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domingo, 2 de septiembre de 2018

La triste historia de la vaquita marina (y una despedida)

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de septiembre de 2018

Sin duda usted ha oído hablar de la vaquita marina.

Es uno de los mamíferos marinos más carismáticos, al menos para los mexicanos, pues es endémico de nuestro país (es decir, no se halla en ningún otro sitio en el mundo). Tiene además características físicas que lo hacen adorable: su tamaño, más pequeño que el de un delfín (los adultos miden de metro y medio a dos metros, y llegan a pesar unos 135 kilos); su cuerpo regordete pero de proporciones armoniosas, y sobre todo su dulce rostro, con manchas negras rodeando los ojos que recuerdan un coqueto maquillaje, y alrededor de la boca, que hacen parecer que nos manda un besito.

Curiosamente este cetáceo, el más pequeño del mundo –es pariente, sí, de las ballenas, pero es más cercano a los delfines (la diferencia es que las ballenas tienen barbas, y los delfines y las marsopas –grupo al que pertenece la vaquita– tienen dientes)–, era desconocido hasta hace sólo 60 años, cuando fue descubierto por biólogos marinos estadounidenses en el Mar de Cortés, en la costa de Baja California.

Se calcula que la especie, cuyo nombre científico es Phocoena sinus, existe desde hace unos 3 millones de años, y actualmente su hábitat está restringido a una zona relativamente pequeña en la esquina noroeste del Mar de Cortés. Entre otras características interesantes, la vaquita marina, que normalmente llega a vivir unos 25 años, cuenta como sus primos los delfines con un sentido de ecolocalización similar al de los murciélagos, que le permite comunicarse, navegar y detectar a sus presas.

La desgracia de la vaquita es que convive con otra especie muy codiciada: la totoaba, un pez cuyo buche o vejiga natatoria es considerada un manjar en la cocina china, donde simboliza la fortuna y la salud, por lo que se consume en bodas, cumpleaños y fiestas de fin de año. La pesca de totoaba ha aumentado tan tremendamente que la ha llevado al borde de la extinción (la especie es también endémica del Mar de Cortés, y se la clasifica como “en peligro crítico”, aunque, al no ser carismática, nadie parece preocuparse demasiado por su desaparición: ni siquiera los chinos que la consumen). Consecuentemente, su precio ha aumentado al grado de ser comparable al de la cocaína (se la ha llamado “la cocaína acuática”).

Esto hace que, a pesar de vedas y prohibiciones, y de la siempre insuficiente vigilancia de las autoridades, los pescadores furtivos posean amplios recursos para seguirla pescando.

Y he ahí el problema, porque para pescar totoaba se utilizan redes de enmalle o “agalleras” de nailon, que se fijan al suelo marino como una pared. Las totoabas, al toparse con ella, quedan atrapadas por las agallas. Pero también pueden enredarse ahí otras especies de peces, incluyendo tiburones, e incluso mamíferos como delfines y, para su desgracia, la vaquita marina. Y peor: muchas veces las redes abandonadas por los pescadores permanecen fijas, o bien se sueltan y convierten en “redes fantasma” que siguen atrapando peces y mamíferos marinos. Y como son de nailon, pueden durar años sin descomponerse.

Debido a ello, se estima que de 2011 a la fecha los pescadores furtivos han exterminado al 90% de las vaquitas (cuya población probablemente ya era pequeña para empezar). Se calcula que en 1997 había unos 567 ejemplares; para 2008, la población había disminuido a menos de la mitad, 245. Para 2014 quedaban apenas unas 97, y en marzo de 2018 sólo había unas 30 (hoy, quizá no más de 12).

Aunque los biólogos opinan que, para todo fin práctico, la especie ya está “funcionalmente extinta”, en los últimos años científicos, ambientalistas y el gobierno mexicano hicieron esfuerzos, insuficientes y tardíos, para rescatarla. Desde tomar muestras de tejido para desarrollar líneas celulares que se mantendrán en congelación profunda, lo que algún día podría permitir clonarla (aunque esto no permitiría revivir la especie, pues no tendría la diversidad genética necesaria para formar una población capaz de sobrevivir de modo silvestre) hasta capturar algunos de los últimos ejemplares para tratar de conservarlos y reproducirlos en cautiverio. Este último esfuerzo fracasó y se canceló cuando uno de los ejemplares capturados murió poco después de ser “rescatado”.

Si usted quiere conocer más sobre ella y su historia antes de que desaparezca, puede visitar la exposición temporal “Vaquita marina entre redes: una historia que no debe repetirse” en el museo de ciencias Universum de la UNAM, en Ciudad Universitaria, de lunes a domingo de 9 a 6. Porque es importante ser conscientes de que la vaquita es sólo un caso entre muchos: actualmente hay, sólo en México, unas 2 mil 600 especies animales y vegetales en riesgo de desaparecer, de un total de 5 mil 583 a nivel mundial. Entre ellas el ajolote, el jaguar, el manatí, la guacamaya roja, y la tortuga caguama.

Además de su valor económico o turístico –del que se han sabido beneficiar, mientras conservan el ambiente, países como Costa Rica–, la riqueza biológica es vital para conservar el equilibrio ecológico de la biósfera. El triste caso de la vaquita marina nos deja como lección que, o actuamos ya para frenar el deterioro de la naturaleza, o las futuras generaciones lo lamentarán.

Una despedida

Después de 15 años y 806 colaboraciones semanales, “La ciencia por gusto” cierra un ciclo y se despide del periódico Milenio Diario, que la acogió desde 2003 (antes se había publicado, de 1998 a 2000, en La Crónica de Hoy). La semana pasada me llegó la temida llamada que, debido a la reestructuración del periódico, hemos recibido varios de sus colaboradores. Agradezco profundamente el privilegio de haber tenido cabida en un proyecto periodístico tan vital e importante, para difundir y promover la cultura científica. Haber ocupado, a partir de su muerte hace casi dos años, el espacio que tuviera Luis González de Alba los domingos fue un doble honor.

Pero, a diferencia de la vaquita marina, “La ciencia por gusto” no desaparece: continuará, como siempre, apareciendo sin falta cada semana en este blog, donde, si gusta, usted podrá seguirla leyendo e incluso, si no lo ha hecho, suscribirse para recibirla cada semana por correo electrónico.

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domingo, 28 de enero de 2018

Otra vez, clonación…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de enero de 2018

Zhong Zhong y Hua Hua,
gemelos idénticos obtenidos por clonación
En el mundo de las noticias científicas, hay ciertos temas que retornan una y otra vez, cíclicamente, como si el tiempo se repitiera o la memoria los olvidara.

Uno de ellos es la típica nota que anuncia, con bombo y platillo, que el café/el vino/el azúcar/las grasas o cualquier otro producto de consumo cotidiano causa (o cura) el cáncer (o cualquier otra enfermedad). Otro ejemplo común es el anuncio de una vacuna “que acabará” con el VIH, el propio cáncer o la malaria.

¿Cuál es el problema? Que a la semana siguiente quedan olvidadas y seguimos esperando la cura del cáncer o que se prohíba el consumo de ese peligroso café o vino. No es que se trate de fake news (aunque a veces sí…), sino más bien de que son noticias parciales, sacadas de contexto, y que, para tratar de hacerlas atractivas al gran público, se presentan de manera exagerada. Pero además, se trata de notas seleccionadas un tanto tramposamente de un océano de investigaciones similares, contradictorias y confusas. Hay miles de científicos investigando esos temas, y constantemente publican resultados puntuales y parciales que registran los pequeños avances que se van logrando para entender temas tan complejos como esos. Al seleccionar uno de esos resultados y presentarlo en los medios como un gran avance, se termina por difundir información esencialmente engañosa… o al menos irrelevante. Ya nos enteraremos, sin ninguna duda, cuando realmente se descubra la cura del cáncer, o si tomar café lo provoca.

La semana pasada ocurrió algo similar con otro de esos temas recurrentes. En esta ocasión fue la noticia de la clonación de dos macacos en China, utilizando la misma técnica –el transplante o transferencia de núcleo celular– que se utilizó en el ya lejano julio de 1996 para producir a la famosa oveja Dolly, el primer mamífero clonado (a partir del núcleo de una célula de glándula mamaria, hecho que dio origen a la broma de su nombre, que alude a las generosas proporciones de la conocida cantante de country Dollly Parton).

Se trata de Zhong Zhong y Hua Hua, dos encantadoras crías de macaco de cola larga (Macaca fascicularis, también conocido como macaco cangrejero), obtenidas a partir de células embrionarias por un equipo encabezado por Qiang Sun, de la Academia China de Ciencias, en Shanghái, según se informa en un artículo científico publicado el 24 de enero en la revista Cell.

Los investigadores tomaron células de un feto abortado de mono, extrajeron el núcleo y lo introdujeron en óvulos de la misma especie, a los que previamente les habían extraído su propio núcleo. Obtuvieron así 21 óvulos, que lograron producir embarazos en seis monitas, de los que finalmente dos terminaron en partos exitosos (también se intentó con células de mono adulto, pero de los 42 intentos y 22 embarazos logrados, sólo se obtuvieron dos crías, que murieron poco después de nacer; al parecer, en primates como estos macacos, la clonación es más difícil de lograr usando células adultas que embrionarias).

La clonación era un fenómeno bien conocido en animales como anfibios y reptiles (y normal, como método de reproducción, en muchísimas especies de plantas, bacterias y protozoarios). Luego de Dolly, se había logrado clonar a 23 distintas especies de mamíferos como cerdos, vacas, gatos, ratas, caballos, perros, lobos, búfalos, camellos y cabras.

¿Qué tiene de especial, entonces, el nacimiento por clonación de Zhong Zhong y Hua Hua? Que es la primera vez que se logra con un animal que pertenece al mismo orden que la especie humana, los primates (en 1999 se había logrado producir a Tetra, un clon de otra especie de primate, el mono rhesus, Maccaca mulatta, pero no se hizo mediante la técnica de transferencia de núcleo, sino por un método mucho más simple: separar las células de un embrión en sus primeras etapas de desarrollo, como ocurre naturalmente cuando nacen gemelos idénticos).

La importancia de este avance es, en primer lugar, que se están estudiando y comprendiendo mejor los factores que intervienen para lograr una clonación exitosa (los investigadores tuvieron que utilizar ciertas enzimas que modifican epigenéticamente el ADN de los núcleos trasplantados para lograr que éstos comenzaran a dividirse como lo hacen en un óvulo fecundado). En segundo, que la clonación de macacos y otros primates servirá para producir camadas de especímenes de laboratorio genéticamente idénticos que son indispensables –a pesar de lo que creen muchos defensores a ultranza de los animales– en la investigación biomédica, que permite salvar miles de vidas humanas cada año (por ejemplo, al usarlos como modelos para estudiar y desarrollar tratamientos para distintas enfermedades humanas; al ser animales genéticamente idénticos, se podrían obtener resultados más claros usando menos ejemplares).

Zhong Zhong y Hua Hua
(¿o viceversa?)
Pero, por supuesto, en los medios la discusión principal ha tenido que ver con la posibilidad de clonar seres humanos, algo que en realidad sigue estando muy lejos de la realidad. Aun si se pudiera, ¿querríamos clonar seres humanos? ¿Serviría de algo? Sin caer en escenarios de ciencia ficción, la respuesta es que más bien no. Producir humanos por clonación sería extremadamente caro comparado por el método tradicional (y mucho menos divertido), ocasionaría problemas éticos y legales complicadísimos, y no tendría utilidad aparente (además, no se podría clonar a un humano adulto, pues el método sólo ha funcionado a partir de células embrionarias). Pero quizá, entendiendo bien el proceso, en un futuro no tan lejano podría lograrse, por ejemplo, clonar partes del cuerpo humano para producir órganos de repuesto para trasplantes.

Al final, no se trata de un avance revolucionario, sino sólo de otro pequeño paso en la comprensión y control del fenómeno de la clonación. Pero, al menos, sirve para volver a hablar del tema y para recordar que tenemos varios problemas éticos, sociales, culturales y legales que discutir antes de que la tecnología se nos adelante.

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miércoles, 29 de junio de 2016

Una historia escamosa

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de junio de 2016

Placodas en embriones de lagarto,
cocodrilo y serpiente
El trabajo de los científicos es muy similar al de los detectives de las novelas o la televisión. Decirlo es un lugar común, pero no deja de ser cierto.

Una reciente noticia que circuló en diarios y redes es un magnífico ejemplo. Un investigador en Suiza acaba de resolver un viejo enigma: ¿en qué se parecen –evolutivamente hablando– las escamas, las plumas y el pelo?

Para entender por qué es una pregunta interesante, hay que recordar que ya desde tiempos de Aristóteles, hace más de dos mil 300 años, se usaban las características físicas de los seres vivos para clasificarlos, y por tanto entenderlos. Los reptiles tienen escamas; las aves, plumas. El pelo, por su parte, es exclusivo de los mamíferos, como nosotros: de hecho, es su “característica definitoria”.

Para un moderno biólogo evolutivo, sin embargo, no basta con describir y clasificar a los seres vivos: quiere además conocer su historia, de dónde vienen y qué relación tienen con los demás seres vivos. Los biólogos evolutivos son los historiadores de la biología.

Pues bien: gracias a estudios embriológicos, anatómicos y genéticos se sabe que tanto el pelo como las plumas se comienzan a formar durante el desarrollo de los embriones de aves y mamíferos a partir de pequeños puntitos conocidos como placodas: ligeros engrosamientos de la piel que posteriormente darán origen a los folículos plumosos (sí: así se llaman) o pilosos. Pero jamás se habían detectado estas placodas en reptiles. De modo que, a pesar de que pelos y plumas están hechos de la misma proteína –queratina– y de otras similitudes, se pensaba habían evolucionado independientemente de las escamas, cada uno por su lado.

Michel Milinkovitch, de la Universidad de Genova, en Suiza, no estudiaba la relación evolutiva entre pelo, plumas y escamas. Más bien, trataba de entender los factores bioquímicos y genéticos que controlan la formación de escamas en reptiles. Como modelo usaba al llamado “dragón barbado”, del que se han logrado obtener mutantes que nacen sin escamas. Al analizar la causa de esto, halló que se debía a una alteración de un gen específico, llamado EDA (ectodisplasina A).

Con sorpresa, al consultar las bases de datos, halló que EDA ya era conocido por ser un gen indispensable para la formación de las placodas que dan origen a las plumas en aves y al pelo en mamíferos. ¡El mismo gen!

Placodas en mamíferos,
reptiles y aves
Siguiendo esta pista, Milinkovitch logró descubrir que, pese a jamás haberse observado, también en los embriones de reptiles (cocodrilos del Nilo, dragones barbados y serpientes del maíz) se formaban placodas, y que éstas daban origen a las escamas. El problema es que se forman y desaparecen en cuestión de horas, y en sitios irregulares: para observarlas hay que buscar en el lugar y el momento exactos.

Así, un estudio embriológico acabó resolviendo un enigma evolutivo. Indiscutiblemente, reptiles, aves y mamíferos comparten un antepasado común cuyos embriones tenían placodas. Y quizá el hallazgo, publicado el pasado 24 de junio en la revista Science Advances, tenga aplicaciones médicas: el gen EDA está implicado en ciertas alteraciones de la piel humana como la enfermedad llamada displasia ectodérmica hipohidrótica, que provoca falta de pelo y vello y anormalidades en las glándulas sudoríparas, dientes y uñas.

Los científicos son como detectives. Solo que muchas veces no hallan lo que estaban buscando, sino otras cosas inesperadas y quizá más interesantes.

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miércoles, 22 de junio de 2016

La malentendida evolución

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de junio de 2016

Oikopleura dioica
La evolución por medio de la selección natural –la gran idea de Darwin– es la columna vertebral de la biología, y una de las más poderosas ideas producidas por la mente humana. Y sin embargo, es también una de las peor entendidas por la mayoría de la gente.

Uno de los malentendidos clásicos respecto a la evolución es creer que avanza de manera lineal, como en el típico –e incorrecto– esquema en que un mono se va convirtiendo en humano. Otro es que camina en una dirección definida, hacia el “mejoramiento” de las especies (mayor tamaño, mayor complejidad, organismos más “avanzados”). Lo cierto es que la evolución es un proceso ciego que avanza, como una enredadera, en cualquier dirección hacia donde pueda extenderse, siempre y cuando se cumpla su único requisito: que los organismos sobrevivan.

Otro malentendido es creer que son los organismos individuales quienes evolucionan; error reforzados por caricaturas como Pokémon (cuyo nombre, por cierto, deriva de pocket monsters, o monstruos de bolsillo), donde un mismo animal puede “evolucionar” transformándose en versiones más “avanzadas” de sí mismo. En realidad, quienes evolucionan son los grupos de organismos –las poblaciones–, a lo largo de muchas generaciones.

Un equipo de investigadores de la Universidad de Barcelona, conformado por Ricard Albalat y Cristian Cañestro, publicaron en el número de julio de la revista Nature reviews una monografía que echa por tierra otro error común acerca de la evolución: que ésta siempre conlleva un aumento en el número de genes de una especie.

Albalat y Cañestro son especialistas en la genética de un pequeño organismo marino llamado Oikopleura dioica, de sólo 3 mm, que sin embargo comparte muchos genes con la especie humana. Oikopleura es interesante, entre otras cosas, porque ha perdido numerosos genes a lo largo de su evolución (por ejemplo, los relacionados con la producción del ácido retinoico, un compuesto que se considera indispensable para el desarrollo embrionario de todo animal). Estudiarlo ayuda a conocer mejor qué genes son indispensables en el humano y cuáles no tanto, y sobre todo a descubrir funciones desconocidas de genes humanos.

Hoy la secuenciación de genomas completos de muchas especies permite hacer detalladas comparaciones, y revela la historia de los cambios, ganancias y pérdidas de genes en los linajes evolutivos. Los investigadores catalanes escribieron su monografía para mostrar que no sólo la aparición de nuevos genes y su cambio a través de mutaciones, sino también su pérdida, puede ser un proceso central en la evolución.

Explican que, para que un gen pueda perderse, su función debe ser opcional, no vital, para el organismo. Esto puede suceder bien porque se ha desarrollado una forma alterna de realizar la misma función, o porque las condiciones del medio en que vive hacen que ésta no sea ya necesaria. Dos ejemplos de pérdida de genes son los parásitos, que dependen en gran medida de las funciones de otro ser vivo para sobrevivir y por tanto pueden soportar la pérdida de órganos o funciones, y la existencia de animales como los peces ciegos de las cavernas, cuyos ojos pudieron desaparecer por resultarles inútiles en la oscuridad en que viven.

Albalat y Cañestro hacen énfasis, sin embargo, en que nada de esto puede interpretarse como que dichas especies se “degeneren” o retrocedan evolutivamente. En biología, evolución significa simplemente cambio para sobrevivir, no mejora ni avance en alguna dirección predeterminada.

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miércoles, 30 de septiembre de 2015

Ingeniería evolutiva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de septiembre de 2015

Issus coleoptratus
“La evolución es más inteligente que tú”, afirma la segunda ley de Orgel (enunciada por el químico británico Leslie Orgel, estudioso del origen de la vida). No sé si sea cierto. Lo que sí se es que la evolución siempre sigue sorprendiéndonos.

Y a veces esa sorpresa hace que pensemos que es imposible que tal o cual producto de la evolución haya sido generado por un proceso azaroso como la selección natural (la gran idea que tuvo Charles Darwin para explicar el surgimiento y adaptación de las especies vivas).

Dos ejemplos clásicos son el ojo humano y las alas de las aves. Están tan perfectamente adaptados a sus respectivas funciones que durante muchos años se usaron como argumento contra la evolución y a favor de la creación por una inteligencia divina. Hoy sabemos cómo ambas estructuras pudieron surgir, por pasos paulatinos, a partir de estructuras más simples que cumplían funciones más sencillas, o distintas. Los humanos hemos construido artefactos que hacen lo mismo que el ojo –captar imágenes– gracias a una estructura muy similar: las cámaras fotográficas. En cambio, para diseñar aviones que vuelen no copiamos el diseño de las aves.

Pero los enemigos de la evolución encontraron un nuevo ejemplo de estructura asombrosa en la naturaleza que parecía haber sido diseñada por una inteligencia superior: el nanomotor que se encuentra en la base del flagelo de las bacterias (esa larga estructura en forma de filamento que al girar funciona como una hélice y les permite nadar). El motor del flagelo es el único ejemplo de rueda con giro libre en sistemas biológicos (con excepción de la enzima ATPasa de las mitocondrias, con la que se halla emparentado evolutivamente). Sobra decir que nuevamente se equivocaron: conocemos con suficiente detalle la historia de su evolución a partir de estructuras previas.

Y sin embargo, al estudiar el nanomotor bacteriano uno no puede dejar de asombrarse ante la similitud que tiene con, por ejemplo, los motores eléctricos de diseño humano. Evolución e ingeniería llegaron, una millones de años después que la otra, a la misma solución.

Pues bien: desde hace dos años, en septiembre de 2013, se había publicado en la revista Science un fascinante artículo, con el cual me acabo de encontrar, en el que dos investigadores del Departamento de Zoología de la Universidad de Cambridge, Reino Unido, Malcolm Burrows y Gregory Sutton, describen cómo el insecto saltarín Issus posee en sus patas traseras otro mecanismo que antes se creía exclusivo de las máquinas humanas: un par de engranes que le permiten brincar.

Durante un salto, los Issus en etapa juvenil –o de “ninfa”– pueden acelerar a una velocidad de 3.9 metros por segundo (14 kilómetros por hora) en sólo dos milisegundos (milésimas de segundo). Pero, debido a su anatomía, las patas tienen que moverse en una sincronía exacta, con una diferencia de no más de 30 microsegundos (millonésimas de segundo). De otro modo, el insecto saldría girando sin control, en un movimiento como de frisbee que en aviación se conoce como “guiñada”.

El problema es que para sincronizar ambas patas no basta el sistema nervioso de Issus. Sus nervios transmiten sus impulsos a una velocidad de un milisegundo: mil microsegundos. Demasiado lento. Lo que Burrows y Sutton hallaron fue que la evolución encontró una solución mecánica: los dos engranes de las patas encajan perfectamente y aseguran que, cuando una se mueve, la otra lo haga simultáneamente.

No he oído que los creacionistas aleguen que los engranes de las patas de Issus sean prueba de un diseño inteligente. Tampoco es que los ingenieros antiguos hayan copiado la idea de los engranes a partir de este insecto, común en los jardines europeos. Simplemente, el hallazgo confirma que el ingenio humano siempre parece ir un paso atrás de la evolución. Sí: quizá Orgel tenía razón.


[Haz clic aquí para ver un video del funcionamiento de los engranes de las patas de Issus, en cámara lenta]

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miércoles, 21 de mayo de 2014

¡El sexo sí importa!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de mayo  de 2014

Contrariamente a lo que se piensa, la característica más poderosa del método científico no es casi nunca equivocarse, sino reconocer cuando lo hace, lo que le permite corregir sus errores.

Un caso reciente lo demuestra: en un artículo publicado el 28 de abril pasado en edición digital de la revista Nature Methods, Robert Sorge y un equipo de investigadores del equipo comandado por Jeffrey Mogil, de la Universidad McGill, de Montreal, Canadá, plantea un descubrimiento que muy probablemente cambiará drásticamente la manera en que se hace la investigación biomédica en todo el mundo.

El artículo se titula “La exposición olfatoria a machos, incluyendo hombres, causa estrés y analgesia relacionada con éste en roedores”.

¿Qué quiere decir esto? Vayamos por partes. En primer lugar, como se deduce del título, es bien sabido que la respuesta de estrés en mamíferos tiene, entre otros efectos, el de reducir la sensibilidad al dolor (analgesia; es por eso que muchas veces las personas heridas en un accidente o en batalla pueden no sentir hasta después el dolor de sus heridas, y tener comportamientos que calificamos de “heroicos”).

Este fenómeno se debe en gran parte a que el mamífero percibe el olor de ciertas sustancias (feromonas) que producimos los machos de todas las especies de mamífero (en especial, en humanos, en nuestras axilas), y que tienen funciones relacionadas con la agresión y la reproducción. En particular, es lógico que el percibir las hormonas de un macho cercano, incluso de una especie distinta, cause estrés en un mamífero, pues se puede tratar de un competidor o un depredador (en mamíferos, los machos suelen ser más agresivos que las hembras, aunque hay excepciones). El efecto analgésico del dolor permitiría, además de no demostrar debilidad ante el posible agresor, combatir o huir de él.

Pues bien: los estudiantes de Mogil descubrieron que en experimentos en los que se inyectaba una sustancia que causaba dolor en las patas de ratas y ratones, los resultados parecían variar dependiendo de la presencia de los experimentadores humanos. (De hecho, Mogil y otros en todo el mundo ya estaban sospechando que la simple presencia de experimentadores al
tera la respuesta de los animales experimentales en pruebas preclínicas.) Al analizar con más cuidado los datos, decidieron separarlos según el sexo de los investigadores. El resultado fue sorprendente: ¡los roedores parecían sentir un 36% menos de dolor en presencia de hombres que de mujeres! (medido según una “escala de muecas de dolor” bastante confiable, desarrollada y validada por el mismo equipo de investigadores).

Mogil y su equipo confirmaron que el efecto se presentaba también al dejar junto a los roedores camisetas sucias de estudiantes hombres y mujeres. Definitivamente, las feromonas masculinas alteran la respuesta al dolor de ratas y ratones (el efecto es ligeramente mayor en roedores hembras).

¿Significa eso que habrá que repetir todos los experimentos que se han realizado con ratas y ratones? No necesariamente, pero sí habrá que reanalizar los resultados de algunos, y definitivamente habrá que cambiar la manera como se realizan los estudios en el futuro. Mogil sugiere que el efecto puede anularse simplemente con que el investigador varón permanezca cerca de los animales durante un rato antes de comenzar el experimento, pues la respuesta al estrés disminuye después de un tiempo relativamente breve.

Pero el efecto del sexo en ciencia va más allá: se ha descubierto también que el sexo de los animales, e incluso el de las células in vitro con las que se experimenta, puede influir en los resultados. Algo que nunca se había considerado: normalmente ese dato no se reportaba, y la gran mayoría de los experimentos solían hacerse usando machos (entre otras cosas, para evitar posibles complicaciones debidas al ciclo menstrual de las hembras) o células derivadas de éstos. Lo mismo ocurría con muchas pruebas clínicas en humanos, a pesar de que cada vez es más claro que muchos tratamientos afectan de forma distinta a mujeres y a hombres.

En vista de todo esto, los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de los Estados Unidos están proponiendo desde ya cambios drásticos: además de requerir que se equilibre el uso de animales hembras y machos en los protocolos experimentales, se exhorta a que los artículos reporten el sexo de los experimentadores, y que el diseño de los experimentos tome en cuenta el efecto del estrés olfatorio causado por investigadores varones. Incluso, los NIH planean ofrecer por un tiempo becas complementarias para investigaciones en curso, con el propósito de permitir que se realicen experimentos adicionales con animales del sexo opuesto al de los que se estaban usando, para corregir el recién descubierto sesgo.

¿Quién hubiera pensado que el sexo del investigador pudiera afectar un resultado? ¿Cómo sabemos que no influyen también el clima, el tipo de ropa que se usa o el color de las paredes del laboratorio (para usar ejemplos típicos mencionados en los libros introductorios de filosofía de la ciencia)? El caso de los roedores muestra una vez más que, lejos de observar imparcialmente la realidad y a continuación formular hipótesis para explicarla, los científicos suelen traer ya de antemano una cantidad de suposiciones previas que aplican desde antes de comenzar a recopilar datos (en este caso, qué variables son relevantes y cuáles no para un experimento dado).

Mi colega Javier Flores, en La Jornada, describía ayer martes lo que está ocurriendo como una revolución en la biomedicina (del tipo de las que tan bien describió el filósofo e historiador Thomas Kuhn en su clásico La estructura de las revoluciones científicas). Yo añado que, una vez más, queda claro que en ciencia no estudiamos la realidad objetivamente, sino sólo una parte de ésta que seleccionamos, a nuestro pesar, en gran parte arbitrariamente.

Por eso es tan importante la capacidad de la ciencia para ir corrigiendo sus propios sesgos y errores. Es gracias a ella que la ciencia sigue siendo, sin duda, la herramienta más poderosa con que contamos para estudiar esa realidad y obtener conocimiento confiable sobre ella; conocimiento que siempre puede, no obstante, ser mejorado.

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miércoles, 5 de febrero de 2014

Mareas rojas, ciencia y suspenso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de febrero  de 2014

Foto: Martín Bonfil
1963: Se estrena la aterradora película Los pájaros, del maestro del suspenso Alfred Hitchcock, que muestra los ataques enloquecidos de aves contra los habitantes de la costa de California. El filme se basó en una historia de la escritora Daphne du Maurier, pero tenía un antecedente
en la realidad. En agosto de 1961 las aves marinas de la Bahía de Monterrey, California, comenzaron a comportarse muy raro, volando desorientadas, vomitando y chocando contra edificios y gente. Al día siguiente muchas aparecieron muertas. Después se supo que probablemente se habían intoxicado con algas del género Pseudo-nitzchia, que producen una toxina llamada ácido domoico, que puede afectar seriamente el sistema nervioso de los animales. Días antes había habido un florecimiento (bloom) de dichas algas en aguas cercanas: lo que se conoce como “marea roja”. Los peces, al comer el plancton –del que forma parte el alga– acumularon la toxina, y las aves, al comer los peces, se intoxicaron a su vez.

1974. A los nueve años, recibo de mis padres un libro titulado Reino animal: de la amiba hasta el hombre, de la editorial española Daimon, con “450 ilustraciones en color” (no era tan común entonces; de hecho el estilo profusamente ilustrado del volumen era novedoso y precursor de los hoy popularísimos libros estilo Dorling-Kindersley). Aunque anticuado (la edición original en inglés era de 1958, y todavía hablaba del “protoplasma” como “el componente fundamental de la materia viva”), el librito era muy claro, porque iba clasificando a los animales por categorías taxonómicas, e ilustrando y explicando las características de cada una.

En el capítulo sobre “animales inferiores”, mencionaba a cierto tipo de “flagelados” marinos: protozoarios que pueden moverse gracias una prolongación llamada flagelo, e ilustraba uno de ellos, el Gonyaulax, parecido a una pequeña cápsula espacial. “Cuando se halla en gran cantidad tiñe de rojo el mar y provoca la muerte de los peces y los mejillones”, explicaba mi librito.

2014: 40 años después, estoy en el laboratorio del Departamento de Plancton y Ecología Marina del Centro Interdisciplinario de Ciencias Marinas (CICIMAR), un centro de investigación científica del Instituto Politécnico Nacional que se halla en La Paz, Baja California Sur (hermosa ciudad donde me hallaba dando un curso).

Ahí Lorena María Durán Riveroll, estudiante de doctorado en el grupo de la doctora Christine Band Schmidt, que se especializa en la ecología y fisiología del plancton nocivo, me muestra el microorganismo con el que trabaja, y que también causa mareas rojas: Gymnodinium catenatum. Lorena toma unas gotas del cultivo, en las que se pueden ver diminutos puntitos verdes, menores que una mota de polvo, y las pone al microscopio. Al asomarme, veo cadenitas de células verdosas, que nadan y giran desordenadamente. “Cuando se reproducen van formando cadenitas; entre más largas son, más rápido nadan”, me explica. Porque, supongo, el impulso de los flagelos de cada una se va sumando.


Gymnodinium catenatum
Gymnodinium produce la llamada “saxitoxina”, que puede causar desde dolor de cabeza y vómitos hasta parálisis y muerte. En el laboratorio estudian su estructura química y las condiciones fisiológicas y ambientales que promueven su producción. Cuando le pido que me muestre una imagen de Gymnodinium en microscopio electrónico (en un libro), me encuentro con un retrato muy parecido al de mi viejo conocido Gonyaulax. No son la misma especie, pero deben ser primos.

Más allá de poder llegar a entender y prevenir las mareas rojas, o quizá desarrollar mejores métodos para combatir las intoxicaciones, e incluso aprovechar algunas propiedades de las toxinas que producen estos microorganismos para usarlas, por ejemplo, como anestésicos (todas posibilidades que están explorando en el laboratorio de la Dra. Band), me vuelvo a asombrar de las conexiones inesperadas y las sorpresas que la ciencia siempre nos ofrece.

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