miércoles, 22 de julio de 2015

El microbio con ojos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de julio de 2015

El ojo humano, con su asombroso diseño de precisión, que se ajusta de forma maravillosa a su función, ha sido siempre el ejemplo preferido de quienes desconfían de la teoría darwiniana de la evolución por selección natural e insisten en sostener que tuvo que haber sido “diseñado” por “una inteligencia superior” (de preferencia divina).

Los componentes esenciales de un ojo “tipo cámara”, como el humano, son un sistema que enfoque la luz (en nuestro ojo, una córnea fija que hace gran parte de esta labor y una lente flexible, el cristalino, que se ocupa del enfoque fino); una apertura que permite que sólo la luz que proviene de cierta dirección entre a la cavidad ocular (el iris), y una superficie sensible a la luz que pueda transformarla en señales químicas o nerviosas (la retina).

Un ojo animal es, pues, una estructura de enorme complejidad, compuesta por diversos tejidos y por millones de células. ¿Cómo pudo haber evolucionado algo así?

La respuesta, obviamente, se halla en la propiedad que tiene la selección natural de ser gradual y acumulativa: los cambios al azar que proporcionan incluso una pequeña ventaja se van acumulando; los que no, se descartan. Así, a lo largo de millones de años, se pueden escalar, paso a pasito, enormes pirámides en el espacio de diseño.

Parte de la historia de la evolución del ojo es el surgimiento de pequeñas “manchas oculares” en microorganismos unicelulares, que les permiten detectar de forma rústica la presencia, intensidad y hasta dirección de la luz. Pero resulta que existen microorganismos del plancton marino (del tipo de los protozoarios o protistas, según la clasificación más moderna), y específicamente del grupo de los dinoflagelados warnówidos (por el género característico del grupo, Warnowia), que presentan una estructura llamada oceloide que es sorprendentemente similar al ojo humano. (Tan similar, de hecho, que al principio se pensaba que era el ojo de una medusa que el dinoflagelado había engullido.)

El oceloide de los warnówidos tiene estructuras análogas (es decir, con función equivalente, pero sin relación evolutiva) a las del ojo humano, pero a nivel microscópico: una “córnea”, una lente (hialosoma) formada por gránulos de grasa, y una capa interna sensible a la luz. Pues bien: un estudio publicado en la revista Nature el pasado 9 de julio por Brian Leander y sus colegas, de la Universidad de la Columbia Británica, en Vancouver, Canadá, ha revelado varias sorpresas acerca de este ojo microscópico.

Estudiar a los warnówidos es difícil, pues no se han podido cultivar en el laboratorio y son escasos. Leander y su grupo usaron ejemplares capturados en los mares de Japón y de Canadá a lo largo de cinco años. Los estudiaron usando técnicas de microscopía avanzada, tomografía y estudios genómicos, para comparar las estructuras y el grado de similitud genética de los componentes del oceloide con otros organelos subcelulares de varias especies de dinoflagelados. Descubrieron que las estructuras que forman a los oceloides derivan de otros organelos que antes tenían una función distinta.

El ojo de los warnówidos
En particular, la “córnea” externa que cubre al oceloide está formada por mitocondrias, los organelos que producen la energía de la célula, mientras que el cuerpo retinal que capta la luz y la transforma en señales químicas deriva de los plastos o plástidos (el más conocido es el cloroplasto, que también capta luz gracias a los pigmentos que contiene, aunque la utiliza no como señal sino para obtener energía para fabricar alimento).

Es interesante que ambos organelos, mitocondrias y plástidos, provienen a su vez de células que en algún momento durante la evolución de los protistas, fueron absorbidas e integradas, por simbiosis, en su interior.

Aún no se sabe exactamente para qué usan estos dinoflagelados sus elaborados oceloides: probablemente para detectar y cazar a otros microorganismos de los que se alimentan (los atrapan gracias a unas estructuras retráctiles parecidas a arpones microscópicos, llamadas nematocistos).

Pero este estudio deja claras dos cosas. Uno, que la evolución es un proceso mucho más complejo y flexible de lo que uno podría suponer: no sólo células enteras pueden pasar a formar parte de una célula mayor, convirtiéndose en organelos, sino que éstos pueden cambiar sus funciones y adoptar otras, abriendo muchas nuevas posibilidades evolutivas. Y dos, que en el universo de posibilidades abiertas a la selección natural, hay algunas “buenas ideas” (Daniel Dennett
dixit) con las que la evolución se topa una y otra vez. Por eso, el que produzca estructuras tan elaboradas y parecidas como el oceloide y el ojo humano no es “milagroso”… aunque sí maravilloso.

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1 comentario:

Unknown dijo...

excelente blog.
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gracias