miércoles, 28 de julio de 2010

Científicos en televisión

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 28 de julio de 2010

El otro día, con un amigo, mencioné algo sobre la teoría del Big Bang, y de inmediato vino la inevitable referencia: “¿el programa de TV?”.

Y es que The Big Bang theory, el genial programa cómico que debutó en 2007 y se ha convertido en un éxito mundial, representa un conflicto para quienes, como este columnista, tenemos formación científica.

Por un lado, es buenísimo. Tiene personajes entrañables, entre los que destaca el problemático Sheldon Cooper, físico teórico con dos doctorados y un IQ de 187, cuya completa carencia de habilidades sociales, humor y humildad (hay quien opina que tiene una forma leve de síndrome de Asperger, un tipo de autismo) lo hace al mismo tiempo insoportable, tierno y divertidísimo.

Junto con sus amigos Leonard, Howard y Rajesh trabaja en el prestigiado CalTech (Instituto Tecnológico de California), en Pasadena, y las aventuras de este cuarteto de nerds obsesionados por la ciencia y la tecnología –pero también con los cómics y otros elementos de la cultura geek) hacen que cada capítulo sea una ensalada de referencias a conceptos y teorías científicas –sorprendentemente correctas; el programa cuenta con asesores científicos serios– mezclados con las situaciones más chuscas. Una verdadera delicia para quien, más allá de la comedia, pueda apreciar los numerosos chistes y referencias científicas (incluso George Smoot, premio Nobel de física 2006, de quien hablamos aquí la semana pasada, participó en una breve secuencia al final de uno de los capítulos).

Pero por otro lado, la serie presenta una serie de estereotipos que la comunidad científica se ha esforzado por combatir desde hace mucho: muestra a los científicos como seres antisociales, inadaptados, geniales pero incapaces de realizar las tareas más sencillas, obsesivos, distraídos, ultra-lógicos y sin humor.

En realidad los científicos son sólo seres humanos… aunque, como bien sabe quien conviva con ellos –en especial físicos, o peor aún, matemáticos–todos estos estereotipos tienen cierta medida de realidad. Quizá por eso a los científicos nos fascina The Big Bang theory, aunque tengamos que pagar el precio de que, tarde o temprano, nuestros amigos nos digan que nos parecemos a Sheldon.



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miércoles, 21 de julio de 2010

Ver el pasado

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 21 de julio de 2010

La semana pasada comenté por qué no es razonable creer que nadie –ni el pulpo Paul– pueda ver el futuro. Ver el pasado, en cambio, es relativamente fácil, gracias a Einstein.

Y no me refiero a recordar el pasado, sino a verlo literalmente. Seguramente usted habrá oído que la teoría de la relatividad afirma –y se ha probado experimentalmente– que la luz tiene una velocidad finita: 300 mil kilómetros por segundo en el vacío. Debido a esto, cuando enfocamos un telescopio hacia una estrella –por ejemplo hacia Próxima Centauri, nuestra vecina más cercana, a 4.2 años luz– la vemos no como es ahora, sino como era hace, precisamente, 4.2 años –el tiempo que su luz tardó en viajar hasta nosotros.

En otras palabras, al ver a lo lejos en el cosmos, estamos también mirando hacia el pasado.

¿Qué tan lejos podemos ver? Casi hasta el big bang, la explosión que dio origen al universo hace unos 14 mil millones de años. ¿Por qué “casi”? Porque durante los primeros 400 mil años de su existencia, el universo no era transparente. Si enfocáramos un telescopio superpotente y supersensible, lo más atrás que podríamos ver sería hasta ese momento.

Y eso es precisamente lo que el físico estadounidense George Smoot –junto con su colega John Mather– propuso: enviar un telescopio al espacio para que detectara la luz más antigua: la radiación cósmica de fondo, el remoto “brillo” del big bang, hoy convertido en microondas, y mapeara detalladamente su distribución a lo largo del universo observable.

El satélite COBE, de la NASA, fue lanzado en 1989, y completó su observación en 1992. Reveló algo fundamental: ya desde un principio la radiación del big bang contenía fluctuaciones. Ésta, se piensa, es la causa de que la materia no esté distribuida uniformemente en el universo (más bien, se halla concentrada en algunas zonas, dejando mucho espacio vacío).



El pasado 6 de julio, el doctor Smoot –premio Nobel de física en 2006– dio una conferencia en la Sala Nezahualcóyotl de la UNAM, donde presentó los últimos resultados del satélite Planck, de la Agencia Espacial Europea (dados a conocer un día antes), y que confirman, con mucho mayor detalle, los resultados del COBE.

Quizá esta información ayude a resolver enigmas como la naturaleza de la materia oscura y la energía oscura, que forman el 96% del universo.

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miércoles, 14 de julio de 2010

¿Profeta de ocho patas?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 14 de julio de 2010

Pues sí: yo también tendré que hablar de Paul, el pulpo que captó la atención mundial debido a sus supuestas dotes adivinatorias, que ya se habían manifestado en 2008 y parecieran ser demostradas por 8 aciertos en el recién finalizado mundial de futbol.

Antes que nada, conviene señalar que no por ser un molusco Paul carece de inteligencia. Contrariamente a lo que nos enseñaban en la primaria (“el hombre es el único animal racional”), muchos tipos de razonamiento son bastante comunes a todo lo largo del mundo animal. En particular, los pulpos (cuyo nombre deriva de pólipo, que en griego significa “muchos pies”) se consideran los invertebrados más inteligentes, pues son capaces de aprender, realizar procesos de varios pasos, resolver laberintos, distinguir formas, y otras tareas complejas (por cierto, sus brazos tienen cierto nivel de “inteligencia” independiente de su cerebro, pues –según la Wikipedia– dos tercios de sus neuronas se hallan en ellos). Tan es así, que para efectos de derechos animales –como el tipo de experimentos que pueden realizarse con ellos–, se considera que los pulpos tienen una capacidad de sufrimiento que los hace “vertebrados honorarios” (por ejemplo, para operarlos se requiere que se les aplique anestesia).

Pero de ser inteligente a predecir el futuro (así sea de manera vaga, señalando simplemente qué equipo ganará un partido de futbol) hay mucho trecho. Aunque Tanja Munzig, portavoz del Sea Life en Oberhausen, Alemania, hogar de Paul, haya declarado que “no hay una explicación racional de por qué acierta siempre”, la conclusión más sencilla es que se trata de simples coincidencias, junto con ciertos efectos que hacen parecer más impresionante el fenómeno.

La probabilidad de que Paul acertara en 8 partidos, suponiendo que era igualmente probable (50% ) que cualquiera de los equipos ganara –lo cual no es estrictamente cierto– es de 1 en 256. Como ganar 8 veces seguidas un volado. ¿Qué es más probable: eso, o que un pulpo vea el futuro?

Además de explicaciones como la del biólogo peruano Alfredo Salazar, que afirma que Paul escoge simplemente la bandera de color más brillante en cada juego (aunque al parecer los pulpos no ven colores, sí perciben la brillantez), sus dueños también pueden haberlo ayudado a acertar: con trucos sencillos pueden inducirlo a elegir el recipiente con la bandera que deseen. Por ejemplo, poniendo comida fresca en uno, y un señuelo en el otro. Así, la elección acertada recaería en los manejadores del pulpo, que podrían haber recibido asesoría experta (lo cual no disminuye su mérito, pero sí quita credibilidad a pensar en “pulpos psíquicos”).

También es posible que las tan difundidas predicciones del pulpo hayan predispuesto psicológicamente a los jugadores de los equipos perdedores a tener una mala actitud (efecto de la profecía autocumplida).

Lo importante es que, si bien casos como el de Paul pueden ser buen entretenimiento (aunque llegan a hartar), también fomentan en la población una peligrosa tendencia al pensamiento mágico. A creer el futuro se puede predecir o cambiar con sólo desearlo; a que para resolver nuestros problemas, más que al pensamiento racional y la investigación rigurosa, conviene recurrir a métodos supuestamente sobrenaturales.

Los investigadores Javier López Peña y Hugo Touchette, de la Universidad de Londres, utilizaron un método matemático basado en la teoría de gráficas para llegar a la misma predicción que Paul respecto a la final del mundial, pero lo hicieron modelando la “red” de pases entre jugadores de un mismo equipo, lo cual da una idea de su fortaleza.

La ciencia nos ofrece formas confiables y efectivas, aunque no infalibles, de resolver problemas. En cambio sabemos bien, aunque sea triste, que la magia no existe.

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martes, 6 de julio de 2010

Promesas médicas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 7 de julio de 2010

Una de las quejas más comunes contra la ciencia médica es que no cumple sus promesas: la cura del sida, el cáncer o incluso el catarro común no se han materializado. ¿Qué pasa?

En realidad, el reclamo es injusto: ninguno de estos males es sencillo. Existen cientos de variedades de virus del catarro, que mutan constantemente; lo mismo ocurre con el virus del sida, que además incrusta sus genes dentro de nuestras células, lo que lo hace –hasta ahora– imposible de erradicar. En cuanto al cáncer, habría que hablar más bien de los muchos cánceres distintos que existen, lo cual hace lejano –hasta ahora– pensar en “una” cura.

Pero, siendo justos, la ciencia médica ha avanzado sobremanera, incluso en el combate a estos males. Tenemos numerosos remedios paliativos, cierto, pero útiles, contra los síntomas del catarro; la quimioterapia contra el VIH ha avanzado muchísimo desde los ochenta, y lo mismo puede decirse de las terapias y métodos de diagnóstico del cáncer.

Y eso sin mencionar otros numerosísimos avances médicos que han mejorado increíblemente nuestro nivel de vida: antibióticos que salvan diariamente miles de vidas, vacunas que previenen enfermedades, procedimientos de higiene y quirúrgicos que evitan muertes en partos, trasplantes… la lista es casi infinita.

Una promesa incumplida reciente es la de las células madre, que han causado polémica porque ofrecen la posibilidad de crear tejidos de repuesto para curar órganos dañados, pero que normalmente se obtienen de embriones.

Por eso la noticia, publicada en la revista New England Journal of Medicine, de que un equipo de médicos italianos, encabezado por Graziella Pellegrini, ha logrado curar la ceguera de pacientes con quemaduras químicas utilizando células madre de su propia córnea es esperanzadora.

Los investigadores no usaron células madre embrionarias, sino un tipo más especializado: las células madre del limbo del ojo, la región que rodea a la córnea (la lente transparente que cubre al iris y la pupila), y que se localiza entre ella y lo blanco del ojo (la esclerótica), y que es donde se forman nuevas células corneales.

Las células madre se aislaron (del otro ojo, o de alguna región sana del ojo lesionado), se multiplicaron en cultivo y se injertaron en los ojos dañados, con resultados excelentes en 87 de 107 pacientes, y parcialmente buenos en otros 14. ¡Y los beneficios han sido perdurables a lo largo, en algunos casos, más de una década! (el estudio comenzó en 1998).

Aunque la cura es sencilla, pues no involucra complejas manipulaciones genéticas, sino sólo cultivo y trasplante, podría calificarse de milagrosa. Pero Pellegrini fue clara: “No fue un milagro, fue simplemente técnica”.

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