miércoles, 31 de julio de 2013

Por qué no me gustó Guerra mundial Z

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de julio de 2013

Me pongo mis cachuchas alternas de fan de ciencia ficción y de crítico banquetero de cine (sin la menor pretensión de autoridad en ninguno de los dos campos, por supuesto) para comentar mis impresiones sobre la última película de zombis, Guerra mundial Z (Marc Forster, 2013).

No es que no la haya disfrutado: como se espera de una película “palomera”, es emocionante y divertida. Tampoco es que odie a Brad Pitt (aunque sí creo que se debería operar esas bolsas bajo los ojos). Pero no puedo negar que salí del cine con un sentimiento de frustración: el planteamiento se me hizo tan ridículo como para resultar molesto.

Claro que, ya desde el clásico de George A. Romero, La noche de los muertos vivientes (1968), en toda película de zombis el planteamiento inicial es, necesariamente, ridículo. ¿Quién encontraría plausible que unos cadáveres puedan revivir, ya sin conciencia humana, debido a alguna especie de virus o agente infeccioso, para volverse caníbales y convertir a su vez en zombis a otras personas? (lo cual es, también, un poco confuso).

Como en toda obra de ciencia ficción, lo primero es suspender la incredulidad y aceptar una premisa fantástica. Una máquina que puede viajar en el tiempo; la posibilidad de hacer invisible a un hombre; un mundo en que los simios evolucionaron y se impusieron a los humanos. Pero la buena ciencia ficción trata de hacer un planteamiento lo más coherente posible con el conocimiento científico actual. Hasta aquí, todo va bien: en la película se hace referencia leve a parásitos que sabemos que manipulan y "esclavizan" el sistema nervioso de distintos animales para obligarlos a efectuar ciertos comportamientos: virus como el de la rabia, que produce agresión en mamíferos, o protozoarios como los que hacen que las ratas pierdan el miedo a los gatos, o que las hormigas trepen a lo alto de la hierba para ser comidas por las vacas (me dicen que en la novela de Max Brooks en que se basó la cinta estas referencias son más detalladas).

No. Mi queja se refiere a la solución que se plantea al problema (ojo, spoiler alert: no siga leyendo si no quiere enterarse del final de la película): proponer que los zombis, mediante algún extraño mecanismo de “adaptación” evolutiva, pueden detectar e ignorar a los humanos enfermos –¡de cualquier cosa!: cáncer, infecciones–, y usar eso para crear una “vacuna” contra ellos es, simplemente, absurdo. Casi tan ridículo como que los creadores de The Matrix hayan justificado su maravillosa fantasía distópica con la idea de que los seres humanos eran ¡una buena fuente de energía eléctrica!

Tratar de justificar “darwinianamente” un deus ex machina, un recurso tan evidentemente sacado de la manga, sólo demuestra la poca imaginación de los creadores, y el poco trabajo que se tomaron para conocer un poco más de ciencia: no hubiera sido tan difícil plantear una solución que sí fuera científicamente verosímil. Lástima.

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miércoles, 24 de julio de 2013

GT200: la estafa y la negación

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de julio de 2013

La estafa:

Un vivales se dedica a vender a distintos gobiernos de mundo un supuesto “detector molecular” para buscar armas, explosivos, drogas, y prácticamente cualquier sustancia (marfil, trufas, ¡y hasta pelotas de golf!).

El aparatito, llamado GT200, consiste en un mango al que está unida una antena que rota libremente. No requiere fuente de energía: se alimenta de la “energía del cuerpo humano”, generada por el usuario al caminar. Se afirma que, luego de “programarlo” insertando la tarjeta adecuada, el artefacto capta a una distancia de decenas de metros las “vibraciones moleculares” de las sustancias buscadas.

Varios países –Estados Unidos, Inglaterra, Tailandia… y México, donde se le conoce como “la ouija del diablo”– caen en el engaño. Algunos, como nuestros vecinos del norte –que lo intentaron usar, con nulos resultados, para detectar drogas o armas en las escuelas–, pronto se dan cuenta de que se trata de un fraude. Aunque sí existen técnicas de espectroscopía capaces de detectar distintas sustancias por medio de la radiación que emiten, no hay ninguna capaz de hacerlo a distancia y de manera instantánea.

Más aún: al estudiarlo, el aparato resulta carecer de cualquier componente electrónico que pudiera justificar su supuesto funcionamiento: está completamente hueco. La antena gira a merced de los movimientos involuntarios de los músculos del operario, influidos inconscientemente por sus prejuicios y sesgos (exactamente el mismo fenómeno que se presenta en la famosa ouija: el efecto ideomotor).

Otros países, como Tailandia, necesitan una tragedia –el estallido de un cargamento explosivo no detectado por el GT200; un ejemplo de “falso negativo” en el uso del “detector”– para darse cuenta de la estafa. El gobierno británico emite una alerta a otros gobiernos para que no confíen en la fraudulenta varita mágica, equivalente a la que usan zahoríes o rabdomantes para buscar agua. El gobierno mexicano la desoye: en el sexenio anterior se invirtieron 450 millones de pesos en comprar 1,112 detectores, para uso de fuerzas armadas, policías e instituciones como Pemex.

La negación:

Salvo algunas notas aisladas, o algunos columnistas –un servidor entre ellos–, los medios nacionales ignoran el caso, a pesar de la insistencia de varios ciudadanos bien informados interesados en difundir los datos respecto a esta peligrosa estafa. Pasan varios años; cambia el gobierno.

Y mientras, debido a casos de “falso positivo”, varios ciudadanos, señalados por la antenita mágica, son injustamente acusados de tráfico de armas o drogas, juzgados y encarcelados. Es hasta que intervienen peritos científicos que el caso llega a la atención de los defensores de los derechos humanos, y de ahí a algunos medios noticiosos. Aun así, ningún diario o noticiario presenta esta noticia, servida en bandeja de plata, en la primera plana que merecería.

Hasta que la semana pasada el diario El Universal lo hace, dos días seguidos. Algunos de los acusados ya han sido liberados; la Academia Mexicana de Ciencias ya realizó una evaluación –como si hiciera falta– que confirmó la completa inutilidad del GT200. En Gran Bretaña, sus fabricantes están siendo enjuiciados y condenados.

Y aun así, sólo hay silencio de los gobiernos federal y estatales, y de las fuerzas armadas. Y peor: el gobernador de Colima, Mario Anguiano, hace el papelón de declarar, a pesar de la evidencia del timo, que “han sido utilizados con éxito y han cumplido” (el investigador del Instituto de Ciencias Físicas de la UNAM, Luis Mochán, uno de los principales expositores del fraude y organizador de la prueba de doble ciego realizada en la AMC, lo ha invitado ya a someter a prueba sus detectores GT200 y sus similares, los ADE651, igualmente inútiles).

Sólo una triste conclusión es posible: falta mucha cultura científica en este pobre país.

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miércoles, 17 de julio de 2013

Microbios oscuros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de julio de 2013

La materia oscura es eso que no sabemos qué es, pero que tiene gravedad y que forma el 27% del universo conocido (la mayor parte, el 68% lo forma algo todavía más extraño, la energía oscura; sólo el 5% del universo está compuesto de materia ordinaria).

Es por eso que a los microbiólogos les pareció buena idea, para referirse a la gran cantidad de microorganismos (bacterias y sus primas, las arquea, antes conocidas como arqueobacterias) que sabemos que existen en nuestro planeta, pero que no conocemos, llamarlas “materia oscura microbiana”.

Y no las conocemos porque no las hemos podido aislar y cultivar, métodos tradicionales con que contaban los microbiólogos para estudiarlas. Si algo no puede cultivarse en una caja de Petri o un matraz, no pueden estudiarse sus propiedades de crecimiento, ni se le pueden hacer pruebas bioquímicas.

Pero las modernas tecnologías moleculares han permitido el surgimiento de métodos novedosos que se basan en estudiar ya no una célula viva, sino sus genes –su genoma–, y extrapolar a partir de éste para conocer su clasificación en relación con otras especies en el árbol evolutivo, su bioquímica y fisiología, y hasta su papel ecológico.

La metagenómica, hoy muy de moda, se basa en extraer el ADN de todas las células presentes en una muestra –de agua de mar, del interior de un intestino humano, del suelo– y leer toda la información contenida en él ("secuenciarlo", en la jerga de los especialistas). Luego, mediante computadoras, y comparando con los genomas de otras especies ya estudiadas, se deduce cuántas especies distintas, muchas veces desconocidas, están presentes, y varias de sus peculiaridades.

Pero desde hace dos o tres años los biólogos moleculares cuentan con una nueva herramienta: la posibilidad de secuenciar el genoma de una sola célula. Y no es que el problema sea aislarla –es difícil, pero posible–, sino extraer su ADN y luego “amplificarlo”, haciendo millones de copias hasta obtener una cantidad suficiente para ser leído y analizado, sin introducir muchos errores. Gracias a los estudios de Nicholas Levin, de la Universidad de Texas, hoy la tecnología de secuenciación monocelular es cada día más práctica y menos cara.

Muestra de su importancia creciente –además de estudios de las distintas células que forman un tumor, por ejemplo, que han permitido distinguir subpoblaciones con diferentes características de crecimiento y distinta resistencia a la quimioterapia, que pueden derivar en mejores tratamientos– es un reciente trabajo publicado en la revista Nature por el equipo encabezado por Tanja Woyke, del Instituto Genómico Conjunto del Departamento de Energía del Gobierno de los Estados Unidos, en California. Usando muestras obtenidas de nueve distintos ambientes –minas, océanos, ventilas hidrotermales submarinas y hasta un biorreactor–, secuenciaron 201 genomas de especies de bacterias y arquea nunca antes cultivadas, y descubrieron que varias de ellas presentan propiedades novedosas, que cambian lo que se sabía sobre su clasificación y sobre las fronteras entre los reinos de los seres vivos.

El avance de la tecnología siempre arrastra a la ciencia a explorar nuevos horizontes. Quizá en un futuro cercano la materia oscura microbiana vaya dejando de serlo. Así podremos tener una visión más realista de la verdadera diversidad biológica de éste, el planeta de los microbios.

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miércoles, 10 de julio de 2013

El milagro Tico

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de julio de 2013

El 1º de mayo de 2011, el fantasma de un hombre muerto seis años antes bajó a la Tierra (o quizá actuó a control remoto) y curó “inexplicablemente” el aneurisma cerebral de la costarricense Floribeth Mora, que según los diagnósticos médicos la condenaba como máximo a un mes de vida. Justo ese día el hombre que fue en vida ese espíritu, Karol Wojtyla, conocido como el Papa Juan Pablo II, había sido beatificado, primer paso para acceder a la santidad.

O al menos eso es lo que afirma la Congregación para las Causas de los Santos, órgano de la iglesia católica que regula los procesos de canonización, al sostener que la “misteriosa” curación de Floribeth constituye el segundo milagro de Wojtyla (el primero fue la igualmente “inexplicable” remisión del mal de Parkinson que sufría la monja francesa Marie Simon-Pierre, en 2005, luego de encomendarse al Papa, muerto seis meses antes... uno se pregunta cómo no se curó el Papa su propio Parkinson).

¿Serán realmente estos dos casos prueba suficiente de los poderes milagrosos del difunto pontífice? Un milagro es por definición, según la Real Academia, un “hecho no explicable por las leyes naturales y que se atribuye a intervención sobrenatural de origen divino”. Si de suspender las leyes naturales se trata, al comparar los milagros de la Biblia (crear el universo, causar un diluvio, partir el mar, detener el sol, revivir a los muertos, convertir el agua en vino, levitar) con los muy modestos milagros actuales, que son siempre curaciones “inexplicables”, parecería que el poder de la intervención divina se ha venido debilitando significativamente con el paso del tiempo.

O quizá sea el avance de la ciencia el que poco a poco ha ido arrinconado a la fe. Y es de esperar que la tendencia continúe. Como bien explica el cosmólogo y divulgador científico Lawrence Krauss en un artículo en el diario Los Angeles Times, los sistemas biológicos son muy complejos, y en toda enfermedad hay cierto porcentaje de casos que se curan espontáneamente. Si esto ocurre justo después de encomendarse al papa (o de frotarse con un cuarzo), resultará muy difícil convencer al paciente de que no está frente a una cura milagrosa.

En 1947, el psicólogo B. F. Skinner, padre del conductismo, llevó a cabo un experimento con palomas: si se les proporcionaba un premio de manera aleatoria, las aves tendían a asociarlo arbitrariamente con algún movimiento que hubieran estado realizando, como girar a la izquierda, y tendían a repetir dicho movimiento buscando de nuevo el premio. Dicho “comportamiento supersticioso” es sólo un mal funcionamiento del condicionamiento que normalmente nos permite a los animales adaptarnos a los estímulos de nuestro medio.


Toda religión es respetable, pero tratándose de una que tradicionalmente se ha confrontado con la ciencia y que todavía hoy se opone a los derechos humanos de diversos grupos (basta con ver las recientísimas declaraciones del arzobispo de San José de Costa Rica, Hugo Barrantes: “el pecado no es ser gay, sino practicarlo”), quizá el Vaticano haría bien en recordar, hoy que se plantea canonizar a Wojtyla, que la verdadera fe no requiere de pruebas, y que “inexplicado” no es lo mismo que “inexplicable”.

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miércoles, 3 de julio de 2013

Nuestra infantil ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de julio de 2013

Recientemente me topé con una cita de Albert Einstein que hace mucho no leía: “En mi larga vida he aprendido una cosa: que toda nuestra ciencia, comparada con la realidad, es primitiva e infantil, pero que, a pesar de todo, es lo más valioso que tenemos” (la cita proviene de una carta a Hans Muehsam, fechada en 1951).

Viniendo de Einstein, la frase suena extraña: uno de los titanes de la ciencia contemporánea pareciera estar denigrando a esa ciencia que él precisamente ha ayudado a construir. Y viene como anillo al dedo para quienes desconfían de ella y la consideran tan sólo otro conjunto arbitrario de creencias, construido para justificar una particular visión del mundo, no distinta de otras, con fines de dominación y poder.

Pero Einstein tiene razón: la ciencia no es la verdad absoluta sobre el mundo. Ni siquiera es conocimiento completamente certero, exacto, objetivo sobre el mundo. Como bien saben los epistemólogos y filósofos de la ciencia, y como saben los verdaderos científicos –y no meros investigadores– que se molestan en profundizar en los fundamentos metodológicos y filosóficos de su oficio (Einstein era de esos), la ciencia es sólo un conjunto de representaciones del mundo natural, que aspira no a reproducirlo tal cual es, sino a algo mucho más modesto: a proporcionarnos conocimiento útil y confiable sobre ese mundo.

Hay otra cita de Einstein, más amplia, que explica mejor este asunto, que ha llevado a interminables disputas entre filósofos y científicos: “La ciencia sin epistemología [teoría del conocimiento] es –en la medida en que sea concebible– primitiva y confusa. Sin embargo, tan pronto como el epistemólogo, que busca un sistema claro, se abre camino a través de él, tiende a interpretar el contenido especulativo de la ciencia según los parámetros de ese sistema y a rechazar lo que no encaje en él. El científico, por el contrario, no puede (…) permitirse ser restringido (…) por la adherencia a un sistema epistemológico (…) Por tanto, aparece ante el epistemólogo sistemático como un oportunista sin escrúpulos” (Albert Einstein: Philosopher-Scientist, 1949).

Y es que, en efecto, independientemente de los problemas filosóficos, el hecho es que la ciencia funciona. Aviones que vuelan, antibióticos y quimioterapia eficaces contra cáncer y sida, cohetes espaciales y satélites, telecomunicación y computación son sólo algunas pruebas.

En efecto, la ciencia es pragmática. Pero nos ofrece la imagen más precisa y honesta que tenemos del mundo en que vivimos. Aunque sea “primitiva e infantil”, no es por ello menos valiosa.

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