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domingo, 29 de abril de 2018

Reciclar botellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de abril de 2018

El mundo produce al año unos 311 millones de toneladas de plástico, según cifras de 2014. En México, se generan unas 722 mil toneladas anuales, de las cuales se reciclan o reutilizan alrededor del 50%.

Uno de los plásticos más comunes y más difíciles de reciclar es el tereftalato de polietileno, conocido como PET, y que usted encuentra diariamente en las botellas desechables de agua y refresco.

A nivel global, se venden un millón de botellas de plástico ¡cada minuto!, y sólo el 14% de ellas se recicla. Su uso es una catástrofe ambiental, porque el PET es ridículamente resistente a la biodegradación: en condiciones naturales, tarda unos 500 años en desaparecer. Por ello, se está acumulando en depósitos de basura, terrenos y en el océano donde, entre otros perjuicios ambientales, es consumido por organismos marinos a los que daña.

El uso de botellas de PET es una necesidad creada por las compañías refresqueras, que anteriormente usaban botellas de vidrio “retornables”, que la propia compañía recogía, lavaba y reutilizaba. Pero usar botellas de PET, producido a partir de petróleo, y por ello muy barato, permite a las compañías ahorrarse todo el costo de la reutilización, y transferir el costo de disponer de las botellas para reutilizarlas o reciclarlas al consumidor o a los gobiernos. Un ejemplo de cómo la economía triunfa sobre la ecología (curiosamente, ambas palabras derivan de la misma raíz griega, oikos, “casa”). Y aunque hoy hay indicios de que la opinión pública podría obligar a las refresqueras a invertir en alternativas menos dañinas para el ambiente, mientras no sea económicamente viable es muy difícil que cambien su sistema.

Por eso, desde hace años científicos de todo el mundo buscan maneras de biodegradar al PET, para reciclar sus componentes químicos y evitar que se siga acumulando (a diferencia de la simple reutilización que hoy se hace, en que el PET se muele y se transforma en fibras o bloques plásticos para diversos usos, pero sin dejar se ser PET). En julio de 2017, dos investigadoras del Departamento de Alimentos y Biotecnología de la Facultad de Química de la UNAM, Amelia Farrés y Carolina Peña, anunciaron que habían desarrollado, a partir de una enzima llamada cutinasa obtenida del hongo Aspergillus nidulans, una variante modificada por ingeniería genética que logra romper los enlaces químicos que mantienen unidas las moléculas del PET. A partir de ello, han desarrollado un método que está en trámite de patente y que logra biodegradar el PET en unos 15 días, en condiciones de laboratorio. Actualmente están trabajando para escalar el proceso a nivel industrial.

Pero los hongos son más difíciles de cultivar que las bacterias, organismos más simples que se pueden cultivar mucho más rápida y eficientemente para obtener y procesar sus enzimas.

Por eso llamó mucho la atención a nivel mundial la noticia difundida hace 15 días, el 16 de abril, del hallazgo de una bacteria capaz de degradar al PET. Como el hongo de las investigadoras de la UNAM, fue descubierta en un tiradero de basura, pero en Japón. En un artículo científico publicado en la revist

Estructura molecular
de la enzima PETasa
(Fuente: PNAS)
a PNAS, de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos, el equipo encabezado por John McGeehan, de la Universidad de Portsmouth, en el Reino Unido, describe cómo aisló la enzima que le permite a la bacteria romper los enlaces del PET –a la que llamaron “PETasa”– y descifró su estructura molecular.

Y resulta que ésta es muy parecida a la de la cutinasa del hongo Aspergillus, lo cual tiene mucho sentido desde el punto de vista evolutivo. Dos enzimas que tienen propiedades químicas parecidas, romper los enlaces tipo éster del polietileno, poseen estructuras moleculares semejantes. Una evolucionó para degradar la cutina, polímero ceroso que forma parte de la cutícula de las plantas; la otra surgió mucho más recientemente en una bacteria, y le permite vivir en los basureros llenos de plástico que abundan en el mundo moderno.

Pero lo más curioso es que, modificando mediante ingeniería genética la molécula de la enzima para estudiarla mejor, descubrieron que accidentalmente la habían hecho más eficiente para degradar el PET. Como ocurre muchas veces en ciencia, la casualidad ayuda a la mente preparada.

La explicación es que, siendo un producto evolutivo muy reciente, la enzima todavía no había tenido tiempo de ser perfeccionada por la selección natural. Pero, con los actuales conocimientos de ingeniería de enzimas, los investigadores predicen que hay espacio para hacerla mucho más eficiente, y quizá desarrollar a partir de ella métodos baratos, eficientes y económicamente viables para degradar el PET y recuperar así sus componentes químicos para fabricar nuevos plásticos, en vez de desecharlos.

Ciertamente, la química puede crear problemas. Pero también puede ayudar a resolverlos.

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domingo, 2 de julio de 2017

Anonymous y el sentido común

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio de 2017

No tengo la más menor idea de qué pudiera estar pasando por la cabeza de los miembros del colectivo de ciberactivistas Anonymous cuando, el pasado martes 26 de junio, anunciaron a todo el mundo que la NASA “iba a revelar el descubrimiento de vida extraterrestre”. Llama la atención porque, hasta hace no tanto, habían sido defensores de causas relativamente razonables y racionales.

Más que un grupo formal, Anonymous es una numerosa red internacional más o menos mutable compuesta por hackers (“hacktivistas”, se llaman a sí mismos) que usan sus habilidades computacionales para organizar protestas contra causas que consideran nocivas para la libertad. En particular, la libertad en internet.

Surgió alrededor de 2003, pero se hizo famoso en 2008 cuando lanzó una feroz campaña contra la “Iglesia” de la Cienciología (mejor conocida como la organización que promueve la Dianética, un supuesto método de autoayuda que afirma borrar los traumas espirituales de vidas pasadas). Pongo la palabra “iglesia” entre comillas porque la Dianética/Cienciología, lejos de ser una religión genuina, honesta, es un culto que utiliza su estatus como “iglesia” para no pagar impuestos en los Estados Unidos, donde surgió de la mente de su creador L. Ron Hubbard, un mediocre escritor de ciencia ficción, y porque utiliza métodos altamente cuestionables y cuestionados para obtener dinero y obediencia ciega de sus seguidores.

Parte de la estrategia de la Cienciología había sido mantener sus “documentos avanzados” como secretos altamente protegidos a los que sólo se podía acceder luego de llevar numerosos cursos y pagar enormes sumas monetarias. Esto fue posible hasta antes del surgimiento de internet, pero ya en 1996 un grupo de activistas noruego los hizo públicos, a lo que la Cienciología respondió con una persecución legal que fue percibida por la comunidad de internautas como uno de los primeros intentos de censura en gran escala en la red.

Desde entonces, la Cienciología no ha dejado de tener conflictos con la comunidad de internet. La “operación Chanology”, lanzada por Anonymous en 2008, surgió a raíz de que la iglesia pretendía borrar una larga entrevista en la que el actor Tom Cruise, notorio cienciólogo, hacia una serie de revelaciones que dejaban bastante claro lo absurdas que resultan muchas de las creencias centrales de la Cienciología.

A lo largo de su historia, Anonymous ha defendido causas que podrían considerarse dignas, como la lucha contra la pornografía infantil o contra Daesh (el grupo terrorista también conocido como el “estado islámico”, o ISIS), pero también otras con un fuerte componente ideológico, como campañas contra el cobro por derechos de autor en internet, o contra agencias gubernamentales que son percibidas como enemigas de la libertad cibernética. Lo que nunca había hecho, hasta donde yo sé, es difundir tan ampliamente noticias patentemente absurdas como ésta.

¿Por qué absurdas? No porque los científicos –de la NASA y de todo el mundo– duden que exista vida extraterrestre. Al contrario. Dado todo lo que sabemos sobre la existencia de planetas semejantes a la Tierra alrededor de muchas estrellas, que podrían tener condiciones muy similares a las que permitieron el surgimiento de las primeras formas de vida, y sobre la química que hizo esto posible, parecería casi imposible que nuestro planeta sea el único en el universo que albergue vida (otra cosa es determinar qué forma de vida sea ésta: la vida microbiana es bastante probable; las civilizaciones avanzadas, un poco menos).

Quizá los miembros de Anonymous que lanzaron el aviso malinterpretaron información de la NASA sobre los últimos avances en la búsqueda de vida extraterrestre (o de sitios con condiciones favorables a la vida, que no es lo mismo). Quizá se trató de una broma.

Pero claro, como se trata de una red cuyos miembros son, eh, anónimos, no podemos estar seguros siquiera de que la noticia haya sido realmente dada a conocer por Anonymous… Quizá se trató sólo de uno o dos de sus miembros que actuaron por iniciativa propia. O de saboteadores que buscan dañar la ya de por sí muy discutida reputación del grupo. En el futuro, les convendría cuidar mejor la calidad de los contenidos que hacen públicos.

De cualquier forma, la “noticia” ya fue ampliamente desmentida. No sabemos si algún día lograremos hallar pruebas de vida extraterrestre. Pero si la encontramos lo más probable es que se trate de algo similar a seres unicelulares. Y eso sí, seguramente no nos enteraremos mediante un comunicado de Anonymous. Eso sólo ocurre en series de ciencia ficción. Mientras tanto, lo que sí podría hacer el colectivo es mejorar el control de calidad de la información que difunde.

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domingo, 5 de marzo de 2017

La vida más antigua


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo de 2017

A. Oparin y JBS Haldane
¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? Éste es el tipo de preguntas filosóficas que hacen que muchos científicos –y no científicos– se burlen del trabajo de los filósofos.

Pero recordemos que las ciencias surgieron, históricamente, a partir de las reflexiones filosóficas, y usan el mismo tipo de pensamiento racional, basado en la lógica y el examen crítico y colectivo de las ideas. Las ciencias naturales restringieron su campo de estudio a aquello que forma parte del universo físico, y utilizan como evidencia válida sólo aquello que puede comprobarse de manera objetiva (o al menos, lo menos subjetiva posible), y dejaron los temas metafísicos y el razonamiento puro, no basado en evidencia física, a los filósofos. Pero muchas preguntas que hoy son abordadas –y en muchos casos respondidas– por las ciencias naturales, son en realidad preguntas filosóficas.

El origen de la vida es una de ellas. Y aunque sigue siendo una pregunta sin respuesta definitiva, los avances que se han hecho para contestarla, basados en la química, a partir de las propuestas originales del ruso Aleksandr Oparin y el inglés J. B. S. Haldane en los años 20, han sido tremendos. Hoy sabemos cada vez con mayor certeza que hay un camino posible, el cual cada vez conocemos mejor, que puede llevar, dadas las condiciones adecuadas, de la materia inanimada a la vida microscópica. (Por su parte, la teoría darwiniana de la evolución explica ya muy adecuadamente cómo la vida microscópica puede dar lugar, a su vez, a vida multicelular e incluso a vida inteligente y consciente.)

Pero, ¿qué tan difícil, o qué tan probable, es que la vida aparezca, por estos procesos de “síntesis abiótica”, en un planeta que presente las condiciones necesarias? En otras palabras, ¿es la vida en la Tierra un fenómeno raro, incluso quizá único, en el cosmos, o es al contrario algo que ocurre fácilmente? La respuesta a esta pregunta nos contestaría asimismo otra antigua cuestión filosófica: ¿estamos solos en el universo?

En 1961 el radioastrónomo estadounidense Frank Drake propuso una ecuación que permitía estimar el número de posibles planetas habitados (e incluso el de planetas con civilizaciones tecnológicamente avanzadas). Para ello, tomaba en cuenta, entre otras cosas, el número de estrellas en el cosmos, y la probabilidad de que existieran otros planetas girando alrededor de algunas de ellas (en esa época no se conocía ninguno, aunque desde el siglo XVI el filósofo italiano Giordano Bruno había propuesto la existencia de otros mundos habitados, idea que lo llevó a ser quemado en la hoguera de la Inquisición). Drake tomaba también en cuenta la probabilidad de que un planeta fuera sólido y del tamaño adecuado, y que estuviera en la “zona de Ricitos de Oro”, ni tan cerca ni tan lejos de la estrella como para ser tan caliente o frío que no pudiera contener agua líquida (que hasta donde sabemos, es indispensable para el surgimiento de la vida). Y, por supuesto, la pregunta que nos ocupa: la probabilidad de que, en un planeta así, la vida efectivamente aparezca.

A lo largo de los más de 50 años que han pasado desde que Drake propuso su ecuación, los astrofísicos y astrobiólogos han ido acumulando datos cada vez más certeros para calcular tales probabilidades. Hoy sabemos que hay abundancia de estrellas con planetas, muchos de los cuales tienen condiciones similares a las de la Tierra (el pasado 22 de Febrero, la NASA anunció el descubrimiento de siete de estos planetas alrededor de la estrella Trappist-1, situada a 40 años luz de nosotros).

¿Qué tan fácil es, entonces, que la vida surja en un planeta propicio? Una manera de estimarlo es averiguar cuánto tardó en aparecer en nuestro planeta. Actualmente se calcula, con base en métodos que toman en cuenta la abundancia relativa de distintos isótopos radiactivos, que la edad de la Tierra es de unos 4 mil 500 millones de años. Y, hasta hace poco, los fósiles más antiguos conocidos –microfósiles, en realidad, pues corresponden a microorganismos unicelulares, que fueron los primeros organismos existentes– tenían unos 3 mil 500 millones de años. La vida, entonces, parecería haber surgido de manera relativamente rápida: la Tierra habría albergado vida durante tres cuartas partes de su existencia.

Microfósiles de tubos
de hematita del cinturón
de Nuvvuagittuq
Pero el 2 de marzo pasado un grupo multinacional de investigadores (británicos, noruegos, australianos, estadounidenses y canadienses), encabezados por Crispin Little, de la Universidad de Leeds, en Inglaterra, publicó en la prestigiada revista Nature evidencia sólida de vida microbiana en rocas con una antigüedad de al menos 3 mil 700, y quizá hasta 4 mil 280, millones de años.

El problema de detectar microfósiles tan antiguos es enorme, pues la corteza terrestre está en constante cambio y muchas de las rocas que la forman no son “originales” (rocas ígneas, formadas a partir de lava solidificada), sino que han pasado por distintos procesos de “reciclado” (son rocas metamórficas). Pero los investigadores examinaron algunas de las rocas ígneas más antiguas que existen, que se hallan en el llamado cinturón de rocas verdes de Nuvvuagittuq, en Quebec, Canadá.

Lo que hallaron, mediante análisis microscópicos, geológicos y químicos increíblemente detallados, son diminutas estructuras en forma de tubo similares a las producidas por bacterias actuales que oxidan hierro y que viven en las ventilas hidrotermales del fondo del mar, sitios donde se piensa que pudo surgir la vida.

El hallazo de Nuvvuagittuq, si se confirma, adelanta sensiblemente la aparición de la vida en la Tierra, que podría haber aparecido cuando sólo había transcurrido el primer 5% de la historia terrestre. Cada vez parece más probable la hipótesis de que, dadas las condiciones necesarias, la vida emerge de manera casi automática.

En consecuencia, la probabilidad hallar vida en otros mundos como los hallados alrededor de Trappist-1, al menos en forma de microorganismos, aumenta conforme más investigamos. Lo más probable es que no estemos solos.

La ciencia, en su avance, va contestando antiguas preguntas filosóficas. Afortunadamente, siempre habrá muchas más que investigar, como las de qué deberemos hacer cuando confirmemos que existe vida en otros mundos, y si tenemos derecho a colonizarlos.

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domingo, 4 de diciembre de 2016

Amarillismo y vida de silicio

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de diciembre de 2016

"Representación de una forma
de vida basada en el silicio
y no en el carbono”, periódico ABC (http://bit.ly/2glTH9t)
En una mesa redonda en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el doctor Ruy Pérez Tamayo fustigó al periodismo científico, describiéndolo como “una cochinada, un Drácula” que deforma la ciencia hasta volverla irreconocible, y recomendó a los presentes que mejor leyeran los libros de “La ciencia para todos”, esa gran colección publicada por el Fondo de Cultura Económica cuyos 30 años se celebraban.

Aunque, luego de una bienintencionada pregunta de un servidor, reconoció que no todo el periodismo científico es malo, lo cierto es que mucho del que puede encontrarse en los medios está aquejado de un gran problema: la falta de rigor científico, producto de la falta de preparación especializada y también de conocimiento científico (no se puede escribir de deportes sin saber de deportes) en quienes lo ejercen. Esto lleva a la frecuente distorsión y exageración de las notas, y ocasionalmente a un franco amarillismo.

Caso reciente: el 25 de noviembre pasado la revista Science, una de las más importantes y reconocidas en el mundo de la ciencia, presentó un artículo de investigación que llamó la atención de los medios. El periódico español ABC publicó, ese mismo día, un titular sensacionalista: “Crean una forma de vida extravagante capaz de producir moléculas con silicio”, acompañado de una ilustración que muestra un organismo de color azul y aspecto inflable, con forma de hipopótamo, bebiendo agua (?) y descrito así en el pie de foto: “Representación de una forma de vida basada en el silicio y no en el carbono”.

Aun cuando, luego de un poco de contexto, el segundo párrafo de la nota informaba que “Investigadores del Instituto Tecnológico de California […] demuestran que es posible hacer que los seres vivos produzcan componentes de la vida extraños basados en el silicio”, no se podría culpar a un lector casual si pensara que Frances Arnold, líder del equipo de investigadores, y sus colegas, ¡habían logrado crear vida basada en silicio! O casi. Por desgracia, esto dista mucho de la verdad.

La idea de formas de vida basadas en silicio es un tema recurrente en la ciencia ficción desde hace muchas décadas. La razón es que el silicio tiene propiedades muy similares al carbono, elemento base de toda la química orgánica que forma a los seres vivos. Después de todo, se encuentra en la misma columna (grupo 14, antes IV A) de la tabla periódica de los elementos. Puede unirse a cuatro átomos simultáneamente y formar cadenas largas. Isaac Asimov, entre muchos otros, trató de imaginar en sus relatos formas de vida hechas de silicio. Pero lo cierto es que no hay evidencia de que existan, ni de que puedan existir. No podemos ni siquiera imaginar cómo sería un metabolismo completo basado en silicio, y quizá sea imposible. El tener propiedades químicas similares no quiere decir que un elemento pueda sustituir a otro en sistemas tan complejos como los que permiten la vida: algo similar ocurrió en diciembre de 2010, cuando la NASA anunció, en lo que resultó ser un fiasco monumental, haber hallado bacterias que tenían arsénico en vez de fósforo (ambos en el grupo 15, antes V A, de la tabla) en su ADN.

Entonces, ¿en qué consistió el descubrimiento, y por qué llamó la atención de los medios? Primero, algo de antecedentes: la química del carbono es fabulosa y variada, pero limitada. Se pueden fabricar moléculas orgánicas que contengan otros elementos, como el silicio –que es barato y abundante, pues forma el 30 por ciento de la corteza terrestre– que son muy útiles para muchos procesos de síntesis química (fabricar productos químicos) e industriales. Sin embargo, producir moléculas que contengan silicio unido a carbono es difícil y costoso: frecuentemente requiere como catalizadores (facilitadores de la reacción química) elementos caros como rodio, iridio y cobre.

Estructura del citocromo C
Por eso, Arnold y su equipo exploraron la posibilidad de lograr que las enzimas, los catalizadores naturales de las células, pudiesen formar dichos enlaces carbono-silicio. Partieron del abundante conocimiento que hoy se tiene sobre la estructura de las enzimas: moléculas gigantes formadas de aminoácidos, frecuentemente con algunos átomos metálicos añadidos. Seleccionaron como un candidato plausible a una proteína bien conocida, el citocromo C, que contiene un grupo hemo con un átomo de hierro (la hemoglobina que transporta el oxígeno en nuestra sangre también tiene un grupo hemo).

Explorando los citocromos C de distintas especies, encontraron que el de la bacteria Rhodothermus marinus, hallada en fuentes termales submarinas de Islandia, podía catalizar la reacción, aunque con baja eficiencia. Esto es posible porque las enzimas, aunque son altamente específicas, suelen tener de cualquier modo cierta “promiscuidad”, y llegan a catalizar, aunque no muy eficazmente, otras reacciones. Aplicando el conocimiento actual sobre ingeniería de proteínas, razonaron que si se modificaba cierto aminoácido de la enzima ésta podría catalizar la unión carbono-silicio con mayor eficacia. Entonces aplicaron otro un método conocido como “evolución dirigida” para generar, en bacterias Eschericia coli (el caballito de batalla de los biólogos moleculares) a las que se introdujo el gen del citocromo de R. marinus, numerosas variantes de la enzima, y luego seleccionaron la más eficiente.

Catálisis enzimática
de enlaces carbono-silicio
(revista Science,
http://bit.ly/2glSpes)
¿El resultado? Un citocromo C modificado que puede unir átomos de carbono y silicio con una eficiencia hasta 15 veces mayor que los mejores catalizadores de laboratorio, y lo puede hacer en un tubo de ensayo o dentro de células de E. coli vivas.

¿Significa esto que vamos a producir vida basada en silicio? Para nada. Pero sí significa que, gracias a la manipulación de los mecanismos celulares refinados por la evolución, podemos llegar a generar nuevos catalizadores, y nuevos procesos químicos, que nos permitan “explorar un espacio” de reacciones y compuestos químicos novedosos que seguramente resultarán utilísimos para la química, la ciencia de materiales, la farmacología y la industria en general.

Es entendible que los medios, siempre necesitados de más público, se enfocaran al aspecto de la vida de silicio. Es imperdonable que algunos medios, notoriamente en español –ABC, y en México el suplemento Investigación y desarrollo, que normalmente publica notas de calidad, pero que en esta ocasión reprodujo tal cual el artículo de ABC– hayan llevado la nota al extremo del amarillismo. Después de todo, aunque otros medios en el mundo también tuvieron titulares exagerados, como “¿Un paso hacia la vida de silicio?”, en Air & Space, otros fueron mucho más sensatos: “Consiguen por primera vez que el carbono y el silicio se unan en células vivas”, en Omicrono.com (aunque anteriormente la misma nota llevaba el título “Crean en laboratorio vida basada en el silicio unido al carbono”), o “Científicos diseñan organismo que forman enlaces químicos que no se hallan en la naturaleza”, en Science now, de Los Angeles Times.

En fin: aunque también exagera un poco, Pérez Tamayo ­–cuyo nombre lleva un importante premio a libros de divulgación científica patrocinado por el FCE– tiene razón. Urge mejorar los estándares del periodismo científico. En México y en el mundo. Sólo así podrán reflejar, sin exageraciones, los fascinantes avances que la ciencia contemporánea nos ofrece constantemente.
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domingo, 13 de noviembre de 2016

El árbol de Darwin evoluciona

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de noviembre de 2016

El árbol evolutivo
original de Darwin
(1837)
Acaba de terminar una semana terrible. Murió otro de los grandes, Leonard Cohen. El pueblo estadounidense demostró que no es capaz de impedir que un loco irresponsable que representa lo peor de la cultura de su país llegue al puesto de mayor poder en el planeta (hoy, increíblemente, Donald J. Trump es el personaje más famoso y más poderoso del planeta, alguien en quien todos en el mundo despertamos pensando, al menos en lo que pasa el shock inicial). Y los mexicanos demostramos que no hemos abandonado nuestras fobias y prejuicios ancestrales, y que podemos ser manipulados por campañas religiosas para discriminar a grupos minoritarios, mientras que nuestros políticos, al sepultar la iniciativa para aprobar a nivel nacional el matrimonio igualitario, demostraron que no gobiernan para beneficiar al país, sino para ganar votos.

La sección de ciencia del New York Times, al día siguiente de la fatídica elección estadounidense, anunció que estaría re-publicando algunos de sus mejores artículos de este año, como apoyo para distraer la mente de sus lectores de negro panorama político.

Eso me da pie para recuperar una fascinante noticia publicada en abril pasado: la construcción de una nueva versión, mucho más detallada, del “árbol de la vida”, que trae algunas grandes sorpresas.

La idea de árbol de la vida, el menos en el sentido moderno, biológico, procede de Charles Darwin, quien en el siglo XIX propuso que las especies de seres vivos evolucionan por un proceso de variación y selección a partir de sus ancestros. Todos los seres vivos estamos relacionados; todos somos parientes, y todos procedemos de un mismo origen evolutivo. Si representamos gráficamente este proceso, poniendo el origen de la vida en la raíz y el avance del tiempo y de la evolución hacia arriba, lo que obtenemos es precisamente un árbol cuyas ramas se bifurcan incesantemente.

Árbol de cinco
reinos de Ernst
Haeckel (1866)
En tiempos de Darwin, cuando se pensaba que el mundo se dividía en tres reinos, mineral, animal y vegetal, la taxonomía –la clasificación de los seres vivos– se guiaba por las características físicas de los distintos organismos. Posteriormente, El avance de la ciencia y el estudio de los microorganismos unicelulares, así como el desarrollo de disciplinas como la citología, microbiología y la bioquímica, hicieron que los  métodos de clasificación incluyeran también las características metabólicas de los organismos (después de todo, todas las bacterias se ven más o menos parecidas: sólo estudiando sus diferencias metabólicas se las podía distinguir). El árbol de la vida se fue complicando.

En el siglo XX se hablaba más bien de filogenia que de taxonomía (aunque ambos términos son casi sinónimos), y la genética y la biología molecular hicieron posible, por primera vez, clasificar a los organismos de acuerdo a la información contenida en sus genes, o bien expresada en la secuencia de aminoácidos que forman sus proteínas (la cual, como se recordará, depende de la información genética). Se popularizó un árbol de la vida dividido en cinco reinos: animal, vegetal, hongos (que no son ni plantas ni animales), protozoarios (organismos microscópicos, casi siempre unicelulares, con núcleo celular) y bacterias, que a diferencia de todos los anteriores, llamados eucariontes, son procariontes: organismos microscópicos unicelulares cuyas células no tienen un núcleo definido.

Árbol filogenético
de tres dominios
de Carl Woese
Pero en 1990, el investigador estadounidense Carl Woese, luego de analizar la información genética del ribosoma –organelo celular responsable de fabricar proteínas, que está presente en todas las células vivas– descubrió que el árbol de la vida en realidad tiene tres grandes ramas, a las que llamó dominios: el que incluye a los cuatro reinos de eucariontes; el de las bacterias, y un dominio nuevo que contiene a otros organismos aparentemente muy similares a éstas, pero que presentan también diferencias tan grandes que ameritaban incluirlas en su propio dominio: las arquea (o archaea en latín, anteriormente clasificadas como “arqueobacterias”).

El siglo XXI nos trajo la era de la genómica: la posibilidad de analizar ya no genes individuales, sino genomas enteros (la totalidad de los genes de un organismo). Y también, gracias a la secuenciación masiva de ADN y su análisis mediante poderosas computadoras, dio paso a la era de la  metagenómica: el análisis simultáneo de múltiples genomas de todos los distintos organismos presentes en una muestra.

Durante años, un grupo internacional de investigadores encabezados por Jillian Banfield, de la Universidad de California en Berkeley, analizaron los genes correspondientes a 16 proteínas de los ribosomas de 1,011 nuevas especies de microorganismos, descubiertas mediante métodos metagenómicos que permiten detectarlos aunque jamás se hayan observado ni cultivado en el laboratorio. Obtuvieron las muestras de ecosistemas tan diversos como la boca de delfines, ventilas hidrotermales submarinas, aguas superficiales, el desierto de Atacama, una pradera y un géiser.

El árbol filogenético
presentado por Jill Banfield
 en 2016. Nótese la gran
rama (morado) de la
radiación de
candidatos a phylum.
Luego, usando 3 mil 800 horas (más de cinco meses) de tiempo de una supercomputadora, compararon esos genomas con los de otras 2,072 especies de organismos ya conocidos, pertenecientes a todas las ramas del árbol de la vida, y construyeron un nuevo árbol filogenético que muestra, de manera más detallada que nunca antes, las relaciones evolutivas entre los seres vivos. Sus resultados se publicaron en la revista Nature Microbiology.

Dos cosas destacan en este bello árbol. Una es la cantidad inmensa de microorganismos, tanto bacterias como arquea, cuya existencia desconocíamos: resulta que la mayor parte de las especies vivas forman parte de la “materia oscura microbiana” que sólo detectamos por su ADN. Otra es una gran rama dentro del dominio de las bacterias –llamada “radiación de candidatos a phylum” (candidate phyla radiation; los phylum son un nivel de clasificación biológica intermedio entre reino y clase)– constituida por organismos jamás cultivados pero cuyo metabolismo, según se puede deducir de su ADN, es enormemente simple, al grado de que carecen de algunas funciones biológicas básicas. Se especula que pueden ser representantes de especies muy antiguas, o bien que se han adaptado para sobrevivir en simbiosis.

¿Y nosotros? Los animales, junto con todos los demás organismos eucariontes, quedamos en una rama ínfima derivada del dominio de las arquea.

La nueva y detallada imagen del árbol de la vida no sólo es fascinante: también inspira humildad. A Darwin le habría encantado. Pero quizá también nos da un sentido de perspectiva: frente a la inmensidad de la evolución biológica, la subida al poder de un desquiciado, y otras injusticias de la vida, se ven un poquito –sólo un poquito– menos amenazadoras.


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