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domingo, 26 de agosto de 2018

Generaciones, ideología y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de agosto de 2018

La idea de existen “generaciones”, entendidas como grupos de personas nacidas en ciertos años y definidas por ello y por las circunstancias histórico-culturales que les tocó vivir, sobre todo en su juventud –baby-boomers, generación X, millenials, y las que sigan– es sin duda una generalización y un estereotipo.

Pero las generalizaciones y los estereotipos no son siempre tonterías ni caprichos que busquen discriminar o descalificar. Muchas veces son atajos para pensar, que ayudan a entender algo de manera fácil y rápida, por más que con frecuencia puedan engañar o desviar nuestro pensamiento (y evidentemente, muchas veces refuerzan prejuicios negativos).

Los millenials, por ejemplo, han sido caracterizados como una generación sin resistencia a la frustración, que se creen merecedores de todo y que no maduran. La evidencia de que realmente todos, o una mayoría, sean así es, por decir lo menos, muy dudosa. Pero tampoco es totalmente falso que muchos presenten estos rasgos.

Yo, como típico representante de la generación X que crecí en mi infancia con música disco y de ABBA –acabo de disfrutar como enano la maravillosa película Mamma mia, here we go again–, y caricaturas como los Picapiedra y los Supersónicos, y que en mi juventud viví la explosión cultural –música, ropa, maquillaje, locura– de los 80, encuentro en mucha de la discusión política actual algo que me llama la atención, en particular en los representantes de la generación que precedió muy de cerca de la mía: los baby boomers (de la que mis hermanos mayores y muchos de mis colegas y amigos forman parte).

Los baby boomers son la generación de la paz, del movimiento hippie, de la liberación sexual, pero también los que vivieron la revolución cubana, las dictaduras militares y las intervenciones estadounidenses en Latinoamérica. Y, muy señaladamente, los movimientos estudiantiles del 68, que ocurrieron en Francia y varios otros países pero que aquí en México hicieron crisis en la terrible matanza del 2 de octubre. Eso, sin duda marcó su formación política y sus convicciones ideológicas.

Mi generación, la X, no vivió el 68 más que a través de los relatos de nuestros padres y hermanos mayores (aunque algunos, como yo, ya habíamos nacido, éramos niños pequeños: yo celebraba mi tercer cumpleaños ese fatídico 2 de octubre). Y no quedamos marcados tan profundamente, ni en lo político ni en lo ideológico, por ese suceso. En ese sentido –aunque nuevamente es una generalización arriesgada– creo que, a diferencia de la generación anterior, nuestras convicciones políticas no incluyen una lucha tan comprometida por las libertades y contra lo que se percibe contra como el imperialismo, el capitalismo o, más recientemente el neoliberalismo.

En mi experiencia personal, veo a muchos baby boomers que, luego de una vida donde sus luchas estudiantiles quedaron en segundo plano mientras maduraban y se dedicaban a trabajar y formar una familia, y casi como si hubiera una cierta sensación de culpa por los ideales olvidados, recuperan hoy estas luchas con renovado entusiasmo.

(Curiosamente, los millenials, que básicamente son hijos de los baby boomers, parecen hoy retomar las convicciones de sus padres, y presentan convicciones muy arraigadas e intensas en cuanto a la lucha democrática y esa visión ideológica que tiende a ver el mundo de forma más bien binaria, dividido en capitalismo versus socialismo, opresores versus oprimidos, etc.)

En México, la larga campaña de Andrés Manuel López Obrador, que por más de 18 años buscó ganar la presidencia, basada en la idea de una “nueva república”, una “renovación nacional”, un “nuevo régimen” o una “cuarta transformación” que promete remediar todo lo que es malo e injusto en el país y traer una nueva era de prosperidad y justicia para todos, coincide con esa vieja idea de la lucha izquierdista que tenían los baby boomers (y sus hijos millenials). Quizá por ello muchos han abrazando con fervor casi religioso este movimiento.

Curiosamente, ese tipo pensamiento de izquierda setentera –y no lo digo con sorna: forma también parte de mis convicciones y mi educación familiar– también parece manifestarse en un sesgo ideológico que, al tiempo que busca reconocer e incorporar las tradiciones, el multiculturalismo y los conocimientos tradicionales de las diversas comunidades que conforman las naciones, adopta igualmente un estilo de pensamiento mágico que incluye creencias supersticiosas, apoya supuestas “medicinas alternativas” que jamás han logrado demostrar su eficacia, y hasta llega a equiparar creencias tradicionales con el conocimiento científico. Lo que el escritor, periodista y divulgador científico radicado en España Mauricio-José Schwarz ha denominado “la izquierda feng-shui” (vale la pena leer su libro homónimo, Ariel, 2017).

El pasado 25 de agosto, la persona designada por López Obrador para encabezar el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) en el próximo sexenio, Elena Álvarez-Buylla, expresa en una reveladora entrevista en el diario La Jornada (disponible en http://bit.ly/2Ltihl4), cómo sus convicciones ideológicas están como para ella por encima de la producción y aplicación del conocimiento científico, basado en evidencia verificable, y comprobablemente eficaz. Entre otras cosas, y entre insistentes referencias a “paradigmas neoliberales”, a lo “dañino” de la competencia entre científicos, a modelos “más cooperativos y menos patriarcales” y a “colaboraciones virtuosas” (una de sus palabras preferidas), la futura funcionaria afirma: “Vamos a cambiar de un modelo de competencia a ultranza a un modelo de cooperación y solidaridad sustancial, un poco aprendiendo de nuestros pueblos originarios que hacen tequio [cursivas mías] para todo y así resuelven los problemas”.

Por si usted, como yo, no lo sabía, el tequio es, según la Wikipedia, una “faena o trabajo colectivo no remunerado que todo vecino de un pueblo debe a su comunidad”, y añade que “es una costumbre prehispánica que con diversos matices continúa arraigada en varias zonas de este país” (aunque el diccionario de la Real Academia lo defina, al parecer erróneamente, como una “tarea o faena que se realiza para pagar un tributo”).

En la visión del futuro Conacyt que delinea en la entrevista, Álvarez-Buylla insiste también en poner el “conocimiento autóctono” o tradicional en plano de igualdad con el científico.

Inquieta esta visión del nuevo Conacyt, principal rector de ciencia, la tecnología y la innovación en el país. A nivel internacional, el control de calidad de la investigación científica se basa en el sistema de evaluación por pares (en el que, nos guste o no, las revistas arbitradas juegan un papel central). La visión planteada por Álvarez-Buylla para el nuevo Conacyt parecería proponer prácticas quizá más “democráticas”, pero sin duda menos rigurosas –como el tequío– como alternativas para tomar decisiones que afectarán a la ciencia nacional. Esto es más preocupante si se toma en cuenta que se plantea centralizar gran parte de la política científica en el propio Conacyt (en la misma línea que el gobierno entrante parece querer centralizar casi todas las decisiones de poder, debilitando así el federalismo y la pluralidad democrática).

Equiparar el “conocimiento tradicional” con el científico no es sólo un error de categorización que revela una pobre concepción filosófica respecto a la ciencia, el conocimiento que produce y su importancia en la sociedad. También abre la puerta a una multitud de “conocimientos alternativos” que pretenden presentarse como equivalentes con el producido por la ciencia.

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domingo, 10 de junio de 2018

La pobreza de las ciencias

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de junio de 2018

El pasado 3 de junio falleció, a los 89 años, el astrólogo mexicano Esteban Mayo, decano de su disciplina.

La astrología es ampliamente reconocida como una seudociencia. En todo caso, su presencia en los medios podría justificarse como simple entretenimiento: divertido, con personajes que van de lo pintoresco a lo ridículo (recordemos a la versión churrigueresca del ya de por sí barroco Esteban Mayo, Walter Mercado, o a la indescriptible Mhoni Vidente). Pero eso sí: sin ninguna pretensión de validez. Quienes viven de ella son básicamente charlatanes que medran a base de estafar a la gente que realmente cree que pueden “predecir” el futuro. Y muchos estafan también de otras maneras: Mayo vendía además una serie de productos “de belleza y cuidado personal” como “aceites egipcios”, veladoras zodiacales personalizadas y libros esotéricos. A pesar de ello, la muerte de Esteban Mayo desató una serie de comentarios en las redes donde se le consideraba una especie de sabio, un maestro y poco menos que un benefactor de la humanidad.

Recuerdo una vez en que compartí con él una cabina de radio para una mesa redonda, donde expresó su desprecio hacia la ciencia: “Me dan lástima los científicos –expresó–, porque creen que saben”.

Hay que reconocer que en algo tenía razón “el astrólogo de las estrellas”: comparada con la astrología, la quiromancia, la cartomancia y otras “mancias” (artes adivinatorias), y con el pensamiento místico, mágico y esotérico en general, que básicamente lo saben todo –y lo que no lo inventan, diría mi abuelita–, la ciencia es una disciplina de gran pobreza y limitación. Lejos de saberlo todo, sabe muy poco, y lo poco que sabe se ve enormemente restringido, porque tiene necesariamente que basarse en la evidencia –o en las deducciones derivadas rigurosa, matemáticamente, a partir de ella.

Pero son esa pobreza y limitación, esa necesaria modestia, sus cualidades más valiosas. Porque lo poco que sabe la ciencia –aunque su acervo crece constantemente– lo sabe con una gran certeza. La ciencia produce el conocimiento más confiable que el ser humano ha sido capaz de generar. Conocimiento que, además, se corrige constantemente, cambia, evoluciona y avanza. Pero, paradójicamente, al avanzar nos va revelando el campo cada vez más extenso de lo que ignoramos.

Ya me gustaría a mí ver a un astrólogo, adivinador o esotérico que reconociera siquiera las limitaciones o la falibilidad de su disciplina.

Pedro Duque, astronauta y
ministro de ciencia español
Mientras en México ocurre esto, en la España que estrena un nuevo gobierno, encabezado por Pedro Sánchez, pueden sentirse orgullosos de que su nuevo Ministro de Ciencia, Innovación y Universidades es nada menos que un ingeniero aeronáutico y astronauta real de la NASA y la Agencia Espacial Europea: el madrileño Pedro Duque (@astro_duque), que ha dedicado su vida a la educación, la promoción del pensamiento científico y de la industria basada en ciencia, y al combate de las seudociencias. (Recientemente tuiteó, sarcástico: “El Reiki es lo que mi abuela llamaba “cura sana culito de rana”. A los niños con pupitas [ampollas por sarampión] los consuela mucho”, lo cual enfureció terriblemente a los defensores de esta seudoterapia.)

Por su parte, la nueva Ministra de Salud (en realidad de Sanidad, Consumo y Bienestar Social), Carmen Montón, es licenciada en medicina y tiene una trayectoria de lucha por el matrimonio igualitario, la interrupción voluntaria del embarazo y otras valiosas causas sustentadas en el conocimiento científico. Es también una férrea crítica de las seudociencias. España tiene también a una Ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera, que entre otras cosas buscará regular más estrictamente las centrales nucleares y reducir la emisión de gases de invernadero. Y hay otros seis nuevos ministros abiertamente opuestos a la charlatanería seudocientífica.

Al mismo tiempo, ante el hecho de que la mitad de los españoles confían en seudoterapias sin sustento científico o médico, la Confederación de Sociedades Científicas de España y la Federación de Asociaciones Científico-Médicas Españolas han decidido (en buenahora) lanzar una campaña para erradicar, a través de esfuerzos de divulgación y de cabildeo político, las seudomedicinas del sistema de salud español.

España salió recientemente de una grave crisis económica, y apenas supera una crisis política. Y aun así, al comparar con lo que sucede en nuestro país, donde las “medicinas alternativas” florecen con apoyo de distintas autoridades, la diferencia entre el primer y el tercer mundo resulta más dolorosa que nunca.

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domingo, 3 de junio de 2018

Perdiendo la batalla

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de junio de 2018

Cañones antigranizo
de principios de siglo
1) Recientemente una amistad querida y muy respetada se molestó profundamente conmigo en las redes sociales (¿dónde más?) porque critiqué un programa de radio de “autosuperación” que se basa en la peregrina idea de que hay nueve personalidades. Y de que básicamente todos los problemas, dilemas y decisiones que pueda uno enfrentar en la vida se pueden resolver sabiendo qué tipo de personalidad tiene uno y las personas con quienes se relaciona. (El programa salpica este profundo conocimiento con algunas pizcas de astrología y de pensamiento místico general).

2) El pasado viernes 1º de julio circuló una noticia que daría risa si no fuera triste: agricultores de los municipios de Coronango y Cuautlancingo, cercanos a la capital de Puebla, bloquearon la entrada a la fábrica de automóviles Volkswagen en protesta “por el uso de cañones antigranizo” (supuestamente para “cuidar las carrocerías” de los vehículos que produce), que según ellos son causantes de la sequía que ha afectado sus cultivos.

¿Existen los cañones antigranizo? Sorprendentemente, sí, y hay empresas que los venden en un millón de pesos la pieza. Consisten en un depósito de acetileno y un mecanismo detonador que produce ondas de choque (sonoras) las cuales, mediante una torre en forma de trompeta, se proyectan hacia las nubes de granizo. Esto supuestamente evita la formación de los núcleos sólidos, provocando que sólo caiga agua líquida.

Cañón antigranizo
moderno
Pero ¿tienen alguna utilidad? La verdad es que no existe absolutamente ninguna evidencia de que así sea, y los expertos climatólogos los consideran sólo una estafa. Lo cual no obsta para que haya en todo el mundo quienes los usan. De modo que la Volkswagen, si en verdad los emplea, está siendo estafada, y los campesinos, al protestar, yerran doblemente, pues los famosos cañones no sólo son inútiles, sino que, aun si realmente funcionaran, evitarían granizadas, pero no lluvias. La sequía tiene más que ver con la ola de calor que sufre gran parte del país que con tecnología fantástica. (Eso sí, los cañones son ruidosos y muy molestos.)

3) El 2 de junio los medios internacionales informan que en Italia, que vive un brote de sarampión –enfermedad prácticamente erradicada en todo el mundo– se ha nombrado como ministra de salud a Giulia Grillo, que es, si no una defensora del movimiento antivacunas, sí una escéptica que opina que la decisión de vacunar o no debe depender de los padres. Lo cual es prácticamente lo mismo.

4) El 30 de mayo el periodista científico Alan Burdick publica en The New Yorker un extenso reportaje sobre los tierraplanistas, personas que creen que la Tierra en realidad no es un esferoide sino un disco plano (rodeado por una infranqueable pared de hielo), y que hay una inmensa conspiración internacional para ocultarlo. Más de 500 de ellos se reunieron en noviembre pasado en Raleigh, Carolina del Norte, para celebrar su congreso: la Primera Conferencia de la Tierra Plana.

Burdick opina que la proliferación de ideas absurdas como ésta obedece a múltiples factores, entre ellos el deterioro educativo para fomentar el pensamiento crítico, las necesidades insatisfechas de los ciudadanos y su consecuente disgusto con el sistema, y el auge de las redes sociales, con su falta de control de calidad de los contenidos publicados.

Yo lo que creo es que en las sociedades modernas estamos perdiendo la batalla contra la ignorancia.

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domingo, 7 de mayo de 2017

Ciencia y no ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de mayo de 2017

Con frecuencia abordo en este espacio temas que tienen que ver con disciplinas que, sin tener sustento ni reconocimiento científico, se presentan o se hacen pasar como ciencia. De ahí su nombre: falsas ciencias, o seudociencias.

Invariablemente, recibo en esas ocasiones mensajes de lectores inconformes y molestos, que me tildan de dogmático, intolerante, ignorante y otros adjetivos no menos floridos. (Me consuela, al menos, estar en compañía de otros escépticos notables a quienes considero mis maestros, como Isaac Asimov, James Randi, Martin Gardner, Carl Sagan, Michael Shermer y otros.) Invariablemente, también, quienes así opinan son creyentes fervorosos, qué casualidad, en la seudociencia abordada en mi texto.

El universo de las seudociencias es infinitamente amplio y variado. Caben en ella locuras que cualquier persona medianamente sensata e informada rechazaría como absurdas –que la Tierra es plana o hueca, o que estamos gobernados por una raza de extraterrestres de aspecto reptiliano–, y otras que, aunque absurdas, forman ya parte de cierta cultura popular poco informada científicamente, y que tienen numerosos seguidores: la creencia en ovnis tripulados por extraterrestres que nos espían desde las alturas; en la existencia de fantasmas y duendes; la negación de la teoría de la evolución frente a la idea de un creador, o las dudas sobre si realmente la NASA logró llevar, en 1969, hombres a la Luna.

Muchas seudociencias se basan simplemente en la falta de información, sumada a la tendencia humana a creer en aquello que nos “suena” bien y coincide con nuestras creencias previas, y a dar más crédito a simplonas teorías de conspiración que a explicaciones científicas complejas y en cierta medida ambiguas (pues la ciencia ofrece conocimiento confiable pero tentativo y provisional, siempre mejorable, nunca absoluto).

Muchas otras seudociencias, en cambio, mezclan también ideas místicas o esotéricas, como la creencia en “fuerzas vitales” que animan a los seres vivos; en propósitos trascendentes que suponen que “las cosas pasan por algo” (“leyes de la atracción”, karma, etcétera), y en general en fuerzas sobrenaturales que influyen en los sucesos que ocurren en el universo. La ciencia, por supuesto, rechaza todo supuesto sobrenatural de este tipo, y practica un “naturalismo metodológico” que, si bien no niega la posibilidad lógica de que haya fuerzas más allá de lo natural, entidades espirituales o propósitos trascendentes, sí reconoce que ninguna de estas posibilidades es útil o aporta algo al estudio científico del universo, y por tanto las excluye de las explicaciones científicas. No se trata de un prejuicio, sino de una limitación metodológica: lo espiritual o sobrenatural no puede ser estudiado con los métodos de la ciencia, ni para probarlo ni para refutarlo.

Particularmente peligrosas y dañinas son las seudociencias médicas, a las que suelo referirme con frecuencia, no sólo por su comprobada ineficacia, sino porque, al distraer a los pacientes de los tratamientos realmente útiles, ponen en peligro su saludo o su vida. Muchas de ellas incorporan conceptos místicos: numerosas seudomedicinas y terapias “alternativas” introducen, como elementos básicos de su doctrina, conceptos de tipo metafísico hace mucho refutados por la investigación médica, como la creencia en “energías” misteriosas que controlan la salud y la enfermedad (vitalismo).

Los defensores de esta seudomedicinas, además, atacan siempre a la medicina científica, acusándola de ser “reduccionista” y “materialista”: la descalifican precisamente por adoptar una postura naturalista. Sin embargo, la investigación médica rigurosa jamás ha podido demostrar, de manera clara –como se hace con los resultados de cualquier investigación médica aceptada– la efectividad de estas terapias. Si lo lograran, la comunidad médica y científica adoptaría inmediatamente sus resultados y buscaría la manera de aplicarlos y mejorarlos.

Parecería que, si hay tantas “medicinas alternativas” y teorías intrigantes no aceptadas por la ciencia, y si tanta gente cree en ellas, el menos algunas deberían tener bases reales, deberían ser ciertas. Sin embargo, en ciencia se requiere evidencia rigurosa y sistemática que respalde a una teoría. Si no la hay, ninguna teoría, por atractiva que sea, logra ser aceptada. Así funciona la ciencia.

Si pensamos en la ciencia como un círculo de conocimiento confiable que se va expandiendo en el infinito campo de lo que ignoramos, en su interior hay teorías sólidas, aceptadas por el consenso de la comunidad científica, y que cuentan con abundante evidencia experimental que las avala. En sus orillas, que son un tanto borrosas, hay otras teorías que se consideran prometedoras y que, aunque quizá aún no cuenten con suficiente evidencia, son coherentes con el resto del conocimiento científico y ofrecen posibles maneras de ser puestas a prueba, para llegar quizá a ser plenamente aceptadas. Por lo pronto, vale la pena explorar su potencial.

Pero las seudociencias se hallan claramente fuera de este círculo: además de carecer de evidencia, contradicen el conocimiento científico aceptado. Por más lógicas que suenen, por más que nos gustaría que fueran ciertas (porque, además, siempre ofrecen cumplir nuestros más anhelados deseos), no pueden ser consideradas como ciencia.

El ser humano tiene una sorprendente tendencia a engañarse a sí mismo. La ciencia es el método más útil que ha logrado desarrollar, a lo largo de su historia, para contrarrestar esa tendencia. Mantener y defender la división entre ciencia y seudociencia no es intolerancia ni dogmatismo. Es control de calidad.

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martes, 27 de diciembre de 2016

La invasión de los curanderos capitalinos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de diciembre fun, fun, fun, digo de 2016

¿Es válido promover las seudociencias con el pretexto de ofrecer servicios de salud basados en las “medicinas tradicionales”?

El Gobierno de la Ciudad de México cuenta con una Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades (Sederec), cuya responsabilidad, según su página web, es “establecer y ejecutar políticas públicas y programas en materia de desarrollo rural; atención a pueblos indígenas y comunidades étnicas, huéspedes, migrantes y sus familias”.

Su existencia obedece a que un porcentaje pequeño pero significativo de la población capitalina vive en zonas rurales, que se concentran en las delegaciones de Milpa Alta, Tláhuac, Xochimilco, Álvaro Obregón, Cuajimalpa y Magdalena Contreras, en las que se realizan actividades agropecuarias (Milpa Alta, por ejemplo, es el principal productor de nopal a nivel mundial, y lo exporta hasta a Japón). Además, la ciudad cuenta con un alto porcentaje de inmigrantes rurales e indígenas, muchos de los cuales tienen idiomas distintos al español como lengua materna.

El muy loable “objetivo rector” de esta Secretaría es, siempre según su página web, “promover la equidad, la igualdad y la justicia social entre estos sectores de población, a través de la aplicación de programas encaminados a mejorar sus condiciones de vida, equiparándolas con el resto de la población, en un marco de pleno respeto y reconocimiento del carácter pluriétnico y multicultural que caracteriza a la Ciudad de México”.

Sin embargo, las buenas intenciones parecen torcerse cuando uno se entera de algunas actividades que promueve la Secretaría. El pasado 20 de diciembre emitió un boletín de prensa, reproducido en numerosos medios de comunicación, con el encabezado “Curanderos de la CDMX atendieron a más de 11 mil 500 personas en Casas de Medicina Tradicional”. Estas 25 casas, ubicadas en distintas Delegaciones, son “espacios de atención a la salud” que forman parte del Programa Medicina Tradicional y Herbolaria en la Ciudad, que busca –sigo citando de la página web de la Sederec– “atender problemas de salud primaria de la población indígena y de pueblos originarios de la Ciudad de México desde un enfoque de respeto a sus métodos de curación tradicionales, así como de sus usos y costumbres”.

Dicho programa se enfoca principalmente a la herbolaria y la medicina tradicional. Y eso está bien, aunque habría que reconocer dos cosas. Una: que la herbolaria, aunque ofrece numerosos remedios que son eficaces –y otros que no lo son–, tiene también riesgos, entre los que se hallan la dificultad para controlar las dosis que se ofrecen y la falta de preparación médica formal de sus practicantes. Si bien la herbolaria, a través de las disciplinas de la farmacognosia y el estudio de los productos naturales, ha aportado mucho a la moderna farmacología, pretender que sus tratamientos son equivalentes a la medicina científica, basada en evidencias, es tramposo. Y dos: aunque algunos tratamientos que forman parte de las medicinas tradicionales, como los baños en temazcal o los masajes con piedras calientes mencionados en el boletín de la Sederec pudieran tener alguna utilidad terapéutica –o al menos ser sabrosos–, otros son evidentemente inútiles, como las “armonizaciones, curada de susto, empacho y tronada de angina”, que según el boletín se ofrecen también en las Casas de Medicina Tradicional.

Al mismo tiempo, dichas Casas dan credibilidad, según se menciona en el boletín, a entidades médicas inexistentes como “susto, empacho, mal de ojo, nerviosismo”. Al reconocerlas como enfermedades reales, la Sederec y el propio Gobierno de la Ciudad de México le hacen un muy flaco favor al cuidado de la salud de las poblaciones indígenas a las que dicen querer beneficiar. Más preocupante: los curanderos –que la Sederec también “certifica” mediante sus programas– ofrecen tratar enfermedades reales y graves como diabetes, hipertensión y adicciones, que deberían ser atendidas por personal médico con formación científica formal.

La cereza en el pastel es hallar, entre los tratamientos que la Sederec ha apoyado en 2016 a través de su Programa Medicina Tradicional y Herbolaria, terapias seudomédicas que ni siquiera forman parte de las tradiciones mexicanas y que son más bien estafas terapéuticamente inútiles que deberían ser combatidas por entidades como la Cofepris –Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios–, como la acupuntura, el jugo noni, la curación mediante cuarzos y obsidianas y los “champús anticaída personalizados”.

Es importante defender nuestras tradiciones, y reconocer el valor y dignidad de las culturas originarias. Pero cuando se trata de salud, ofrecer el “cierre de cintura” maya como un tratamiento “alternativo” confiable o útil es equivalente a estafar a las poblaciones que la Sederec está obligada a atender. La medicina científica no es una opción más: es la única medicina cuya confiabilidad podemos garantizar, pues es probada a través de estudios clínicos y análisis rigurosos. Los tratamientos tradicionales o “alternativos”, cuando demuestran ser útiles, pasan a formar parte de ella. Promoverlos como “una alternativa de salud que proteja la economía” es simplemente deshonesto, desde el punto de vista intelectual, científico y médico.

Un buen regalo de navidad para las poblaciones que la Sederec atiende sería, sin descuidar la herbolaria y la medicina tradicional, apoyar sólo aquellos tratamientos provenientes de ella que hayan demostrado ser útiles –la Sederec, en colaboración con la Secretaría de Salud capitalina, podría incluso ser punta de lanza en la investigación en este campo–, y recanalizar los fondos que se han usado para apoyar remedios milagro y seudomedicinas hacia verdaderos tratamientos médicos que apoyen la salud de la población rural, indígena y migrante de esta gran ciudad.



¡Mira!

Por cierto: ya que estamos siendo críticos con el Gobierno de la CdMx, es una verdadera vergüenza el pésimo servicio que proporciona la empresa EcoParq, que maneja el programa de parquímetros de la ciudad, con una única oficina que atiende en un limitadísimo horario de 8:30 am a 1:30 pm sólo de lunes a viernes, lo que hace obligatorio faltar al trabajo para cualquier trámite. Además, se dan el lujo de no trabajar en vacaciones y tienen un call center donde jamás contestan una llamada.

¡Que haya pasado usted una feliz navidad, y que tenga, a pesar de los pesares, un magnífico año nuevo 2017!
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miércoles, 8 de junio de 2016

Una cultura compatible con la ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de junio de 2016


Desde hace décadas, el doctor Marcelino Cereijido ha estado promoviendo una cruzada a favor de la ciencia.

A través de libros, conferencias, seminarios, cursos y proyectos, el destacado fisiólogo mexicano nacido en Buenos Aires ha defendido la importancia de no sólo de apoyar y desarrollar la investigación científica –labor en la que ha recibido los más altos reconocimientos–, sino divulgar la ciencia y, sobre todo, de tratar de que la manera de ver el mundo que nos ofrece vaya permeando en nuestra cultura nacional –y regional, porque los problemas de México son en gran parte los de toda Latinoamérica– hasta volverse parte de ella.

A través de libros como Por qué no tenemos ciencia (Siglo XXI, 1997), La ignorancia debida (El Zorzal, 2006) y La ciencia como calamidad (Gedisa, 2012) (de entre su copiosa producción bibliográfica, donde hay otros libros tan disfrutables como el relato autobiográfico La nuca de Houssay, la invitación a la ciencia que constituye Ciencia sin seso, locura doble y la recopilación de ficciones titulada El doctor Marcelino Cereijido y sus patrañas), Cereijido ha explicado que la ciencia es uno de los productos más importantes de la actividad humana, que es el factor que distingue a los países ricos y poderosos de los pobres, atrasados y sojuzgados, y que una de las razones por las que la ciencia y su compañera la tecnología no se han desarrollado en la América Latina es debido a nuestra histórica cultura católica, en la que, por ejemplo, se fomenta la creencia en dogmas por encima del pensamiento crítico, y la salvación no se obtiene mediante el trabajo (como ocurre en las culturas protestantes), sino el arrepentimiento.

Pero también se ha dedicado a explicar, a diestra y siniestra y en cualquier foro donde se lo han permitido, cómo la ciencia es un producto de la evolución humana, una adaptación que nos permite sobrevivir como especie, pues nos ayuda a resolver problemas de forma eficaz. El problema, irónicamente, es que en culturas como la nuestra –a diferencia de los países desarrollados– no hemos sabido, como sociedad, aprovechar tan poderosa herramienta, que vemos como una especie de lujo, y ante una dificultad tendemos a buscar soluciones mágicas que van desde rezar o poner una veladora a la virgen hasta encomendarnos a políticos que ofrecen arreglar las cosas con mera palabrería. (Todo esto lo digo con mis propias palabras: seguramente Cereijido lo expresaría de forma muy distinta.)

Para Cereijido el problema es que nuestra cultura no sólo no incluye a la ciencia: no es compatible con ella. Y se ha propuesto desde hace ya tiempo buscar maneras de hacer que lo sea. Yendo más allá de la idea de simplemente divulgar la ciencia o fomentar la cultura científica de los ciudadanos, quiere construir en México una cultura compatible con la ciencia. Si entiendo bien, esto significaría encontrar el modo de abordar temas como la religión, la salud, las artes, la política, la economía, la agricultura y todas las áreas de la actividad humana de maneras que tomen en cuenta lo que la ciencia nos puede decir al respecto, para construir así interpretaciones que sean compatibles con ella.

Es un proyecto ambicioso. Pero, indudablemente, valioso e importante. Por lo pronto, yo le recomiendo acercarse a las ideas de Marcelino Cereijido. No se arrepentirá.

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