miércoles, 30 de julio de 2014

El experimento de Facebook

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de julio  de 2014

Las redes sociales virtuales, como Facebook y Twitter, son herramientas que nunca antes habían existido en la historia humana. Resulta natural que apenas estemos descubriendo su verdadero poder y alcance, y aprendiendo a manejarlas sin que causen problemas.

Como permiten la comunicación de manera instantánea con cualquier parte del mundo, facilitan la interacción entre individuos y grupos. Esto facilita que ocurran fenómenos como la dispersión viral de información, o que ciertos datos puedan llegar a la persona menos indicada. De ahí muchos de los problemas personales o sociales que suelen causar: disputas, despidos, divorcios, conflictos familiares, en el trabajo y hasta entre naciones.

¿Qué tanto pueden las redes sociales influir en el comportamiento, la manera de pensar y hasta el estado de ánimo de sus usuarios? Quizá recuerde usted varios estudios que han señalado que el uso intenso de Facebook podría tener un efecto depresivo (por ejemplo, porque al constantemente
ver las fotos de momentos aparentemente perfectos de felicidad que publican nuestros contactos –las fotos siempre embellecen las cosas– la comparamos la realidad de nuestra vida, que entonces parece más bien gris).

En junio pasado un investigador de la empresa Facebook, Adam Kramer, junto con Jamie Guillory y Jeffrey Hancock, de la Universidad de Cornell, publicaron en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos (PNAS) un estudio que ha causado gran alboroto.

Para entenderlo, debe usted saber que las publicaciones de sus “amigos” que puede ver en Facebook no son todo lo que ellos publican: la red social emplea un algoritmo para filtrar el contenido que se espera resulte “más importante e interesante” para usted. Por ejemplo, si usted frecuentemente ha dado “like” (me gusta) al contenido que publica cierta persona, Facebook le mostrará más contenido que provenga de ella; si ha compartido contenidos que abordan ciertos temas, es probable que Facebook le muestre más publicaciones similares.

Para mejorar su algoritmo, los técnicos de Facebook realizan constantemente pruebas. El su artículo, Kramer y sus colegas reportan una de ellas. Consistió en manipular durante una semana (11 al 18 de enero de 2012), mediante un proceso al azar, las publicaciones y comentarios que recibían 689 mil usuarios de la red (de habla inglesa) para hacer que vieran con más frecuencia notificaciones con contenido positivo o negativo (identificado mediante la presencia de palabras “positivas” o “negativas” en una lista predeterminada de uso común en este tipo de estudios). A continuación, se vio si las publicaciones que hacían los propios usuarios tendían a volverse más positivas o negativas, respectivamente. (El proceso consistió en dividir a los usuarios en dos grupos, positivo y negativo, y a continuación alterar la probabilidad de que vieran contenido de tipo positivo o negativo de un 10 hasta un 90%, según su número de identidad de Facebook.)

El resultado fue que en efecto, el tono emocional de lo que uno lee en Facebook influye en el tono de lo que uno publica, aunque de manera minúscula: quienes veían más contenido positivo, hacían más publicaciones positivas, y viceversa. Esto comprueba que el fenómeno conocido como “contagio emocional”, bien estudiado en interacciones humanas directas, puede también ocurrir a través del contacto impersonal de las redes sociales. Un hallazgo interesante.

Sin embargo, muchos analistas y usuarios de Facebook expresaron su indignación ante lo que consideraban un uso poco ético –abuso de confianza, intromisión en la intimidad– por parte de la empresa (a pesar de que las condiciones de uso de la red estipulan que la información de los usuarios puede ser usada con fines de investigación). Llegó a haber acusaciones de que el experimento podría, por ejemplo, haber empeorado el estado de personas deprimidas y quizá hasta haber causado algún suicidio, y se lo comparó con el infame experimento de Tuskegee, en Alabama, EUA, en que investigadores médicos estudiaron entre 1932 y 1972 a cientos de afroamericanos infectados de sífilis y no les ofrecieron tratamiento con antibióticos, a pesar de estar disponible, porque deseaban estudiar el desarrollo de la enfermedad, y permitieron así que muchos infectaran a sus parejas sexuales y que murieran.

En general, el sentimiento es que cualquier manipulación psicológica es inaceptable, y que todo experimento que use humanos debe contar con la aprobación explícita de los participantes (como ocurre en la investigación científica en el mundo real).

Confirmo que las redes sociales virtuales son un nuevo mundo, todavía en gran parte desconocido, por el que aún no sabemos movernos con confianza. Lo curioso es ver que no sólo los usuarios, sino las propias redes se meten en problemas, al tratar de entenderse a sí mismas.

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miércoles, 23 de julio de 2014

Tres tragedias del VIH

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de julio  de 2014

Hay días en que ser optimista es muy difícil. Tres desalentadoras noticias nos llegan sobre la pandemia de VIH/sida.

La más sonada es la más reciente: el pasado jueves 17 de julio, como es bien sabido, un avión de Malaysia Airlines fue derribado al este de Ucrania, al parecer por un misil lanzado por separatistas pro-rusos. Murieron 298 personas, lo cual basta para calificar el suceso de tragedia mundial. Pero el desastre se potencia al enterarnos que en el vuelo, que se dirigía de Ámsterdam a Kuala Lumpur, estaban unos 100 expertos en VIH/sida (aunque podrían ser menos; hasta ahora sólo se ha confirmado la presencia de 7 en el avión), que se dirigían a la 20a Conferencia Internacional de Sida, en Melbourne, Australia.

Entre ellos Joep Lange, destacado investigador holandés que ayudó a promover los actuales tratamientos combinados contra el VIH y fue presidente de la Sociedad Internacional sobre el Sida, así como su esposa, Jacqueline van Tongeren, también investigadora; Glenn Thomas, vocero de Organización Mundial de la Salud, y un miembro del parlamento holandés.

Sin duda, un duro golpe; la Conferencia se inauguró con un minuto de silencio que representó “la tristeza, rabia y solidaridad” de los 14 mil asistentes. Sin que ello quiera decir, por supuesto, que ninguna absurda teoría de complot al respecto (“las trasnacionales farmacéuticas lo orquestaron para evitar una cura y seguir vendiendo sus carísimos medicamentos”) tenga la menor credibilidad.

La segunda mala noticia se conoció el 10 de julio: la llamada “bebé de Misissippi”, que en marzo de 2013 había sido declarada “libre de VIH”, luego de haberse infectado por vía materna al nacer y haber recibido inmediatamente un tratamiento especialmente agresivo contra el VIH, después de 28 meses presenta de nuevo el virus. No había desaparecido; sólo se había escondido en sus células. Aunque se sabía que podía ocurrir, el hecho revela que las esperanzas que este tipo de tratamiento había despertado en el combate a la infección eran probablemente infundadas.

Pero es la tercera noticia, en mi opinión, la peor y más grave de todas. El 16 de junio, el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (ONUSIDA) reveló no sólo que la gran mayoría de quienes viven infectados por el VIH en el mundo (19 de 35 millones) no lo saben, lo cual evita que puedan buscar tratamiento, sino que la tasa de infección entre hombres homosexuales está creciendo en todos los países, probablemente debido a que muchos no vivieron la etapa más aguda de la pandemia en los años 80 y 90 y perciben un bajo nivel de riesgo de infección, y al desarrollo de los actuales tratamientos combinados que convierten a la infección por VIH en un padecimiento crónico, y que por tanto los hace pensar que estar infectado no es grave (una buena noticia es que, entre 2005 y 2013, México logró reducir las nuevas infecciones en la población general en un 39 por ciento).

Son malas noticias; ya vendrán las buenas. No obstante, hay que reforzar las acciones para seguir combatiendo la pandemia. Y usted, querido lector o lectora, por favor use condón y, si tiene dudas, hágase la prueba. En nuestro país, afortunadamente, todos los pacientes tienen derecho y acceso a tratamiento eficaz y gratuito.

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miércoles, 16 de julio de 2014

Las redes del mundo real

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de julio  de 2014

La semana pasada escribí aquí sobre la economía como ciencia, y señalé que, aunque tiene grandes diferencias con las ciencias naturales, no por ello deja de ser una disciplina seria que produce conocimiento útil.

Mencioné que los sistemas que estudia la economía son tremendamente más complejos que los que ocupan a la física, la química o incluso la biología. La ecología, por ejemplo, no estudia un ecosistema en toda su complejidad: elige algunos componentes que hagan manejable el problema. E incluso la meteorología, cuando trata de modelar en su totalidad un sistema tan complejo como el clima, lo más que logra son predicciones parciales, de corto plazo y con un grado relativamente modesto de confianza.

Aun así, modelar y predecir la conducta de individuos y de conjuntos de personas, junto con las fuerzas sociales, políticas y culturales que influyen en el comportamiento del sistema económico tiene un grado de dificultad pavorosamente mayor. No sólo por la cantidad de componentes que influyen en él, y por los múltiples parámetros que pueden ser afectados por cada uno. También porque prácticamente todos los componentes están relacionados entre sí. El sistema económico es, antes que nada, una gran red, o incluso una red de redes, en la que cada componente afecta a muchos más.

Un ejemplo actual es la generación de energía eléctrica a partir de la luz solar.

La doble crisis del petróleo –su inminente escasez, que ya resiente nuestro país, y sus terribles efectos ambientales (por no mencionar los problemas que tendremos para producir un sinfín de compuestos indispensables, como los plásticos y muchos fármacos, cuando escaseen los hidrocarburos a partir de los que se fabrican)– hace que el desarrollo de las llamadas “energías alternativas” sea una urgencia planetaria.

Y de todas ellas, aprovechar la abundantísima energía electromagnética que el Sol nos regala en forma de luz visible es la más prometedora. El efecto fotoeléctrico, descubierto en el siglo XIX y explicado por Einstein en su annus mirabilis (año de las maravillas) de 1905, es la base que permitió fabricar, ya desde 1954, celdas fotoeléctricas, también llamadas celdas solares, en las que el choque de los fotones de luz libera electrones de un material semiconductor, que forman una corriente eléctrica.

Inicialmente las celdas solares eran prohibitivamente caras. Pero los avances científico-técnicos y su industrialización masiva han ido reduciendo el costo de producir electricidad con energía solar. Hoy existen celdas experimentales que llegan a tener 44% de eficiencia, y otras comerciales con eficiencias muy buenas de entre 15 y 20%.

Entonces, ¿por qué todavía no se producen grandes cantidades de energía solar en el mundo –y en México, que tiene tanta extensión de territorio con alta insolación– para sustituir el consumo de petróleo? (según el sitio Greentechmedia.com, bastarían dos campos de 25 kilómetros cuadrados en los desiertos de Chihuahua o Sonora para producir toda la energía solar de México, con un sistema con el 15% de eficiencia). Porque no basta que exista un problema económico-social con una respuesta científico-técnica; la economía es una red, y sus conexiones ofrecen resistencia y limitan lo que puede hacerse en un momento dado.

Tienen que existir las técnicas para fabricar las celdas; las industrias que lo hagan y el sistema que las comercialice. Pero también tiene que haber el dinero, público o privado, para adquirirlas. La voluntad política para facilitarlo, y para superar la oposición de la industria petrolera. La percepción pública de que se trata de una inversión necesaria y conveniente. La disponibilidad de los materiales necesarios. Las leyes para regular la nueva tecnología. En fin… Y todos estos factores están conectados entre sí y se influyen mutuamente.

Muchas veces no es que los economistas, o los científicos o ingenieros, no sepan cómo ofrecer soluciones, sino que hacerlas realidad es mucho, mucho más complicado de lo que parece. Así es el mundo real: muy distinto de la teoría. Y sin embargo, se puede. Hace unas semanas Alemania anunció que logró producir el 50% de la electricidad usada en un día (el 6 de junio, que fue feriado y especialmente soleado) a partir de energía solar. Su meta es lograr que para 2020 el 35% de su electricidad sea solar, y para 2050, el 100%.

¿Y nosotros? ¿Seguiremos perdiendo en tiempo en discutir la reforma petrolera?

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miércoles, 9 de julio de 2014

Ciencia, economía y desarrollo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de julio  de 2014

Quienes estudiamos ciencias naturales tendemos a tener una opinión bastante prejuiciada de la economía (quizá más que de las otras ciencias sociales, a las que tampoco solemos apreciar demasiado). Probablemente porque en la educación básica y media no se nos enseña prácticamente nada al respecto.

La semana pasada tuve oportunidad de comenzar a combatir mis preconcepciones al asistir al Simposio Libertad y Desarrollo, organizado por el Departamento de Economía y Finanzas de la Universidad de Guanajuato. Se trató de un evento académico de cuatro días de duración y notoriamente bien planeado y organizado, dirigido principal, pero no exclusivamente, a los estudiantes de la carrera de Economía; la mayoría de los ponentes pertenecían asimismo al mundo de las ciencias económicas.

En esta segunda edición, el Simposio estuvo dedicado al tema de la discriminación. Yo fui invitado a hablar sobre la utilidad de la ciencia –y su difusión pública– para combatir las distintas formas en que privamos a nuestros semejantes de los derechos que todos deberíamos tener.

Para mí, un humilde químico acostumbrado a tratar con una concepción físico-química-biológica del mundo, donde la energía y la materia se conservan y el conocimiento se obtiene en gran medida gracias a la experimentación controlada, asomarme a la economía fue como entrar a otro mundo. Ahí los experimentos son raros; se depende más bien de observaciones y modelos (muchos de ellos altamente matematizados y rigurosos, eso sí). Y el dinero, que hoy es ya una entidad virtual, no barras de oro almacenadas en Fort Knox, ¡sí se puede crear continuamente!

En el Simposio me enteré de que existen grandes mitos respecto a la economía. Por ejemplo, que lejos de lo que muchos creemos, esta ciencia no es un simple revoltijo de concepciones caprichosas y contradictorias que no logran predecir gran cosa, sino una disciplina con altos estándares de rigor que produce conocimiento que puede ser sometido a prueba y mejorado. (Aunque, eso sí, la complejidad mucho mayor del sistema económico global respecto a los simplificados sistemas que estudian normalmente la física, la química o la biología –recordemos la clásica vaca esférica sin fricción de los físicos– hace que sea prácticamente imposible obtener –¿todavía?– predicciones muy exactas. Y, a diferencia de las ciencias naturales, la economía no logra todavía alcanzar consensos muy amplios entre sus expertos, que siguen divididos en grandes escuelas de pensamiento).

Y que el “neoliberalismo económico” es más bien una entelequia imposible de definir con precisión que nadie, al parecer, defiende como tal (lo cual no quiere decir, opino yo, que no existan maneras de manejar la economía que son altamente dañinas para grandes porciones de la población mientras que favorecen inequitativamente a unos pocos).

Pero lo más importante es que entendí –o comencé a entender– que la economía, junto con otras disciplinas o ciencias sociales (no caeré en la trampa de tratar de definir quién tiene derecho a llamarse ciencia y quién no) pueden –y deben, según el pensamiento liberal, entendido en sentido amplio, que se defendió en el Simposio– ser utilizadas para combatir la desigualdad y la discriminación, para lograr que, como expresa el lema del evento, haya “un lugar para cada proyecto de vida” y, en última instancia, para promover el bienestar de la humanidad.

No: los economistas no son como los pintan. Al menos, no todos.

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miércoles, 2 de julio de 2014

Discriminación y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio  de 2014

Un dicho que detesto dice que “un pesimista es un optimista con experiencia”.

Una de las cosas que la gente pesimista disfruta es regodearse cuando el género humano demuestra sus múltiples fallas (vean lo que dijeron cuando perdió la Selección ante Holanda). Su frase favorita es “se los dije”.

Los pesimistas afirman que no se puede confiar en nadie, que la humanidad no tiene remedio, y que esperar que deje de ser injusta, violenta, inconsciente, ignorante y cruel es sólo una quimera.

Es cierto: la historia humana está llena de guerras, discriminación, injusticia y horrores. Y a muchos de ellos, por cierto, la ciencia ha contribuido al proporcionar a esos humanos crueles, violentos e irresponsables los medios para ejercer su violencia e irresponsabilidad de manera más eficaz: armas blancas, de fuego, tanques, granadas, minas, bombas atómicas y armas químicas; tecnología que desforesta y contamina, que daña la capa superior de ozono, que ayuda a depredar extinguiendo especies…

Y sin embargo, ambas percepciones pesimistas, la de que la humanidad es una ruina que no tiene remedio y la de que la ciencia sólo ha contribuido a empeorar las cosas, son falsas. Al menos, parcialmente.

Porque es indudable que la humanidad, a lo largo de la historia, ha mejorado. ¿Evidencia? El hecho de que ya no sea tolerable, en prácticamente ninguna nación, al menos en principio, que un ser humano sea propiedad de otro. La esclavitud es hoy ilegal y repudiada en todo el mundo.

Otros ejemplos: la lucha por eliminar la discriminación contra negros, indígenas y mujeres. Poblaciones –no necesariamente minorías: en el último caso constituyen el 50% de la población– que tradicionalmente eran marginadas y maltratadas gozan hoy, en gran medida, de derechos prácticamente iguales a los de todos los demás seres humanos… o están en vías de lograrlo. Lo que ya nadie discute, excepto unos cuantos obcecados, es que eso es lo justo; lo deseable.

En cuanto a la ciencia: no sólo nos ha dado, además de las armas de destrucción, herramientas que han mejorado nuestras vidas y las han hecho más sanas, extensas y productivas (antibióticos, vacunas, transportes, comunicaciones, técnicas agrícolas, computadoras…), sino que ha sido una de las principales proveedoras de argumentos para combatir la discriminación.

En efecto: poco a poco, en su avance imparable, la ciencia ha ido desterrando creencias –a veces míticas o religiosas, a veces fundadas en una ciencia todavía inmadura– como la de que hay seres humanos naturalmente más valiosos que otros (reyes, esclavos); que existen “razas” humanas y que algunas son intrínsecamente superiores a otras; que las mujeres tienen menos capacidad racional o son menos aptas para realizar cualquier tarea… Todos estos mitos han sido lentamente desbancados, con evidencia sólida, por la ciencia.

No, no estoy de acuerdo con quien piensa que la humanidad no tiene remedio. Lo tiene, y la ciencia es una de las herramientas gracias a las que, poco a poco, ha ido mejorando.

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