miércoles, 30 de mayo de 2007

La felicidad...

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 30 de mayo de 2007

Cuando uno está muy triste, la felicidad de otros puede ser intolerable. Llega uno a desear que dejen de estar tan felices. Un artículo aparecido hace 15 años podría ayudar a los tristes, al menos, a dejar de sentirse mal por no ser felices.

El trabajo se publicó en 1992, en el Journal of Medical Ethics (v. 18, p. 94). Se titula “Propuesta para clasificar a la felicidad como alteración psiquiátrica”, y su autor es Richard Bentall, psicólogo de la Universidad de Liverpool.

Bentall da una serie de razones por las que, ateniéndose a la ortodoxia en salud mental, no queda más remedio que clasificar a la felicidad como enfermedad en los manuales diagnósticos (propone el nombre de “Alteración afectiva mayor, de tipo placentero”).

En primer lugar, es una condición anormal: no se conforma a la norma. Las personas felices son una muy pequeña minoría. Pero además, la felicidad lleva asociadas alteraciones del comportamiento y de las capacidades cognitivas y afectivas.

Quienes la padecen tienden a exagerar los aspectos positivos de la vida, en especial de sus propias capacidades, y suelen incurrir en comportamientos impulsivos, irresponsables o riesgosos: hacen cosas que nunca harían en condiciones normales.

La alteración afectiva mayor de tipo placentero conlleva manifestaciones físicas características; la más obvia es la distorsión de los músculos faciales conocida como “sonrisa”.

Revela también una alteración cerebral: la administración de drogas como alcohol o anfetaminas, así como la estimulación de ciertas áreas de la corteza cerebral, producen artificialmente la sensación de felicidad.

Este desequilibrio emocional se caracteriza también por ser irracional, lo cual, junto con los otros criterios expuestos, lo equipara a otras alteraciones psiquiátricas como la psicosis o la depresión. Al final, el único criterio para rechazar la definición de felicidad como enfermedad sería el alto valor social que le concedemos (lo cual, según Bentall, podría remediarse abriendo clínicas para combatir el padecimiento).

Como todo provocador inteligente, lo que Bentall buscaba con su socarrón artículo era poner a pensar a sus colegas en qué tan adecuadas son las definiciones tajantes y excesivamente rigurosas de las enfermedades mentales. A mí y a otros nos hace preguntarnos si no estaremos, como sociedad, un tanto obsesionados con la famosa búsqueda de la felicidad.

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miércoles, 23 de mayo de 2007

Ciencia, tecnología e innovación

Martín Bonfil Olivera
23 de mayo de 2007

Comparado con lo que sucede en otros países de Latinoamérica, en México hacemos menos de lo necesario a favor de la ciencia y la tecnología.

La ciencia se enseña en escuelas y universidades y se divulga al público, pero no basta. Ciudadanos, funcionarios y gobernantes no tienen una cultura científica que les permita, más allá de curiosidades, entender qué es la ciencia, su importancia, cómo funciona y por qué su desarrollo nos puede permitir (un día) apoyarnos en ella, como los países de primer mundo.

El investigador argentino-mexicano Marcelino Cereijido se queja este mes en la revista Ciencias (ganadora del premio de la Red de Popularización de la Ciencia y la Tecnología en América Latina y el Caribe) de que la comunidad científica mexicana, que hace 30 años, cuando llegó, era pujante, hoy está aplastada por una burocracia corta de miras que exige resultados a corto plazo. Concluye que urge educar a políticos y funcionarios para que entiendan qué es la ciencia.

Pero hay esperanza: el lunes asistí a la presentación del primer borrador de la nueva Ley de Ciencia, Tecnología e Innovación, que el Foro Consultivo Científico y Tecnológico presentará al Conacyt en agosto próximo.

La propuesta luce prometedora, y se enriquecerá con aportaciones de diversos sectores. Es notorio su énfasis en la innovación: vinculación con el sector productivo para crear riqueza y empleos. Esto tendrá que ir acompañado de la comprensión profunda que pide Cereijido, para no caer en el error de ignorar que una ciencia básica amplia, sólida y de calidad es la raíz indispensable para desarrollar el árbol científico-tecnológico-industrial cuyos frutos anhelamos.

Inquieta un poco la insistencia con que el sector industrial pide recursos públicos cuyo destino natural son más bien las instituciones de investigación. Como comentaba aquí ayer Arturo Barba, hay casos en que estas peticiones sólo benefician a las empresas o resultan ser trucos para pagar menos impuestos.

Finalmente, sería deseable que la ley incluyera la propuesta de un plan de divulgación científica a nivel nacional, importantísimo para lograr interés, comprensión y compromiso de ciudadanos y gobernantes hacia la ciencia y la técnica.

No dudo que, con la participación de todos, el proyecto se enriquecerá y perfeccionará. Ojalá sea adoptado y, sobre todo, aplicado por el gobierno actual.

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miércoles, 16 de mayo de 2007

Latinoamérica científica

Martín Bonfil Olivera
16 de mayo de 2007

Viajar ilustra, ni duda cabe. Este columnista regresa de la décima Reunión de la Red de Popularización de la Ciencia y la Tecnología en América Latina y el Caribe (Red-POP), en la bella San José de Costa Rica, a la que asistimos 180 comunicadores de la ciencia de 20 países, predominantemente latinoamericanos.

Además de compartir experiencias, pude apreciar, con admiración y envidia (de la buena: la que nos hace aspirar a ser mejores) la alta apreciación por la ciencia y la tecnología que hay en muchos de estos países. Brasil, Argentina, Chile, Uruguay, Colombia, Nicaragua, Venezuela y tantos otros, que enfrentan problemas económicos iguales o peores que los nuestros, tienen sólidos esfuerzos, apoyados por sus gobiernos, para mostrar a sus ciudadanos la importancia de la ciencia y la técnica para el progreso social.

Lo que más llamó mi atención fueron las acciones concretas, el provecho que estos países están sacando de la relación múltiple que puede establecerse entre naturaleza, ciencia, tecnología y sociedad. Hay gran interés por los temas ambientales, y se generan recursos y conciencia social a través, por ejemplo, de la creación de reservas biológicas o parques nacionales, y del popular ecoturismo (para el que Costa Rica, mientras protege sus abundantes bellezas naturales, se ha convertido en destino obligado).

Los ticos también han sabido sacar provecho de sus riquezas a través de la biotecnología, colaborando con instituciones estadunidenses mediante convenios que protegen su patrimonio biológico y permiten aprovecharlo para beneficiar al país. A través de instituciones como el Centro Nacional de Alta Tecnología (CENAT), Costa Rica ha establecido un sistema científico-tecnológico-industrial provechoso y adaptado a sus necesidades.

Un ejemplo: el astronauta estadunidense-costarricense Franklin Chang Díaz, más allá de haber colaborado con la NASA desde 1980, se ha convertido en un verdadero icono del progreso nacional para sus compatriotas. Cualquier taxista en San José lo conoce, y puede explicar que actualmente está trabajando en la elaboración, en Costa Rica, de un motor magnético de impulso por plasma (¡en serio!) que podría reducir un viaje a Marte de diez meses a sólo cuatro.

Caray... ¿por qué se queda uno con la sensación de que en México estamos desperdiciando la oportunidad de hacer cosas como éstas? No hay duda: viajar ilustra.

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jueves, 10 de mayo de 2007

Experimentar con animales

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 9 de mayo de 2007

La ciencia ha tenido, a lo largo de la historia, la virtud de provocar polémicas. Quizá las más acaloradas surgen cuando el interés científico se topa con consideraciones éticas. El beneficio potencial del nuevo conocimiento se confronta con el costo de la investigación científica (en dinero, deterioro ambiental, posibles aplicaciones bélicas, y especialmente, sufrimiento causado a los organismos utilizados en los experimentos).

Para hacer investigación biológica o médica muchas veces se requiere experimentar con animales. Algunas personas opinan que este tipo de investigación debiera prohibirse, por ser inmoral; otros argumentan que lo inmoral sería no hacerla, pues se estaría perdiendo la oportunidad de evitar el sufrimiento que causan las enfermedades. A veces el debate degenera en batalla: aún existen grupos de activistas que destruyen laboratorios en los que se experimenta con animales.

Para intentar convertir la estéril discusión de todo o nada en un tema más objetivo, el investigador David G. Porter, de la Universidad de Guelph, en Canadá, planteó hace 15 años (Nature 356, p. 101) una escala para evaluar la pertinencia de realizar estudios con animales.

Porter proponía varios criterios, con valores aproximados, para hacer un balance costo-beneficio en cada caso. Entre ellos, el objetivo del experimento (no es igual una investigación que busca salvar vidas que una que se hace por simple curiosidad); la especie que se usará (no es lo mismo un molusco, con sistema nervioso rudimentario, que un primate con corteza cerebral avanzada); una estimación del dolor que se provocará al animal; la duración de éste (una inyección duele mucho, pero dura poco); la duración total del experimento en relación con la vida del animal (unos meses son mucho para un organismo que vive pocos años); el número de animales usados (no es igual causar sufrimiento a un animal que a cientos); la calidad de los cuidados que se ofrecerán a los animales, y si se trata de especies en peligro de extinción.

Hay quien piensa que el hombre es el rey de la creación, y tiene derecho de disponer de los animales a su gusto. Hay quien cree que los temas éticos no pueden matizarse, pues son absolutos. Propuestas racionales como la de Porter muestran que a veces los argumentos científicos permiten avanzar en discusiones donde los dogmatismos sólo sirven como obstáculo.

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miércoles, 2 de mayo de 2007

Almas

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 2 de mayo de 2007


Al menos fue sincero Norberto Rivera cuando invitó a desobedecer la ley que despenaliza el aborto. No apeló a una inexistente “ley natural”; dijo abiertamente que “el ser humano pertenece a Dios desde el inicio de su existencia (...) y por ello su vida siempre es sagrada e inviolable”. Admite que su argumento es religioso. No vale pues para quien no crea en su dios, ni en un Estado laico.

Pero no fue coherente, pues añadió que su “verdad” es “confirmada por las evidencias que proporciona la observación honesta y no manipulada ideológicamente del desarrollo embrional”. ¿Pensará que la ciencia confirma que los seres humanos “pertenecemos” a su dios?

Por su parte, la Arquidiócesis de México, mientras vociferaba sobre “comer la carne inmolada de los ídolos” (!), hizo el ridículo al advertir a Marcelo Ebrard del grave peligro que corría su alma por su excomunión… sólo para ser desmentida por el Vaticano.

Por siglos, sólo la religión tenía autoridad para hablar sobre el alma (y usarla como amenaza). Pero la ciencia avanza que es una barbaridad, y hoy, con nuevas herramientas, aborda fructíferamente ese fenómeno, que también llamamos “yo”, “conciencia” o “mente”.

Lo que nos da un sentido de existencia propia, lo que permite a Descartes —y a todo ser autoconsciente— decir “pienso, luego existo”, actualmente se estudia no como esencia inmaterial, espíritu, sino como complejísimo fenómeno natural que emerge del funcionamiento del cerebro.

El paso de la neurología y la psicología a los modernos estudios sobre la conciencia ha permitido generar teorías que explican cada vez con más detalle las funciones características del “alma”. El filósofo Daniel Dennett, por ejemplo, en La conciencia explicada (Paidós, 1995) presentó un modelo esencialmente completo —aunque no necesariamente correcto— de cómo el cerebro genera, mediante complejos procesos recursivos en varios niveles, el yo. Douglas Hofstadter, quien presentó la idea original en su clásico Gödel, Escher, Bach (Tusquets, 1989) hoy retoma la idea en su nuevo libro, I am a strange loop (Soy un bucle extraño, Basic Books, 2007).

Y el filósofo André Compte-Sponville, en El alma del ateísmo (Paidós, 2006) defiende el derecho de quienes no creemos en espíritus a tener alma y espiritualidad. Parece, pues que el reinado de la religión sobre las almas está condenado a terminar pronto. ¡Enhorabuena!

Comentarios. mbonfil@servidor.unam.mx