación con el parto es poco convincente. Para colmo, las estadísticas muestran que la distribución del orgasmo femenino es bastante variable: un 25% de las mujeres afirman siempre tenerlo durante el coito; un 75% lo tienen algunas veces, y un 25% nunca lo presenta. ¿Cómo puede algo útil evolutivamente presentarse con tanta irregularidad?

Este año la bióloga Elisabeth Lloyd publicó un libro sobre el tema (The case of female orgasm) en el que presenta la tesis del biólogo Donald Symons de que el orgasmo femenino es simplemente un producto secundario de la evolución del orgasmo masculino. El libro ha ocasionado acaloradas discusiones entre las feministas, pero también entre los biólogos (y biólogas) evolucionistas.

La idea es que tanto el pene como el clítoris derivan de las mismas estructuras embrionarias. La evolución del pene, con sus abundantes conexiones nerviosas y su capacidad para producir el reflejo orgásmico, tiene un alto valor adaptativo (favorece la supervivencia de quienes lo presenten, es útil evolutivamente). Su existencia se explica claramente. Según Symons, es posible que la capacidad orgásmica del clítoris, evolutivamente innecesaria, sea simplemente consecuencia de su origen embrionario: cuenta con el cableado necesario para producir orgasmos porque se deriva del mismo tejido que el pene.

La idea de que el orgasmo femenino sea simplemente un producto secundario de la evolución del pene y el orgasmo masculino es políticamente muy incorrecta. Muchas feministas han acusado a Lloyd de traidora, de intentar someter nuevamente a las mujeres al dominio masculino, y muchas otras tonterías.

Por otro lado, muchos evolucionistas no aceptan la idea de que todas las características de un organismo deban necesariamente tener una utilidad evolutiva, un valor adaptativo. Abundan ejemplos de características inútiles, simples productos secundarios de la evolución. El color rojo de la sangre, por ejemplo, es consecuencia de su composición química, en particular del hierro que requiere para transportar oxígeno. La sangre no podría ser de otro color; su tono no es una adaptación. Otros ejemplos son las tetillas, esos inútiles pezones de los hombres, o el vello púbico. ¿Qué función útil para la supervivencia pueden cumplir?

En su libro, Elisabeth Lloyd acusa a los biólogos evolutivos de estar prejuiciados: al exigir un valor adaptativo para el orgasmo femenino, favorecen la idea de que, como no parece tenerlo, es una especie de anormalidad, de rareza evolutiva. Pero si se rechaza el adaptacionismo y se acepta que el orgasmo puede ser simplemente un premio fortuito que la evolución concedió a las mujeres, su valor cultural queda en relieve.¿Quién hubiera pensado que una cuestión tan íntima -y placentera- como el orgasmo de las mujeres se convirtiera en un punto importante de una disputa teórica sobre la evolución? A veces, la interacción entre ciencia y cultura (y feminismo) produce discusiones inesperadas.

mbonfil@servidor.unam.mx

miércoles, 7 de diciembre de 2005

Inteligencia y clima: controversias científicas

La ciencia por gusto

Martín Bonfil Olivera

Inteligencia y clima: controversias científicas

7-diciembre-05

La ciencia, desgraciadamente, no es como la pintan. Aunque a veces quisiéramos presentarla como un método infalible para producir conocimiento certero, es más bien un proceso complicado y laborioso que, las más de las veces, ofrece respuestas parciales e incompletas, y muchas veces sólo nos permite afirmar que no sabemos la respuesta a un problema.

Ejemplo reciente es un artículo que aparecerá próximamente en la revista científica Intelligence, de la prestigiada editorial Elsevier. El artículo se puso a disposición del público en Internet el pasado 28 de noviembre, y ya ha comenzado a causar controversia. Seguramente es sólo el principio.

¿Por qué la polémica? El título da algunas pistas: "Temperatura, color de piel, ingreso per cápita e IQ: una perspectiva internacional". Los autores -Donald Temper e Hiroko Arikawa, ambos de los Estados Unidos- realizaron un estudio estadístico para hallar la correlación entre la inteligencia media de la población de 129 países -medida como IQ: la puntuación en ciertas pruebas de inteligencia- y factores como el clima (las temperaturas medias en invierno y verano), el color de piel y el ingreso per cápita. Sorprendentemente, encontraron que la idea de que las personas que viven en climas fríos tienden a ser más inteligentes que las de climas cálidos (tesis políticamente muy incorrecta, pero popular en ciertos medios), parece ser confirmada por su estudio. Y no sólo eso: también existe correlación entre el IQ y el color de piel, y entre el IQ y el ingreso medio (lo cual no es tan sorprendente, porque los países cálidos tienen mayor población de piel oscura que los fríos, por razones evolutivas, y la correlación entre IQ e ingreso es casi obvia).

El estudio es una bomba de tiempo: sus implicaciones raciales, sociales y hasta éticas son variadas y polémicas. Y sin embargo, en caso de confirmarse los resultados, habrá que asumirlos.La lógica del estudio no es descabellada: después de todo, la inteligencia es una característica adaptativa, que aumenta la supervivencia de nuestra especie. No es absurdo pensar que las arduas condiciones ambientales de los países fríos favorecieran la selección de individuos con mayor inteligencia que en los climas fríos, donde la supervivencia es más fácil. Aunque también podría argumentarse lo contrario: en climas cálidos hay mayor cantidad e parásitos y depredadores, por ejemplo).

La revista es consciente del carácter polémico del trabajo de Templer y Arikawa, y por ello decidió publicarlo junto con dos comentarios de expertos en el campo. Uno es elogioso; el otro, firmado por Earl Hunt y Robert Sternberg, critica el artículo debido a dudas sobre la calidad de sus datos, su análisis estadístico y su lógica científica. Entre otras cosas, Hunt y Sternberg comentan que la medición del "color de piel promedio" de un país es un concepto muy cuestionable, al igual que la estimación de IQs nacionales; esto invalida en gran medida el análisis estadístico. Además, está en discusión si las pruebas de IQ realmente son confiables en países no occidentales. Finalmente, arguyen que existen muchas otras hipótesis para explicar la correlación entre clima (o entre color de piel) e inteligencia; desde este punto de vista, opinan que el artículo de Templer y Arikawa carece de valor científico.

Seguramente usted, lector, estará preguntándose a quién debemos entonces creerle; cuál es el veredicto. Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo, porque el problema con la ciencia viva es que rara vez ofrece respuestas tajantes. Y menos cuando la discusión apenas comienza.

De modo que habrá que estar atentos a cómo se desarrolla la polémica, y ver qué podemos aprender en el proceso. Quizá descubramos algunos hechos que no nos sean agradables; quizá más bien hallemos que los prejuicios raciales pueden permear hasta la ciencia que se publica en revistas arbitradas. De cualquier modo, el conocimiento científico no está aislado de lo social, y como afirman Hunt y Sternberg, "debido a sus ramificaciones sociales, este tipo de investigación debe hacerse, pero debe hacerse cuidadosamente". Habrá que esperar a que se aclare si el estudio era buena o mala ciencia.

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx