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domingo, 12 de febrero de 2017

Pasión por el conocimiento

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de febrero de 2017

Si usted no ha ido a ver la película Talentos ocultos (Hidden figures), por favor deje de leer esta columna y corra al cine a disfrutarla.

Como usted sabrá si ha leído La ciencia por gusto durante algún tiempo, de vez en cuando suelo comentar cintas que tienen alguna relación con temas científicos. Talentos ocultos es un ejemplo notable.

El filme, dirigido por Theodore Melfi en 2016 –aunque su estreno masivo fue en 2017–, y con guión del propio Melfi y Allison Schroeder, está basada en el libro del mismo nombre de la escritora Margot Lee Shetterly. Narra la historia real de la participación de tres matemáticas negras en el programa espacial de la NASA en 1961. Formaban parte del proyecto Mercury, que existió entre 1958 y 1963 y que tenía la misión, frente a los avances soviéticos –el lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik 1, en 1957, y el primer hombre en viajar al espacio exterior, Yuri Gagarin, en 1961– de poner a un astronauta estadounidense en órbita y regresarlo a salvo a la Tierra.

La cinta, magistral en todos los sentidos –guión, dirección, actuación, vestuario y escenografía, música, iluminación–, es una delicia y un muestrario de las características de la sociedad estadounidense de entonces. Exhibe, por ejemplo, y como parte fundamental de la trama, el tremendo racismo que era todavía parte de la vida cotidiana de ese país, al menos en algunos Estados (como Virginia, donde está el Centro de Investigación Langley de la NASA, donde ocurre la acción). Y muestra al mismo tiempo el movimiento de lucha por la igualdad de derechos para los negros, que estaba en pleno apogeo con líderes como Martin Luther King.

Deja clara también la terrible presión política, en plena Guerra Fría, a que estaba sometida la NASA (recién creada en 1958, a partir de su antecesor, el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica, o NACA, nacido en 1915), y cómo esto ayudó a impulsar, en un ambiente de fervor nacionalista, el desarrollo científico y tecnológico estadounidense.

Pero más que nada –y en mi opinión esto es lo que realmente hace memorable a la película– muestra la enorme pasión que las tres protagonistas, las matemáticas “de color” Katherine Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson (encarnadas por las actrices Taraji P. Henson, Octavia Spencer y Janelle Monáe), sentían por su trabajo, y la forma en que lucharon contra los prejuicios, tan comunes y “normales” entonces, hacia las mujeres y los negros.

Cada una a su manera –Katherine Johnson calculando trayectorias para los lanzamientos de cohetes, Dorothy Vaughan como supervisora del grupo de “computadoras de color” (matemáticas negras contratadas para realizar cálculos en la época en que las computadoras electrónicas eran todavía incipientes) y posteriormente como programadora para la máquina IBM adquirida por la NASA, y Mary Jackson como aspirante a ingeniera que lucha en la corte por su derecho a estudiar–, las tres protagonistas encarnan lo que pueden lograr las personas cuando la pasión por el conocimiento se conjuga con la convicción por combatir las injusticias, aun en contra de las convenciones sociales.

El libro de Margot Lee Shetterly está basado en hechos históricos, y es resultado de una investigación quizá motivada por los relatos de su padre, que trabajó como investigador en el Centro Langley. Notablemente, es su primer libro; antes de eso, Shetterly había trabajado en finanzas y luego, junto con su marido, había vivido en México, donde editaban una revista turística en idioma inglés. Los derechos cinematográficos del libro fueron vendidos desde 2014, antes de que estuviera terminado. Y la película –que cuenta también con la actuación de estrellas como Kevin Costner, Kirsten Dunst y, como curiosidad, Jim Parsons en un papel quizá no tan distinto de su famoso Sheldon Cooper en La teoría del Big Bang– ha tenido ya, en el poco tiempo que lleva exhibiéndose, ganancias superiores a las de la superproducción La La Land (otra cinta deliciosa que no se debe usted perder, aunque no tenga nada que ver con la ciencia), y cuenta con tres nominaciones al Óscar: mejor película, mejor guión adaptado y mejor actriz de reparto.

La historia se centra especialmente en la vida de Katherine Johnson –la única de las tres que sigue viva– y pone de manifiesto su talento y amor por las matemáticas, su tesón por aplicar este conocimiento para colaborar en un gran proyecto, y la manera en que llegó a ser reconocida por ello (en 2015 recibió una medalla por sus méritos de parte de Barack Obama). Nos enteramos así cómo las matemáticas avanzadas eran indispensables para poder aplicar la física newtoniana, a través del desarrollo de ecuaciones novedosas, para planear las trayectorias de lanzamiento y reingreso seguro de los astronautas.

Si usted quiere disfrutar de una gran historia humana que conjuga ciencia, política, exploración espacial, la lucha contra la discriminación y la evolución de la sociedad, y todo esto a través de una magnífica película, no se pierda Talentos ocultos. Le prometo que no se arrepentirá.


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miércoles, 7 de septiembre de 2016

Los premios Darwin

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de septiembre de 2016

¿Somos los hombre más idiotas que las mujeres?

Perdón si la pregunta ofende sensibilidades políticamente correctas en estos tiempos de equidad de género. Pero es que es una pregunta válida.

Primero habría que definir “idiota”. Recientemente Jesús Silva-Herzog Márquez, refiriéndose a Enrique Peña Nieto, recuperaba la definición de “estúpido” ofrecida por Carlo María Cipolla: “El estúpido no es un tonto, no es un ignorante, decía. Lo que caracteriza a un estúpido es su capacidad para provocar daño a otros, provocándoselo simultáneamente a sí mismo. Ser estúpido es dañar a otros sin ganar con ello ningún beneficio. Perjudicar al mundo sin que nadie saque de ello provecho.” (Tomo “idiota”, a grandes rasgos, como sinónimo de “estúpido”.)

Pues bien: los famosos Premios Darwin (Darwin awards), que surgieron en 1985 en un foro de discusión en internet y se convirtieron en un exitosa página web moderada por la bióloga molecular Wendy Northcutt desde 1993, premian un tipo quizá más limitado de estupidez: la de los idiotas que se causan un daño fatal a sí mismos, pero que en cierto sentido nos benefician a los demás al hacerlo.

En su libro El origen de las especies, de 1859, Charles Darwin planteó su concepto de selección natural: las especies evolucionan conforme los genes de los individuos que resultan ser más exitosos para sobrevivir y reproducirse se van perpetuando y multiplicando en la población, mientras que los genes de los individuos menos exitosos van desapareciendo.

Los premios Darwin se otorgan de manera informal, y normalmente póstuma, a personas que se eliminan a sí mismas –y a sus genes– del acervo genético humano. Casi siempre haciendo algo idiota, “pero con estilo”, que les acarrea la muerte (por ejemplo, las siete personas que murieron al tratar de limpiar una inmensa fosa séptica en Polonia: el primero se desmayó al entrar, debido a los gases, y se ahogó en el estiércol; cada uno de los otros seis murió de manera idéntica al tratar de ayudar a los anteriores). El resultado, según la lógica científico-humorística de los premios Darwin, sería que los genes de las personas idiotas van siendo eliminados, lo que beneficia a la especie.

También puede recibir un premio Darwin quien se esterilice a sí mismo de manera especialmente estúpida, lo cual le impide dejar descendencia y perpetuar sus genes. Los requisitos para obtener un Darwin son que el candidato no deje descendencia (por morir o quedar estéril), excelencia (su estupidez debe ser sorprendente), que haya autoselección (el daño debe causárselo él mismo), madurez (debe ser mayor de edad) y, por supuesto, veracidad (aunque ocasionalmente se han colado casos que luego demuestran ser falsos).

Resulta que un trabajo publicado en la revista científica BMJ (antes British medical journal) en diciembre de 2014 revela que, al analizar los ganadores de premios Darwin de 1995 a 2014 (20 años), se halló que de 332 casos de muertes confirmadas, y eliminando 14 en que había personas de ambos sexos para dejar 318 premios, 282 fueron otorgados a hombres, y sólo 36 a mujeres. ¿Así o más claro?

Por supuesto, puede haber otras explicaciones más allá de la “teoría del macho idiota” citada por los autores. Podría ser que haya un sesgo en el reporte de los casos (es decir, que por alguna razón se reporten más casos de hombres que de mujeres). Pero se sabe que los varones tenemos más riesgo que las mujeres de terminar en la sala de emergencias de un hospital debido a accidentes, choques automovilísticos o lesiones deportivas.

El artículo era parte broma, parte en serio. Los datos son reales. El análisis es parcialmente jocoso, como la sugerencia de que “este fenómeno probablemente requiere una explicación evolutiva”.

Al final, el caso quizá sólo sirve para llegar a tres conclusiones: una, que los hombres probablemente sí somos más tarados. Dos, que los científicos son nerds hasta cuando echan relajo. Y tres, que hay gente que quisiéramos que ganara un Darwin.

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miércoles, 25 de noviembre de 2015

Genomas fluidos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de noviembre de 2015

Cuanto más conocemos a los seres vivos, más complejos y fascinantes revelan ser.

Ayer se celebraron en todo el mundo los 156 años de la publicación del libro en el que Charles Darwin propuso la teoría que le ha dado coherencia a todo el pensamiento biológico desde entonces: Sobre el origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida.

Sin embargo, aparte del mecanismo que Darwin propuso, se ha descubierto que los seres vivos también pueden evolucionar de otras maneras. Una de las revoluciones conceptuales más importantes en biología tuvo lugar el siglo pasado cuando, en un artículo publicado en 1967, luego de numerosos rechazos, la bióloga estadounidense Lynn Margulis (que en ese entonces firmaba como Lynn Sagan, pues estaba casada con el famoso astrónomo y divulgador del mismo apellido) propuso la insólita teoría de que los organismos podían evolucionar a partir de la simbiosis.

En 1909, el biólogo ruso Konstantín Merezhkovski propuso que los “cromatóforos” (cloroplastos) de las células vegetales habían sido originalmente bacterias fotosintéticas que habían establecido una endosimbiosis con el antecesor de las células vegetales: se habían quedado a vivir dentro de ellas, para beneficio mutuo. Por su parte, en 1922 el biólogo estadounidense Ivan Wallin propuso un origen similar para las mitocondrias presentes en todas las células con núcleo, o eucariontes.

Margulis recuperó ambas ideas, las actualizó y durante décadas amasó una enorme cantidad de evidencia para apoyar la “teoría endosimbiótica” de la evolución. Hoy es aceptada sin reservas y se encuentra en todos los libros de texto.

Gran parte de la evidencia decisiva para la teoría de Margulis provino de la genética, pues se halló que una gran mayoría de los genes de mitocondrias y cloroplastos, que son distintos de los genes del núcleo de las células, son notoriamente similares a los presentes en bacterias. Hoy el árbol de la vida que muestra la genealogía de todos los seres vivos, partiendo de bacterias (procariontes, cuyas células no tienen núcleo definido) hasta los actuales animales, plantas, hongos y protozoarios eucariontes, tiene dos gruesas ramas cruzadas donde las bacterias pasaron, en dos grandes eventos de evolución súbita, a dar origen a mitocondrias, primero, y cloroplastos, más tarde.

Sin embargo, hay otra gran revolución que ha venido a ampliar la visión de la evolución que planteó Darwin: la llamada transferencia lateral u horizontal de genes, fenómeno ampliamente presente en procariontes mediante el que éstos intercambian genes, entre individuos y entre especies, de manera libre, de una célula a otra (y no de padres a hijos). A veces “copulando” entre ellas (proceso denominado conjugación), a veces tomando ADN que flota en el medio externo (transformación), y a veces porque un virus transfiere genes de una célula a otra (transducción).

La transferencia horizontal de genes ha revelado que los procariontes son organismos genéticamente promiscuos: intercambian genes tan continuamente que hoy más que de genomas separados de distintas especies se habla de “pangenomas”.

Muchos biólogos han propuesto que los eucariontes también podrían estar intercambiando continuamente genes con los procariontes. ¿Qué mecanismo evolutivo es más importante para la evolución de los eucariontes: la simbiogénesis que ocurre de golpe, de vez en cuando, e introduce súbitamente un nuevo genoma a la célula, como lo planteaba Margulis, o la transferencia horizontal, continua y suave, que va acumulando paulatinamente genes procariontes en el genoma de los eucariontes?

Un estudio realizado por un grupo internacional encabezado por William Martin, del Instituto de Evolución Molecular de Düsseldorf, Alemania, y publicado en agosto pasado en la prestigiosa revista Nature, analizó más de 9 mil genes de 55 especies de eucariontes (incluida la humana) y los comparó con más de 6 millones de genes de casi dos mil especies de procariontes.

El resultado, producto de un complejo análisis bioinformático, muestra claramente que, aunque los procariontes evolucionan intercambiando información horizontalmente, en los eucariontes la transmisión vertical, de padres a hijos, es muchísimo más importante. El análisis muestra de manera muy gráfica cómo el surgimiento de mitocondrias y cloroplastos incorporó súbitamente nuevos genes a los genomas de las células precursoras de los modernos eucariontes. (El trabajo también confirma que otra propuesta hecha por Margulis en 1967, la de que los organelos celulares conocidos como cilios o flagelos eucariontes –que ella llamaba undulipodios– se originaron por la endosimbiosis con bacterias del tipo de las espiroquetas, parece no tener mayor fundamento. No siempre se puede ganar.)

Margulis, que murió en 2011, se ha convertido también en un símbolo del feminismo en ciencia. En parte por su evidente importancia como científica muchas veces menospreciada en un medio predominantemente masculino. Su trayectoria y tesón son un ejemplo para fomentar la participación y la búsqueda de igualdad para las mujeres en ciencia. Por desgracia, también se ha querido usar a la simbiogénesis para promover una visión ideológica feminista más bien dudosa, presentándola como una forma de evolución más “femenina” y cooperativa, por contraste con la selección natural, que se basa en la competencia “masculina”. Visión que, sobra decirlo, no tiene mayor fundamento en la biología seria.

En fin: al parecer, la vida es mucho más fluida de lo que pensábamos. Las especies vivas parecen ser más bien mosaicos de genes que se intercambian y modifican de manera azarosa, por los más diversos mecanismos: aquellas combinaciones que funcionan para sobrevivir en un ambiente dado son las que persisten. Trabajos como los de Darwin y Margulis no dejan de asombrarnos.

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miércoles, 17 de junio de 2015

Muerte por tuiter

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de junio de 2015

Sir Timothy Hunt
Las redes sociales son algo que nunca antes había existido en la historia de la humanidad. Son, como he dicho en otras ocasiones, lo más parecido que tenemos a la telepatía: comunicación instantánea (a veces tan instantánea que tuiteamos o publicamos antes de pensar), sin filtros y de largo alcance… y que puede salirse de control y volverse “viral”.

Todo eso las hace tan poderosas como peligrosas: han ayudado a organizar revoluciones, a lograr que funcionarios abusivos pierdan su puesto, o a que candidatos ganen elecciones. Han catapultado a la fama a borrachos ridículos, o han acabado con las reputaciones de personajes famosos. Actualmente, no saber cómo usar –y lo más importante, como no usar– Facebook o Tuiter es tan riesgoso como tomar el volante de un auto sin saber conducir.

La semana pasada el mundo científico se estremeció por un nuevo escándalo tuitero: durante la IX Conferencia Mundial sobre Periodismo Científico en Seúl, Corea del Sur, el premio Nobel Tim Hunt, quien participaba en una sesión sobre mujeres en ciencia, tuvo la pésima idea de comenzar con lo que él consideraba una buena broma: “Déjenme contarles cuál es mi problema con las mujeres. Cuando uno comparte laboratorio con ellas, ocurren tres cosas: se enamoran de ti, te enamoras de ellas, y si las criticas, lloran”.

Aparte de ser tan increíblemente tonto (hasta su esposa está de acuerdo con eso) de decir algo así, Hunt olvidó también que estaba ante una audiencia de científicas y periodistas. Inmediatamente, algunas tuitearon el comentario del Nobel, que les pareció de un increíble mal gusto.

Lo que siguió era predecible: la noticia se hizo viral; surgieron comentarios exagerados y extremos al respecto; llegó a los medios de comunicación –que comenzaron a buscar a Hunt antes de que tomara el avión de regreso a su natal Inglaterra– y apareció al día siguiente en la prensa de todo el mundo. Uno más de los escándalos de las redes sociales, más suculento por provenir del mundo de la ciencia. Lo peor fue que la primera reacción de Hunt, tras disculparse, obviamente, fue insistir en su postura, aclarando que "sólo intentaba ser honesto".

Precaución: prohibido
enamorarse o llorar
en el laboratorio
Las burlas, críticas y ataques sangrientos no se hicieron esperar. Incluso surgió una ingeniosa campaña en Tuiter, llamada #DistractinglySexy (“TanSexyQueDistraigo), en que científicas publicaban fotos con vestimenta y equipo de laboratorio, o realizando labores que pueden describirse como todo menos sexys, para mostrar lo ridículo de lo dicho por Hunt. Lo terrible fue que también hubo graves consecuencias en el mundo real. La universidad donde Hunt era investigador honorario, el University College de Londres, le pidió presentar su renuncia inmediata, o sería despedido. De igual forma, el Consejo Europeo de Investigación, al que Hunt le había dedicado años de trabajo (incluso dejó la investigación para ayudar en sus labores de promoción de la ciencia europea) lo obligó a abandonar el comité científico del que formaba parte. Tuvo también que renunciar al comité de premios en ciencias biológicas de la Royal Society, de la que es miembro.

Con su reputación en ruinas Hunt, de 72 años, se considera “acabado”. “Me arrojaron a los leones, sin siquiera preguntarme mi versión de los hechos; es absolutamente inaceptable”, se lamenta.

Creo que hay varios ingredientes que se combinaron para provocar lo ocurrido. Uno es la imprudencia de Hunt, que recuerda a Sheldon Cooper, el personaje de la serie La teoría del Big Bang. El segundo es el salvaje poder de las redes sociales para difundir e inflar un incidente criticable hasta sacarlo de toda proporción, presentándolo como algo monstruoso y provocando reacciones exageradas. El tercero es la corrección política convertida en absurdo, quizá combinada con un feminismo radical que lleva la valiosa lucha contra la discriminación sexista a extremos que rozan la intolerancia. Y finalmente, está el interés de las instituciones científicas por proteger su reputación por encima de las de sus miembros, sin ofrecerles protección –como hubiera sido de esperar– ni considerar el daño que puedan causarles.

Afortunadamente, después de la inicial ola de condena unánime, ha comenzado a haber una reacción: varias científicas famosas han salido en defensa de Hunt, quien ganó el Nobel de Fisiología en 2001 por el descubrimiento de las ciclinas, proteínas que controlan el ciclo en el que las células crecen y se dividen. El investigador, afirman, no es el “cerdo sexista” que presentaron las redes sociales, sino una persona amable y solidaria, que ha promovido la carrera de muchas jóvenes científicas (eso sí: su esposa, en entrevista, aclara que tiene un humor difícil de entender y tiende a ser imprudente con lo que dice). Por su parte el alcalde de Londres, Boris Johnson, ha pedido que se le reinstale en el University College y la Royal Society.

Pero la polémica sigue. El biólogo y bloguero científico Michael Eisen afirma que Hunt y él coincidieron, un mes antes del incidente de Seúl, en una reunión de investigadores de la India, donde estuvieron presentes en una sesión sobre los retos que enfrentan las mujeres para sobrevivir en una carrera científica. Era imposible, dice Eisen, que Hunt no se hubiera dado cuenta, oyendo los perturbadores testimonios de discriminación, acoso y hasta agresión sexual, de lo grave que puede ser el sexismo en ciencia. Por ello, argumenta que no se puede simplemente perdonar a Hunt y olvidar lo que dijo.

Sin embargo, el propio Eisen se contradice en otro texto de su blog, donde cuenta cómo su propio padre, un investigador científico, fue hostilizado cuando se descubrió que un colaborador del laboratorio a su cargo había cometido fraude en una investigación. Al no resistir la presión social, el padre de Eisen, aun cuando no era culpable del fraude, terminó suicidándose. “Las cacerías de brujas son injustas, y pueden matar”, concluye.

Hay otros casos de científicos notables que han dicho graves tonterías en público y han sido a continuación denostados y linchados, lo que ha terminado con sus carreras. Le ocurrió en 2007 al también premio Nobel James Watson, cuando hizo la lamentable declaración de que había evidencia de que la inteligencia de los negros era menor que la de los caucásicos, y que había que “tomar esto en cuenta para tratarlos con justicia”.

Como comenta Kevin Drum en la revista Mother Jones respecto al caso de Hunt, “las redes sociales se han convertido en una máquina de indignación”; que “nos hace pedir la pena de muerte cada vez que alguien dice algo desagradable. Uno de estos –añade– días vamos a tener que encontrar la forma de manejar adecuadamente asuntos como éste, en función de su impacto e importancia reales, no de su capacidad para generar clics en Facebook. Vamos a tener que madurar”.

Su postura coincide con la del novelista y semiólogo italiano Umberto Eco, quien hace unos días, al recibir el doctorado honoris causa por la Universidad de Turín, afirmó: “Las redes sociales le dan el derecho de hablar a legiones de idiotas, que antes hablaban sólo en el bar después de un vaso de vino, sin dañar a la comunidad, y eran silenciados rápidamente. Ahora tienen el mismo derecho a hablar que un premio Nobel. Es la invasión de los necios. El drama de internet es que ha promovido al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad”.

Independientemente de la capacidad de los científicos para meterse en problemas por decir imprudencias en público, ¿vamos a esperar a que ocurra el primer suicidio de un investigador víctima del bullying en tuiter?

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miércoles, 19 de junio de 2013

Menopausia y machos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de junio de 2013

Los machos de la especie humana –y los mexicanos machos, en el sentido peyorativo del término– podemos ser muy crueles ante la menopausia femenina. Por ejemplo, haciendo comentarios hirientes basados en el prejuicio y la ignorancia.

Pero no es ese mi tema hoy, sino la noticia que circuló extensamente la semana pasada: que los machos humanos podríamos ser los “culpables” de la menopausia.

Y es que, aunque la presentan algunos simios y una especie de ballenas –hay algunos casos reportados en algunas otras especies de mamíferos, pero no están confirmados, pues se han observado sólo en ejemplares en cautiverio–, al parecer la menopausia (el cese de la función de los ovarios: la producción mensual de óvulos y el crecimiento del revestimiento uterino que, cuando se desprende, forma el sangrado menstrual) es un fenómeno casi exclusivamente humano.

Para un biólogo, la pregunta es casi automática: ¿qué favoreció que este fenómeno evolucionara en nuestra especie?

Existen varias explicaciones plausibles; algunas suponen que es un simple fenómeno sin utilidad evolutiva. La menopausia podría ser un simple efecto secundario del envejecimiento; pero si es así, ¿por qué los machos no pierden la fertilidad con la edad? También podría ser consecuencia del aumento en la duración de la vida de nuestra especie, que no estaba “programada” para ser fértil durante tantos años; pero surge la misma objeción que en el caso anterior. Podría ser también que, como el número de óvulos disponibles en los ovarios de la mujer es limitado, la menopausia se presente cuando éstos se agotan; pero la evidencia experimental no apoya esta idea.

También se ha especulado que la menopausia podría cumplir alguna función adaptativa, y ser favorecida por la selección natural. Es popular la “hipótesis de la abuela”, que postula que los genes que producen la pérdida de la función reproductiva, que normalmente serían eliminados por la selección natural, podrían ser conservados si la menopausia favorece que las hembras de mayor edad, no siendo ya fértiles, cooperen al cuidado de las crías de las más jóvenes, favoreciendo así la conservación de dichos genes no en sí mismas, sino en su parentela.

La nueva hipótesis, basada en estudios de simulación en computadora en los que se observa el comportamiento de los genes en una población a través de miles de años, fue propuesta por el equipo encabezado por Rama Singh, del Departamento de Biología de la Universidad McMaster, en Ontario, Canadá, y publicada el 13 de junio en la revista PLOS Computational Biology. Muestra que es posible que la conservación de los genes que causan la pérdida de la fertilidad en hembras, pero no en machos, sin afectar al mismo tiempo su supervivencia, haya sido producto de la tendencia de los varones, a lo largo de las generaciones, a preferir a las mujeres más jóvenes para reproducirse.

Así, la edad reproductiva tendería a reducirse, y las mutaciones que afectan la fertilidad en mujeres mayores no serían “visibles” para la selección natural, que no podría eliminarlas.

Aunque ha habido críticas –otros expertos opinan que quizá el fenómeno es inverso: fue la existencia de la menopausia la que fomentó la preferencia masculina por mujeres jóvenes–, lo interesante es que se tiene una nueva alternativa para resolver el misterio de la evolución de la menopausia, sin que sea necesario postular que tenga una utilidad evolutiva indirecta (como ocurre con la hipótesis de la abuela).

De cualquier modo, tengamos o no la culpa de las muchas molestias que las mujeres sufren durante la menopausia, sin duda estamos obligados a combatir los prejuicios que rodean a esta etapa natural de la vida, y a comprender y ayudar a las mujeres para que les sea lo menos ardua posible. ¡Es lo menos que podemos hacer!

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miércoles, 2 de enero de 2013

La gran dama de la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de enero de 2013

Leo con tristeza en las noticias que el 30 de diciembre murió Rita Levi-Montalcini, una de las científicas vivas que yo más admiraba. La noticia me entristece a pesar de que ella vivió una vida más que plena, a sus ¡103! años de edad (nació el 22 de abril de 1909 en Turín).

La lista de sus logros es tan amplia e importante que casi aburre: nacida en Turín, estudió medicina en la Italia de los años 30, contra las objeciones machistas, tan naturales en esa época, de su padre (se graduó summa cum laude en 1936). Judía, las leyes discriminatorias impuestas por Mussolini entorpecieron su desarrollo profesional. Durante la segunda guerra mundial montó un laboratorio clandestino en su cuarto, hasta que emigró, primero a Florencia en 1943, con su familia, ante la amenaza nazi, y luego a los Estados Unidos, en 1946.

Su logro más famoso es haber ganado el premio Nobel de medicina en 1986, con Stanley Cohen, “por su descubrimiento de los factores de crecimiento”. Ella descubrió el primero, el factor de crecimiento nervioso (NGF), que controla el desarrollo de las conexiones de las neuronas en el embrión, en su laboratorio casero, usando embriones de pollo (Cohen posteriormente purificó el factor de crecimiento neuronal y descubrió otros factores de crecimiento). Hoy se sabe que el NGF podría intervenir en la ovulación, la regeneración de nervios, el combate de la inflamación, la esclerosis múltiple y algunos desórdenes psiquiátricos, ¡y hasta en el enamoramiento!

Levy-Montalcini continuó en Estados Unidos, pero fundó una unidad de investigación en Roma, y más tarde fue directora del Centro de Investigación en Neurobiología y del Instituto de Biología Celular en su país. Fundó el Centro Europeo de Investigación sobre el Cerebro, y en 2001 fue nombrada senadora vitalicia de Italia, papel que desempeñó con gran dedicación.

Escribió varios libros sobre su vida, trabajo y reflexiones. Fue reconocida, y será recordada, como un gran personaje público en Italia. Me pregunto si algún día en México podremos llegar a tener ídolos, hombres o mujeres, que sean famosos no sólo por logros deportivos o artísticos, sino por sus contribuciones a la ciencia… ¡Los mejores deseos para este año que comienza!


P.D. Me entero con más tristeza que el 30 de diciembre murió también Carl Woese, el microbiólogo que cambió por completo la forma como clasificamos –y entendemos– a los seres vivos. Ya habrá ocasión de hablar de él.

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miércoles, 30 de noviembre de 2011

La dama de los microbios

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de noviembre de 2011

De las cosas que se entera uno por estar tuiteando a media noche: el pasado martes 22 supe, con gran tristeza, de la muerte de la famosa bióloga Lynn Margulis, a quien muchos admirábamos, a los 73 años, debido a un derrame cerebral.

La primera vez que oí hablar de ella fue en uno de los extraordinarios cursos que el biólogo mexicano Antonio Lazcano impartía, en esa ocasión en el Instituto de Fisiología Celular de la UNAM, a finales de los ochenta. Nos platicó de su teoría –que en se momento me pareció descabellada, inaudita– de que varios de los organelos que forman parte de las células eucariontes (con núcleo, como las humanas), como los cloroplastos y las mitocondrias, provenían de bacterias que entraron a otra célula y se quedaron a vivir dentro de ella. También me impresionó saber que había sido la primera esposa del astrónomo y divulgador científico Carl Sagan, a quien los entusiastas de la ciencia de mi generación admirábamos por su célebre serie televisiva Cosmos.

En realidad la idea de la aparición de células con núcleo a partir de la unión de varias células sin núcleo –procariontes–, por un proceso de endosimbiosis seriada (recordemos que la simbiosis es la convivencia entre dos organismos distintos que dependen estrechamente uno del otro) la había publicado en 1967; se confirmó unos 15 años después gracias a los nuevos métodos moleculares. Pero tardó todavía varios años en lograr consenso y llegar a los libros de texto de biología.

Hoy este proceso, que Margulis posteriormente llamó “simbiogénesis”, es considerado una de las revoluciones más grandes que ha sufrido la biología evolutiva. En cierta forma, significa que los cuatro reinos de organismos eucariontes –plantas, animales, hongos y protozoarios (que ella renombró como “protoctistas”)– son derivados, por simbiosis, del reino de los procariontes, es decir, bacterias (la clasificación de los seres vivos en cinco reinos, por cierto, fue también defendida y popularizada por Margulis, otra revolución suya que llegó a los libros de texto).

Margulis argüía también que la simbiosis era una fuerza evolutiva mucho más central que la selección natural, por lo que se describía como “darwinista, pero no neo-darwinista”; actualmente la comunidad biológica continúa dividida en cuanto al papel central o no de la selección natural, como propuso Darwin, frente a otras fuerzas evolutivas… pero esa es otra historia.

Lynn Margulis también colaboró con el químico inglés James Lovelock en el desarrollo de la hipótesis de Gaia: la idea de que la biósfera entera es un sistema complejo y autorregulado que se comporta como un organismo vivo (concepto que desgraciadamente ha sido adoptado y desprestigiado por sectas esotéricas que creen literalmente en la “madre Tierra” como un ente vivo). También trabajó afanosamente para ampliar el estudio, clasificación y comprensión del reino protoctista, donde se encuentran los eucariontes unicelulares que conocemos como “protozoarios”.

Como científica, fue siempre polémica. Quizá demasiado: llegó a defender obstinadamente ideas para las que nunca hubo evidencia sólida, como la de que el flagelo de los espermatozoides –o undulipodio, como hoy se le llama, gracias también a ella­– era derivado de una simbiosis con una bacteria del tipo de las espiroquetas, similar a la que causa la sífilis (llegó a decir que la idea era rechazada porque los hombres no podíamos aceptar que nuestros gametos fueran descendientes de una bacteria patógena) o más recientemente la de que las orugas y las mariposas habían evolucionado separadamente, para luego unirse evolutivamente por “hibridogénesis”. Rechazó la disciplina bien establecida de la genética de poblaciones, que da fundamento matemático al estudio de la evolución biológica. A veces daba la impresión de creer que, sólo por ser polémicas, sus ideas tenían que ser correctas. Pagó un precio por esa forma de ser: en los últimos años, sus proyectos de investigación recibieron muy escaso apoyo económico, hecho del que se quejó amargamente.

Sin duda el punto más bajo de su carrera fue cuando abrazó el negacionismo del sida, afirmando que este síndrome no era causado por un virus, sino que era simplemente… ¡sífilis!

Aun así, Lynn Margulis es reconocida, por sus grandes logros y su pensamiento audaz, como una de las biólogas evolutivas más importantes de las últimas décadas. Como acertadamente dijo la tuitera @LouiseJJohnson: “La ciencia no se trata sólo de tener razón, sino también de equivocarse de maneras nuevas e interesantes. Margulis hizo ambas cosas. La extrañaremos”.

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