miércoles, 31 de octubre de 2012

Ciencia y ateísmo

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de octubre de 2012

Aunque México se defina como un país católico (el porcentaje de creyentes que da la arquidiócesis de México es de 84%), lo cierto es que sólo una porción mucho menor de quienes se identifican como tales practican rigurosamente su religión: basta ver las cifras de divorcios, abortos y hasta de uso de anticonceptivos entre ellos, prácticas todas prohibidas por su iglesia.

En cambio, el número de ateos oscila entre un 2 y un 5 por ciento, según la fuente. La información es confusa, pues mezcla a ateos (que no creen en la existencia de un dios) y agnósticos (que no saben si éste existe o no) con quienes simplemente manifiestan no tener una creencia religiosa.

De cualquier manera, existe una minoría de personas no creyentes en nuestro país –y en todo el mundo– que muchas veces son objeto de prejuicios, discriminación y hasta persecución. Mucha gente cree que una persona, por el mero hecho de no tener creencias religiosas, es poco confiable o incapaz de tener un comportamiento ético (un artículo publicado el pasado 24 de marzo en el periódico El Norte, por ejemplo, afirmaba que “Los problemas de México sin duda se asemejan más a una sociedad atea que cristiana: criminalidad, abortos, drogadicción, trata de personas, promiscuidad sexual, pobreza extrema, etc... La indiferencia religiosa… es sin duda causa fundamental de muchos de los problemas que padecemos”).

Es por eso que han surgido grupos de mexicanos ateos que están organizándose para defender su derecho al libre pensamiento y a la libre expresión de sus opiniones. Curiosamente, muchos de estos “activistas ateos” (entre los que hay variedad y diversidad de opiniones; hay desde quien promueve activamente el ateísmo hasta quien simplemente exige el respeto a esta forma de pensar) tienen también una gran afinidad por el pensamiento crítico, la cultura científica (muchos de ellos son también divulgadores o promotores de la ciencia) y el combate a seudociencias y charlatanerías.

Por eso será interesante participar, el próximo 2 y 3 de noviembre, en el II Coloquio Mexicano de Ateísmo, organizado por Ateos y Librepensadores Mexicanos, A. C. (www.ateosmexicanos.org), donde será posible escuchar a destacadas personalidades del pensamiento escéptico, la defensa del laicismo/ateísmo, y la divulgación científica. Entre ellos Michael Shermer, columnista de la prestigiada Scientific American, editor de la revista Skeptic y autor de libros como Por qué creemos en cosas raras: pseudociencia, superstición y otras confusiones de nuestro tiempo; Julieta Fierro, astrónoma y divulgadora científica; Marcelino Cereijido, investigador de excelencia y magnífico ensayista; Luis Mochán, físico y luchador contra el uso del fraudulento “detector molecular” GT200 que utilizan la fuerzas armadas de nuestro país, y otros destacados personajes nacionales e internacionales.

Seguramente éste y otros eventos de la comunidad atea provocarán interesantes discusiones y ayudarán a defender el pensamiento crítico y racional ante ideologías religiosas y conservadoras que muchas veces se oponen a los derechos humanos. No nos viene nada mal en este país cuya constitución exige un estado laico. Si se le antoja asistir, allá nos vemos.

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miércoles, 24 de octubre de 2012

500 semanas

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de octubre de 2012

El 8 de mayo de 2003 apareció publicada la primera colaboración de este espacio, con el título de “El príncipe Carlos y la anticiencia en México”.

Desde entonces, la hospitalidad de Milenio Diario me ha permitido compartir con los lectores mi gusto por la ciencia y sus alrededores (aunque frecuentemente me digan que, por mis constantes quejas, críticas y refunfuños varios, la columna debería titularse “La ciencia por disgusto”).

En realidad, la aventura de “La ciencia por gusto” comenzó en 1997, en otro medio, donde perduró hasta el 2000, para luego entrar en una pausa. En el ínter, recopilé varios de los textos en el libro del mismo nombre (Paidós, 2004, recién reimpreso). Puedo decir que compartir el gusto por la ciencia con los lectores, ya sea a través de la columna o de este blog, que la reproduce y amplía es uno de los placeres más constantes que disfruto. Que le paguen a uno por hacer lo que le gusta es la mayor fortuna.

Estoy convencido de que la ciencia y la tecnología son dos de las fuerzas que mueven al mundo actual y determinan quién es rico y quién pobre, quién domina y quién es sojuzgado, quién progresa y quién se estanca, quién disfruta y quién sufre. Sé también que son terriblemente importantes para nuestra supervivencia; bien usadas pueden evitar mucho daño, pero su mal uso puede poner en peligro la estabilidad misma del planeta (o al menos de los seres que lo habitamos).

Pero estoy convencido, también, de que ninguno de esos son los verdaderos valores de la ciencia. Como cualquier científico de corazón que sea honesto consigo mismo, sé que en realidad la ciencia es algo a lo que uno se dedica por placer: ese placer científico, tan parecido a la experiencia estética que nos produce el arte, pero que pasa antes, necesariamente, por la razón. El placer de entender. Un placer, afortunadamente, que puede compartirse.

Es por eso que muchas veces en este espacio –una columna de opinión; para compartir un punto de vista, no para dar datos o explicaciones detalladas (a veces digo que debería presentarme como “comentarista de la ciencia”, no como divulgador)– mis lectores encuentran gustos personales o, al contrario, diatribas contra quienes suplantan, descalifican o deforman a la ciencia.

Espero poder seguir teniendo el privilegio de compartir un poco de cultura científica por otras 500 semanas. Gracias a Milenio, y más que nada gracias a todos ustedes, amables lectores.

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miércoles, 17 de octubre de 2012

Naturalismo y evolución

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de octubre de 2012

Hace unas semanas comentábamos en este espacio las ocasionales escaramuzas entre ciencia y filosofía.

Uno de los campos en donde estas discusiones han estado más activas en el de la evolución. Y quizá la pregunta más frecuente al respecto es si puede descartarse como “no científica” la idea de que podría haber un proyecto detrás del proceso evolutivo. En otras palabras, si la evolución pudiera tener una dirección (por ejemplo hacia una mayor complejidad, o mayor inteligencia, como popularmente se cree), o si el proceso mismo de la evolución pudiera estar dirigido por alguna inteligencia superior, quizá divina (según proponen tanto la iglesia católica como los proponentes del “diseño inteligente”, una forma disfrazada de ese creacionismo cristiano tan popular en los Estados Unidos).

¿Por qué no podría haber un proyecto, un plan inteligente detrás de la evolución, o al menos una tendencia general que le diera dirección? En realidad no es que no pueda haberla: es que, desde un punto de vista científico –y el estudio de la evolución biológica es una rama de la ciencia– no es una hipótesis que se pueda someter a prueba.

La ciencia, desde sus mismos orígenes, ha estado comprometida con una postura filosófica que se conoce como “naturalismo metodológico”. Ha recibido otros nombres, como “materialismo” (pero no sólo la materia forma parte de las explicaciones científicas; también la energía, el espacio, el tiempo, y los fenómenos emergentes no materiales que surgen a partir de ellos, como la vida o la conciencia), o “reduccionismo” (pero no todas las explicaciones son reduccionistas en un sentido eliminativo, es decir, que niegue la existencia de cosas como la vida o el amor para reducirlas, por ejemplo, a simples fenómenos químicos).

Más bien, el naturalismo metodológico de la ciencia quiere decir que ésta se limita estudiar y a proponer explicaciones de fenómenos naturales, dejando fuera de su ámbito de acción todo aquello que pueda calificarse de sobrenatural. ¿Por qué esta limitación? Porque, por definición, lo sobrenatural no sigue reglas: la magia, los milagros o las intervenciones divinas rompen con las regularidades de la naturaleza, que son lo único que la ciencia puede estudiar (además, las explicaciones sobrenaturales involucran entidades no materiales como dioses o espíritus, y la ciencia no cuenta con herramientas para investigarlos).

¿Puede la ciencia probar que no existe lo sobrenatural? No. Pero tiene que actuar bajo la suposición de no existe; de otro modo, se vería paralizada (por eso su naturalismo es “metodológico”, no ontológico: no habla de lo que existe, sino de con qué se puede trabajar).

Hay quienes se inconforman –como el bioquímico y bloguero Larry Moran, ya mencionado aquí– con esta aparente limitación de la ciencia porque consideran, por ejemplo, que la deja imposibilitada para criticar a las religiones (lo cual, creo yo, no es el papel de la ciencia, de todos modos) o vulnerable a las críticas de los filósofos (lo cual, nuevamente en mi opinión, le hace bien de vez en cuando).

Por todo ello, buscar un objetivo o proyecto en fenómenos como la evolución es, en el fondo, desconfiar de la postura naturalista de la ciencia, que forma parte de su esencia.


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miércoles, 10 de octubre de 2012

Ciudadanos y ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de octubre de 2012

Es semana de Nobeles, y uno siempre piensa, ¿cuándo tendremos premiados mexicanos en ciencia, aparte de Mario Molina (que no realizó su trabajo en nuestro país)?

Inmediatamente surge el tema de la falta de una cultura científica que forme parte de la cultura general –o mejor, como ha propuesto Ruy Pérez Tamayo, de la cultura popular– del mexicano. No tarda uno mucho en hablar de educación, y las múltiples carencias de la enseñanza de la ciencia… y de la escuela en general.

Pero tarde o temprano, se llega al problema de fondo: la falta de apoyo, decidido y firme, de gobernantes y tomadores de decisiones –industriales y dueños de medios de comunicación incluidos– para fomentar la investigación científica, el desarrollo tecnológico y su vinculación con la industria –el número de patentes mexicanas por año es infamante– y, en general, para generar un sistema científico-tecnológico-industrial maduro, sólido y pujante.

En otras palabras, hace falta una verdadera política de Estado en ciencia y tecnología.

Desde hace décadas, la comunidad científica ha intentado, con mayor o menor éxito, llamar la atención de las autoridades, señalando la importancia del desarrollo científico y técnico para mejorar el nivel económico y de bienestar del país. Han obtenido algunas respuestas, pero nunca un compromiso suficientemente sólido: la ciencia sigue siendo un artículo de relumbrón para los políticos, digno de aparecer en discursos y hasta en leyes, pero que a la hora de las acciones se queda siempre a medio camino. El ejemplo más elocuente es ese 1% del Producto Interno Bruto que promete –exige– la Ley de Ciencia y Tecnología aprobada en el sexenio Foxista (artículo 9 bis)… y el menos del 0.4% que se invierte realmente.

Hoy nuevamente la comunidad científica ha buscado el contacto con el nuevo presidente electo para hacerle llegar sus exigencias. La respuesta ha sido prometedora: se les escuchó, se nombró a un “coordinador de ciencia, tecnología e innovación” del equipo de transición, e incluso se habló de incrementar en un 0.1% anual la inversión en el ramo, para acercarnos al deseado 1% del PIB.



Pero, a diferencia de lo expresado por mi amigo y colega Horacio Salazar en Milenio hace unos días (29 de septiembre), creo que eso no basta. Si no logramos que sean los ciudadanos quienes estén conscientes de la importancia de la ciencia y la tecnología, y quienes exijan a los gobernantes que las apoyen, difícilmente éstos lo harán, por más que los científicos cabildeen.

En otras palabras, se requiere de un mandato ciudadano, basado en la apreciación y la comprensión públicas de la ciencia, y la participación y responsabilidad ciudadana en las decisiones que se tomen al respecto.

Comenzar a construirlo deber ser una de las tareas urgentes de quienes estamos a favor de la ciencia y la tecnología como bases del desarrollo y el bienestar nacionales.

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miércoles, 3 de octubre de 2012

¡Ciencia vs. filosofía!

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de octubre de 2012

Cada cierto tiempo se desatan pequeñas guerras entre la ciencia y la filosofía. Los representantes de estos dos importantes campo de conocimiento sobre el mundo, se enzarzan en curiosas batallas verbales.

A veces son los científicos los que comienzan, al hacer escandalosas afirmaciones públicas. Por ejemplo, cuando el famoso físico Stephen Hawking, junto con Leonard Mlodinow, afirmó al principio de en su libro El gran diseño (Crítica, 2010) que “la filosofía ha muerto”, porque “no se ha mantenido al paso de los desarrollos de la ciencia moderna, especialmente la física”, por lo que “los científicos se han convertido en los modernos portadores de la antorcha del conocimiento”.

Por supuesto, los filósofos también atacan, declarando que la ciencia es sólo un “constructo sociocultural”, sin mayor validez que cualquier método adivinatorio. Y cuestionan sus pretensiones de validez, objetividad y de revelar verdades sobre la naturaleza.

Recientemente el diario inglés The Guardian publicó un debate entre el filósofo Julian Baggini y el físico teórico Lawrence Krauss, donde éste último afirmaba que las preguntas sobre el “por qué” de las cosas, que la filosofía hace, no tienen realmente sentido. Y sostenía que en realidad son preguntas sobre el “cómo”, que deben ser respondidas utilizando el método científico, que se basa en el razonamiento lógico y la evidencia observable. Y predecía que todas las preguntas filosóficas de “por qué” pasarán a ser, con el tiempo, preguntas de “cómo”, que podrán ser respondidas por la ciencia. A su vez, Baggini se preguntaba si Krauss no estaba cayendo en el vicio del cientificismo: la convicción de que la ciencia es la única fuente legítima de conocimiento, descalificando cualquier otra forma de conocer el mundo que nos rodea. O, en palabras del historiador y filósofo John Wilkins, que “toda legitimidad conceptual debe derivar de la ciencia”.

El debate se ha extendido a la blogósfera, donde el bioquímico Larry Moran discute, en su blog Sandwalk, con el filósofo Massimo Pigliucci –autor del blog Rationally speaking– la legitimidad de la ciencia y cuestiona la acusación y el concepto mismo de cientificismo, argumentando que se trata de una simple etiqueta denigrante. Moran ataca también la noción de naturalismo metodológico, defendida por Pigliucci: la idea de que la ciencia se limita, necesariamente, a estudiar sólo el mundo natural, dejando fuera de su ámbito lo sobrenatural (si es que esto último existiera). Se trata, dice, de un truco sucio para limitar a la ciencia y evitar que cuestione a la religión… y la filosofía. (Y a continuación procede a atacar, afirmando que cualquier conocimiento que no sea científico –incluyendo la filosofía– no es conocimiento real, sino sólo palabrería hueca, “un castillo de naipes” que “no nos dice nada”.)

Wilkins, por su parte, le responde a Moran, en su blog Evolving Thoughts, que el cientificismo es en realidad la encarnación moderna del positivismo, aquel viejo y desacreditado intento por fundar la ciencia sobre bases absolutas e indiscutibles, y explica que el naturalismo metodológico no es una limitación de la ciencia, sino su esencia misma: no se puede estudiar científicamente algo que no sea observable y no presente regularidades. (Lo cual no impide, añade, que aborde aquellos aspectos relacionados con fenómenos supuestamente sobrenaturales que se puedan prestar a ser analizados científicamente, como por ejemplo hacer estudios para ver si la oración de terceros puede tener algún efecto curativo en los enfermos.)

La discusión, por supuesto, es absurda. Ambos bandos están a favor del estudio racional del mundo. Pero caen en malentendidos, como cuando Moran confunde la crítica al cientificismo con una defensa de la seudociencia o incluso de la anti-ciencia (la idea de que el desarrollo científico-técnico es intrínsecamente nocivo). Y al sentirse atacados, caen en el peligroso juego de competir a ver quién es mejor.

No hay duda: hasta las mentes más cultivadas pueden caer en debates absurdos. Pero incluso entonces, escucharlas suele ser muy interesante.

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