miércoles, 27 de enero de 2010

Naturaleza y sociedad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 27 de enero de 2010

Al reflexionar sobre el reciente sismo en Haití y sus terribles consecuencias, conviene tomar en cuenta lo mucho que la ciencia tiene que ver con este tipo de desgracias.

Se podría preguntar: ¿de qué sirve la ciencia, ese “lujo” intelectual que sólo los países ricos pueden darse, ante la imparable furia de la naturaleza?

De mucho.

En primerísimo lugar, para entender. Gracias a las modernas ciencias de la Tierra, hoy conocemos con precisión la causa de los terremotos. Sabemos que la superficie terrestre está formada por una pequeña costra sólida, más delgada en proporción que la cáscara de un huevo, flotando sobre un mar de roca fundida, el magma que forma el manto terrestre.

La corteza está partida en placas tectónicas, como un rompecabezas. Como el magma circula lentamente, las placas se mueven y rozan unas con otras. Cuando se acumula suficiente tensión (lo que puede llevar varias décadas), los puntos de fricción se desmoronan como galletas saladas al rozar unas con otras.

Pero además de entender, la ciencia también sirve para prevenir. El desastre de Haití había sido predicho por varios geofísicos desde 2006. Aunque no podían, por supuesto, adivinar la fecha precisa, sí podían asegurar que tarde o temprano la energía acumulada por la fricción entre las placas de Norteamérica y del Caribe —sobre cuya frontera justamente se halla la isla de La Española— tendría que liberarse en forma de sismo.

Finalmente, la ciencia sirve para actuar… pero sólo si las circunstancias lo permiten. Haití, como país pobre, carecía de reglamentos de construcción decentes, y de maneras de hacer que se cumplieran. El derrumbe de tantos edificios con un sismo de sólo 7 grados —que normalmente se considera moderado— muestra algo que se ha sabido desde hace mucho: que los desastres naturales no son sólo desastres naturales. Su manifestación depende también de decisiones sociales y de las circunstancias socioeconómicas que muchas veces determinan estas decisiones.

Que Haití sea pobre tiene que ver con factores histórico-sociales… entre ellos la falta de un desarrollo científico-tecnológico-industrial que le permita tener un buen nivel de vida y proporcionar condiciones de seguridad a sus habitantes.

Sí, la ciencia tiene mucho que ver con desastres como éste. Lástima que a veces no pueda hacer gran cosa al respecto.

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miércoles, 20 de enero de 2010

Matemáticas y astros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 20 de enero de 2010

Las matemáticas tienen una relación especial con la realidad física: nos permiten describirla. Se ve con claridad en astronomía: los modelos matemáticos, desde Tolomeo, pasando por Copérnico hasta la gloriosa descripción de Newton y la moderna visión einsteniana, nos han permitido describir cada vez con mayor precisión, y entender, con mayor profundidad, el comportamiento de los cuerpos celestes. Comparado con esto, las tontas “predicciones” de la astrología resultan balbuceos incoherentes.

Pero no alcanzamos a entender por qué las matemáticas sirven para describir el mundo. En el número de noviembre 2009 de la revista Ciencia y desarrollo, donde ha escrito mensualmente durante más de 30 años, el ingeniero José de la Herrán, pionero de la divulgación científica en México, expone un ejemplo curioso. Se trata de un estudio para verificar la validez de un viejo enigma astronómico: la famosa “ley” de Titius-Bode.

La ley, formulada por el astrónomo alemán Johann Daniel Titius en 1766 y popularizada por su colega y paisano (¡y tocayo!) Johann Elert Bode en 1772, consiste en que la distancia del Sol a los planetas del sistema solar (o, más precisamente, los semiejes mayores de sus órbitas elípticas –los “radios” mayores, pero la palabra “radio” sólo se usa para los círculos, no para las elipses) parece estar relacionada con una peculiar sucesión numérica: 0, 3, 6, 12, 24, 48…

Inicialmente no se tomó en serio: aunque acertaba para los planetas conocidos (Mercurio a Saturno), predecía un planeta inexistente en la quinta posición, entre Marte y Júpiter. Pero cuando se descubrió Urano en 1781 y se vio que ocupaba el sitio indicado por la ley, se le volvió a estudiar. Se buscó el quinto planeta “perdido” y en 1801 se halló el asteroide Ceres, el más grande del cinturón de asteroides (hoy considerado un planeta que no llegó a formarse, probablemente debido a la influencia gravitatoria de Júpiter). En general, la ley predecía, con 5% o menos de error, las posiciones de todos los planetas.

Entonces, en 1846, se descubrió Neptuno. Su distancia al sol no encajaba con lo predicho (30% de error). Lo mismo ocurrió con Plutón (¡96% de error!). El prestigio de la ley se derrumbó y pasó a ser considerada sólo una coincidencia.

Entra en escena el astrónomo mexicano Arcadio Poveda, del Instituto de Astronomía de la UNAM. En un artículo publicado en 2008 (en la Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, en coautoría con Patricia Lara), estudió a 55 Cancri, en la constelación del cangrejo, estrella “cercana” a la Tierra (a unos 12 parsecs; más de 40 años luz) alrededor de la cual se han descubierto cinco planetas entre 1996 y 2007. Halló que en general sus distancias coinciden con la ley de Titius-Bode, si se asume que falta un planeta entre el cuarto y el quinto (quizá esto revele que la dinámica gravitacional de los sistemas solares emergentes impide la formación de planetas en ciertas órbitas). Poveda incluso predice la posición de otros dos planetas alrededor de 55 Cancri: habrá que ver si se encuentran.

Aunque ha recibido críticas, el trabajo de Poveda es muy sugestivo. La ley de Titius-Bode sigue siendo un enigma: si fuera válida, aunque sigamos sin saber por qué (los expertos epistemólogos dirían que es una ley fenomenológica que carece de su correspondiente explicación teórica), podría ayudar a descubrir nuevos planetas en otros sistemas solares.

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miércoles, 13 de enero de 2010

Libertad y límites

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 13 de enero de 2010

A lo mejor los matrimonios gays son, como dijo ese árbitro de la moral, Onésimo Cepeda, “una estupidez” (Milenio Diario, 23 de diciembre). Pero si lo es, es una estupidez que los homosexuales, como cualquier otro ciudadano, tienen derecho a cometer.

Y quizá, como dice Carlos Marín (Milenio Diario, 8 de enero), el tal Esteban Arce “tiene derecho a expresar su homofobia”… pero hacerlo en público, como conductor de un programa de televisión y “líder de opinión” (así de triste es el nivel cultural del televidente mexicano promedio) es incorrecto, pues vulnera los derechos de otros.

Sí, la libertad de expresión (de la que deriva la libertad de prensa) es vital en toda democracia verdadera. Pero no es más importante que otros derechos. Necesariamente tiene límites: no se vale enseñar a suicidarse o a hacer bombas molotov, ni instigar al uso de drogas, a la violencia, a matar negros… ni a discriminar. Si un conductor opinara que los negros o los indios son inferiores incurriría en el mismo error y merecería ser criticado. Primero, porque es falso, pero también porque es discriminatorio.

Esteban Arce desinforma: expresa como verdades opiniones contrarias al conocimiento científico actual, que muestra que el comportamiento homosexual es natural (lo deja clarísimo Luis González de Alba en su columna el pasado domingo; Milenio Diario, 10 de enero), y “normal”, en el sentido de que no es “enfermo”, y que los hijos criados por parejas del mismo sexo también lo son.

¿Por qué preferir los criterios basados en el conocimiento científico a los fundados en dogmas religiosos? Entre otras cosas, porque son comprobables y comprobados: funcionan. Además, son corregibles si tienen fallas, a diferencia de las “verdades” de la iglesia. Por algo nuestra Constitución (artículo tercero) hace obligatoria la educación basada “en los resultados del progreso científico”, y exige al mismo tiempo que la enseñanza se mantenga “por completo ajena a cualquier doctrina religiosa”.

No se busca “privilegiar” a ciertas minorías, sino garantizar que todos los ciudadanos tengan los mismos derechos. Y con buenas razones. La iglesia podrá desgarrarse las vestiduras, pero también su libertad tiene límites (también por buenas razones, en este caso históricas): no puede interferir en política, pues la Constitución lo prohíbe (artículo 130). El gobierno está obligado a velar por los derechos de todos, y a mantener la necesaria separación entre iglesia y estado. Habrá que cuidar que así sea.

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miércoles, 6 de enero de 2010

Contra el analfabetismo científico

Por Martín Bonfil Olivera (Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM)
Publicado en
Milenio Diario, 6 de enero de 2010

Siempre que salgo de vacaciones llevo algo bueno para leer. Este fin de año no fue la excepción: escogí la más reciente obra de mi amigo Marcelino Cereijido, investigador argentino-mexicano del Centro de Investigación y Estudios Avanzados (Cinvestav): La ciencia como calamidad, un ensayo sobre el analfabetismo científico y sus efectos (Gedisa, 2009).

No es la primera vez que disfruto con su excelente prosa y aún mejores ideas. Varios viajes a la playa han sido más placenteros gracias a otras joyitas suyas como Ciencia sin seso, locura doble (Siglo XXI, 1994, donde advierte a un joven sobre los retos, dificultades y desilusiones que le esperan si decide ser científico en un país del tercer mundo), Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997, donde lanza la bien sustentada hipótesis de que la cultura de los países latinoamericanos, con su herencia de catolicismo hispano-portugués, es una de las causas fundamentales de que nuestros países no logren comprender, apoyar y, sobre todo, desarrollar y aprovechar la ciencia moderna) y La nuca de Houssay (Fondo de Cultura Económica, 1990, entrañable y penetrante relato autobiográfico que narra su experiencia como científico en formación –incluso con profesores premios Nobel– para ser posteriormente perseguido, encarcelado y exiliado por el oscurantismo católico-militarista de la dictadura Argentina).

El libro puede, en mi opinión, dividirse en dos secciones. En la primera presenta un panorama de la ciencia, su historia y la situación actual del analfabetismo científico. En la segunda –que me resultó más convincente y estimulante– plantea el gravísimo problema que dicho analfabetismo impone al tercer mundo, poniéndolo en una situación terriblemente desventajosa frente al primero, y se arriesga a hacer algunos esbozos de propuestas para su solución.

Cereijido plantea que el analfabetismo científico de los países subdesarrollados consiste no sólo en no tener ciencia propia, sino en carecer de una cultura que les permita darse cuenta de ello, y valorar lo grave de esta carencia. Pero lo realmente alarmante es darse cuenta, como demuestra a lo largo del libro, de que incluso ha existido siempre una estrategia del primer mundo para garantizar que el tercero siga siendo subdesarrollado. Esta asimetría es la que hoy está amenazando realmente el equilibrio global, por lo que urge tomar medidas drásticas para combatirla… sólo que tendremos que hacerlo nosotros mismos. De ahí sus estimulantes propuestas. Ahora falta difundirlas, discutirlas y ponerlas en práctica… yo me apunto.

Una queja: el libro, como por desgracia es cada vez más común en las editoriales iberoamericanas, está muy mal editado. Comas antes de los verbos o añadidas incorrectamente a frases, con lo que tergiversan su sentido; numerosas referencias que no aparecen en la bibliografía, repeticiones e, incluso, la organización misma del texto revelan descuido, no del autor, sino de una editorial de la que esperaríamos un trabajo mucho más profundo y profesional (pues es la editorial, no el autor, quien tiene la responsabilidad de cuidar todos los detalles, tanto editoriales como de coherencia y claridad, del texto).

En resumen, un libro disfrutable e inteligente, pero además importante y oportuno. Incluso urgente. Ojalá todo aquel que tenga que ver con el mundo de la ciencia (investigadores, estudiantes, funcionarios, políticos… ¡ciudadanos!) lo leyera.

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