miércoles, 30 de mayo de 2012

El misterio de la conciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de mayo de 2012

Uno de los grandes misterios científicos que quedan por entender (probablemente “resolver” no sea la palabra adecuada en casos como éste) es el de qué es la conciencia: esa “preciosa aunque misteriosa capacidad de estar al tanto de nuestro propio yo y del mundo que nos rodea” (como la describe un boletín de la Academia Finlandesa).

Sabemos que, lejos de ser una manifestación espiritual, se trata de un fenómeno natural: una propiedad emergente del funcionamiento de nuestro cerebro, que a su vez es producto de un proceso evolutivo de millones de años. Lo que aún no entendemos son los detalles de cómo un trozo de sesos de kilo y medio da origen a un yo consciente, a un “alma” (si quiere usted llamarla así).

¿Cómo podría investigarse algo así? Un enfoque interesante es el que plantearon, usando anestésicos, el investigador Harry Scheinin y su equipo en la Universidad de Turku, Finlandia (en colaboración con investigadores de la Universidad de California en Irvine), como parte de un proyecto de “neurofilosofía de la conciencia”, nada menos. Y es que el tema da para discusiones filosóficas, éticas, neurológicas, evolutivas…

La anestesia es buen método para explorar cómo el cerebro origina la conciencia: cada vez que nos dormimos perdemos, en gran medida, la conciencia. También, más profundamente, cuando somos anestesiados antes de una operación. Scheinin administró anestésico a 20 sujetos jóvenes y sanos y los metió a un aparato de tomografía por emisión de positrones (PET), que permite monitorear el flujo de sangre en el cerebro, y por tanto detectar qué áreas se van activando cuando los sujetos recobran la conciencia (definida como cuando eran ya capaces de obedecer la orden de realizar un movimiento). (Para separar los efectos de ir bajando la dosis del anestésico –propofol, de mala fama gracias a Michael Jackson, pero usado comúnmente en cirugía– de los del proceso mismo de recobrar la conciencia, en la mitad de los pacientes se usó otro anestésico, dexmedetomidina, que permite despertar a los pacientes sin bajar la dosis que se les estaba administrando. Como los resultados con ambos anestésicos coincidieron, puede asumirse que se deben al proceso mismo de recobrar la conciencia, no al la disminución en la dosis de propofol.)

Lo que se descubrió fue que, contra lo que se hubiera esperado, no fueron las áreas de la corteza cerebral –el neocórtex, la parte evolutivamente más nueva del cerebro humano, y la que normalmente se asocia con la conciencia– las que se activaron primero, sino áreas mucho más antiguas como el tallo cerebral, el tálamo y el sistema límbico. Éstas serían, según los autores del estudio, publicado en la revista Journal of Neuroscience el pasado 4 de abril, “los correlatos neurales mínimos que se requieren para que emerja un estado consciente”.

Lo inquietante es que muchas de las pruebas que normalmente se realizan para determinar si una persona está inconsciente (por ejemplo para ver si la anestesia durante una operación está siendo efectiva, o para determinar si hay muerte cerebral) se basan en gran parte en el monitoreo de la función de la corteza. Hay casos de “conciencia intraoperativa” en que los pacientes reportan recordar lo sucedido durante una cirugía. Y más preocupante, hay indicios de pacientes con muerte cerebral diagnosticada que, al ser operados para retirarles órganos para donación, podrían haber sufrido dolor.

Los resultados de Scheinin seguramente detonarán nuevos estudios y nuevas discusiones que nos llevarán a entender un poco mejor no sólo cómo el yo emerge de nuestro cerebro, sino qué es eso que llamamos conciencia y qué es, finalmente, una persona humana. Y a mejorar los criterios con los que actuamos en casos donde la calidad de persona humana es decisiva.

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miércoles, 23 de mayo de 2012

La demanda de los científicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de mayo de 2012

La ciencia también es política. Por eso, la comunidad científica mexicana –como la de todos los países– ha tenido que aprender a organizarse para exigir los apoyos que requiere. Apoyos que los gobiernos otorgan, con dinero de nuestros impuestos, y que permiten realizar las actividades de investigación y desarrollo científico-tecnológico en México (que se llevan a cabo, casi en su totalidad, en instituciones públicas).

Es por ello que, en una jugada valiente, una de las principales organizaciones científicas del país, el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, A. C. –organismo asesor autónomo y permanente del Poder Ejecutivo– ha presentado una denuncia administrativa, ante la Secretaría de la Función Pública, contra quien resulte responsable (presumiblemente, las autoridades hacendarias) “por el incumplimiento de la asignación del 1% del producto interno bruto a la investigación científica y el desarrollo tecnológico, tal como se establece en los artículos 9 bis de la Ley de Ciencia y Tecnología y 25 de la Ley General de Educación”.

Los antecedentes de la denuncia son la recomendación de organismos internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) de elevar paulatinamente la inversión en estos rubros, como medida elemental para fomentar el bienestar económico y social de las naciones, y la modificación, en 2004, de la Ley de Ciencia y Tecnología, que establecía el 1% como meta.

Como comparación, naciones como Estados Unidos invierten alrededor de 2.6% de su PIB en ciencia y tecnología, Japón 3.1%, Corea 3% y Suecia 4.3%. En Iberoamérica, el promedio es 0.55; España invierte 1.27, Brasil 1.1%, Chile 0.67% y Argentina 0.51%. En cambio, a lo largo de su historia moderna, México nunca ha llegado siquiera al 0.5%, y frecuentemente mucho menos. Este año el porcentaje bajó de 0.41 a 0.36%.

El Foro señala que los funcionarios que incumplieron las leyes generaron “daños a los científicos jóvenes, perjuicios al país y afectaciones a millones de mexicanos que viven en situación de pobreza”. Tiene razón: la falta de fondos ha impedido la creación de las nuevas instituciones y las plazas laborales que se requerirían para mantener en el país a los jóvenes científicos que estamos formando. Nuevamente, la fuga de cerebros. El Foro calcula que “los montos que se han dejado de invertir en investigación científica y desarrollo tecnológico, por omisiones e incumplimiento de obligaciones de servidores públicos de la SHCP, de 2006 a 2011 es del orden de 464 mil 484 millones de pesos”. Mientras, los potenciales beneficios que la cadena ciencia-tecnología-industria podría dar al país, con el consecuente aumento en el nivel económico, social y de vida, simplemente se desperdician, como agua por una coladera.

Una gran cantidad de instituciones científicas y de la sociedad –la Academia Mexicana de Ciencias (AMC), la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), el Instituto Politécnico Nacional (IPN), el Centro de Investigación y Estudios Avanzados (CINVESTAV), las Academias Nacionales de Medicina, de la Lengua, de la Historia, de Ingeniería, los representantes académicos del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), el Consejo Mexicano de Ciencias Sociales, la Asociación Mexicana de Directivos de la Investigación Aplicada y el Desarrollo Tecnológico, y hasta la Cámara Nacional de la Industria de la Transformación (CANACINTRA) y la Confederación Patronal de la República Mexicana (COPARMEX) se han adherido expresamente a la denuncia del Foro Consultivo.

Esperemos que este fuerte llamado de atención sirva para que los candidatos a la presidencia comiencen a discutir la importancia de la ciencia y la tecnología como elementos indispensables para el desarrollo del país. Y que el próximo presidente (o presidenta) entienda que no se trata de un gasto, sino de una vital inversión.

Como expresó el nuevo presidente de la Academia Mexicana de Ciencias, José Franco, al tomar posesión del puesto el pasado 17 de mayo: “Como nación, nos encontramos en un punto decisivo en el que estamos obligados a actuar con responsabilidad ante los retos que enfrentamos, aprovechar las oportunidades que nos brinda el conocimiento y abandonar la era de las décadas perdidas para entrar en la etapa de recuperación de un futuro con esperanza”. No se trata de apoyar a la ciencia, pues, sino de apoyarse en ella.

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miércoles, 16 de mayo de 2012

El gen que “moldeó el cerebro”

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de mayo de 2012

Aunque la iglesia católica parezca creer lo contrario –pues defiende que un óvulo fecundado es ya una persona sólo porque contiene todos los genes humanos–, la idea de que son los genes y sólo ellos los que definen la naturaleza humana es una sobresimplificación inaceptable.

Por eso la noticia, publicada mundialmente el pasado 3 de mayo, de que se había descubierto “el gen que modeló el cerebro humano” fue inmediatamente criticada, por simplificar un asunto por demás complejo y dar la impresión de que un solo gen podría haber determinado el surgimiento de la inteligencia de nuestra especie.

El hallazgo, realizado por dos grupos de investigadores del Instituto Scripps, en California, y de la Universidad de Washington, respectivamente, y publicado en sendos artículos en la revista Cell, consistió en haber descubierto que un gen importante en el desarrollo del cerebro –llamado SRGAP2, siglas en inglés de SLIT-ROBO Rho GTPase-activating protein 2–, que interviene en la migración de las neuronas hacia la corteza cerebral y en el desarrollo de sus conexiones (sinapsis) con otras neuronas, se duplicó durante la evolución humana.

Los genes duplicados son comunes en la naturaleza. Frecuentemente son la materia prima para novedades evolutivas: un gen importante, como SRGAP2, al que cualquier mutación puede dañar, normalmente no cambia; pero si se duplica, su copia puede mutar libremente sin poner el peligro la supervivencia del organismo. Es lo que aparentemente sucedió con SRGAP2: una de tres copias surgidas en el linaje homínido, hace unos 2.5 millones de años (llamada SRGAP2C) puede haber sido clave en el paso de los australopitecos, con un cerebro similar al de los simios, al género Homo, al que pertenece el humano moderno, con su gran corteza cerebral y avanzadas capacidades cognitivas. La época en que ocurrió la duplicación del gen, determinada mediante métodos de fechamiento molecular, coincide a grandes rasgos con el surgimiento de las primeras herramientas de piedra.

Pero el cambio no se debe simplemente a que dos genes proporcionen “mayor inteligencia” que uno. De hecho, SRGAP2C bloquea la actividad de su versión original. Esto ocasiona, según descubrieron los investigadores al hacer experimentos con ratones, que las neuronas migren más lentamente, y en ese tiempo desarrollen mayor número de conexiones con otras neuronas. Al final, las neuronas de ratones a los que se les incorporó artificialmente el gen SRGAP2C humano presentaban muchas más sinapsis que las neuronas normales de ratón, haciendo que tuvieran un aspecto más parecido a las neuronas humanas.

Tomando en cuenta que se han hallado unos 30 genes duplicados que sólo existen en humanos, es probable que la historia de la evolución de nuestro cerebro resulte ser más compleja, y no dependa de un solo gen. De cualquier modo, la duplicación de SRGAP2 parece ser uno de esos casos en que la evolución, debido a un error genético, tiene la oportunidad de dar un salto notable. El hallazgo, además de permitirnos entender mejor nuestros orígenes y el funcionamiento y desarrollo de nuestro cerebro, quizá permita también entender algunas alteraciones cerebrales que tienen que ver con el desarrollo y conectividad de las neuronas, como ciertas formas de autismo, epilepsia y esquizofrenia.

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miércoles, 9 de mayo de 2012

Ciencia: riesgos y beneficios

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de mayo de 2012

Quizá recuerde usted que en diciembre pasado comentamos aquí la noticia de que se estaba debatiendo la conveniencia o no de publicar los resultados de una investigación en ciencia básica que podría resultar peligrosa para la humanidad.

Se trataba de un grupo de investigadores de la Universidad de Tokio, encabezado por Yoshihiro Kawaoka, que habían logrado crear una variante del virus de la influenza aviar (H5N1), muy letal para humanos pero que no se contagia si no es por contacto directo, formando un híbrido de éste con el de la influenza humana (H1N1, que causó la epidemia de 2009) para producir un virus de influenza aviar que sí puede contagiarse por vía aérea (por ejemplo, a través de estornudos) entre mamíferos.

El Consejo Consultivo Nacional de Bioseguridad de los Estados Unidos advirtió que sería un grave riesgo publicar los resultados, como se hace normalmente en todo el mundo con cualquier investigación científica que no vaya a ser patentada, y ello provocó una moratoria en la investigación en este tema, y que la aparición del artículo en la prestigiada revista Nature (y el de otro artículo con resultados similares, de un grupo de investigación holandés, que aparecería en la también influyente Science) fuera pospuesta.

Se consideró publicar ambos artículos en forma censurada, sin la descripción del método usado para producir los virus mutantes, o bien restringir severamente su acceso sólo a investigadores especializados. En ambos casos, se iría en contra del requisito fundamental en ciencia de la libre circulación y discusión de resultados, que forma parte de su proceso de control de calidad y es indispensable para su avance y evolución. Y en todo caso, la publicación de los resultados con esas restricciones se volvería esencialmente inútil.

Por supuesto, había motivo para la preocupación: la técnica usada para crear el virus podría –en teoría– ser aprovechada por grupos bioterroristas para producir un arma biológica. Y algún descuido o accidente podría –también en teoría– liberar al virus de Kawaoka y provocar una epidemia.

Pero el pasado 2 de mayo, luego de muchas deliberaciones y de dos reuniones internacionales de expertos, el Consejo de Bioseguridad modificó su opinión y el artículo fue publicado en forma completa. Quedó claro que, gracias a las extremas medidas de seguridad usadas en los experimentos –nivel 3 de bioseguridad, mejorado, que incluye uso de trajes especiales con equipo de filtrado respiratorio y laboratorios sellados con presión negativa para impedir el escape de aire, con dobles sistemas de seguridad, en caso de que uno falle, con regaderas sanitarias obligatorias de entrada y salida, entre otras medidas–, la posibilidad de escape es nula (y se requerirá que cualquier investigación sobre el tema en el mundo cumpla medidas similares). Es claro, también, que el mal uso de las técnicas no puede impedirse limitando su publicación, pues los resultados ya circulaban en el medio académico y científico (y, finalmente, un terrorista siempre encontrará la manera de causar daño).

Y sobre todo, quedó claro que, al menos en este caso, los beneficios de la investigación, y su difusión, exceden los hipotéticos riesgos. Por un lado, nos ponen en alerta: los resultados de Kawaoka muestran, con todo detalle molecular, que bastan cuatro mutaciones para permitir que el virus de las aves infecte a humanos por vía aérea: tres de ellas modifican la proteína hemaglutinina del virus (la H de su nombre) para permitir que funcione como la llave que le franquea la entrada a las células que infecta, y la cuarta confiere a dicha proteína mayor estabilidad. Es perfectamente posible que dichas mutaciones –varias producto de la mezcla de genes de los virus H5N1 y H1N1, que puede ocurrir por ejemplo en cerdos, especie en que conviven ambos virus­– se presenten espontáneamente en la naturaleza.

Pero el trabajo de Kawaoka también da esperanza: revela que, al menos en hurones –especie usada en el estudio, que por obvias razones, no puede llevarse a cabo en humanos–, el virus mutante no resulta mortal, y responde a la terapia con tamiflú y a vacunas. Usando este nuevo conocimiento, y el que continúe produciéndose con investigaciones posteriores –que no podrían llevarse a cabo si los resultados no se hicieran públicos (incluso, la censura de este tipo de publicaciones podría desalentar, a nivel mundial, la investigación en este tema)–, se podrán buscar mejores medidas preventivas y de control, y alternativas terapéuticas en el muy posible caso de que llegue a presentarse la temida epidemia de gripe aviar.

Como siempre, en ciencia –y en tantas otras áreas–, saber es mejor que ignorar.

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miércoles, 2 de mayo de 2012

Tuits virales

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de mayo de 2012 

Diferentes estructuras de retuits:
terremotos en Japón,  partido republicano
en EU,y revoluciones en Egipto y Siria
Cualquiera que tenga una computadora con conexión a internet o un smartphone, y una cuenta en Twitter o Facebook, ha experimentado la sobrecarga de información –semanal, diaria, ¡cada hora!– a que nos exponen las redes sociales virtuales.

Una infinidad de pedacitos de información circulan libre y masivamente por la red, y constantemente distraen nuestra atención, pero al mismo tiempo enriquecen nuestras vidas y nuestras posibilidades sociales: nunca antes habías sido posible difundir, y recibir, tal cantidad de información a tan bajo costo; una transformación comparable al invento de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg en el siglo XV.

En 1976, en su imprescindible libro El gen egoísta, el etólogo (biólogo del comportamiento) Richard Dawkins propuso enfocar a las ideas como “replicadores” a los que llamó “memes”: fragmentos de información con la capacidad de copiarse (reproducirse) y de cambiar (mutar). Y por tanto, de evolucionar.

Forever Alone
El enfoque de Dawkins (pues no es más que eso: una forma de enfocar las cosas, no una “ciencia”, aunque se hable informal o exageradamente de “memética”) permite explicar, o al menos entender mejor, fenómenos como las modas, los rumores, los chistes, las religiones… y las redes sociales (aunque hoy la palabra meme se asocia más que nada con las populares y divertidas “caritas” –rage faces– con las que se arman pequeños cómics que circulan en internet, como la popular “forever alone”). Todos ellos se comportan, en cierta forma, como “virus mentales”: ideas que brincan de cerebro en cerebro, infectando los más posibles y reproduciéndose al ser comunicados a otros cerebros.

Sin embargo, un reciente estudio de Filippo Menczer y su grupo, del Centro de Investigación en Redes Complejas y Sistemas de la Universidad de Indiana en Bloomington, Estados Unidos, publicado en la revista Scientific Reports el pasado 29 de marzo, en el que estudiaron la red social Twitter, muestra que quizá esta tradicional visión “epidemiológica” de los memes no sea la más adecuada.

Utilizando datos reales de más de 120 millones de retuits de más de 12 millones de usuarios, crearon un modelo simplificado en computadora para investigar por qué algunos pocos memes –en este caso, tuits–se vuelven inmensamente populares (“virales”) y perduran durante días o semanas, mientras que otros se extinguen casi inmediatamente. Para su sorpresa, hallaron que podían reproducir el comportamiento real de los tuits simplemente modelando la estructura de la red –una mayoría de usuarios conectados a un número modesto de otros usuarios, y unos cuantos usuarios con miles o millones de conexiones; lo que en teoría de redes se conoce como “red libre de escala”– y suponiendo que los tuiteros, aunque probablemente retuiteamos más los tuits que nos interesan, tenemos un límite a nuestra capacidad de atención: excedida ésta, cada nuevo tuit hace que nos olvidemos de algún otro.

La difusión de los memes se parecería entonces, más que a una epidemia viral, a un ecosistema en el que hay recursos sólo para cierto número de individuos (retuits) de distintas especies (memes) que compiten entre sí por la atención de nuestros cerebros, conectados socialmente.

Esto no quiere decir, sin embargo, que otros factores como el contenido del meme –su importancia, su estilo…–, o el grado de influencia de quien los difunde (piense en Lady Gaga, con sus 23 millones de seguidores), o incluso las circunstancias del momento en que se difunde un tuit sean irrelevantes. Simplemente, no fue necesario introducir esos factores en el modelo para reproducir bastante fielmente los datos reales tomados de Twitter. El resultado del estudio de Menczer es también interesante porque constituye el primero modelo que permite estudiar no la difusión de un meme, sino de una multitud de ellos interactuando simultáneamente en una red social; algo más cercano a lo que ocurre realmente en las sociedades y la cultura humanas.

Estos resultados serán útiles no sólo para entender mejor la difusión de memes/ideas, sino para desarrollar mejores estrategias para fomentar o desalentar su difusión. Piense en rumores, campañas políticas o comerciales… o en la difusión cultural y artística.

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