miércoles, 29 de julio de 2009

Reflexionar la cultura científica

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 22 de julio de 2009

A Graciela González, lectora austral

La semana pasada protestaba yo en este espacio contra la falta de cultura científica que se hace evidente en tantos aspectos de nuestra sociedad.

Entre las variadas respuestas que recibí, me llamó la atención la carta de una lectora ¡de la Patagonia!

Proponía que mi concepto de “incultura científica” es una simplificación inadecuada. Se preguntaba si las creencias de tipo místico o mágico de los “pueblos originarios” de Latinoamérica debían ser clasificados entre las “creencias absurdas” que, decía yo, están suplantando a la ciencia en la mentalidad de nuestros ciudadanos.

Muchas de estas creencias autóctonas se basan en un respeto al ambiente, y tienen valor de supervivencia y conservación, aunque no estén basadas en la ciencia. Y al contrario, muchas veces se causa daño ambiental en aras del avance científico-técnico.

Entonces, ¿qué tan deseable es la cultura científica; qué tan dañinas las “creencias absurdas”?

Pero habría que aclarar que cuando hablé de creencias absurdas tenía en mente charlatanerías como horóscopos, niños índigo o curaciones cuánticas. Hay muchos ejemplos de, por ejemplo, terapias tradicionales eficaces —y otras que son completamente inútiles, claro—, y prácticas ambientales autóctonas que resultan mejores que las propuestas modernas… aunque, ojo, no siempre.

Mi lectora se preguntaba también si tiene sentido exigir cultura científica a una población con gran número de pobres y excluidos, sin opción ya no de consultar a una astróloga, sino de recurrir a un sistema de salud decente.

Tiene razón: fomentar la cultura científica es una labor utópica. Pero el que existan problemas como la pobreza o la injusticia no impide que valga la pena difundir la cultura, científica o no. Son problemas que hay que abordar en paralelo.

Coincido con mi lectora: “el concepto de incultura científica hace referencia a un proceso histórico-político-social complejo y multidimensional”.

Aun así, insisto en que una cultura científica amplia en nuestra población es un primer paso para el desarrollo de un sistema científico-tecnológico-industrial que, a mediano plazo, redundará en un mejor nivel de vida para nuestros pueblos.

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miércoles, 22 de julio de 2009

Luna e incultura

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 22 de julio de 2009

El pasado lunes, 40 aniversario de que el humano pisara la luna, los conductores del programa El Weso, en W Radio (del que soy fan) dieron muestra de una lamentable incultura científica.

Ante la pregunta de si el alunizaje fue real —habrá usted oído las tonterías de que fue un montaje filmado en un estudio de TV—, respondieron que ¡“nunca lo sabremos”! Y Fernando Rivera Calderón añadió que ir a la luna “no sirvió de nada” (yo pregunto, admirado Fernando, ¿y la poesía sí sirve de algo? Se trata, más bien, de cuestionamientos mal planteados). Tuvo que ser Rodolfo Neri Vela, primer mexicano en salir al espacio, quien les enmendara la plana.

El problema no son nuestra falta de información y tendencia a creer en complots, que nos llevan a no estar siquiera seguros de uno de los mayores logros científico-técnicos de la historia. Lo grave es constatar que la ciencia sigue ausente de la cultura popular del mexicano, y está siendo suplantada por todo tipo de creencias absurdas.

Más ejemplos: la astróloga Amira, también en W Radio, anuncia: “¿Sabías que la posición de los astros puede influir directamente en tu salud, tus finanzas y hasta en el amor?”. No, señora: sabemos perfectamente que la posición de los astros no influye ni directa ni indirectamente en nada de eso, y propagar estas ideas falsas y además cobrar por ello es una estafa. ¿Por qué la Procuraduría del Consumidor no hace nada al respecto?

El viernes, un columnista de MILENO Diario publicó que el “21 de diciembre de 2012… sucederá un fenómeno astronómico que ocurre cada 26,000 años: el sol se alineará con el centro de la Vía Láctea… donde hay un agujero negro, fabricante y destructor de estrellas”.

Y añade que “Los mayas señalan ese día como fecha final en su calendario”. (Lástima que para hablar de alineación se necesiten por lo menos tres puntos, que los hoyos negros no fabriquen estrellas, y que lo del fin del mundo anunciado por los mayas sea sólo otra tontería).

Como remate, afuera de mi casa apareció un anuncio: “Baje de peso con láser. 100% natural”. (¿Láser 100% natural?)

No hay duda: la incultura científica del mexicano es galopante. Los comunicadores de la ciencia haríamos bien en redoblar nuestros esfuerzos.

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miércoles, 15 de julio de 2009

La influenza, todavía

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 15 de julio de 2009

La ciencia no revela verdades absolutas, pero sí tiene un compromiso con la realidad.

Un ejemplo es la pandemia —que comenzó como epidemia en México en abril— de influenza por virus H1N1 porcinos.

Usted recordará que, luego de la etapa de emergencia que obligó en la ciudad de México y otros sitios a cerrar escuelas, restaurantes, cines y centros de reunión, hubo una reacción curiosa. Se dijo, a través del correo electrónico y de boca en boca, que la epidemia había sido un montaje. Que el virus no existía, o que había sido algo planeado por el gobierno panista (o el norteamericano) para influir en las elecciones del 5 de julio (o para reactivar la economía mundial).

Hubo múltiples versiones, pero todas tenían algo en común: eran una forma de negar la realidad. La experiencia traumática de esos días de encierro e inactividad, y el daño económico, pero también social y psicológico, que dejaron, crearon un campo fértil para los rumores de que todo fue un complot.

Se cuestionó la actuación de las autoridades de salud, y se cuestionó la ciencia detrás de sus decisiones. Hoy vemos que la epidemia, ya mundial, es una realidad que afecta a otros países. Argentina y Chile, en pleno invierno austral, tienen 137 y 33 muertos, respectivamente, y miles de infectados. También Cuba reporta ya casos, y en los estados mexicanos de Chiapas, Tabasco y Yucatán se ha detectado un importante repunte, al grado de que Tabasco decidió cancelar su feria anual.

Mientras, las investigaciones sobre el virus siguen avanzan: un grupo dirigido por Yoshihiro Kawaoka, de la Universidad de Wisconsin, reportó el lunes en la revista Nature que el virus porcino -en realidad resultado de mutaciones y combinaciones de otros virus ya existentes, tanto humanos como aviarios y porcinos- causa más daño que los virus comunes de influenza estacional en pulmones de modelos animales (ratones, hurones y macacos), y que puede infectar cerdos sin causarles síntomas (quizá por eso la epidemia no fue detectada hasta que saltó a humanos).

También encontraron que las personas que nacieron antes de 1920 —y que por tanto estuvieron expuestos a la gran epidemia de influenza H1N1 de 1918— tienen anticuerpos que pueden reaccionar contra el virus actual, a diferencia de quienes nacimos después (lo que tal vez explica el comportamiento anómalo de la epidemia, que afectó a gente más bien joven).

El virus actual es todavía sensible al tamiflú, pero es muy probable que pronto surjan variedades resistentes. En breve contaremos con una vacuna, pero tardaremos en producir cantidades suficientes para responder al llamado de la Organización Mundial de la Salud, que pide que “todos los países tengan acceso a la vacuna”.

La realidad de la pandemia se impone, más allá de creencias y rumores. Más vale que los países tomen en cuenta lo que la ciencia revele, y actúen unidos en consecuencia.

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miércoles, 8 de julio de 2009

Urnas darwinianas

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 8 de julio de 2009

En otras ocasiones he comentado las similitudes de la evolución biológica con la democracia (y con la economía, y la ciencia).

En una democracia ideal, un conjunto de ciudadanos, que se supone son racionales y poseen información para tomar decisiones bien meditadas, selecciona entre un conjunto de candidatos al que parece mejor. La analogía con la selección natural, donde el ambiente selecciona a los individuos mejor adaptados para sobrevivir, es clara.

Igual sucede en una economía ideal, donde “el mercado” (los compradores) seleccionan los productos o servicios, y por ende las empresas, que ofrecen mejor balance calidad/precio: las elegidas sobreviven, las menos eficientes se extinguen.

En ciencia, la selección se da por una especie de democracia elitista, en la que un conjunto de especialistas (la comunidad científica) elige, entre la gran variedad de teorías que se proponen, aquellas que resultan más convincentes.

En todos los casos hay una variedad de candidatos y un sistema que selecciona quiénes finalmente sobreviven.

Pero la diferencia está en el criterio que se usa para seleccionar. En evolución, cualquier cosa que dé ventajas a un organismo aumentará su supervivencia. En ciencia, los factores que determinan que una teoría sea aceptada por la comunidad son variados, pero uno destaca: el juicio racional sobre las pruebas y argumentos presentados para apoyarla. Aunque ocurren desviaciones, la ciencia tiende a tomar decisiones racionales.

En economía y democracia, en cambio, las decisiones —aunque a políticos y economistas les disguste aceptarlo— muchas veces distan de ser racionales. En casos extremos, las decisiones se toman por factores puramente emocionales, fácilmente manipulados mediante estrategias publicitarias (ante eso el voto nulo fue una protesta —bastante exitosa, por cierto— frente a un sistema que no resulta eficiente).

El punto es que, a diferencia de lo que sucede en evolución, en asuntos humanos los procesos ciegos de selección no siempre producen el resultado más deseable. Convendría, al menos, tratar de que las decisiones electorales fueran más racionales. Lástima: en México falta mucho para que eso ocurra.

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miércoles, 1 de julio de 2009

Microbios previsores

Por Martín Bonfil Olivera
Publicado en
Milenio Diario, 1o de julio de 2009

Según la Wikipedia, fue el caricaturista holandés Robert Storm Petersen quien dijo: “hacer predicciones es difícil… especialmente acerca del futuro”.

Cierto, pero quien puede predecir con cierta confiabilidad el futuro tiene mejores oportunidades de sobrevivir.

Por ello, muchos animales han desarrollado la capacidad de hacer predicciones sobre su ambiente, basándose en información que obtienen a través de sus sentidos. (La ciencia misma es un descendiente refinado de estos mecanismos biológicos de supervivencia.)

Las predicciones pueden ir desde el fenómeno complejo del aprendizaje —qué hacer para obtener ciertos resultados— hasta las respuestas condicionadas descubiertas por Iván Pavlov en el siglo XIX, que explican por qué unos perros “aprenden” a salivar con el sonido de una campana, aunque no haya alimento cerca.

Pero para aprender que cuando el cielo se nubla debo buscar refugio, o para odiar cualquier alimento que me haya enfermado del estómago, necesito tener un sistema nervioso.

Las especies que carecen de él tienen que conformarse con “aprender” más lentamente mediante la selección natural: el ambiente va eliminando a los individuos que reaccionan de forma equivocada, y conserva a los que aciertan. Por desgracia, esta forma de “predecir” no es flexible, y los grandes cambios ambientales acaban con gran parte de las poblaciones, incapaces de adaptarse rápidamente.

Sorprendentemente, científicos del Instituto Weizmann de Israel acaban de publicar (Nature, 17 de junio) que microbios como la bacteria intestinal Escherichia coli y la levadura de cerveza Saccharomyces cerevisiae pueden “predecir” cambios que todavía no ocurren en su medio, y activar anticipadamente los genes que van a necesitar.

Lo logran por evolución: mediante selección natural, como se confirmó experimentalmente, dichos microbios “aprenden” como especie a asociar estímulos ambientales con la activación de genes.

Claro, el truco sólo funciona en medios que presentan cambios regulares (como los que la bacteria va encontrando al pasar por distintas zonas de nuestro tracto digestivo, o los que la levadura causa al cambiar la temperatura de su medio cuando fermenta los azúcares presentes).

Aun así, la lección es clara: también microbios sin cerebro pueden aprender a predecir, gracias a la evolución.

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