miércoles, 27 de marzo de 2013

¿Homeopatía legitimada?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de marzo de 2013

Nunca acaba la lucha contra las seudociencias. Sobre todo las médicas, que pueden causar daño directa y activamente, al prescribir tratamientos perjudiciales, o indirectamente, al recomendar tratamientos inútiles que retrasan o suplantan a los probadamente efectivos.

La homeopatía es –junto con la acupuntura– una de las seudociencias médicas más extendidas en el mundo. Fue inventada en 1796 por el médico alemán Samuel Hahnemann (1755-1843), a partir de sus observaciones de que la quinina, sustancia que sirve para tratar la malaria, tiene por sí misma el efecto de causar fiebre. Derivó de esa y otras observaciones uno de los dos principios centrales de la homeopatía:
similia similibus curantur, “lo semejante cura lo semejante” (tramposamente, los homeópatas afirman que la medicina basada en evidencia, o científica –a la que aplican el mote de “alopática”–, se basa en el principio opuesto, “lo contrario cura lo contrario”, como si la ciencia médica pudiera reducirse a una regla simplona).

El otro principio es todavía más extraño, y contrario a todo conocimiento químico: afirma que la sustancia terapéutica debe ser diluida infinitesimalmente para “dinamizarla”, mediante una vigorosa agitación denominada “sucusión”. En algunos casos a tal grado que, estadísticamente, la probabilidad de que alguna molécula de la sustancia persista en la solución es virtualmente cero.

Más allá de sus fundamentos evidentemente absurdos, la homeopatía ha demostrado, repetidamente y en cuidadosos estudios clínicos realizados en muchos países a lo largo de décadas, en variadas condiciones, ser básicamente inútil. Su efecto es indistinguible del de un placebo: una sustancia inocua. En otras palabras, los pocos efectos curativos que se observan al aplicarla son debidos a factores casuales diversos, pero no al tratamiento homeopático. Lo cual no impide, por supuesto, que abunden los testimonios anecdóticos de personas convencidas de que “sí les funcionó”.

Aun así, esta seudomedicina ha tenido gran aceptación mundial durante casi dos siglos. En México se fundó en 1895, durante el gobierno de Porfirio Díaz, la Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que hoy depende del Instituto Politécnico Nacional (IPN), y en 1896 el Hospital Nacional Homeopático, hoy adscrito a la Secretaría de Salud. Ambos son reliquias históricas de una época en que la diferencia entre medicina científica y charlatanería no estaba claramente establecida.

Pues bien: el pasado 19 de marzo la Cámara de Diputados aprobó una reforma al artículo 28 bis de la Ley Federal de Salud, propuesta por la diputada Nelly del Carmen Vargas Pérez, del partido Movimiento Ciudadano, en la que se autoriza a los médicos homeópatas a emitir recetas médicas, y se reconoce, expresamente, la existencia de la medicina “alopática” y la homeopática.

Entre los argumentos expresados se mencionan “los intereses económicos que están detrás de la medicina alópata”, y otros viejos lugares comunes. Pero lo realmente grave es el grado de desconocimiento de los legisladores, que votaron abrumadoramente –423 a favor y 4 en contra– por legitimar una seudociencia médica. Directamente opuesta a los esfuerzos de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (COFEPRIS) por combatir los “remedios milagro”, esta reforma, lejos de ayudar a mejorar el sistema de salud, abrirá la puerta a que otras “medicinas alternativas” carentes de sustento científico sigan poniendo en peligro la salud de los mexicanos.

Una vergüenza.
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miércoles, 20 de marzo de 2013

Religión, ciencia y democracia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de marzo de 2013

Felicidades a la Iglesia Católica por demostrar
que incluso un Papa no europeo puede odiar a los gays.
En 1952 el recién creado estado de Israel le ofreció a Albert Einstein ser presidente de ese país (lo que el científico declinó amablemente argumentando que “toda su vida había trabajado con temas objetivos”, por lo cual carecía “de la aptitud natural y la experiencia para tratar correctamente con la gente y para ejercer funciones oficiales”.

Y en efecto: el método de la ciencia no es pertinente para manejar asuntos sociales y políticos. Tampoco para abordar asuntos religiosos: la fe no es algo que se pueda someter a análisis, se tiene o no. Y los dogmas y creencias religiosas se aceptan o se rechazan. (Por eso el cuestionamiento sobre por qué, si el espíritu santo inspira a los cardenales en el cónclave para elegir al nuevo papa, la votación no es unánime, a pesar de ser divertido, no es tampoco adecuado: se trata de un asunto de fe, no de razón.)

Pero aun así, leyendo las noticias no puede uno evitar toparse con algunos hechos que invitan a preguntarse si un poco más de pensamiento científico no podría ayudar a tener mejores religiones y mejores políticos.

Por ejemplo el nuevo Papa, Francisco (no “Francisco I”, no entiendo por qué, aunque yo prefiero pensar en él como “Papapancho”), tiene una larga (y nada sorprendente –como bien señaló ayer en Milenio Diario Luis González de Alba– trayectoria conservadora. En particular, los grupos de defensa de los derechos de los homosexuales en Chile lo acusan de haber sido, cuando era cardenal, “un promotor del odio hacia la diversidad social y un referente de la homofobia”. En gran parte por su violenta oposición a la propuesta de aprobación de los matrimonios gays en Argentina.

Es cierto: la posición oficial de la iglesia católica ha sido, desde hace siglos, esencialmente antidemocrática, misógina, homofóbica y discriminadora (jerarquía vertical, las mujeres no pueden ser ordenadas pero sí servir a los varones, el sexo homosexual es “antinatural”, los no creyentes viven en pecado…). Y más grave, su oposición a la anticoncepción y al derecho al aborto fomenta los embarazos no deseados, coloca a la mujer en papel de mera reproductora de la especie y agrava la epidemia de VIH-sida. Estas posturas causan, objetivamente, daño social y hasta a la salud, pues provienen de un líder religioso cuyas ideas rigen las de muchos de sus seguidores.

Por su parte, Nicolás Maduro, presidente interino de Venezuela, se ha dedicado a hacer las más peregrinas declaraciones sobre el fallecido Hugo Chávez, llegando al extremo de afirmar que influyó ante dios en la elección del Papa: “Sabemos que nuestro comandante ascendió hasta esas alturas (el cielo), está frente a frente a Cristo. Alguna mano nueva llegó y Cristo le dijo: llegó la ahora de América del Sur”. (Y mejor ni hablemos de otras famosas declaraciones absurdas de gobernantes sudamericanos, como las del propio Chávez acerca de “armas que producen cáncer” o las de Evo Morales sobre que el consumo de pollo puede causar homosexualidad.)

No se trata de hacer “científicas” a la política ni la religión, pero ¿no sería bueno que tomaran un poquito en cuenta el conocimiento científico, para dejar de decir tonterías y de defender posturas opuestas a los derechos humanos?

Es pregunta.

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miércoles, 13 de marzo de 2013

¿Qué es ciencia?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de marzo de 2013

Como comunicador de la ciencia –divulgador científico, o quizá, más bien, “comentarista” de la ciencia (el término “analista”, de moda en los medios informativos, me parece muy pretencioso para lo que yo hago en estas columnas)–, me dedico precisamente a comunicar, explicar, contextualizar, comentar y, en último término, compartir los hechos del ámbito de la ciencia con el público no científico.

Platicando con varios colegas, me he dado cuenta de que muchas veces hablamos de divulgar “la ciencia”, sin que en realidad aclaremos ni estemos de acuerdo en qué es eso que divulgamos.

Obviemos las definiciones de diccionario: después de todo, en términos amplios, “ciencia” sigue equivaliendo, la RAE dixit, simplemente, a “saber o erudición”. (A mí me gusta y resulta útil la definición que ofrece Ruy Pérez Tamayo: “actividad humana creativa cuyo objetivo es la comprensión de la naturaleza y cuyo producto es el conocimiento, obtenido por un método científico organizado en forma deductiva y que aspira a alcanzar consenso entre los expertos relevantes”. Aunque tampoco está tan claro si “ciencia” se refiere sólo al conocimiento, a la actividad que lo produce –como afirma Ruy–, o a la comunidad que lleva a cabo tal actividad, junto con la infraestructura que hace esto posible.)

Pero es imposible soslayar la espinosa cuestión de la diferencia entre ciencias “naturales” y “sociales”. Que si unas presumen de mayor rigor y “objetividad”; que si las otras padecen de una diversidad de paradigmas (o “marcos conceptuales”) que coexisten sin que quede claro cuál es más correcto… lo único que puede decirse con claridad es que tanto unas como otras son materia de estudio válida, y que, en todo caso, se trata de dos tipos de “ciencia” muy distintos entre sí.

Y que, en su gran mayoría, los divulgadores científicos nos referimos a las naturales cuando usamos, descuidadamente, el término “ciencia”. (Incluso, la cuestión de qué es y cuáles son los problemas específicos que enfrenta la divulgación de las ciencias sociales, comparada con la amplia reflexión que ha habido sobre la divulgación de las naturales, es algo que no se ha discutido suficiente.)

Dejando de lado esa cuestión, es vital distinguir cuándo estamos hablando de ciencia legítima y cuándo se trata de falsas “ciencias” que son en realidad supercherías o supersticiones que tratan de hacerse pasar por tales: seudociencias. Creacionismo “científico”, astrología, homeopatía, acupuntura, “ufología” (u ovniología) y demás engaños son ejemplos de temas que, con demasiada frecuencia, llegan a las páginas de ciencia de diarios, revistas y programas de radio y TV.

Finalmente, y quizá lo más complejo: aun si se habla de ciencia legítima, ¿cuándo se puede decir que un medio realmente está divulgando ciencia, y no sólo mencionándola de forma superficial o hueca? Al igual que sucede con otros temas, es frecuente que las notas se limiten a mencionar los hechos (ocurrió un crimen, se descubrió un nuevo tratamiento para una enfermedad, o una nueva partícula fundamental) sin ahondar en una explicación más profunda de qué ocurrió (qué es el bosón de Higgs, por ejemplo), cómo ocurrió (qué técnicas se usaron para descubrirlo: cómo lo “vimos”), por qué es importante, qué motiva su búsqueda, cuáles son sus implicaciones científicas, técnicas, sociales, éticas, filosóficas…

En este punto hay mucho desacuerdo entre los divulgadores: hay quien opina que sólo las explicaciones amplias, detalladas, y profundas cuentan como “ciencia”, y otros que pensamos que según el sapo es la pedrada, y que a veces basta con dar un atisbo de algo maravilloso para, como dice Carl Sagan, “encender la llama del asombro” que invite a indagar con más profundidad sobre el tema.

De cualquier modo, nuestra labor obedece siempre a un derecho fundamental de los ciudadanos: el de tener acceso a la cultura científica.

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miércoles, 6 de marzo de 2013

No: no es la cura del sida

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de marzo de 2013

De las cosas que se entera uno por estar en Twitter.

Una apacible noche (el 14 de febrero), por ejemplo, comenzó a pulular información acerca de que un meteoro había causado destrozos en Rusia (allá ya era 15). Y resultó cierto, aunque fue más bien la onda sónica de choque la culpable, no fragmentos del meteorito (como se pudiera haber creído en un primer momento).

Mientras escribo esto la red social hierve de comentarios sobre la muerte de Hugo Chávez (inicialmente como rumor, pero rápidamente confirmada). Y la noche del domingo, fue la noticia de una bebé que había sido, aparentemente, “curada de VIH”. El tema comenzó a ser tuiteado y retuiteado a diestra y siniestra; comenzaron a aparecer notas en diversos medios noticiosos, con encabezados que, además de reportar el hecho, hacían énfasis en que “genera esperanzas”. Al día siguiente, lunes, fue comentado en radio y TV.

Y aunque nadie lo decía, era claro que el subtexto de la nota aludía a la anhelada “cura del sida”. ¿Realmente da pie el reporte a estas esperanzas? ¿Qué ocasionó que se difundiera a tal grado y con tal rapidez, a diferencia, por ejemplo, de la más sólida noticia acerca de la cura equivalente, confirmada en diciembre de 2010, del llamado “paciente de Berlín”, Timothy Ray Brown?

En ambos casos se trata de una “cura funcional”: el tratamiento eliminó los rastros de virus en la sangre de los pacientes (aunque ello no garantiza que no persista en sus cuerpos, pues los genes del virus se pueden insertar en el ADN de las células que infectan y permanecer ahí largo tiempo, para luego reaparecer).

Pero ahí termina el parecido. En el caso de Brown, quien además de la infección por VIH padecía leucemia, se le suministró en 2007 un trasplante de médula ósea proveniente de un donador que posee una mutación en el gen del receptor celular CCR5, lo que impide que el virus pueda infectar sus células. El trasplante fue exitoso y, tres años después (y hasta el momento), Brown seguía sin presentar señales del virus, a pesar de no tomar ya el tratamiento triple con medicamentos antirretrovirales que constituye la terapia estándar. No es un tratamiento que pueda aplicarse a otros pacientes, pero señala vías de investigación para aproximarse a una cura.

La Dra. Deborah Persaud, del Centro
Médico Infantil Johns Hopkins,
autora del reporte sobre la niña 
El caso de la bebé es muy distinto: su madre estaba infectada sin saberlo, y no pudo tomar las medidas preventivas que actualmente evitan la transmisión hasta en 98% de los casos. Al descubrir, a las 30 horas de nacida, que la bebé estaba infectada, los médicos tomaron la decisión de aplicarle no dos medicamentos, como usualmente se hace, sino el coctel completo de tres (terapia antirretroviral altamente activa, o HAART), como se recomienda para pacientes adultos. En un mes el virus en la bebé había descendido a un nivel indetectable, como se esperaba.

Pero cuando cumplió 18 meses, la madre dejó de acudir al hospital (el Centro Médico de la Universidad de Mississippi) y de darle los medicamentos. Ahí ocurrió la sorpresa: cinco meses después de abandonar el tratamiento, la niña seguía sin presentar señales del virus (hoy tiene dos años y medio).

¿Por qué no es tan buena noticia, entonces? Porque, a pesar de la alegría de saber que esta niña en particular parece haberse curado, y de las esperanzas y perspectivas que el caso despierta, se trata en realidad de un fenómeno aislado. No se sabe realmente cómo se logró su “cura funcional”. Y no será posible, por razones éticas, repetir el experimento (darle un tratamiento agresivo a un recién nacido es siempre peligroso, y retirarle el tratamiento a un bebé infectado –o a un adulto– va contra todas las recomendaciones médicas actuales). Por tanto, la información que nos proporciona es muy poco útil.

Y sin embargo, ¿quién se resiste a leer, o a retuitear, una nota sobre un bebé que se cura de VIH? La difusión de noticias en internet carece de controles: habrá que reforzar estrategias para impedir que esta abundancia de información acabe desinformando, o creando falsas expectativas.

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