miércoles, 30 de marzo de 2016

Duelo de intelectos (o el día que la inteligencia humana perdió)


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de marzo de 2016

Lee Se-dol, gran maestro y campeón sudcoreano del antiguo juego chino de go, sintió que una gota de sudor escurría por su frente. A pesar de poseer el noveno dan –máximo grado del juego –salvo el décimo dan, que sólo se otorga a título honorario–, a pesar de sus 18 títulos internacionales y de tener el segundo lugar a nivel mundial, estaba perdiendo.

Por cuarta vez consecutiva.

Pero eso no era lo peor, sino saber que su oponente en el torneo de cinco juegos era una computadora. O más bien, un complejísimo programa, una inteligencia artificial llamada AlphaGo, desarrollada por la compañía londinense DeepMind, adquirida hace dos años por el gigante de la computación Google.

El go, que existe desde hace más de 2 mil 500 años, y que hoy es jugado por más de 40 millones de personas en el mundo, principalmente en Asia, es considerado el juego de mesa más complejo que existe. Consiste en ir poniendo pequeñas piezas ovoides negras y blancas llamadas “piedras” en las intersecciones de las líneas del tablero, de donde no se pueden mover, y siguiendo ciertas reglas rodear con ellas las piezas del oponente (de hecho, el nombre del juego se traduce como “juego de rodear”). Gana el jugador que al final del juego ha logrado rodear más área en el tablero.

El go es mucho más complejo, por ejemplo, que el ajedrez, en cuyo tablero de 8 por 8 casillas existen alrededor de 10 a la potencia de 123 jugadas (un 1 seguido de 123 ceros). El go, en cambio, se juega en un tablero de 19 por 19 líneas cruzadas, y es posible hacer 10 a la 360 jugadas (si 10 a la 2 es cien, y 10 a la 3 es mil, diez veces más, la diferencia entre 10 a la 123 y 10 a la 360 es de 133 órdenes de magnitud: algo inimaginable).

Hace casi 20 años, en mayo de 1997, la computadora Deep Blue, desarrollada por IBM, saltó a la fama al vencer al gran maestro de ajedrez Gari Kasparov. La inteligencia artificial había derrotado al humano en un juego considerado de inteligencia pura. Sin embargo, lo logró mediante un método de “fuerza bruta”: Deep Blue tenía programadas en su memoria una cantidad enorme de partidas de ajedrez, y era capaz de revisarlas para computar por adelantado el “árbol” de posibles decisiones para cada movimiento, así como sus posibles consecuencias, previendo 20 o más jugadas por adelantado (un gran maestro puede calcular como máximo 10 o quizá 15).

El go, en cambio, es astronómicamente más complejo. Tan sólo en la primera jugada es posible escoger entre 361 posiciones. En las primeras 5, la cifra se eleva a 5 billones (cinco millones de millones). El número total de movidas posibles va más allá de lo que cualquier cantidad de memoria puede almacenar. Por eso, los diseñadores de AlphaGo tuvieron que recurrir a una estrategia distinta: imitar la manera en que funciona un cerebro humano. Para ello, usaron una arquitectura de “redes neuronales profundas”.

Una red neuronal es una simulación en computadora de unidades equivalentes a neuronas humanas conectadas entre sí, que pueden recibir señales de otras neuronas (entrada). Estas señales pueden estimularlas o inhibirlas. Si una neurona recibe suficiente estímulo, emite a su vez una señal a otras neuronas. Conforme una red neuronal se “entrena” por prueba y error para que “aprenda”, la sensibilidad de cada conexión neuronal se va ajustando. Muchos programas “inteligentes” que disfrutamos actualmente consisten en redes neuronales capaces de aprender de esta manera.

Pero la red de AlphaGo, según la describen los 20 investigadores de DeepMind, liderados por Demis Hassabis, en un artículo publicado en enero pasado en la revista científica Nature, es “profunda”: consta de 13 capas de redes neuronales, cada una de las cuales procesa los resultados de las que están más abajo. La más sencilla representa el tablero mismo y las posiciones de las fichas en él. La de más alto nivel representa las posibles jugadas en la partida y la probabilidad que cada una sea óptima (es decir, toma la decisión respecto a la siguiente jugada).

AlphaGo fue alimentada inicialmente con una base de datos de 30 millones de jugadas en partidos realizadas por expertos, para que las incorporara en las conexiones de sus redes neuronales. Luego, fue entrenada poniéndola a jugar incesantemente, millones y millones de veces, contra sí misma: la práctica hace al maestro.

El torneo contra Lee Se-dol, jugado en Seúl del 9 al 15 de marzo de este año, era la prueba de fuego para AlphaGo (que ya en octubre de 2015 había derrotado cinco juegos a cero al campeón europeo Fan Hui). Se-dol se mostraba confiado y declaró estar seguro de vencer a la computadora al menos en 4 de los 5 juegos. Cuando fue vencido en los primeros tres, la sorpresa y la tensión eran increíbles.

Se-dol se limpió el sudor. Llevaban cinco horas jugando. Apretó los puños y, con un esfuerzo máximo de concentración –una de las ventajas de la computadora era su concentración absoluta y su inmunidad al estrés psicológico, comentaría luego–, hizo una jugada totalmente inesperada, incluso para él. Logró así vencer a AlphaGo en esa cuarta partida.

El triunfo sólo sirvió para salvar su honor, pues el quinto encuentro, y el torneo, fueron ganados por su oponente. Igual que el millón de dólares del premio, que será repartido a UNICEF y otras beneficencias.

Al final, Se-dol afirmó –entre las muchas frases que se le atribuyen–, que “nunca deseaba volver a jugar un juego así” y que AlphaGo era “distinto a cualquier oponente humano que hubiera enfrentado antes; su estilo es muy diferente”. Pero también dijo que “no podría haber disfrutado más” con el torneo, y que “jugar contra AlphaGo me hizo darme cuenta de que necesito estudiar más el go”.

Como premio, AlphaGo recibió el noveno dan, el mismo que su rival. Y la humanidad entró, diez años antes de lo que esperaban los expertos (aunque había quien aseguraba que una computadora jamás vencería a un maestro de go) a una era en que la expresión “inteligencia artificial” ya no es sólo una metáfora.

Sin embargo, no todo está perdido. Como afirma el experto francés en inteligencia artificial Bruno Bouzy en una entrevista para la revista Science, los humanos somos todavía incomparablemente superiores a las computadoras cuando se trata de jugar videojuegos. Aún no llega el momento de temer al Terminator.

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miércoles, 23 de marzo de 2016

Ciencia, lengua y cultura

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de marzo de 2016

Raro es que en un evento dedicado a la lengua, a la erudición, a la reflexión académica en su más pura y rancia y rigurosa acepción, como es el Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), se incluya a la ciencia, esa cenicienta de la cultura, a quien rara vez se considera cuando se enlistan los más valiosos productos de la creatividad humana.

Más raro aún que un divulgador científico, un modesto comunicador de la ciencia, sea invitado a tal evento. Pero que lo sean no uno ni dos, sino todo un grupo, proveniente de varios países latinoamericanos, como ocurrió en la séptima edición del CILE, llevada a cabo del 9 al 16 de marzo en San Juan de Puerto Rico, debe ser señalado como todo un acontecimiento.

El CILE nació como una propuesta para fomentar la reflexión y la acción sobre la lengua española y sus retos y posibilidades en todo el ámbito hispanohablante. Es organizado cada tres años por el Instituto Cervantes, en colaboración con la Real Academia Española (RAE, que muchos llaman, equivocadamente, “Academia de la Lengua Española”) y la Asociación de Academias de la Lengua Española (esas sí), que existen en toda Latinoamérica, así como en las asiáticas Islas Filipinas y también en los Estados Unidos de Norteamérica (lo cual no resulta sorprendente, tomando en cuenta la creciente penetración de la lengua cervantina en ese país).

El primer CILE se celebró, a invitación del presidente Ernesto Zedillo, en la ciudad mexicana de Zacatecas, en 1997, y es recordado más que nada por la propuesta quijotesca de Gabriel García Márquez, devenida escándalo, de simplificar la gramática “antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.

Se ha celebrado posteriormente en España, Argentina, Colombia y Panamá (el programado en 2010 en Chile tuvo que ser suspendido por el terremoto que asoló a ese país). Este año tocó al “estado libre asociado de Puerto Rico”, país latinoamericano sin duda, pero al mismo tiempo parte de la mancomunidad de los Estados Unidos. Puerto Rico es un país donde el español se ha mantenido y defendido con una convicción y una ferocidad realmente admirables, pero donde paralelamente la indomable fuerza de la evolución lingüística ha dado lugar a palabras y expresiones híbridas capaces de poner los pelos de punta a muchos académicos de la lengua de talante conservador.

La presencia de la ciencia en esta edición del congreso quizá obedece en parte a aquel otro deseo expresado por García Márquez en su polémica ponencia de 1997, donde expresaba su deseo de que “asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir”, pero sin duda también al interés de académicos como José Manuel Sánchez Ron, de la RAE, Ruy Pérez Tamayo (que desgraciadamente no pudo estar presente) y Jaime Labastida, de la Academia Mexicana de la Lengua.

Presente estuvo, como conferencista magistral, el premio Nobel de química Mario Molina, quien además de hablar de la urgencia de combatir el cambio climático subrayó la necesidad de comunicar los temas científicos a los ciudadanos de forma fidedigna, pues muchas veces son ignorados o tergiversados por los medios. También urgió a “hacer ciencia en español”, y a impulsar las aportaciones de los países hispanohablantes a la ciencia mundial.

La mesa en la que participó
este columnista
Hubo asimismo presencia de investigadores científicos que ejercen magistralmente la divulgación, como el propio Sánchez Ron, historiador de la ciencia; Juan Luis Arsuaga, conocido por las excavaciones paleontológicas de Atapuerca, en España; Daniel Altschuler, uruguayo radicado en Puerto Rico que fuera director del radiotelescopio de Arecibo, y los neurobiólogos Diego Golombek y Facundo Manes, de Argentina. Y hubo también comunicadores de la ciencia de tiempo completo, como Ángela Posada-Swafford, colombiana radicada en Miami, y Juan Nepote y un servidor, mexicanos. Asistió también el compatriota Jorge Volpi, escritor que se ha distinguido por darle a la ciencia un papel importante en varias de sus novelas.

No habría espacio aquí para narrar los temas que se trataron en el Congreso en general (pero algunas de mis participaciones favoritas, entre otras de grandes personajes como el premio Nobel francés de literatura Jean Marie Le Clézio o el novelista chileno Antonio Skármeta, estuvieron las del magnífico autor puertorriqueño Luis Rafael Sánchez, autor de la aclamada novela La guaracha del Macho Camacho, y de don Álvaro Pombo, poeta, novelista y filósofo español que fue, a sus 76 años, la alegría del evento, donde “campeó libremente” haciéndonos reír y gozar con sus lecturas y reflexiones sobre la poesía).

Al menos, de la componente científica del Congreso, que ojalá se repita en próximas ocasiones, destacaré que se habló, además de la invasión de la terminología científica en inglés, de la carencia de revistas científicas en español, de la influencia de los nuevos medios electrónicos en la manera en que leemos y escribimos, y de la importancia vital de una comunicación pública de la ciencia (o, como prefiero llamarla, divulgación científica) que no sólo transmita información de forma clara, sino que haga la labor original y creativa de traducirla de manera literaria, dándole contexto y enlazándola con el resto de la cultura y la vida de aquellos a quienes se dirige (como hace cualquier traductor de poesía, que necesariamente tiene que ser también poeta, y cuyo nombre hoy aparece, en un acto de justicia, a la par del nombre del autor original en los libros de poesía). El divulgador científico como un creador valioso, pues, que es la única manera de ser un buen divulgador.

Asomarse a un congreso de la lengua es una oportunidad única no sólo para contrabandear un poco de cultura científica, sino para redescubrir que el conocimiento, defensa y buen uso de nuestra lengua son cuestiones esenciales, porque somos seres de palabras.

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miércoles, 16 de marzo de 2016

Extraterrestres en el Congreso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de marzo de 2016

La noticia fue trending topic en Tuiter hace unos días: el pasado 8 de marzo, en el vestíbulo del Salón de Plenos de la Cámara de Diputados, en San Lázaro, Jaime Maussan, conocido promotor del llamado “fenómeno ovni”, inauguró la exposición “Agroglifos y simbolismo universal”.

La exposición muestra campos de cultivo en los que aparecen patrones geométricos complejos, que supuestamente son producidos por extraterrestres. La autora de la exposición es Abril de Monserrat Morales (conocida como “La Dama del Simbolismo”). Se basa en el libro del mismo título que ella escribió, donde “presenta un método de interpretación del simbolismo de diversas civilizaciones terrestres y extraterrestres”, basado “en las claves universales que enseñan sobre la Verdad trascendente” (sic).

La muestra fue promovida por la diputada Sofía De León Maza, priista, de la Comisión de Comunicaciones, y autorizada por la Comisión de Cultura, presidida por el diputado Santiago Taboada Cortina, del PAN.

Al día siguiente, los titulares periodísticos no se hicieron esperar: “¿Vida inteligente en la Cámara de Diputados?”, se preguntaban Reforma y El Norte. “Aterrizan extraterrestres en la Cámara de Diputados, de la mano de Maussan”, anunció con sorna Animal Político. Otros, como Plano Informativo, fueron más parcos: “Jaime Maussan causa polémica en la Cámara de Diputados”.

¿Por qué el escándalo? Por varios problemas. 

Uno, que la muestra sustenta una idea que ya ha sido exhaustivamente refutada: que los símbolos en los campos de cultivo de trigo, maíz y otras plantas (los famosos “agroglifos”) son señales extraterrestres. Lo cierto es que es relativamente fácil hacerlos si se cuenta con estacas, cuerda y algunas tablas. Surgieron como bufonadas estudiantiles, y se han convertido en una verdadera industria de los bromistas (aunque la gente como Maussan y De León insisten en no darse cuenta).

Dos, la muestra promueve las ideas que Maussan difunde a través de programas de TV, libros, revistas, videos y conferencias: que existen visitantes extraterrestres que constantemente nos vigilan y ocasionalmente nos dejan mensajes en clave (“a veces son mensajes en código binario, en clave morse, fractales, a veces es geometría sagrada o mensajes astronómicos, e incluso de advertencia de peligros”, afirma).

Y tres, aun cuando la diputada De León afirma que no se gastó dinero público en montar la exposición, los espacios de la Cámara deberían estar dedicados a difundir la cultura, no supersticiones ni necedades.

No seré yo quien cuestione la seriedad y profesionalismo del señor Maussan (sobre todo ahora que acaba de recibir un doctorado honoris causa por parte del reputadísimo Instituto Mexicano de Líderes de Excelencia, en Capulhuac; lo cual no es extraño, pues seguramente cumplió con los diez requisitos necesarios para ello, incluyendo el último: “entregar donativo para la Fundación”).

Tampoco me atreveré, pues podría demandarme por ello, a señalarlo, como han hecho algunos malintencionados, como un farsante que se ostenta como “investigador científico” sin serlo y que vive de hacer pasar como cierta información no verificada, difícilmente sustentada y muchas veces burda, evidentemente manipulada, y cobrar por ello a un público crédulo y ávido de asombros que merecería algo mejor (por ejemplo, los asombros mucho más profundos y fascinantes que nos ofrece la ciencia legítima). No. Yo no haría eso.

Pero entiendo, eso sí, a quienes critican su amplia y prolongada labor. Porque para aceptar la creencia de que existe vida en otros mundos (algo que la ciencia en general cree plausible), que ha producido inteligencia y civilizaciones altamente tecnificadas (algo muy probable, aunque seguramente poco común


) y que éstas han logrado hacer viajes interestelares (pues sabemos que en nuestro sistema solar no hay civilizaciones avanzadas, y probablemente ni siquiera vida) y están dispuestas a dedicar los cientos o miles de años que les llevaría viajar aun desde las estrellas más cercanas, con el enorme, monstruoso gasto de energía que ello inevitablemente conllevaría, sólo para trazar figuritas complicadas en los campos de trigo, para creer todo esto se necesitaría evidencia mucho muy sólida, amplia e incontrovertible. Y esta evidencia simplemente no existe, por más que el “investigador” Maussan clame a los cuatro vientos que hay un complot para ocultarla (al grado de que, como afirmó en un programa televisivo, “lo amenazaron de muerte” por difundirla”).

En la Cámara de Diputados, Maussan expresó que “la muestra artística tiene como propósito difundir que no estamos solos en el universo y las imágenes que aparecen en los campos, es (sic) una vía de diálogo de otras inteligencias con los seres humanos”. También aprovechó para opinar que “estos temas están empezando a permear en los ámbitos oficiales, y muy pronto las autoridades de México y el mundo tendrán que aceptar la posibilidad de que estemos siendo visitados por seres de otro mundo”. (Lo peor, en vista de lo ocurrido, es que quizá tenga razón, y dichas tonterías estén empezando a ser aceptadas por nuestros gobernantes.)

Por su parte, la “artista” se pronunció “porque la Unesco y otros organismos públicos permitan el estudio, investigación y difusión de estos símbolos y, sobre todo, del significado trascendente que tienen”, porque “los mensajes trascendentes constituyen el objetivo fundamental de estudio y difusión de los organismos y de todos los seres humanos” (re-sic).

Afortunadamente, los tuiteros que protestaron saben distinguir la desinformación y la charlatanería cuando la ven. Igual pasa con el diputado Jorge Álvarez Máynez (Movimiento Ciudadano), que envió una carta a la Comisión de Cultura protestando por la exposición, que “sólo abona a la mala imagen que tiene la Cámara de Diputados”. “Los espacios culturales del Poder Legislativo –dijo– no pueden destinarse a farsantes, sino todo lo contrario, deben estar dirigidos a artistas, creadores e incluso científicos que promuevan la reflexión, el análisis y la labor intelectual”.

(Por el contrario, su colega Jorge Carvallo Delfín, del PRI, declaró durante la ceremonia, luego de tomarse una foto con Maussan: “este concepto no es solamente un tema de creer o no creer, es un tema de realidad, y quienes tenemos la posibilidad o la capacidad para entender más allá de lo evidente o no evidente estamos claros de que existe la posibilidad de vida en otro planeta”. Sin comentarios.)

Aún así, yo me temo que lo ocurrido, además de vergonzoso, sea una muestra de que probablemente nuestros gobernantes ya no tienen remedio. ¡Y nadie hace nada!

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miércoles, 9 de marzo de 2016

Cuando la ciencia mete la pata


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de marzo de 2016

Mucha gente cree que la manera de hacer ciencia consiste en un investigador de bata blanca metido en un laboratorio haciendo experimentos para, finalmente, llegar a un “descubrimiento”. El famoso “método científico” garantiza que lo que se descubre sea científicamente válido, y por tanto prácticamente irrefutable.

Por eso, cuando surgen casos como el del artículo publicado el pasado 5 de enero en la revista PLOS ONE, titulado “Características biomecánicas de la coordinación de la mano al sujetar objetos en la vida diaria”, donde se afirma que dichas características corresponden “al diseño correcto por el Creador para realizar una multitud de tareas diarias de manera confortable”, y que “la coordinación manual indica el misterio de la invención del Creador”, el escándalo puede ser mayúsculo.

El 2 de marzo, el biólogo molecular británico James McInnerney dio la voz de alarma en Twitter, y de ahí el tema pasó al popular sitio Retraction Watch, que se especializa en dar seguimiento a publicaciones científicas erróneas. Siguió una verdadera tormenta en las redes sociales, con las etiquetas #creatorgate y #handofGod (mano de Dios). ¿Cómo pudo una tontería así haber sido publicada en una revista científica importante y prestigiosa?

La respuesta revela que la ciencia no es tan sencilla como la pintan.

En primer lugar, hay que recordar que el proceso de hacer ciencia no termina en el laboratorio: los datos, resultados y conclusiones que los investigadores obtienen tienen que ser discutidos por sus colegas, también expertos en el campo de que se trate. Para ello, se presentan en conferencias, seminarios y congresos, y posteriormente se envían como artículos formales a revistas científicas arbitradas, que los mandan a otros expertos que actúan como evaluadores y que revisan a fondo los datos, argumentos y conclusiones. Sólo cuando éstos satisfacen altos estándares se autoriza su publicación.

Este proceso, llamado “revisión por pares” (peer review) que forma la base del control de calidad en ciencia, no es perfecto. Hay revistas comerciales y caras, que cobran a los suscriptores, y que tienden a aceptar los artículos más “vistosos” (los que serán más leídos y recibirán mayor cantidad de citas por otros investigadores, lo que fortalece el prestigio –y las ganancias– de la revista), y no necesariamente los mejores. Otras revistas, llamadas “de acceso libre” (open access) son gratuitas para los lectores, pero cobran a los autores por publicar, lo que puede perjudicar su control de calidad en la búsqueda por publicar muchos artículos.

PLOS ONE es quizá la revista de acceso libre más importante del mundo; por eso es especialmente preocupante que sus editores y evaluadores hayan dejado pasar un artículo que hace referencia a una deidad como causa de un proceso de evolución, algo totalmente contrario al pensamiento evolutivo y al obligado criterio naturalista que exige la ciencia, y excluye considerar causas sobrenaturales para los fenómenos estudiados. No tiene caso hacer ciencia si se acepta que pueden existir milagros o creadores todopoderosos.

Hay que tomar en cuenta que los autores del artículo, liderados por Xiao-Lin Huang, de la Universidad Huazhong de Ciencia y Tecnología, en China, afirman no tener un buen dominio del inglés (lo que efectivamente se nota en la redacción de su artículo) y argumentan que confundieron la palabra “creador” con el equivalente chino a “naturaleza”. Ellos afirman que su investigación (que analiza la relación entra la complicada estructura de huesos, tendones y músculos de la mano con su notable versatilidad y precisión funcional, con miras a replicarla en manos robóticas) no tiene ninguna relación con el creacionismo, y piden que su artículo no sea “discriminado” debido a un error de traducción.

Puede ser. En todo caso, la responsabilidad por la publicación del artículo que contiene frases tan desafortunadas recae sobre PLOS ONE y su equipo editorial y de evaluadores, que tendrán que reforzar el control de calidad de su revista. Lo cual no es malo: en cualquier revista, comercial o de acceso abierto, se cuelan de vez en cuando artículos cuya calidad deja que desear. Mejorar los estándares de evaluación será benéfico para todos.

Pero el caso también nos muestra que la ciencia cuenta con mecanismos de autocorrección bastante confiables. El artículo de Huang tardó dos meses en ser detectado, pero el pasado 4 de marzo PLOS ONE, después de un análisis cuidadoso, decidió retirarlo (que es lo que usualmente se hace con artículos ya publicados en los que se detectan problemas de calidad).

En resumen, ¿qué se hace en ciencia cuando alguien comete un error? Cuando éste se detecta, se reconoce públicamente y se corrige. Ojalá otras actividades humanas fueran tan eficientes para remediar sus metidas de pata.

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miércoles, 2 de marzo de 2016

Desinformación y credulidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de marzo de 2016

Cualquiera que tenga un mínimo conocimiento sobre cómo trabaja la medicina moderna sabe que, a pesar de su popularidad, la homeopatía no sirve: pese a los innumerables informes anecdóticos sobre su utilidad (“dirán misa, pero a mí me funcionó”) todos los ensayos clínicos controlados que se han hecho para evaluar su utilidad terapéutica revelan que no es más efectiva que un placebo (es decir, es totalmente inútil). Un reciente reporte, difundido la semana pasada por el Consejo Nacional de Investigación Médica y en Salud australiano, muestra que, de 68 padecimientos que la homeopatía afirma curar, sólo es eficaz en… ninguno.

Y cualquiera que entienda química elemental sabe que, además, la homeopatía no puede funcionar, pues se basa en dos premisas que contradicen por completo todo lo que sabemos respecto a farmacología: una sustancia que cause un síntoma no tiene por qué, administrada en dilución, curar tal síntoma. Y el efecto de una sustancia no aumenta, sino que disminuye, al diluirla (de hecho, las diluciones homeopáticas llegan a ser tales que no queda ninguna molécula de la sustancia original en la dilución).

Sin embargo no sólo la homeopatía, sino todas las llamadas “medicinas alternativas” –acupuntura, reiki, aromaterapia, cristaloterapia, magnetoterapia, orinoterapia, iridología, reflexiología, medicina ayurvédica y “cuántica”, y una larguísima lista– tienen cada vez más seguidores. Y dichos seguidores no sólo aseguran, contra toda la evidencia científica, que las terapias alternativas de su elección son eficaces, sino que además están convencidos que la medicina “estándar” o formal –la científica, o basada en evidencia, producto de la aplicación del método científico– es “dañina”: que empeora las enfermedades o que incluso las causa (un ejemplo especialmente alarmante es la actual corriente que afirma que las vacunas producen autismo u otras enfermedades, y que ha provocado el surgimiento en varios países de brotes epidémicos de enfermedades que ya estaban controladas).

¿Por qué se esparcen tanto ideas falsas y dañinas como éstas entre tanta gente? ¿Por qué son tan exitosas que se vuelven virales? En una entrevista publicada el 14 de enero en la página del Foro Económico Mundial, el especialista en redes sociales Walter Quattrociocchi, del Centro de Altos Estudios IMT Lucca, en Italia, explica que en parte el fenómeno se debe a la existencia misma de las redes, que potencian nuestras capacidad de diseminar información. Pero también debido a dos características del intelecto humano. Una, el sesgo de confirmación (que nos hace prestar atención a la información a la que estamos predispuestos, ignorando la que contradice nuestras expectativas: cuando compramos un auto rojo, vemos autos rojos por todos lados, pero no nos fijamos en los de otros colores). Y dos, nuestra tendencia a buscar lo que los expertos llaman “cierre cognitivo”: queremos que las historias tengan un final, una conclusión clara. Cuando la respuesta a un problema es “no se sabe” o “depende”, quedamos insatisfechos. Nuestro cerebro evolucionó para entender, necesita entender, y no soporta quedarse con la duda. Lo malo es que las ciencia no siempre ofrece eso, y eso facilita que las explicaciones que ofrecen los promotores de las seudomedicinas “alternativas”, que suelen ser claras y fáciles de entender, y suenan lógicas –aunque sean científicamente inexactas o de plano falsas– sean aceptadas y se difundan.

Además, explica Quattrociocchi, las redes sociales refuerzan nuestra tendencia a adoptar las creencias de nuestros amigos, y han fomentado la aparición de “cámaras de eco”: grupos donde todo mundo está de acuerdo y sólo se comparte información que refuerza lo que todo mundo ya creía de antemano, rechazando todo lo que lo contradiga. De ahí la proliferación de grupos de Facebook que promueven teorías de conspiración, por ejemplo.

Los estudios de Quattrociocchi y otros expertos muestran también que estas creencias frecuentemente van en contra de lo establecido, y se benefician del extendido rechazo a la autoridad que hay en las sociedades actuales y de la gran efectividad de propagación viral que tiene el uso del humor sarcástico –como los memes de internet– para ridiculizar las ideas con las que uno está en desacuerdo.

Lo peor es que, como Quattrociocchi y otros estudiosos han mostrado, simplemente propagar información correcta y refutar las creencias falsas de estos grupos no sólo no funciona, sino que tiende a hacer que se refuercen. Aun así, no queda más que seguir combatiendo la desinformación y educando para promover el pensamiento crítico. Google y Facebook están ya buscando maneras de mejorar y verificar la confiabilidad de la información que ahí se publica.

En cuanto a la creencia en medicinas alternativas inútiles: si realmente fueran efectivas, ¿no hubieran sido ya adoptadas y aprovechadas por empresas farmacéuticas, asociaciones médicas y sistemas nacionales de salud? Como dice la famosa frase del comediante y músico australiano Tim Minchin: “la medicina alternativa que demuestra ser efectiva se conoce como… medicina”.


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