miércoles, 24 de diciembre de 2014

Periodismo, salud y responsabilidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de diciembre  de 2014

¿Puede el periodismo causar daño? Sin duda, de muchas maneras, que se resumen en una: al desinformar. Es decir, al difundir información falsa, inexacta, tendenciosa o insuficiente.

Hablando del periodismo científico en particular, hay una especialidad que tiene una responsabilidad sustancialmente alta: el periodismo médico, que aborda temas de salud. La razón es obvia: mucha de la información que se difunde es leída y dada por buena por muchos lectores, que con base en ella llegan incluso a tomar decisiones –iniciar o abandonar tratamientos, confiar o no en ciertas terapias, cambiar hábitos– que pueden afectar de manera decisiva su salud.

Pero, ¿quién garantiza la calidad y confiabilidad médica y científica de la información sobre salud que se publica en los medios masivos?

En un mundo ideal, habría periodistas especializados en el tema, que tendrían no sólo una formación como comunicadores, sino también conocimientos suficientes –no necesariamente profundos, pero sí amplios y sólidos– sobre temas médicos. Que pudieran distinguir la medicina legítima de las incontables charlatanerías médicas, que fueran capaces de comprender y comunicar las noticias sobre salud de manera comprensible y sin exageraciones ni distorsiones, y que en caso necesario pudieran acudir a especialistas médicos para asesorarse y complementar su información.

En el mundo real, las cosas son muy distintas. No existen espacios para formar a tales comunicadores especializados; y cuando los hay, las redacciones de periódicos y noticieros no suelen valorar la importancia de los temas médicos (y científicos, en general) como para invertir en contratarlos y pagarles adecuadamente. En su lugar, para cubrir dichos temas, suelen asignar a periodistas sin formación específica, que van improvisando su labor como mejor pueden.


Esto causa varios problemas. Uno es la exageración: frecuentemente se presenta alguna investigación médica como “excepcional” y “novedosa”; se infla su importancia e impacto, con la intención de lograr que los medios la publiquen como noticia. Lo curioso es que, al contrario de lo que uno pensaría, esto no suele ser tanto culpa de los reporteros que trabajan en los medios, sino de las universidades e institutos de investigación.

Y es que por desgracia en todo el mundo –y por supuesto en nuestro país– la carencia de especialistas hace que el periodismo en temas de ciencia y salud dependa, en buena medida, de los comunicados de prensa que suelen emitir las instituciones de investigación. Dichos comunicados, normalmente redactados por comunicadores contratados específicamente, y muy frecuentemente en colaboración con los investigadores involucrados en el trabajo que se difunde, son tomados por los medios de comunicación como fuentes confiables, y muchas veces son reproducidos textualmente.

En un reciente artículo en el sitio de internet Vox, Julia Belluz comenta una investigación publicada en el British Medical Journal en que, a partir de 462 comunicados de prensa, que se compararon con las noticias que se publicaron a partir de ellos (y con los artículos científicos originales), se halló que la exageración en las noticias de salud proviene en gran medida la que ya incluyen los comunicados de prensa emitidos por las instituciones de investigación.

Otro estudio, también comentado por Belluz y publicado en la revista PLOS Medicine, muestra que las noticias de salud publicadas en los medios suelen contener sesgos, exageraciones, omisiones o conclusiones no justificadas (como extrapolar a humanos hallazgos hechos en animales) que desinforman al lector, y que pueden afectar las decisiones o la percepción que éste tenga sobre dichos temas.

¿Cómo solucionar estos problemas? Belluz y los autores de los estudios mencionados abogan por fomentar y mejorar la formación de periodistas especializados en salud (y en ciencia en general) que trabajan en los medios. Pero también de los que laboran en las oficinas de comunicación de universidades e instituciones de investigación, y de los científicos que hicieron la investigación original, pues también ellos comparten la responsabilidad de que la información que llega a los ciudadanos sea correcta y útil.

Un buen deseo para pedir a Santa Clós.

¡Mira!

El autor de esta columna le desea a usted una muy feliz navidad.

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miércoles, 17 de diciembre de 2014

Ciencia pirata

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de diciembre  de 2014

La imagen de la ciencia que nos venden en la televisión y otros medios de comunicación, así como en la escuela, es de una simplicidad engañosa. Parecería que todo lo que se necesita para hacer ciencia es tener curiosidad, cierta inteligencia, plantearse algún problema y aplicar un inflexible “método científico” (observación, hipótesis, experimentación, análisis, conclusión…). La realidad es bastante más complicada.

Y es que el conocimiento científico no es algo que simplemente se “descubra” y que, si está apoyado en evidencia sólida, quede “demostrado” de una vez por todas (o al menos hasta que algún avance nos haga cambiarlo por algo mejor). El conocimiento sobre la naturaleza producto de la investigación científica es algo que se construye: tiene, efectivamente, que estar apoyado en datos provenientes de observaciones y experimentos, y de cadenas de razonamiento lógico. Pero además tiene que haber pasado por un cuidadoso proceso de revisión, crítica y evaluación por parte de otros investigadores, para generar un consenso entre expertos que lo valide. En ausencia de ese consenso, ninguna conclusión obtenida por un investigador, por apoyada que parezca estar en sus datos, puede considerarse realmente válida.

El mecanismo de “revisión por pares” (o colegas), que va desde los comentarios dentro de un grupo de investigación hasta las intensas discusiones en seminarios y congresos, culmina con el envío de un artículo a alguna revista científica, que antes de aceptarlo y publicarlo lo somete a la despiadada revisión de varios árbitros expertos en el tema. Es por eso que una investigación que no ha sido aún publicada no puede considerarse plenamente como ciencia legítima, pues no ha pasado aún por este riguroso control de calidad. (Y por supuesto, la cosa no termina ahí: siempre hay posibilidad de hallar defectos, errores u omisiones posteriormente a la publicación del trabajo, que normalmente entonces se corrige o incluso, si el problema es irremediable, puede ser retirado. Lo mismo ocurre si se detecta un fraude científico: que el investigador haya publicado datos falsos.)

A su vez, este sistema permite que los científicos vean evaluado su trabajo con base en el número de artículos que publican, la calidad de las revistas donde son publicados, y la cantidad de veces que dichos trabajos son citados en las publicaciones de otros investigadores. Las calidad de las revistas científicas, a su vez, es evaluada mediante “factores de impacto” que reflejan el número de artículos publicados en ellas que reciben un alto número de citas.

A lo largo de los años, se ha desarrollado una estructura internacional que recopila toda la información que mantiene funcionando este sistema de publicación y evaluación; en particular el Institute for Scientific Information (ISI, Instituto para la Información Científica, hoy parte del grupo de editorial Thomson Reuters), fundado en 1960 por Eugene Garfield, y su voluminosa publicación anual Science Citation Index (Índice de citas científicas, hoy en internet), que permite a todo científico consultar el número de citas que reciben, se convirtieron –a pesar de muchas y bien fundadas críticas– en el estándar para evaluar el trabajo científico.

Hoy ese sistema se ve amenazado.

Ya hemos comentado en este espacio el surgimiento de falsas revistas científicas, que aceptan artículos y los publican sin someterlos a evaluación, pero simulando que lo hacen (y que llegan al extremo de incluir los nombres de científicos famosos en sus inexistentes “comités editoriales”). Estas “revistas depredatorias” son difíciles de detectar –aunque hay ya blogs que se dedican a recopilar y exponer sus nombres y direcciones, para prevenir a incautos– y distorsionan el sistema de control de calidad y evaluación de los científicos.

Pues bien: recientemente se descubrió la existencia de una institución fraudulenta que se hace llamar “Institute for Science Information”, que no tiene nada que ver con el ISI, y cuya dirección web, con evidente mala fe, incluso incluye las palabras “Thomson Reuters”, sin tener nada que ver con esta compañía. Su objetivo: proporcionar a revistas de poca monta, o de plano fraudulentas, “factores de impacto” similares a los que otorga el ISI, para ayudarlas a simular que se trata de revistas serias.

Fraudes científicos, artículos tramposos, revistas falsas y ahora entidades evaluadoras pirata. Si la ciencia mundial quiere mantener su calidad, tendrá que reforzar sus mecanismo de vigilancia y control. De otro modo, pronto podríamos estar inundados de ciencia-basura.

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miércoles, 10 de diciembre de 2014

El secreto de la vida… otra vez

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de diciembre  de 2014

¿Qué es explicar? Un querido y admirado amigo, el biólogo, filósofo e historiador de la ciencia (además de poeta) Carlos López Beltrán, dijo una vez que una explicación es “algo que nos deja satisfechos”. (“Epistémicamente satisfechos”, dirían sus colegas filósofos; una explicación es lo que satisface nuestro apetito por entender.)

Habría que definir entonces qué es entender. Y notar que el significado de “entender” depende del punto de vista del entendedor. Un caso concreto en que se observa esto es cuando se oye hablar a un físico sobre la biología. Las explicaciones bioquímicas, anatómico-fisiológicas o evolucionistas que para un biólogo resultan perfectamente útiles y satisfactorias, para un físico pueden resultar meras formas de ponerle nombre a algo que sigue sin ser entendido “a fondo”. Y es que para un físico, “a fondo” significa a nivel de leyes, partículas y fuerzas fundamentales de la naturaleza.

Pues bien: el año pasado un joven físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Jeremy England, hizo una propuesta teórica (retomada y comentada hace unos días en la revista Business insider) para explicar “el secreto de la vida”: la razón detrás de la sorprendente tendencia de los organismos vivos para, a diferencia de lo que ocurre con el resto de la materia, formar estructuras organizadas y hacer copias de éstas. En algún momento la respuesta a este enigma fue una misteriosa “fuerza vital”; hoy proviene de la fisicoquímica.

La pregunta surge del hecho, bien conocido desde hace tiempo, de que los sistemas vivos parecen violar la segunda ley de la termodinámica, una de las leyes fundamentales del universo, que en esencia dice que en todo proceso el desorden de un sistema tiende a aumentar (en términos técnicos, que la entropía, propiedad fisicoquímica de los sistemas que indica qué tan dispersas están la energía y la materia, se incrementa siempre). Esto explica, entre otras cosas, la “flecha del tiempo”: el hecho de que tantos procesos ocurran espontáneamente en una dirección, pero no en la otra (el café se enfría, el escritorio se desordena, las cosas se rompen… nunca lo contrario).

A su vez, la segunda ley se explica porque, para un sistema dado, existen muchas más maneras distintas de estar desordenado que de estar ordenado. Por ello, es mucho más probable que al cambiar se desordene. En el fondo, el aumento de la entropía es una propiedad estadística.

¿Cómo es, entonces, que los seres vivos toman constantemente materia y energía de sus alrededores y las convierten en estructuras más ordenadas, al crecer y al reproducirse, formando copias de sí mismos? La respuesta estándar es que disminuyen su entropía al costo de aumentar la de sus alrededores. Pero no es una respuesta precisa, cuantitativa, como les gusta a los físicos. El problema es que la segunda ley sólo se aplica a sistemas cerrados –de los que no entra ni sale energía ni materia– y en equilibrio. Los seres vivos no son ni lo uno ni lo otro. Durante décadas, las ecuaciones de la termodinámica no se lograron aplicar a sistemas así.

En los años sesenta el fisicoquímico (y vizconde) ruso-belga Ilya Prigogine, que en 1977 recibiría el premio Nobel de química por su trabajo, avanzó en explicar la termodinámica de sistemas abiertos y ligeramente alejados del equilibrio, en los que hay una entrada modesta de energía, como ciertos remolinos que se observan en líquidos calentados. Pero no fue sino hasta finales de los noventa que se logró entender mejor qué ocurre en sistemas abiertos muy alejados del equilibrio (como son las plantas que captan la intensa energía del sol, y en general los seres vivos).

Jeremy England
Lo que hace England en su propuesta, publicada en la revista Journal of chemical physics, es aplicar estos últimos desarrollos para proponer un modelo matemático abstracto y general –aplicable a cualquier sistema, no sólo a seres vivos– de un sistema abierto lejos del equilibrio, que recibe energía y puede disiparla en el ambiente por medio de su propia replicación (reproducción; “hacer copias de uno mismo es una gran forma de disipar energía”, explica England). A partir de ello, calcula el límite teórico mínimo de la cantidad de energía que un sistema debería disipar al replicarse.

La propuesta de England implica que la razón fundamental detrás de la evolución y la vida sería la tendencia de la materia a formar sistemas que disipen energía cada vez más eficientemente en el ambiente. En sus propias palabras, “si empiezas con un montón de átomos al azar y lo iluminas durante el tiempo suficiente, no debería sorprenderte que obtengas una planta”. Se trataría de un proceso físico necesario, no una extraña casualidad cósmicamente improbable.

Las ideas de England son novedosas e importantes, porque ayudan a establecer “las limitaciones físicas generales que obedece la selección natural en sistemas fuera del equilibro”, como escribe en su artículo. También podrían ayudar a entender ciertos fenómenos biológicos que la evolución no explica completamente, además de poderse aplicar a otros sistemas no vivos que también presentan autoorganización y replicación, como cristales, remolinos y ciertas reacciones químicas. Asimismo, de ser confirmadas, harían que la posibilidad de hallar vida en otros mundos aumentara drásticamente, pues se trataría ya no de una serie de afortunadas coincidencias, sino de un fenómeno casi necesario.

Aunque debo confesar que, en lo personal, me llama un poco la atención la manera en que los físicos la comentan. “Me hace pensar que la distinción entre materia viva e inanimada no es tan tajante”, afirma uno (aunque cualquiera que sepa un poco de fisicoquímica y evolución molecular lo hallaría obvio); otro dice, con cierta condescendencia, frecuente en los físicos cuando se dirigen a biólogos, “Podría liberar a los biólogos de buscar explicaciones darwinianas para cada adaptación y permitirles pensar en forma más general”.

No cabe duda: lo que para unos es una explicación satisfactoria, para otros no lo es. Lo que ya sabíamos es que los seres vivos no necesitan violar las leyes físicas del universo para existir. Lo que estamos descubriendo es cómo: logran vivir disipando energía de manera cada vez más eficiente.

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miércoles, 3 de diciembre de 2014

Crisis institucional

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de diciembre  de 2014

México vive tiempos de crisis que nos deberían preocupar. Si permitimos que continúe y crezca, el deterioro en nuestras instituciones podría convertirse en una amenaza para todos.

Y no: no hablo de crisis política, sino académica: me refiero al muy preocupante avance de las seudociencias médicas dentro de las más importantes instituciones académicas y de salud en nuestro país.

Quizá haya usted escuchado en radio la machacona campaña del gobierno federal en que anuncia con orgullo, entre otros logros, la inauguración del Hospital Nacional Homeopático. ¿Cómo? Sí: a pesar de su probada inutilidad terapéutica, confirmada en estudio tras estudio a nivel mundial, México tiene un hospital dedicado a una de las más populares seudomedicinas.

Se trata de una historia larga: el Hospital Nacional Homeopático fue inaugurado en 1893 por Don Porfirio Díaz. Eran días en que la homeopatía, inventada por Samuel Hahnemann alrededor de 1810, estaba de moda en el mundo. Al parecer, Díaz padecía de “una fístula en la fosa ilíaca derecha” que pudo ser curada por el homeópata mexicano Joaquín Segura y Pesado, quien aprovechó el apoyo presidencial para conseguir la construcción del hospital, proyecto con el que él y otros homeópatas habían soñado por años.

Se entiende en el contexto de principios del siglo pasado. Pero es grave pensar que todavía en pleno siglo XXI, y ante los avances de las ciencias biomédicas, tan bien representadas en muchos de los Institutos Nacionales de Salud, México siga desperdiciando dinero en un hospital que mezcla la medicina científica con una charlatanería que, como han reconocido las autoridades de salud de muchos países, entre ellos la Gran Bretaña, carece de valor terapéutico más allá del efecto placebo (es decir, nada).

Pero las vergüenzas van más allá de la Secretaría de Salud: El Instituto Politécnico Nacional cuenta, también desde tiempos porfirianos, con una Escuela Nacional de Medicina y Homeopatía, que se fundó en 1890 “para tener un sustento sólido de la enseñanza de la homeopatía, ya que frecuentemente era atacada”, y que hasta hoy sigue mezclando, con riesgo de causar esquizofrenia en los estudiantes, la enseñanza de la medicina científica, basada en evidencias, con las creencias homeopáticas que, como usted sabe, se basan no sólo en el principio de “lo semejante cura lo semejante”, sino también en la dilución de las sustancias “curativas” a un grado que muchas veces garantiza que no quede ni una sola molécula en la solución final, para “liberar” y potenciar sus “energías curativas”… Si la homeopatía fuera real, tendríamos que abandonar todo lo que sabemos de química.

Y ni siguiera mi alma máter, la Universidad Nacional Autónoma de México, se libra: el revelador blog La lista de la vergüenza (capítulo México) publica que la Escuela Nacional de Enfermería y Obstetricia incluye en su plan de estudios la materia “Terapéutica para el cuidado holístico”, que incluye seudomedicinas como la digitopuntura y el “reiky” (sic), mientras que otras materias incluyen homeopatía, reflexología podal y, en “Coloquios” organizados regularmente, auriculoterapia, acupuntura, tai chi, musicoterapia, aromaterapia, flores de Bach y jugoterapia. Como se ve, todo un abanico de charlatanerías médicas, que se presenta a los estudiantes como si tuvieran algún fundamento o utilidad.

Preocupa que el sistema de salud mexicano y las principales instituciones educativas del país mezclen este tipo de seudociencias con el conocimiento científico auténtico en materia de salud. Preocupa también la ignorancia de los funcionarios que lo permiten: el presidente Peña Nieto, en su discurso de inauguración del Hospital Nacional Homeopático, obra en la que se invirtieron 671 millones de pesos, se congratula de que el hospital “incorpora la práctica de modelos clínico-terapéuticos complementarios” y revela su infundada creencia de que la homeopatía es “un tratamiento natural que estimula [al] organismo a generar su propia curación”.

Con estos antecedentes, el futuro de la salud de los mexicanos no parece prometedor.

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