martes, 29 de julio de 2003

Creencias

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 29 de julio de 2003

Al escribir de ciencia, es inevitable enfrentarse tarde o temprano a una realidad deprimente: siempre llevamos las de perder en la batalla por el espacio en los medios de comunicación. En todos lados hay muchos más mensajes relacionados con horóscopos, ovnis, medicinas alternativas y artes adivinatorias que espacios dedicados a conocimientos más o menos sólidos y confiables, como la ciencia, por ejemplo.

No quiero decir con esto que la gente no crea en la ciencia. Decir que algo está “científicamente comprobado” sigue siendo la mejor manera de dar credibilidad a cualquier cantidad de cosas extrañas (que una crema puede rejuvenecer el cutis, que una medalla logrará atraer el amor...). Incluso la iglesia católica ha utilizado el argumento de la comprobación científica para apoyar la credibilidad de “milagros” como la aparición de la virgen de Guadalupe o la sábana santa (lo cual hace que uno se pregunte si estarán hablando de fe, que por definición no requiere de pruebas, o si es precisamente la ausencia de fe la que los hace buscar la verificabilidad científica).

Pero con la ciencia sucede una paradoja: aunque su credibilidad respecto a cosas en las que uno no es experto es muy grande, al mismo tiempo el público está siempre dispuesto a cuestionar su validez cuando se trata de cosas relacionadas con creencias y supersticiones. “¡Qué van esos científicos a venir a decirme a mí que la (inserte aquí la creencia de su preferencia: homeopatía, tarot, astrología, quiromancia...) es un engaño, si yo la he utilizado durante años y sé que funciona!”

Precisamente este tema fue abordado en las páginas de Milenio Diario el pasado martes 22 de julio, en un reportaje en el que se examinaba la charlatanería de los supuestos “adivinadores” que resuelven por teléfono la vida de quienes los consultan. Se trata de un negocio redondo: la gente siempre tiene problemas, y está dispuesta a pagar con tal de que alguien le diga cómo solucionarlos. Una de las temáticas más gustadas es la de la infidelidad: existen cantidad de clarividentes dispuestos a darle a la persona angustiada todos los detalles de con quién la está engañando el ser amado –¡incluso hasta el color del cabello!–, todo con sólo hacer la llamada telefónica que, por supuesto, se cobra jugosamente.

Es un alivio que al menos un medio cuestione este tipo de engaños. Pero, para demostrar que donde menos se espera salta la liebre, para criticar la falta de ética de estos adivinadores telefónicos, en el reportaje de Milenio se citan las opiniones de una “experta”: Auraki, “reconocida tarotista argentina establecida en México”, a quien se presenta como parte de “un grupo selecto de adivinadores serios y comprometidos”, y que llega a afirmar cosas como que “hay ocasiones en que la energía de la misma persona puede manipular una contestación”, además de que emplea terapias complementarias como el reiki, que trabaja con “energía inteligente universal”.

¿En qué quedamos entonces? ¿Se cuestiona la validez de las charlatanerías, o se les da credibilidad? Desde un punto de vista científico, tan charlatanes son los clarividentes telefónicos como las tarotistas argentinas reconocidas (sobre todo si hablan de energía inteligente universal). Ni el tarot, ni ninguna otra arte adivinatoria ha podido demostrar nunca de forma confiable que pueda predecir el futuro.

¿Por qué, entonces, abundan tantos casos de personas que confían en adivinos? Una razón tiene que ver simplemente con la estadística: basta con hacer un número suficientemente grande de predicciones para que, necesariamente, algunas se cumplan. Sobre todo si son lo suficientemente vagas.

Pero no es sólo eso: los adivinadores son también expertos en lo que en inglés se conoce como cold reading: la habilidad de observar cuidadosamente el aspecto y las actitudes, movimientos, vacilaciones, tics y demás indicadores de la personalidad y de lo que la víctima está pensando en ese momento (incluso las inflexiones de la voz). Guiados de este modo, los adivinos van adaptando cuidadosamente sus palabras sobre la marcha para que coincidan con lo que la persona espera escuchar. El resultado, naturalmente, suele ser sorprendente: “¡no sé cómo lo supo, si yo no le dije nada!”

Quizá la verdadera razón del éxito de charlatanerías y supersticiones esté en que permiten hallar soluciones (así sean imaginarias) a los diarios dilemas de la vida; esperanza y seguridad en un mundo cada vez más confuso y violento. Y es que, si hay algo para lo que la ciencia no sirve, es para darle sentido a nuestras vidas. Uno no puede preguntarle a la ciencia qué nos depara el futuro ni qué hacer en una crisis personal. Sólo sirve para decirnos cómo es la naturaleza. Lo que hagamos después con ese conocimiento, y el sentido que busquemos para nuestras acciones y vivencias, sale de su ámbito de acción.

¿Logrará el pensamiento racional ganar los espacios en los medios que actualmente tienen las charlatanerías? Por desgracia no parece probable; al menos no mientras la cultura del público siga estando al nivel de la “línea psíquica” de Walter Mercado.

martes, 22 de julio de 2003

El novelista antidarwinista

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 22 de julio de 2003

El premio Rómulo Gallegos es uno de los más prestigiados en la legua española. Está dotado con cien mil dólares y lo han recibido, entre otros, novelistas como García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes y uno de mis favoritos, Javier Marías. Este año lo ganó el colombiano residente en México Fernando Vallejo, por su novela El desbarrancadero.

Quizá usted conozca a Vallejo por La virgen de los sicarios, conmovedora y poderosa novela que muestra la violencia en Medellín a través del amor entre un maduro escritor homosexual y un joven sicario de 16 años. Fue llevada al cine recientemente, considero que con buenos resultados.

Pues bien: resulta que Vallejo, además de ser un excelente novelista, guionista, pianista (dicen quienes lo conocen) y un maestro en el arte de la provocación, es también biólogo. Y tiene sus muy particulares ideas acerca de esta ciencia, en especial sobre la teoría de la evolución por selección natural, formulada por Charles Darwin en su famoso libro El origen de las especies. Por ello, Vallejo escribió un libro de ensayos donde “refuta” a Darwin: La tautología darwinista (Taurus, 2002).

¿Qué opina Vallejo de Darwin y sus ideas? Quizá sea mejor que hable el autor mismo, en una entrevista concedida a Juan Villoro y publicada en 2002:

Darwin era un impostor. Y El origen de las especies, un libro estúpido, feo y mal escrito. Lo publicó ese impostor en 1859, 12 años antes de que Oscar Hertwig descubriera la fecundación del óvulo por el espermatozoide. ¿Cómo uno que no sabe que proviene de un óvulo fecundado por un espermatozoide se puede meter a explicar dizque “el origen de las especies”? El mecanismo que él propuso, el de la selección natural, es una tautología, una perogrullada, la vuelta del bobo, una explicación que no explica nada. Como la de Dios, que explica todo, ¿pero a Él quién lo entiende? Por supuesto que la evolución es una realidad, para mí tan clara como un día despejado con sol. Pero ésa no la descubrió él, la descubrieron otros.

La acusación es fuerte, como se ve. ¿Tendrá sustento? Después de todo, la teoría darwiniana ha sobrevivido durante casi 150 años con gran éxito explicativo (aunque con varias adiciones y refinamientos), y se ha convertido en la espina dorsal de toda la biología. “Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”, reza una famosa frase, y cuando se dice “evolución” -al menos cuando lo dice un biólogo- se dice “selección natural”. Excepto si ese biólogo es Vallejo, claro.

Sin embargo, La tautología darwinista no es un libro charlatanesco escrito por un loco. Los ensayos son inteligentes y bien informados. Es sólo que el autor no acepta –no quiere aceptar– una explicación que no le parece convincente.

Y es que la idea central de Darwin, la selección natural, es tan simple que uno podría pensar que no la ha entendido bien. Explica la evolución de los seres vivos mediante dos mecanismos. Uno es el surgimiento de variaciones al azar en la descendencia –las famosas mutaciones. Otro, la selección de las variantes que estén mejor adaptadas al ambiente. Y aquí es la parte donde mucha gente se hace bolas, porque no es que haya alguien que seleccione a las especies o variantes mejor adaptadas. El que un individuo presente cierta característica puede hacer que sobreviva mejor que los otros. Que deje más descendencia y que su descendencia sobreviva también mejor que los demás. O sea, que esté mejor adaptada. Con el tiempo, los organismos mejor adaptados predominan, y los menos adaptados se extinguen. Eso es, en forma muy simplificada, la evolución.

Dicho de otro modo, decimos que los individuos (y las especies) sobreviven porque están mejor adaptados, y definimos que los “mejor adaptados” son precisamente los que han sobrevivido. He aquí la aparente tautología a que se refiere Vallejo.

Pero el punto es que la selección natural funciona. Y no sólo en biología: hoy se emplean algoritmos darwinianos para actividades tan distintas como la fabricación de fármacos y la creación (la “evolución”) de programas de computadora. Actualmente ningún biólogo serio cuestiona el darwinismo con la fiereza que lo hace Vallejo. Se trata, quizá, del último de su estirpe.

Congratulémonos, entonces, del libro –y el premio– de Vallejo. Es un texto inteligente, bien informado y que provoca a la reflexión. Y simpático, además, aunque el autor se empeñe en ser el malo de la película. Quizás son las mismas razones que hay para leer sus novelas. Lástima que, en este caso, su lucha contra Darwin esté perdida de antemano.

Ah, por cierto, a pesar de haber anunciado su retiro como novelista con La rambla paralela, Vallejo amenaza con publicar un libro de ensayos sobre física, donde sostiene que “la gravedad y la luz no son comprensibles, y los que nos están dando a entender con ecuaciones matemáticas que las entendieron, como Newton, Einstein y los físicos de la física cuántica, son unos impostores”. Seguramente, al igual que La tautología darwinista, será un libro polémico y muy interesante. Lo estaremos esperando.

martes, 15 de julio de 2003

¡Implantes extraterrestres!

Martín Bonfil Olivera

Milenio Diario, 15 de julio de 2003

El viernes 4 de julio, en un periódico de la capital, leí una noticia que me dejó perplejo. El famoso Jaime Maussán, que aparece en radio, televisión, revistas y conferencias hablando del “fenómeno ovni” y mostrando imágenes de supuestos platillos voladores, declaraba categórico que no tiene implantado un chip extraterrestre.

La afirmación, estará usted de acuerdo, sale un poco de lo común. No sólo por suponer que alguien pudiera tener implantado en su cuerpo un artefacto de origen extraterrestre. Sino porque, en todo caso, y conociendo su discutible trayectoria, uno hubiera esperado que Maussán afirmara exactamente lo contrario: que el artefacto existe y tiene origen extraterrestre.

Curiosamente, la noticia parece justo cuando Maussán acaba de lanzar su nueva página web, www.losovnis.tv, donde, según anuncia, ofrece “no sólo información sobre los ovnis, sino también sobre naturaleza, ciencia y salud”.

La página Maussán tiene varias secciones, que resultan de lo más interesante. En una de ellas, por ejemplo, se anuncian “documentos secretos”, que no son otros que los “documentos Majestic” (deben ser famosísimos, pero yo en mi vida los había oído nombrar). Sólo que, y esto es muy chistoso, en vez de presentar los dichos documentos o al menos dar una idea de su contenido, la página sólo muestra una foto de la primera página. Y ya.

Otra sección habla de los círculos que han aparecido en los campos de trigo (¿recuerda usted la película Señales?). Los ovniólogos afirman que son hechos por extraterrestres, pero está ampliamente probado que son producto de humanos muy bromistas, y que son relativamente fáciles de hacer.

Hay otras secciones, pero apuesto que la favorita de Maussán es la tienda. Claro, no podía faltar la oportunidad de vender los productos de años de trabajo de este comunicador, quien ha venido juntando un público siempre dispuesto a maravillarse con los secretos de nuestros amigos extraterrestres. Videos, DVDs, libros, membresías a la página (?), todo se puede adquirir en forma cómoda y segura por internet, mediante una tarjeta de crédito. Pero no vaya usted a penar que se trata de un negocio. Se trata sólo de un “servicio” más que este “audaz investigador”, como se modestamente se describe a sí mismo en su semblanza (casi me dan ganas de llamarlo héroe) ofrece al público mexicano, para mantenerlo alerta sobre este importante fenómeno.

La pregunta que uno se hace es, ¿de veras habrá gente que crea en estas cosas?. La respuesta, por desgracia, es positiva. La credulidad del público cuando se trata de fenómenos paranormales, seres extraterrestres y demás, es ilimitada, y gracias a ella personas como Maussán hacen negocio. (Otra pregunta interesante, aunque incómoda, sería “¿realmente cree Maussán en todo ello?”.)

Las pruebas en que se sustenta la creencia en platillos voladores son prácticamente inexistentes. Ninguna de ellas, ni fotos, ni fragmentos de naves, ni testimonios de personas “abducidas”, han resistido el más elemental análisis por expertos. ¿por qué entonces cree la gente en ello? Quizá por la necesidad de creer en que hay algo maravilloso en este mundo tan lleno de malas noticias.

Y sin embargo, visto desde un punto de vista científico, todas las “maravillas” que el “fenómeno ovni” ofrece a sus fans palidecen ante el verdadero conocimiento científico. A diferencia de lo que ofrecen los ovniólogos, la ciencia nos ofrece una visión del mundo que puede entenderse (no sólo creerse). Visión que, además, evoluciona, es decir, aprende de sus errores y los va corrigiendo, en un afán de acercarse lo más posible a la realidad. No es, como ha dicho Maussán, que los científicos sean “muy cerrados”, sino que no quieren dejarse engañar por lo que quieren creer, y se fuerzan a aceptar sólo los hechos que están respaldados por evidencia.

En realidad se trata de la lucha entre dos visiones opuestas del mundo. Una, la seudociencia, busca reconfortar, asombrar y presentar historias muy interesantes, siempre y cuando vendan bien y sean fáciles de entender. La verdadera ciencia, en cambio, cuesta un poco más de trabajo de entender y a veces nos decepciona, como cuando nos dice que lo que habíamos creído hasta ese momento resulta no ser cierto, o cuando nos confiesa no tener respuesta para nuestras preguntas. Pero pregúntese usted, querido lector o lectora, ¿cuál se parece más a la vida real y cuál a un bonito cuento de hadas? (Claro que no tiene nada de malo disfrutar los cuentos de hadas, pero de ahí a creer que se vive en uno, y todavía más, a cobrar por ello, hay un gran trecho).

Para terminar, quisiera aclarar que a mí nunca se me ocurriría pensar que el señor Maussán estuviera aprovechando este minúsculo escándalo para hacerle propaganda a su nueva página web. Aunque, gracias a ello, logró ver publicada su dirección en el periódico que leí (y también en éste, ahora que lo pienso...). Aunque los políticos utilizan estrategias de este tipo para conseguir publicidad gratis, estoy seguro de que el Señor de los Platillos Voladores sería incapaz de lanzar un rumor por internet sólo para tener la oportunidad de desmentirlo y aparecer así en la prensa, a tiempo de presentar su nuevo proyecto. No, yo nunca pensaría tal cosa.

miércoles, 9 de julio de 2003

¿Adiós a la clonación humana?

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 9 de julio de 2003

Lo que prometía ser uno de los debates más acalorados del principio de siglo, la posibilidad de clonar seres humanos, acaba de recibir un cubetazo de agua fría: mami naturaleza dice que siempre no, que la cosa no será posible por el momento.

Desde la creación de la oveja Dolly, la posibilidad de clonar seres humanos se había discutido ampliamente. Se erguían amenazadoras las profecías apocalípticas de Aldous Huxley, en su famosa novela Un mundo feliz. Y no faltaba razón para estar preocupado: las implicaciones éticas de la clonación de humanos no son triviales, especialmente si se combina con la manipulación genética de los embriones clonados.

No es que se trate, como muchos despistados creen, de “duplicar” seres humanos: un clon es una réplica a nivel genético, pero la personalidad (entre otras características como los lunares, por ejemplo) no dependen directamente de los genes: son moduladas por el entorno y el desarrollo individual. En otras palabras, no se podría esperar que un clon humano fuera más parecido a su “original” que un hermano gemelo a otro: las fantasías de clonar a Hitler o a Einstein no tienen mayor fundamento.

Pero sí hay consideraciones éticas importantes. Alguien podría clonar un humano para obtener órganos para transplantes (como serían genéticamente idénticos, no generarían rechazo). Después de todo, ya ha habido (en Estados Unidos, ¿dónde más?) padres que conciben un hijo para contar con un donador y así salvar la vida de otro, que requería un transplante.

Otro problema es el bienestar y desarrollo psicológico del clon, que desde luego tendría todos los derechos de cualquier ser humano, pero sin embargo estaría sometido a fuertes presiones sociales. Antes que nada por ser un clon, pero además por la expectativa de que se pareciera a su progenitor. ¿Podría un niño desarrollarse en forma normal en estas condiciones?

La cuestión parecía muy alarmante a fines del año pasado, cuando la secta raeliana anunció que había producido al clon humano, una bebita supuestamente llamada Eva. Al final, todo quedó en palabrería, pues la secta nunca presentó pruebas.

Afortunadamente, parece que la discusión de estas graves cuestiones podrá posponerse: el 11 de abril se publicó en la prestigiosa revista Science un artículo que echa por tierra, al menos temporalmente, la posibilidad de clonar humanos.

Recordemos cómo se lleva a cabo la clonación. Para clonar a Dolly se tomó el núcleo de una célula de la oveja original. A continuación se eliminó el núcleo de un óvulo fecundado de otra oveja, para “desprogramarlo”, y se le insertó el núcleo de la oveja a clonar. El óvulo siguió el programa genético contenido en el nuevo núcleo y comenzó a dividirse hasta dar origen a un embrión que maduró en convertirse en Dolly.

Resulta que al tratar de clonar primates (grupo al que pertenecen ciertos monos y el hombre) se habían encontrado muchas dificultades. Sólo un intento entre cientos ha resultado exitoso, y la razón la encontró un grupo de investigadores coordinado por Gerald Schatten, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Pittsburgh.

Estudiando monos rhesus, Shatten halló que los óvulos a los que se les había transferido el núcleo comenzaban a dividirse, pero las células que se producían tenían números anormales de cromosomas (las madejas de ADN y proteínas que almacenan los genes dentro del núcleo). ¿A qué se debe esto?

Quizá recuerde usted de sus clases de biología aquella especie de danza que llevan a cabo los cromosomas cuando una célula se divide: la mitosis. Primero se duplican y luego se acomodan, formado parejas, en el ecuador del núcleo. Finalmente, se separan, desplazándose hacia los polos de la célula, de modo que cada nueva célula tiene un juego completo de cromosomas idéntico al de la célula original.

Antes se describía la mitosis como un proceso casi mágico, pero hoy se conocen las proteínas que arrastran a los cromosomas, acomodándolos como es debido. Algunas forman una especie de “rieles” (el llamado “huso mitótico”) y otras son pequeños motores moleculares que, como locomotoras, arrastran a los cromosomas a lo largo de esos rieles.

El hallazgo de Schatten es que, a diferencia de lo que sucede en otras especies animales que han sido clonadas (ovejas, vacas, ratones...), en los monos rhesus –y probablemente también en humanos- algunas de las proteínas que forman los rieles y las locomotoras están muy unidas al núcleo. Al eliminarlo, antes de introducir el nuevo núcleo, se eliminan también estas proteínas, y eso hace que al dividirse la célula, sus descendientes tengan cromosomas de más o de menos, lo cual a su vez ocasiona que el feto sea abortado.

Inicialmente, los opositores de la clonación estaban felices, pero ya se dieron cuenta de que el descubrimiento, al identificar la causa del fracaso, constituye también el primer paso para superarlo. Quizá pronto se logre clonar un humano, pero por el momento tenemos un respiro para discutir ampliamente qué haremos cuando sea posible clonar humanos.


miércoles, 2 de julio de 2003

Hulk y la ciencia

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 2 de julio de 2003

Si usted, como yo, gusta de ir al cine, y se atreve a ver estrenos comerciales, quizá haya ya visto el último producto hollywoodense: la película del monstruo verde llamado “The Hulk” (algo así como el gigantón).

El filme pretende ser de ciencia ficción, aunque de ese tipo especial de ciencia ficción que es más fantasía desbocada que otra cosa. En particular, se trata de uno más de esos que últimamente se han puesto de moda, y que se derivan de los cómics. Luego de Supermán y Batman, de la famosa DC Comics, llegan los personajes de la compañía rival, la Marvel, de Stan Lee. El Hombre Araña fue el primero, seguido de cerca por Daredevil. Quizá pronto, gracias a la computación, podamos ver una versión de los 4 Fantásticos.

Hulk es un héroe poco atractivo: aunque tiene fuerza sobrehumana, es tonto y destruye todo a su alrededor. Con esos elementos no podía esperarse una gran trama. Y sin embargo, la mole verde tuvo en los ochenta su propio programa de TV, que este autor confiesa haber visto con cierta frecuencia (era malísimo). En la película, el director Ang Lee logra convertir la poco prometedora fórmula en un filme más que decente... si uno no olvida que se trata de cine comercial y hace caso omiso de lo poco real que se ve el monstruo de computadora (que ha sido descrito como “Schrek con esteroides”).

A diferencia de la ciencia ficción de a deveras, en Hulk nos encontramos numerosas incongruencias que son, vistas desde la ciencia, imposibles de justificar, y como tales rompen con la verosimilitud de la película. El monstruo es capaz de brincar cientos de metros de un solo salto, correr a cientos de kilómetros por hora o aventar un tanque como si fuera un costal, por no mencionar que, dependiendo de qué tan enojado esté, crece hasta casi tamaño King Kong. Esto rompe leyes tan elementales como las de Newton (al saltar de esa manera, la aceleración haría que su cuerpo quedara destrozado en el camino, por ejemplo). Y su crecimiento rompe con la ley de conservación de la materia. Pero en fin, no se trata de ponerse quisquilloso, que es la mejor manera de echar a perder una película.

Hulk apareció en 1962, cuando todos los héroes de cómic debían sus poderes a algún tipo de radiación (eran tiempos post-Hiroshima). El Hombre Araña fue picado por una araña radiactiva; Daredevil se golpeó con material radiactivo; los 4 Fantásticos recibieron un baño de rayos cósmicos, y Hulk absorbió una fuerte dosis de rayos gamma en un experimento fallido (lo cual también es absurdo: la radiación lo habría matado rápidamente).

Como se sabe, las radiaciones producen mutaciones (es decir, alteran la estructura de las moléculas de ADN, que contienen la información genética de nuestras células). En los cómics, la suposición era que las radiaciones tendrían efectos impredecibles, pero siempre asombrosos, en la víctima.

Pero hoy la física ha sido suplantada por la biología como la ciencia de más rápido avance (y por tanto más amenazadora). Estamos en la era de la genética, y esta evolución tenía necesariamente que reflejarse en las películas. Así, el Hombre Araña del cine fue picado por una araña transgénica, y Hulk, antes de recibir los rayos gamma que desataron sus poderes, había sido también modificado genéticamente por su padre.

Pero todavía hay más: dentro de las “amenazas científicas” que hacen las delicias de quienes temen a la ciencia (casi siempre porque no la entienden), la última moda es la nanotecnología, que aspira a producir máquinas de tamaño molecular. Los guionistas de la película hicieron su tarea, y lograron introducir, además de radiaciones y genes, un tercer elemento para explicar los increíbles poderes de Hulk: los llamados “nanomeds”, que no son otra cosa que máquinas submicroscópicas como las que sueñan los nanotecnólogos de la actualidad, con capacidad para reparar los daños que sufra el cuerpo humano. Se genera así un verdadero coctel fantasioso de tecnologías amenazantes.

Éste no es el único aspecto “anticientífico” de la película. A diferencia de muchos relatos de ciencia ficción comercial, el cómic original de Hulk no era un simple refrito del mito de Frankenstein (el científico ambicioso, en su afán de ser dios, desata fuerzas más allá de su control, que finalmente se vuelven en su contra). Después de todo, Bruce Banner (Hulk) es un científico, y está en perpetua búsqueda de un remedio a su monstruosa condición. La ciencia causó su problema, pero es también la única fuente de una posible solución. Banner no abandona su fe en la ciencia, a pesar de todo.

Desgraciadamente, los guionistas sintieron la necesidad de introducir el estereotipo en la figura del padre de Banner: el típico científico ambicioso que recibe su justo castigo (¡incluso hay una escena en donde habla de “ser como dios”!). Es una lástima, pues con ello la cinta vuelve al repetido mito frankensteiniano.

¿Habrá manera de hacer una película de este tipo en que la ciencia no sea un fuerza del mal, sino algo más cercano a lo real (es decir, una de las mayores fuentes de avances útiles al ser humano)? Al menos, valdría explorar la posibilidad. Mientras tanto, como nos dicen al entrar al cine, disfrute la película.

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domingo, 22 de junio de 2003

Termina la temporada de SRAS

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 22 de junio de 2003

Ante la reciente epidemia del Síndrome Respiratorio Agudo Severo (SARS), los mexicanos no sentimos la necesidad de correr a comprar cubrebocas, y tuvimos razón, pues afortunadamente la infección no llegó a nuestro país. Pero para los compatriotas que tenían que viajar a países en los que el SARS estaba presente y había llamados precautorios de la Organización Mundial de la Salud para evitar todo viaje que no fuera estrictamente necesario, como Canadá, Taiwán y, desde luego, China (la cuna del nuevo mal), la decisión sí tenía cierta importancia.

Hoy, después de varios meses de alerta mundial, parece que la epidemia de “neumonía atípica” se acerca a su fin. Al menos eso indican las agencias noticiosas, así como las gráficas de la Organización Mundial de la Salud, que muestran un aumento vertiginoso en el número de casos en enero, para llegar al máximo a fines de marzo, con un nuevo aumento a mediados de abril. A partir de ese momento, los nuevos casos han ido disminuyendo rápidamente. Si en efecto, se trata del final de la epidemia, el saldo habrá sido aproximadamente 800 muertos y alrededor de 8 mil 500 infectados en todo el mundo. Nada descarta, claro, que resurja inesperadamente.

La epidemia deja varias cosas en qué pensar. Una es la inquietante posibilidad de que sigan apareciendo nuevas enfermedades a partir del contacto entre animales y humanos. Otra es la dinámica que siguen estas infecciones –su epidemiología–, que determina qué tan difícil resultará controlarlas.

Parece que el SARS surgió del paso de un virus animal, probablemente del gato de algalia o “civet cat”, considerado un manjar en China, a la especie humana. El problema es que los virus se caracterizan por su casi increíble flexibilidad y promiscuidad genética.

Un virus no es más que un trozo de ácido nucleico, una cadena de genes, rodeado de una capa protectora de proteínas, más algunas enzimas que lo ayudan a reproducirse una vez que entra en una célula. Una vez dentro, los virus pueden, además de copiarse a sí mismos, mezclarse con los genes de la célula que infectan o con los de otros virus que también hayan infectado a la misma célula, con lo que aquello se convierte en una especie de pequeña orgía a nivel molecular (o, si lo prefiere usted, en un laboratorio de ingeniería genética en miniatura).

Esto es lo que permite que, cuando entramos en contacto con virus animales –por ejemplo, al comer animales exóticos–, estemos facilitando la formación de nuevas combinaciones de genes que, de vez en cuando, dan origen a un nuevo virus capaz de causar una epidemia. El virus Ébola, surgido en África a partir del consumo de monos verdes, y que causó un alarmante brote de fiebre hemorrágica en 1995, es un ejemplo. El del sida es otro. La facilidad con que actualmente se puede viajar, en sólo unas horas, de un extremo a otro del mundo, junto con el aumento en la población humana, que invade áreas antes poco exploradas, facilitan estas novedosas (y peligrosas) mezclas.

Y sin embargo, las epidemias causadas por los virus del SARS, Ébola, y sida son muy diferentes. ¿Por qué? Los tres son (o pueden ser) mortales; los tres tienen genes hechos de ARN (ácido ribonucleico, primo del ADN de nuestros genes). Pero la respuesta está en la facilidad con que infectan a sus víctimas y qué tan rápidamente las matan.

El Ébola es sumamente infeccioso (basta con el contacto corporal), y mata al 90 por ciento de los infectados. El sida, en cambio, requiere que haya intercambio de fluidos corporales y lesiones que permitan su entrada al cuerpo, circunstancias que sólo se dan en condiciones muy particulares, como sucede durante el contacto sexual sin protección. Actualmente la cantidad de personas infectadas que mueren por VIH es muy bajo, y está bajando más gracias a los modernos tratamientos anti-retrovirales.

El SARS, por su parte, resulta medianamente infeccioso: al parecer, se requiere de contacto directo, aunque está en cuestión si también puede transmitirse por gotas de estornudo u objetos contaminados. Su mortalidad se encuentra alrededor del 15 por ciento, según los últimos reportes (inicialmente se pensaba que era de sólo el 4 por ciento).

El resultado de esto es que, mientras que las epidemias de Ébola son casi autolimitadas, pues la enfermedad se manifiesta casi de inmediato y mata rápidamente a casi la totalidad de sus víctimas (con lo que el virus rápidamente se queda sin portadores), el sida, a pesar de su tasa de infección relativamente baja, ha podido extenderse por todo el mundo durante décadas gracias a que sus síntomas tardan en manifestarse, por lo que los portadores pueden ir infectando a otras personas durante años.

En el caso del SARS, el aparente fin de la epidemia probablemente se deba a su alta infecciosidad y su mortalidad medianamente alta. Lo cual no quiere decir, claro, que podamos olvidarnos de él. Los brotes de Ébola que se presentan de vez en cuando son un recordatorio. La única estrategia que nos puede proteger de ésta y de otras nuevas enfermedades que surjan será un amplio sistema de detección y protección epidemiológica, como el que se implementó rápidamente, a nivel mundial, ante la amenaza del SARS. Menos mal que existen los epidemiólogos.

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

jueves, 8 de mayo de 2003

El príncipe Carlos y la anticiencia en México

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 8 de mayo de 2003

Hace unos días el príncipe Carlos de Inglaterra alertó sobre una nueva amenaza que se cierne sobre la humanidad. Se trata de la “plasta gris” (grey goo), que de acuerdo con el periódico inglés The Guardian, consiste en “la destrucción del ambiente, quizás del mundo, por robots más pequeños que los virus”, capaces de reproducirse y fuera de control. El príncipe solicitó a la prestigiosa Royal Society que discutiera los “enormes riesgos ambientales y sociales” de esta nueva tecnología.

El episodio, naturalmente, ha provocado una gran cantidad de burlas, y resultaría cómico si no fuera porque la amenaza de la “plasta gris” está siendo tomada en serio no sólo por sus inventores (ETC, o Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración), sino por un público desinformado y susceptible de ser manipulado.

Cuando me enteré de que ETC convocaba a una mesa redonda sobre los peligros de la tecnología, decidí asistir. Me imaginé que la experiencia sería novedosa, pero nada me había preparado para algo tan alucinante.

El título de la mesa, celebrada el 30 de abril en la Facultad de Economía de la UNAM, era bastante descriptivo: “La convergencia tecnológica (nanotecnología, biotecnología, informática...) ¿el futuro de la ciencia?”. Para dar una idea del tono del discurso, reproduzco una frase de uno de los boletines: “La unidad operativa de las ciencias de la información es el bit, la nanotecnología manipula los átomos, las ciencias cognitivas se ocupan de las neuronas y la biotecnología explota los genes. Las iniciales de bit, átomo, neurona y gen integran la palabra BANG. Fusionar estas tecnologías en una sola, dicen sus promotores, llevará a una revolución industrial gigantesca y a un ‘renacimiento’ de la sociedad que garantizarán la dominación de Estados Unidos tanto militar como económica en el siglo 21”.

El auditorio estaba lleno de chavos. Entre los ponentes se encontraba el canadiense Pat Mooney, director ejecutivo de ETC y autor del texto “La inmensidad de lo mínimo”, que causó la alarma del príncipe Carlos (y que puede consultarse en la página del grupo, www.etcgroup.org/article.asp?newsid=396).

Dicen que tememos lo que no entendemos. Lo que encontré en las ponencias fue una gran ignorancia. Una mezcla en partes iguales de ciencia ficción desbocada y fantasías totalitarias a la George Orwell, todo sazonado con una buena dosis de Frankenstein, el mito anticientífico por excelencia. La primera oradora fue Silvia Ribeiro, columnista de La Jornada (diario que, curiosamente, desde hace meses dejó de publicar su suplemento semanal de ciencia), quien ha entrado en polémicas con científicos serios por publicar noticias tendenciosas y poco fundamentadas sobre supuestos efectos nocivos de maíz transgénico en cerdos.

La información que se proporcionó, a pesar de estar presentada en un lenguaje tecnocientífico, estaba llena de errores conceptuales, algunos leves, como la afirmación de que "a escala nanométrica, los átomos de oro son rojos” (un átomo no puede tener color, pues su tamaño es menor que la longitud de onda de la luz visible) hasta confusiones graves como un concepto de nanotecnología (tecnología a la escala de millonésimas de milímetro) que es incompatible con la química, pues supone que se pueden manipular los átomos como si se tratara de ladrillos. Al respecto Phil Moriarty, químico de la Universidad de Nottingham, explica en The Guardian que “los átomos son muy, muy pegajosos. Forman enlaces. Así que esta idea de moverlos a voluntad y ponerlos donde queramos no es muy correcta. Así no funciona la naturaleza, ni la ciencia”.

De cualquier modo, uno se podría preguntar: ¿qué hay de malo en ello? Si lo entiendo bien, el objetivo de ETC es evitar el desarrollo incontrolado de la ciencia y la tecnología y su uso como formas de dominación. Una agenda muy loable. Pero no es válido hacerlo con ignorancia o, peor, con falacias.

La perspectiva adoptada por ETC parte de un prejuicio no explicitado: el de que la ciencia es, antes que nada, peligrosa. Los integrantes del grupo desconfían de la ciencia, pero al mismo tiempo le atribuyen poderes casi mágicos. Para desacreditarla presentan medias verdades. Confunden ciencia con tecnología. Mencionan sólo los posibles aspectos nocivos de las nuevas tecnologías y los exageran grandemente: toman algo que quizá podría suceder y lo anuncian como si fuera una amenaza real. Conviene recordar la moratoria que se aplicó en los años setenta a la tecnología de ADN recombinante: luego de pocos años, las restricciones fueron abandonadas por innecesarias, y a la fecha no ha habido en el mundo una sola muerte o enfermedad humana producidas por la ingeniería genética.

De hecho, uno podría sospechar que hay motivos más oscuros detrás del movimiento. Porque el resultado de esta campaña contra la ciencia es que, mientras los países del tercer mundo siguen debatiendo si las nuevas tecnologías son imperialistas, inmorales o peligrosas, los Estados Unidos continúan desarrollándolas y sacándoles provecho, con lo que la brecha que nos separa de ellos se agranda más y más.

Los divulgadores de la ciencia tenemos una visión distinta: la ciencia y la tecnología son antes que nada útiles. Su aplicación benéfica puede lograrse sólo a través de una amplia apreciación y comprensión pública, que evite malentendidos y exageraciones como las que difunden estos grupos y logre que los ciudadanos participen responsablemente en las decisiones relacionadas con ellas.

Fomentar el rechazo a la ciencia es asegurar nuestro atraso. Y, finalmente, no apreciar la ciencia y la tecnología es perderse de dos de los más elevados logros intelectuales de la humanidad.

Comentarios: mbonfil@servidor.unam.mx

sábado, 1 de enero de 2000

Excesos de principio de año

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en La Crónica de Hoy, 1o de enero de 2000

De regreso de unas agradables vacaciones en Puerto Vallarta, aprovecho para comentar algo que leí por allá. El primero de enero, como no tenía acceso a mis periódicos habituales, leí Mural (periódico hermano de Reforma y El Norte), y encontré dos notas relacionadas con la ciencia que llamaron profundamente mi atención.

Una era un recuento de los principales acontecimientos del siglo XX. Una alarmante frase señalaba: “La medicina sucumbe ante el sida”. Inmediatamente saltó mi sentido de la injusticia. ¿Por qué echarle la culpa a la medicina -e indirectamente, a la ciencia, médica y de la otra- por no haber sido capaces, todavía, de encontrar un remedio para este mal? Si el periodista que redactó la nota hubiera estado un poco mejor informado, habría redactado algo así como “la medicina moderna logra, en un tiempo sorprendentemente corto a partir de su aparición, descubrir la causa del misterioso síndrome de inmunodeficiencia adquirida, y describir con gran detalle la estructura y funcionamiento de su causante, el virus de inmunodeficiencia humana”.

En efecto: es sorprendente la rapidez con la que, a partir de la aparición de la epidemia en los años ochenta, la ciencia biomédica logró, primero, identificar al virus causante del sida, y después, descifrar su estructura molecular detallada -incluyendo su secuencia genética completa- y el mecanismo mediante el cual infecta a las células del sistema inmunitario y deja al enfermo a merced de una variedad de infecciones oportunistas. Nunca antes en la historia de la medicina había sido posible enfrentar a un enemigo tan poderoso (tanto por la rapidez con que la pandemia se diseminó por todo el mundo y todo tipo de poblaciones, como por la gravedad de los daños que causa a los individuos infectados) y llegar a conocerlo tan a fondo en tan poco tiempo. El que todavía no se cuente con una vacuna o una cura es testimonio no de la incapacidad de la medicina moderna, sino de la complejidad del mecanismo mediante el que el virus ataca a sus víctimas.

La medicina científica (única que ha servido de algo ante la pandemia), lejos de “sucumbir ante el sida”, ha proporcionado a los individuos infectados una variedad de fármacos y tratamientos que, si bien no los curan, sí alargan su periodo de vida sana, al grado de que hoy es posible concebir que un individuo infectado pueda llevar una vida relativamente normal en forma indefinida. Y, sobra decirlo, cualquier esperanza que tengamos de hallar una solución al problema provendrá no de aguas de Tlacote, velas aromáticas, pensamientos positivos ni votos de fidelidad, sino precisamente, de los logros de la moderna ciencia biomédica.

En el fondo, el comentario muestra, una vez más, que la ciencia sigue siendo concebida como una caja negra en la que uno mete problemas y de la que salen soluciones. Y el científico sigue siendo visto simplemente como un inventor, alguien que busca soluciones a problemas. Pero hablaremos más de esto en una próxima ocasión.

Pasemos al otro comentario que llamó mi atención. El periódico jalisciense presentaba opiniones del famoso “futurólogo” Alvin Toffler, autor de El shock del futuro, quien, luego de hablar acerca del surgimiento de algo que llamaba individuos “post-humanos” (?) predecía que en el siglo XXI ¡descubriremos vida extraterrestre! En este caso, lo que me intrigó es cómo puede saber algo así.

No se me malinterprete: si bien soy un decidido opositor de farsantes que dicen tener pruebas de la existencia de extraterrestres (si adora usted a Jaime Mausán, por favor no se moleste en mandarme mensajes iracundos), soy también ferviente admirador del difunto Carl Sagan. Y él siempre mantuvo la gran ilusión (fundamentada) de que, tomando en cuenta el tamaño del universo, la cantidad de planetas apropiados que posiblemente contiene (hoy hemos hallado ya alrededor de una decena de planetas en otros sistemas solares, algunos semejantes al nuestro) y la probabilidad de que, dadas las condiciones adecuadas, la vida surja con relativa facilidad en estos planetas (probabilidad cada vez más avalada por los estudios científicos sobre el origen y evolución de la vida), había grandes probabilidades de que no fuéramos la única forma de vida, y ni siquiera la única especie inteligente en el cosmos.

Lo que me intrigó de la afirmación de Toffler fue cómo puede saber que será precisamente en el siglo XXI que hallaremos pruebas de esta vida extraterrestre. Al predecir algo así, el famoso escritor se olvida de una de las bases del pensamiento científico: no se puede hablar de algo que no se sabe (cosa que ya nos habían enseñado Sherlock Holmes y el filósofo Ludwig Wittgenstein). Bastaría con que hubiera dicho “es posible”, o “hay mayores probabilidades”. Pero al afirmar con tal seguridad algo sin fundamento Toffler cae fuera del ámbito de lo serio. Aunque eso sí, sus declaraciones siguen siendo dignas de la primera plana.


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martes, 26 de mayo de 1998

La fe del científico

Por Martín Bonfil Olivera
Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia, UNAM
Publicado en La Crónica de Hoy, 26 de mayo de 1998

[Artículo publicado en 1998]

La semana pasada hablábamos de algunas diferencias entre religión y ciencia como formas de interpretar el mundo. En particular, mencioné que la tradicional salida fácil de decir que “como la interpretación religiosa se basa en la fe, no puede ser cuestionada por medios racionales” no es aceptable si lo que se quiere es explicar la realidad.

Sin embargo, toda la actividad científica –cuyo fin primero y único es entender la realidad– está también basada en una fe, para la cual no existe justificación.

Hay varias formas de expresar la fe del científico. Una de ellas es ésta: toda actividad de investigación científica presupone, necesariamente, la existencia de una realidad, de un mundo “allá afuera” de nuestras cabezas. Y no sólo eso, sino que también es necesario suponer ¾creer¾ que ese mundo real no cambia según nuestros deseos; que es igual para cualquier observador.

¿Por qué hay que creer en la realidad? Simplemente porque si no, la actividad científica perdería automáticamente todo sentido. ¿De qué serviría estudiar y tratar de entender algo que tal vez no esté ahí?

Los filósofos han reflexionado durante siglos acerca de este problema: Berkeley planteó su famoso problema (si un árbol cae en medio del bosque cuando no hay nadie que lo escuche, ¿hace ruido?) para tratar de dar una contestación. Su respuesta era que sí, pues siempre estaría dios para escuchar el ruido.

La ciencia, aunque no se ocupe de dios, sí tiene que aceptar que la realidad existe aún cuando no haya un observador. Cualquier otra postura supondría caer en un relativismo total en el que cada quien viviría en su mundo personal, y no tendría sentido buscar regularidades ni explicaciones en la naturaleza. En un mundo así lo más que podríamos hacer –como plantea Douglas Coupland, cronista de la generación X– sería interpretar cada uno de nosotros nuestras propias realidades cotidianas de la misma forma que un paciente de psicoanálisis interpreta sus sueños.

Otra forma de expresar la fe básica del científico es lo que el famoso biólogo molecular Jaques Monod llamó, en su libro El azar y la necesidad, el “principio de objetividad”. “La piedra sistemática del método científico –dice– es el postulado de la objetividad de la naturaleza. Es decir, la negativa sistemática de considerar capaz de conducir a un conocimiento ‘verdadero’ toda interpretación de los fenómenos dada en términos de causas finales, es decir de ‘proyecto’(...) Y añade que se trata de un “postulado puro, por siempre indemostrable”. En otras palabras, de una fe.

En una película de próxima aparición, Jim Carrey hace el papel de un hombre que descubre que su vida es en realidad un programa de televisión. Cada cosa que le sucede ha sido escrita por los guionistas y es filmada y transmitida para deleite de los televidentes. Lo que él creía que era su realidad resulta ser una creación de un escritor (la idea no es tan original: hay una situación similar en el excelente libro El mundo de Sofia, de Jostein Gaardner).

Bueno, la situación del científico es un poco parecida: ¿qué sentido tendría hacer ciencia si, ante cada experimento, pensáramos que hay fuerzas sobrenaturales que pudieran intervenir para confundirnos, para divertirse viendo nuestro desconcierto, o bien para evitar que descubriéramos conocimientos a los que no debiéramos tener acceso? ¿Para qué buscar datos y construir teorías acerca del mundo si el mundo de nuestro vecino fuera totalmente distinto?

Es por esto que, aunque no tenga pruebas objetivas ni racionales de ello, el investigador tiene que suponer que hay una realidad objetiva, a la cual trata perpetuamente de acercarse por medio de su actividad.

Y es esta fe en la realidad, este esfuerzo por tratar de llegar a ella por la vía racional, aún sin garantía de lograrlo, lo que distingue a la ciencia de la religión y la filosofía. El doble compromiso de la ciencia con la realidad y la racionalidad es lo que le permite tener tanto éxito cuando se aplica a la misma realidad de la que parte, y al mismo tiempo lo que explica que muchas veces haga las mejores interpretaciones, las que tienen más sentido, de esta realidad en la (suponemos) nos hallamos sumergidos.

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