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domingo, 31 de diciembre de 2017

2018 y lo que sigue: un cuento pesimista

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 31 de diciembre de 2017

Cuando el Fantasma de Las Navidades Por Venir se le apareció al viejo y amargado Ebenezer Scrooge, le vaticinó que las decisiones que había tomado durante toda su vida determinarían su destino, y que éstas habían sido tan desafortunadas que su futuro amenazaba con ser tormentoso y lleno de dificultades, pesar y sufrimiento.

Scrooge, que en este cuento simboliza a la humanidad toda, no se podía decir sorprendido, porque ya antes había recibido las visitas de otros dos espectros.

El Fantasma de las Navidades Pasadas le había mostrado los múltiples errores que había cometido, y que habían pavimentado el camino hasta su situación actual. Entre otros, el avance industrial y económico desmedido, con el consecuente descuido del ambiente: desforestación, extinción de especies, contaminación y un terrible hoyo en la capa superior de ozono (aunque ese error había sido detectado a tiempo, y el mundo entero había logrado organizarse para ponerle remedio, proceso que sigue en marcha). Y, sobre todo, la liberación de gases de efecto invernadero, particularmente dióxido de carbono producto de la quema de combustibles fósiles como carbón y petróleo, y en menor medida de madera y bosques, que habían causado un terrible calentamiento global que volvía loco el clima y amenazaba con causar daños inimaginables a escala mundial.

Pero eso no era todo: Scrooge –la humanidad, en este cuento– había también permitido que el sistema económico mundial fuera regido por una ideología que algunos llaman neoliberalismo, aunque otros niegan su existencia, pero que había acentuado la desigualdad y debilitado el poder de los gobiernos para controlar a las grandes corporaciones. Y no sólo eso: también había permitido que el sistema educativo de muchísimos países se degradara, deslumbrado por promesas como que el uso de computadoras sustituiría a la enseñanza tradicional, o que los estudiantes ya no necesitaban saber cosas, sino sólo “saber cómo aprender”. Esto, sumado a la revolución digital, tuvo como resultado que las generaciones jóvenes casi no leyeran libros, y que cualquier texto de más de 140 caracteres fuera considerado como “demasiado largo”. Para no hablar del deterioro de sus habilidades matemáticas y su cultura general. Todo esto había tenido como consecuencia que el pensamiento crítico, la herramienta más poderosa de que el ser humano dispone para sobrevivir y hacer de su mundo algo mejor, fuera cada vez menos apreciado y estuviera cayendo en franco desuso (un preocupante signo de esto era la desconfianza en la ciencia y sus resultados que se había vuelto común en los medios y entre los ciudadanos de todas las naciones, para regocijo de charlatanes y conspiranoicos).

Pero además, Scrooge –que sigue siempre representando, en este relato, a la humanidad– había permitido que los viejos conflictos que hay entre religiones que no han pasado por un proceso de reforma y secularización, como el Islam, y el mundo occidental cristiano, o como los que persisten entre Israel y Palestina, siguieran creciendo hasta provocar nuevas guerras, actos de terrorismo y violencia, pérdida de libertades en diversos territorios y otros males parecidos.

El Fantasma de la Navidad Presente, por su parte, le mostró a Scrooge los resultados de todo esto: un mundo donde la injusticia y la desigualdad van en aumento, donde las instituciones que habían promovido un mundo con mayor bienestar para cada vez más personas se están desintegrando; donde la estabilidad laboral, la seguridad social, la paz, la salud y la confianza misma en un ambiente propicio, saludable y sostenible están en riesgo. Donde los ideales de la Ilustración se consideran obsoletos. Un mundo donde, simbólicamente, un sociópata ignorante, egoísta, mentiroso, inseguro, rencoroso e impulsivo como Donald Trump puede ser presidente del país más poderoso, y toma todos los día decisiones que dañan a millones de personas.

Dos de las más recientes, enfatizó el Fantasma de la Navidad Presente, son haber despedido a la totalidad de su Consejo Asesor sobre VIH/sida –lo cual hace temer que apoyará medidas retrógradas y peligrosas como promover la abstinencia en vez de impartir una necesaria educación sexual a los jóvenes estadounidenses– y lanzar una orden que prohíbe que el Centro de Prevención y Control de Enfermedades estadounidense  use palabras como “transgénero”, “feto”, “diversidad” “vulnerable”, ni las expresiones “basado en evidencia” o “basado en datos científicos”, lo cual representa, además de un riesgo para la salud del pueblo estadounidense, un ataque a la defensa de los derechos humanos y al pensamiento científico que había sido, entre otras cosas, uno de los motores del progreso de los Estados Unidos.

En este punto usted podría pensar que Scrooge sería más adecuado en esta historia para representar a Trump. Pero no es así: después de todo, Scrooge, al final del clásico cuento de Dickens, termina recapacitando y cambiando para volverse una mejor persona. Cosa que Trump jamás hará, porque está incapacitado para hacerlo. (Trump se parecería más, en todo caso, a Marley, el socio de Scrooge que terminó penando eternamente mientras arrastraba cadenas, y regresó sólo para intentar salvar el alma de su amigo, advirtiéndole de la próxima visita de los tres fantasmas.)

¿Y qué pasó entonces? Me encantaría decirle que Scrooge –la humanidad– recapacitó, tomó medidas urgentes para corregir todo lo que estaba mal, y que la historia tuvo un final feliz. Pero… no parece que vaya a ser así.

Y colorín colorado, este cuento, igual que este desconcertante año, se ha acabado. Este columnista le desea, a pesar de todo, el mejor 2018 que sea posible.

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domingo, 26 de noviembre de 2017

La era de la locura

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de noviembre  de 2017

El mundo parece estarse yendo a la mierda. En muchos sentidos, pero hoy quiero referirme a uno muy específico: al preocupante hecho de que nuestra especie está perdiendo lo más valioso que tiene, el conocimiento, para sustituirlo por la locura.

Un ejemplo concreto: hace unos diez años, en los cursos que constantemente imparto sobre cómo escribir de ciencia para un público general, cuando en la sección dedicada al combate a las seudociencias (una parte importante, aunque poco apreciada, de la labor de divulgación científica), solía mencionar la existencia de personas que creen que la Tierra es plana, e incluso le mostraba a los alumnos la existencia de una “Sociedad de la Tierra Plana” (Flat Earth Society). Su reacción era de absoluta incredulidad: no podían concebir que hubiera gente que realmente creyera tonterías como esa.

Hoy las cosas son muy distintas: no sólo hallamos por todos lados noticias sobre “tierraplanistas” (especialmente en internet, y especialmente videos en YouTube dando elaboradas explicaciones de por qué creen tal cosa), sino que la semana pasada nos enteramos por la prensa y los medios masivos de la celebración en Carolina del Norte de la primera Conferencia Internacional de la Tierra Plana (Flat Earth International Conference, o FEIC), evento que, según reportó Milenio Diario el pasado 21 de noviembre, está “destinado a cuestionar que la Tierra sea esférica”.

Más específicamente, según la página web oficial del evento, tenía como propósito “la verdadera investigación científica sobre la Tierra creada” (cursivas mías). Los argumentos que dan los creyentes en la Tierra plana son francamente hilarantes: una conspiración mundial que agruparía a todas las potencias espaciales, el uso de photoshop para alterar todas las fotos que muestran a la Tierra desde el espacio, la negación de toda la física, desde Newton hasta Einstein, que explica la gravedad y el movimiento de los cuerpos (para algunos tierraplanistas –porque hay varias subespecies– la gravedad es sólo el efecto del avance del disco plano de la Tierra a través del espacio, que nos mantiene pegados al suelo) y muchas otras tonterías.

Por supuesto, la idea de una Tierra plana es muy antigua y está ligada a muchas viejas concepciones mítico-religiosas, como la de que el firmamento está pintado en una inmensa cúpula que cubre todo el mundo, a través de la cual se mueven la Luna y los planetas… de algún modo. Muchos tierraplanistas creen también que los límites de lo que tendríamos que llamar “el disco terrestre” están formados por un muro inaccesible de hielo, por el que nada puede pasar. Cuando se les cuestiona sobre si creen que debajo de la Tierra plana haya cuatro elefantes sostenidos por una inmensa tortuga, o alguna otra de las múltiples creencias antiguas sobre el tema, simplemente eluden la pregunta diciendo que “nadie puede saber” qué hay más allá del mundo conocido.

Rascando un poquito se descubre pronto que muchos de los defensores de la Tierra plana basan su creencia en ideas religiosas (de ahí lo de “Tierra creada”), sobre todo provenientes del cristianismo literalista de muchas iglesias protestantes norteamericanas. Milenio reporta que el organizador de la Conferencia, un tal Robbie Davidson, afirma que la visión científica del mundo (que él califica de “agenda” y llama, confusamente, “cientificismo”) busca, a través de ideas como la evolución o la teoría del Big Bang, “alejar a las personas de dios”.

Usted podría pensar que se trata sólo de un grupo de locos. Pero es un grupo creciente. Y no se trata sólo de los tierraplanistas y de los fanáticos religiosos extremos que niegan la evolución y defienden el creacionismo y la interpretación literal de la Biblia, incluyendo la creación de Adán y Eva, el diluvio y el arca de Noé. Están también los negacionistas del sida, que no creen que esta enfermedad sea contagiosa ni producida por un virus; los negacionistas del cambio climático, de los cuales el más peligroso es hoy presidente de los Estados Unidos; los negacionistas de las vacunas, que siguen creciendo en número y han logrado ya que en varios países resurjan los brotes de enfermedades ya controladas y casi eliminadas, como sarampión o paperas. Y muchos otros que desconfían, por sistema, del conocimiento científico y defienden las más peregrinas y peligrosas teorías de conspiración.

Se trata, literalmente, de la decadencia de una cultura global, surgida desde la Grecia antigua, retomada, luego de una oscura Edad Media, durante el Renacimiento, y que gracias a la Ilustración llegó a ser la base de las sociedades modernas. Hoy, gracias a los fenómenos paralelos del deterioro de la educación a nivel global, y del surgimiento de la era de la información, se han dado las condiciones para su caída.

La era de la información trajo consigo, paradójicamente, a la era de la desinformación. Y desinformación no quiere decir falta de información, sino por el contrario, un exceso de información errónea, falsa, sesgada y malintencionada (otros nombres que recibe son fake news, posverdad). Y ésta circula gracias dos factores. Uno, la facilidad con que ciertas personas pueden caer en un exceso de racionalización que toma datos creíbles y lógicos, pero falsos, o bien elegidos selectivamente para apoyar una conclusión previa (lo que en inglés de llama cherry-picking), para acabar creyendo ciegamente en teorías de conspiración. Y dos, la facilidad con que podemos transmitir información de forma instantánea, masiva y gratuita a través de internet y las redes sociales virtuales.

Urge que, como sociedades a nivel mundial, hagamos algo para evitar la inminente nueva Edad Media que nos amenaza. Y las únicas armas de que disponemos son las mismas que siempre hemos tenido: la educación y la defensa de la cultura y el conocimiento.

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domingo, 17 de septiembre de 2017

La energía de los desastres

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de septiembre  de 2017

Nota: este texto se escribió el sábado 16 de septiembre
y fue publicado, en versión resumida, en Milenio Diario el domingo 17,
antes del terremoto que asoló a gran parte de nuestro país
el martes 19 de septiembre.


Daños en Juchitán, Oaxaca,
luego del terrremoto del 7 de
septiembre de 2017
Las pasadas fiestas del 15 y 16 de septiembre no fueron muy alegres en nuestro país, en gran parte debido a las desgracias, climáticas y telúricas, que en las semanas anteriores lo han asolado, con la lamentable pérdida de más de cien vidas humanas y miles de damnificados y hogares destruidos en los estados de Oaxaca, Chiapas, Veracruz y otros.

Pero son quizá los sismos los que han quedado más traumáticamente grabados en la mente de los mexicanos. En parte por la historia reciente: el terremoto de 1985, que causó destrucción sin precedentes en la capital, es algo que dejó marcada a las generaciones que lo vivimos y, a través de la tradición oral, a las siguientes.

Y es que los temblores, igual que los huracanes, son manifestaciones espectaculares de la verdadera fuerza de la naturaleza, y de la impotencia real del ser humano –con toda su historia, su cultura y sus avances científicos y técnicos– ante ella.

¿Cuál es la fuente de esa fuerza? O en términos más precisos, ¿de dónde proviene la inmensa energía que se libera en huracanes o en sismos? En el primer caso, en última instancia del Sol. Tendemos a pensar que todos los cambios que ocurren en nuestro planeta, incluyendo la vida, son impulsados por la energía solar. Y a grandes rasgos es cierto: el sol es la fuerza motriz de las corrientes atmosféricas y marinas que causan los fenómenos climáticos. Y controla también, a través del movimiento de traslación de la Tierra a su alrededor, y de otros fenómenos como las manchas solares, el transcurso de las estaciones y los ciclos climáticos de mayor duración, como glaciaciones y deshielos.

Es también la energía solar, a través de la fotosíntesis, la que provee la energía que permite la existencia de prácticamente la totalidad de los organismos vivos. Pero no toda la vida en la Tierra depende del Sol: una parte importante de la vida microbiana subsiste no con energía solar, sino con la energía química liberada por compuestos inorgánicos que forman parte de la corteza terrestre. Y fueron este tipo de microorganismos quimiosintéticos, que no dependen de la energía solar, los primeros seres vivos que existieron sobre la Tierra.

Estructura interna de la Tierra
¿Qué hay respecto a los terremotos? En días pasados, la angustia ante su poder ha llevado a que circulen las ideas más absurdas acerca de la relación de los temblores con las manchas solares, o con supuestas “armas tectónicas” que, por medio de ondas electromagnéticas, serían capaces de causar dichos fenómenos.

Tales ideas revelan lo difícil que es concebir la escala de estos fenómenos. Recordemos que la Tierra está formada por varias capas: una corteza sólida, un manto de magma o roca fundida –formados ambos principalmente por silicatos, compuestos de silicio y oxígeno–, y un núcleo metálico sólido, compuesto principalmente de hierro y níquel.

Corrientes de convección
en el manto terrestre
Los sismos son causados, como es más o menos bien sabido, por los desplazamientos, fricción y choques de las placas sólidas que forman la corteza terrestre (o más precisamente, la litósfera, que abarca la corteza y la capa superior, también sólida, del manto… porque la estructura terrestre es un poco más complicada de lo que nos enseñan en la escuela). Estas placas tectónicas flotan sobre el manto. Tanto el manto como el núcleo terrestres tienen temperaturas altísimas: de 500 a 4 mil y de más de 5 mil grados, respectivamente. Debido a esto, en el manto hay corrientes de convección que hacen que el magma circule lentamente, y es este movimiento el que impulsa –entre otros mecanismos– el desplazamiento de las placas tectónicas.

Energía liberada en terremotos
de distintas magnitudes
Para entender la magnitud de las fuerzas involucradas en un terremoto, ayuda tener un sentido de la proporción. La corteza es una capa extremadamente delgada: su grosor promedio es de unos 35 kilómetros. Como comparación, la altura de crucero de un avión comercial es de unos 10 kilómetros. Pero esto es nada comparado con el grosor del manto terrestre: unos 3 mil kilómetros. O con el radio total de la Tierra: más de 6 mil kilómetros. Las placas tectónicas son sólo una delgadísima nata sólida que flota sobre el manto fundido.

¿Y de dónde viene la energía que mantiene tan calientes el núcleo sólido y el manto fundido de la Tierra, y que impulsa el movimiento de las placas tectónicas? De dos fuentes principales: alrededor de un 20 por ciento es calor residual que quedó una vez que nuestro planeta se solidificó a partir de una nube incandescente de materia estelar. El 80 por ciento restante es generado por los elementos radiactivos contenidos en su composición.

En el fondo, los temblores son causados por la lenta liberación de calor terrestre, que se originó con el nacimiento de nuestro mundo. (Otros planetas, como Mercurio, se han enfriado lo suficiente como para ya no tener actividad tectónica; Marte se halla en un estado intermedio, básicamente inactivo pero probablemente aún con un manto fundido que puede causar alguna actividad sísmica o volcánica ocasional.)

Ante fuerzas –y energías– de esta magnitud, es claro que los humanos poco podemos hacer. Pero hoy entendemos mucho mejor sus causas, y eso nos ayuda a tomar mejores medidas de prevención de desastres.
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domingo, 10 de septiembre de 2017

Temblores, luces misteriosas y dudas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de septiembre  de 2017

El pasado jueves casi a la media noche, como tantos otros, me sobresalté al escuchar la alarma sísmica y, luego de bajar corriendo cuatro pisos, sentí uno de los temblores más intensos que me ha tocado vivir (aunque no tanto como el del 85).

Afortunadamente, en la Ciudad de México prácticamente no hubo daños… cosa que por desgracia no puede decirse de los estados de Oaxaca y Chiapas, que hasta el momento de escribir esto suman ya 65 muertos, además de heridos y damnificados.

Pero, daños aparte, en la capital llamaron especialmente la atención de los ciudadanos que, en paños menores, salimos a la calle, unas llamativas luces que pudimos observar en las nubes que cubrían el cielo. No tardó mucho para que en las redes sociales comenzaran a circular comentarios sobre las “misteriosas” luces en el cielo, y hasta a relacionarlas con posibles fenómenos ovni. A mí se me ocurrió, como hace uno sin pensar mucho en estos casos, publicar el siguiente tuit: “Eran cortos por cables eléctricos de alta tensión que chocaban unos con otros. Nada misterioso.”

Inmediatamente recibí la airada respuesta de un tuitero anónimo: “Me sorprende que un divulgador ‘científico’ no conozca el efecto piezoeléctrico, y qué (sic) no sepa que los cables de 23k Volts no crean arco así”.

Mi curiosidad se despertó, pues nunca había oído hablar de que el efecto piezoeléctrico tuviera que ver con temblores. Una investigación somera me reveló que, efectivamente, existe un fenómeno reconocido como “luces de terremoto”, que ha sido reportado en muchos países por lo menos desde el siglo XIX. Ya el viernes comenzaron a circular artículos periodísticos mencionando el fenómeno y explicándolo.

Vale la pena analizarlo. ¿Qué podría producir destellos semejantes a rayos durante un temblor? Hay que tomar en cuenta que, aunque el fenómeno se reconoce como algo real y se está estudiando de manera seria, los expertos concuerdan en que aún no se entiende de manera clara. Es más, ni siquiera queda claro cuándo se presenta realmente y cuándo se le confunde con otras cosas.

Un estudio de 2014 publicado en la revista Seismological Research Letters (Cartas de Investigación Sismológica) y el sitio GeoScienceWorld, firmado por John Derr y colegas, analiza reportes detallados de 65 temblores intensos en América y Europa, y retoma el modelo presentado en 2010 por otro investigador, Friedemann Freund, en la revista Acta Geophysica, para proponer que la causa de las luces de terremoto es la acumulación de cargas positivas en el suelo, producto de los movimientos de las rocas debidos a su vez al movimiento tectónico (recordemos que la causa de los terremotos es el deslizamiento, fricción y choque de las placas tectónicas que flotan sobre el manto terrestre y que forman su corteza sólida).

Modelo de propagación de cargas
negativas en el suelo durante un temblor
(imagen: By ScienceResearch - Own work, CC BY-SA 4.0,
https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=62291598)
Estas cargas positivas podrían luego fluir a la superficie a lo largo de zonas de baja resistencia, secuestrar electrones (que tienen carga negativa) de las moléculas del aire y ionizarlas (cargarlas eléctricamente). Esto podría dar origen a destellos luminosos o, cuando el cielo está nublado, a chispazos como los observados.

Pero, ¿por qué ocurre esto? Hay varios mecanismos posibles. Comencemos por recordar cómo se producen los rayos: las nubes están formadas por gotitas de agua y pequeños cristales de hielo. El aire frío que baja y el caliente que sube dentro de ellas puede arrastrar estas partículas de distintos tamaños en distintas direcciones y hacer que choquen. Los átomos y moléculas que las forman son normalmente neutros, pero al rozarse pueden ceder o ganar electrones, y adquirir así cargas eléctricas. Las negativas se acumulan en las zonas inferiores de las nubes, y las positivas en las superiores.

La separación de cargas al transmitirse electrones de un material a otro debido a la fricción se conoce como efecto triboeléctrico (de la palabra griega para “frotar”). Ocurre también cuando dos materiales sólidos (sobre todo cristalinos) se frotan con otros. Cuando las cargas separadas se vuelven a juntar, puede haber emisión de fotones de luz visible: destellos de luz (triboluminiscencia).

Existe también el efecto piezoeléctrico, en el que ciertos materiales –nuevamente, con frecuencia cristalinos– al ser deformados o sometidos a presión –como ocurre durante un movimiento tectónico–, pueden acumular cargas eléctricas debido al movimiento de electrones. (El efecto piezoeléctrico se utiliza, por ejemplo, en muchos micrófonos modernos: al recibir la presión de las ondas de sonido, los cristales del micrófono emiten corrientes eléctricas que son transmitidas por el cable hasta el equipo de grabación.)

Así, las emisiones de luz asociadas a temblores podrían ser fenómenos de triboluminiscencia o luminiscencia piezoeléctrica. Además, si hay nubes cercanas –como las había la noche del jueves– las cargas positivas liberadas podrían formar arcos eléctricos con las cargas negativas de la parte inferior de las nubes y producir los destellos observados.

Pero en ciencia hay que andar con cuidado y no brincar a conclusiones. Y además, hay que aplicar el principio conocido como “navaja de Occam”, y preferir siempre las explicaciones más simples. Si bien los destellos pudieron ser producto de los fenómenos aquí descritos, no todos los científicos expertos en estos temas están de acuerdo: el consenso es que hace falta más investigación para llegar a entender con claridad las luces de terremoto (de hecho, tampoco se entienden con total claridad los fenómenos mismos de triboluminiscencia, el efecto piezoeléctrico, ¡y ni siquiera los rayos!).

Imagen: Pictoline
(http://bit.ly/2f5N2Cj)
Las luces fueron reales. Pero pudieron ser producidas por otras causas: simples relámpagos (había llovido y estaba nublado) o el choque de cables de alta tensión a causa del temblor (que sí, llegan a producir cortocircuitos y arcos eléctricos luminosos… por eso, entre otras cosas, hay apagones durante los temblores). El investigador Gerardo Suárez, del Instituto de Geofísica de la UNAM, entrevistado en el programa ADN 40 de Azteca Noticias, se mostró escéptico sobre que se tratara de luces de terremoto, dado la lejanía de la Ciudad de México al epicentro del temblor, localizado en la costa de Chiapas.

De cualquier manera, no se trata de fenómenos misteriosos ni inexplicables (y menos causados por “armas tectónicas”, como argumentan los infaltables conspiranoicos que creen que el proyecto estadounidense HAARP, de investigación sobre auroras, puede causar terremotos). En lo personal, yo prefiero creer que el mundo es comprensible, no misterioso.

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domingo, 23 de julio de 2017

Verdad científica y consenso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de julio de 2017

La semana pasada presenté en este espacio un comentario sobre el calentamiento global y el cambio climático que trae aparejado, y los describí como “la más grande amenaza para la supervivencia humana”.

En respuesta, más de un lector me acusó de estar propagando una falsedad, e incluso de promover “una nueva religión”. Y es que el tema, a pesar de lo que pudiera pensarse, es polémico.

Hay mucha gente en el mundo –entre ellos, por supuesto, Donald Trump– que dudan de la veracidad de los datos que indican que el calentamiento global es un fenómeno real, o no están convencidos de que sea producto de la actividad humana (la emisión de gases de invernadero producto de la quema de combustibles fósiles), sino que creen que forma parte de los ciclos naturales del sistema Tierra-Sol.

Como consecuencia, niegan sus riesgos (o afirman que es inútil tomar medidas para tratar de mitigarlos), a pesar de la cada vez más clara evidencia que se va acumulando. Estos “escépticos” (o, más adecuadamente, en mi opinión, negacionistas) del cambio climático afirman, para explicar que la inmensa mayoría de los expertos en clima estén de acuerdo en que el riesgo es real (con datos, análisis detallados y modelos complejos que sustentan su opinión), que existe una especie de complot global, organizado quizá por “países enemigos del mundo libre” como China, para propagar la versión oficial. El objetivo de esta conspiración mundial sería perjudicar la economía de los países altamente industrializados –o, en una versión alterna, la de los países emergentes–, que se verían obligados a tomar medidas de alto costo para reducir la emisión de gases de invernadero.

El problema es que, al discutir sobre el asunto, quienes niegan el cambio climático descalifican la validez del conocimiento científico que es dado por bueno por la gran mayoría de los expertos, los cuerpos colegiados internacionales –como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático– así como la gran mayoría de los países que han firmado compromisos como el Acuerdo de París.

Surgen entonces las discusiones sobre lo que es “verdad” en ciencia: cada bando afirma que la verdad está de su lado, y se niega aceptar los datos, interpretaciones, argumentos y conclusiones de sus adversarios. La discusión puede, de este modo, empantanarse y volverse interminable.

No sirve de mucho especular sobre las razones ideológicas, psicológicas o los intereses que pueden estar detrás de las opiniones de los negacionistas del cambio climático. (Aunque tienden a ser personas que consideran la libertad –sobre todo la de mercado– como valor supremo, y suelen estar relacionados con el mundo de las finanzas y los negocios.)

Pero parte del problema es la visión relativamente ingenua que normalmente tenemos de la ciencia. O más precisamente, del método que los científicos usan para producir conocimiento científico confiable. Se nos enseña desde la primaria que los científicos observan objetivamente, sin prejuicios ni preconcepciones, la realidad, y que hacen experimentos, y a partir de ello formulan hipótesis que expliquen lo observado. Luego someten a prueba, con más experimentos, dichas hipótesis, y si nada parece contradecirlas, las aceptan como verdaderas. (Una versión ligeramente más refinada nos dice que los científicos sólo aceptan sus hipótesis y teorías como probablemente verdaderas, las siguen sometiendo a prueba y están siempre listos a desecharlas y sustituirlas por hipótesis mejores en cuanto surjan datos que las refuten.) Finalmente, plasman sus conclusiones en artículos científicos que son enviados a revistas arbitradas, donde sus datos y argumentos son examinados por expertos, y sólo si pasan este control de calidad son publicados y pasan a ser considerados como ciencia legítima. O, en la versión ingenua que es tan popular, como “verdad científica”.

Sin embargo, lo que casi nunca se nos dice es que el quehacer científico no se limita al laboratorio ni termina con la publicación de artículos. Gran parte de la ciencia consiste en la discusión, sistemática, crítica y racional, de los datos, los modelos y las interpretaciones científicas. Una discusión continua, que va desde el momento en que se inicia una investigación hasta mucho después de haber sido publicada.

Y tampoco suele decirse que en ciencia el concepto de “verdad” no tiene mucho sentido: lo que se obtiene por este complejo proceso (presentado aquí en forma enormemente simplificada) es simplemente conocimiento que representa, en un momento dado, y según la opinión calificada de la mayoría de los expertos en un campo, la visión más confiable de lo que realmente ocurre en la naturaleza.

La idea de que la ciencia no produce verdades sino conocimiento útil y confiable ­–representaciones de lo que existe ahí afuera– y que el criterio para evaluar su validez no son tanto los datos sino el consenso de la comunidad de expertos calificados en el tema del que se trate, es indispensable para entender las interminables discusiones sobre temas polémicos como el cambio climático y otros. Vacunas, VIH/sida, visitantes alienígenas de otros mundos: en todos los casos, la ciencia no ofrece certezas absolutas, sino conocimiento avalado, con base en la evidencia y los argumentos disponibles (incluyendo la aplicación del conocimiento para hacer predicciones), por el consenso de la comunidad científica. (Ésta es, de paso, una de las características que dan a las ciencias naturales su inmenso prestigio: pocas disciplinas logran generar consensos tan generalizados, y por tanto tan confiables, entre sus expertos.)

Existen verdaderas polémicas científicas, en que las opiniones de los especialistas están divididas. Pero con el tiempo y la acumulación de pruebas, muchas veces se van resolviendo para generar consensos mayoritarios. Eso ocurrió precisamente con las teorías sobre el cambio climático, considerado probable hace unos 20 años, y algo prácticamente seguro hoy. Los movimientos negacionistas, en cambio, insisten en presentar como debates aún no resueltos temas que los expertos ya no discuten desde hace años.

En particular, el papel de los periodistas y comunicadores de la ciencia, como quien esto escribe, no es juzgar las disputas científicas ni calificar quién tiene la razón en este tipo de polémicas, sino presentar a su público la ciencia más actual y confiable. Es decir, la que representa el consenso de la comunidad científica. Y, en el caso de polémicas ya superadas, como la del cambio climático, dejar claro que el negacionismo carece de sustento científico.

Todo mundo tiene derecho a su propia opinión, y a confiar en la información que le parezca más adecuada. Lo que no es válido es presentar como ciencia versiones que, aunque en un momento dado hayan sido plausibles, hoy ya han sido desechadas. Cuando se trata de temas donde ya existe un consenso científico amplio, seguir difundiendo opiniones minoritarias es, simplemente, desinformar.
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