Mostrando las entradas con la etiqueta Ciencia en acción. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Ciencia en acción. Mostrar todas las entradas

domingo, 1 de julio de 2018

Estudiando a los científicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1o. de julio de 2018

A pesar de todas las campañas que se hacen para acercar la ciencia al público, y de programas de TV como La teoría del Big Bang, que muestran que los científicos son seres humanos quizá un poco peculiares, pero no tan distintos de cualquier persona, en el imaginario colectivo persiste su imagen como bichos raros: inventores o científicos locos, distraídos, despeinados, que básicamente se encierran en un laboratorio para estudiar cosas extrañas.

En realidad, la vida del investigador científico dista de ser idílica o sencilla. Su trabajo es arduo no sólo por los moños que la madre naturaleza se pone para dejarse estudiar: los experimentos que fallan, los datos que no se dejan analizar fácilmente, los resultados que distan de lo esperado… Súmele usted la competencia con otros grupos de investigadores que estudian el mismo tema, la falta de dinero –sobre todo en países como el nuestro– y la lucha con la burocracia.

Además de todo esto –como mostrara hace décadas Robert K. Merton, el padre de la sociología de la ciencia que estudió a los científicos como quien estudia una tribu exótica– todo su trabajo tiene como fin publicar artículos especializados en revistas que son arbitradas por sus propios colegas, quienes ejercen un despiadado sistema de control de calidad (revisión por pares o peer review) para asegurar que los resultados de las investigaciones publicadas sean confiables. A cambio de sus publicaciones, los científicos reciben citas de sus trabajos en las publicaciones de otros colegas. Los trabajos más importantes reciben más citas, y los irrelevantes muy pocas o ninguna. Así, los científicos exitosos adquieren reconocimiento, moneda de cambio que se traduce en recursos e influencia.

Este sistema, que ha venido evolucionando a lo largo de varios siglos, y que presenta múltiples complejidades, ha dado pie al mecanismo usado casi universalmente para evaluar a los científicos: la bibliometría: el que publica más trabajos y recibe más citas es considerado mejor que los demás (claro que influyen otros elementos, como la calidad de las revistas en que publica, medida a través del llamado “factor de impacto”, determinado por el número promedio de citas que reciben los artículos que en ella aparecen).

El resultado de todo esto es que, sobre todo de unas décadas para acá, los científicos en todo el mundo viven bajo la presión del “publicar o morir”: su prestigio, sueldos e incluso empleos dependen de publicar continuamente, en las mejores revistas. Esta presión a veces distorsiona la ética de su trabajo, fomentando que publiquen en forma de varios artículos pequeños lo que en realidad era una sola investigación larga, o incluso que lleguen a cometer fraude, presentando resultados inventados (aunque el sistema científico cuenta con mecanismos bastante eficaces para detectar y sancionar tales fraudes).

Pero los sociólogos siguen estudiando a las comunidades de científicos, que globalmente agrupan a casi 8 millones de individuos (0.1 de la población mundial, o una persona de cada mil), según datos de la UNESCO. Recientemente los investigadores rusos Ilya Vasilyev y Pavel Chebotarev, del Instituto de Física y Tecnología de Moscú y el Instituto Trapeznikov de Ciencias del Control, en la misma ciudad, respectivamente, publicaron en la revista Upravlenie Bolshimi Sistemami (Gestión de Sistemas Socioeconómicos) un artículo cuyo título se puede traducir como “Una tipología de los científicos basada en datos bibliométricos”, y que está disponible en el repositorio digital mathnet.ru. (Como desafortunadamente no leo ruso, para este comentario me baso en el resumen en inglés del artículo original y una excelente reseña del mismo publicada en el portal de noticias científicas Phys.org.)

Los investigadores realizaron un análisis matemático de las citas de los 500 científicos más citados en tres disciplinas: física, matemáticas y psicología, según una búsqueda en Google Scholar (Google Académico).

Hallaron que, en general, las curvas de citas de estos científicos a través del tiempo caen de manera natural en tres grandes categorías: los “líderes”, investigadores con amplia experiencia y amplio reconocimiento, y cuyo alto número de citas aumenta año con año; los “sucesores”, investigadores jóvenes con un buen número de citas, y los “esforzados”, que trabajan duramente para obtener sus citas, pero no tienen grandes logros ni tanto prestigio.

Fue interesante hallar que, tanto para físicos como matemáticos, el porcentaje de líderes entre los 500 más citados era de alrededor de un 50% (48.5 y 52%, respectivamente), mientras que el de sucesores era de 31.7 y 25.8%, y el de esforzados de 19.8 y 22.2%. Es decir, los porcentajes en que se distribuyen estas tres categorías son más o menos comparables.

En cambio, para los psicólogos, la distribución era muy distinta: sólo 34% de líderes, 18.3 de sucesores y un enorme 47.7 de esforzados. Los autores suponen que esta diferencia refleja las distintas características de las ciencias naturales, comparadas con las ciencias sociales y humanidades.

Analizando las poblaciones con más detalle, los investigadores detectaron que tanto entre los matemáticos como entre los físicos habían tres grupos que definieron como “luminarias” (autoridades reconocidas, que forman alrededor de la mitad de cada muestra), “inerciales”, cuyas citas no aumentan gran cosa con el tiempo, y que constituyen alrededor de un 15% de las muestras, y la “juventud”, que son alrededor de un 30% del total. En el caso de los matemáticos, detectaron además un grupo extra, el de los “precoces”, que tienen éxito muy jóvenes y conforman un 4% de la muestra.

Es llamativo que, analizando estos datos, se pueda clasificar a estos científicos con alto número de citas en grupos relativamente bien definidos, según el éxito que van teniendo a lo largo de sus carreras. Vasilyev y Chebotarev reconocen que se trata sólo de un estudio preliminar, y en un futuro esperan ampliarlo para incluir más disciplinas científicas.

Quizá este tipo de análisis permita ir entendiendo mejor las semejanzas y diferencias entre las distintas ciencias, y quizá nos ayude a encontrar mejores maneras de juzgar y evaluar el trabajo y las carreras de los investigadores científicos.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 23 de julio de 2017

Verdad científica y consenso


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 23 de julio de 2017

La semana pasada presenté en este espacio un comentario sobre el calentamiento global y el cambio climático que trae aparejado, y los describí como “la más grande amenaza para la supervivencia humana”.

En respuesta, más de un lector me acusó de estar propagando una falsedad, e incluso de promover “una nueva religión”. Y es que el tema, a pesar de lo que pudiera pensarse, es polémico.

Hay mucha gente en el mundo –entre ellos, por supuesto, Donald Trump– que dudan de la veracidad de los datos que indican que el calentamiento global es un fenómeno real, o no están convencidos de que sea producto de la actividad humana (la emisión de gases de invernadero producto de la quema de combustibles fósiles), sino que creen que forma parte de los ciclos naturales del sistema Tierra-Sol.

Como consecuencia, niegan sus riesgos (o afirman que es inútil tomar medidas para tratar de mitigarlos), a pesar de la cada vez más clara evidencia que se va acumulando. Estos “escépticos” (o, más adecuadamente, en mi opinión, negacionistas) del cambio climático afirman, para explicar que la inmensa mayoría de los expertos en clima estén de acuerdo en que el riesgo es real (con datos, análisis detallados y modelos complejos que sustentan su opinión), que existe una especie de complot global, organizado quizá por “países enemigos del mundo libre” como China, para propagar la versión oficial. El objetivo de esta conspiración mundial sería perjudicar la economía de los países altamente industrializados –o, en una versión alterna, la de los países emergentes–, que se verían obligados a tomar medidas de alto costo para reducir la emisión de gases de invernadero.

El problema es que, al discutir sobre el asunto, quienes niegan el cambio climático descalifican la validez del conocimiento científico que es dado por bueno por la gran mayoría de los expertos, los cuerpos colegiados internacionales –como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático– así como la gran mayoría de los países que han firmado compromisos como el Acuerdo de París.

Surgen entonces las discusiones sobre lo que es “verdad” en ciencia: cada bando afirma que la verdad está de su lado, y se niega aceptar los datos, interpretaciones, argumentos y conclusiones de sus adversarios. La discusión puede, de este modo, empantanarse y volverse interminable.

No sirve de mucho especular sobre las razones ideológicas, psicológicas o los intereses que pueden estar detrás de las opiniones de los negacionistas del cambio climático. (Aunque tienden a ser personas que consideran la libertad –sobre todo la de mercado– como valor supremo, y suelen estar relacionados con el mundo de las finanzas y los negocios.)

Pero parte del problema es la visión relativamente ingenua que normalmente tenemos de la ciencia. O más precisamente, del método que los científicos usan para producir conocimiento científico confiable. Se nos enseña desde la primaria que los científicos observan objetivamente, sin prejuicios ni preconcepciones, la realidad, y que hacen experimentos, y a partir de ello formulan hipótesis que expliquen lo observado. Luego someten a prueba, con más experimentos, dichas hipótesis, y si nada parece contradecirlas, las aceptan como verdaderas. (Una versión ligeramente más refinada nos dice que los científicos sólo aceptan sus hipótesis y teorías como probablemente verdaderas, las siguen sometiendo a prueba y están siempre listos a desecharlas y sustituirlas por hipótesis mejores en cuanto surjan datos que las refuten.) Finalmente, plasman sus conclusiones en artículos científicos que son enviados a revistas arbitradas, donde sus datos y argumentos son examinados por expertos, y sólo si pasan este control de calidad son publicados y pasan a ser considerados como ciencia legítima. O, en la versión ingenua que es tan popular, como “verdad científica”.

Sin embargo, lo que casi nunca se nos dice es que el quehacer científico no se limita al laboratorio ni termina con la publicación de artículos. Gran parte de la ciencia consiste en la discusión, sistemática, crítica y racional, de los datos, los modelos y las interpretaciones científicas. Una discusión continua, que va desde el momento en que se inicia una investigación hasta mucho después de haber sido publicada.

Y tampoco suele decirse que en ciencia el concepto de “verdad” no tiene mucho sentido: lo que se obtiene por este complejo proceso (presentado aquí en forma enormemente simplificada) es simplemente conocimiento que representa, en un momento dado, y según la opinión calificada de la mayoría de los expertos en un campo, la visión más confiable de lo que realmente ocurre en la naturaleza.

La idea de que la ciencia no produce verdades sino conocimiento útil y confiable ­–representaciones de lo que existe ahí afuera– y que el criterio para evaluar su validez no son tanto los datos sino el consenso de la comunidad de expertos calificados en el tema del que se trate, es indispensable para entender las interminables discusiones sobre temas polémicos como el cambio climático y otros. Vacunas, VIH/sida, visitantes alienígenas de otros mundos: en todos los casos, la ciencia no ofrece certezas absolutas, sino conocimiento avalado, con base en la evidencia y los argumentos disponibles (incluyendo la aplicación del conocimiento para hacer predicciones), por el consenso de la comunidad científica. (Ésta es, de paso, una de las características que dan a las ciencias naturales su inmenso prestigio: pocas disciplinas logran generar consensos tan generalizados, y por tanto tan confiables, entre sus expertos.)

Existen verdaderas polémicas científicas, en que las opiniones de los especialistas están divididas. Pero con el tiempo y la acumulación de pruebas, muchas veces se van resolviendo para generar consensos mayoritarios. Eso ocurrió precisamente con las teorías sobre el cambio climático, considerado probable hace unos 20 años, y algo prácticamente seguro hoy. Los movimientos negacionistas, en cambio, insisten en presentar como debates aún no resueltos temas que los expertos ya no discuten desde hace años.

En particular, el papel de los periodistas y comunicadores de la ciencia, como quien esto escribe, no es juzgar las disputas científicas ni calificar quién tiene la razón en este tipo de polémicas, sino presentar a su público la ciencia más actual y confiable. Es decir, la que representa el consenso de la comunidad científica. Y, en el caso de polémicas ya superadas, como la del cambio climático, dejar claro que el negacionismo carece de sustento científico.

Todo mundo tiene derecho a su propia opinión, y a confiar en la información que le parezca más adecuada. Lo que no es válido es presentar como ciencia versiones que, aunque en un momento dado hayan sido plausibles, hoy ya han sido desechadas. Cuando se trata de temas donde ya existe un consenso científico amplio, seguir difundiendo opiniones minoritarias es, simplemente, desinformar.
-->


¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!

miércoles, 16 de septiembre de 2015

Discutir la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de septiembre de 2015

Inauguración del evento
El periodismo científico es un poco el patito feo de los medios: se le da escaso espacio, se le considera una “curiosidad” (o sea, algo poco importante, que entra si queda espacio, y que si no cabe no importa demasiado), y se lo coloca al final del periódico, revista o noticiero.

Quizá por eso los periodistas científicos somos tan quejumbrosos cuando nos reunimos, como ocurrió la semana pasada durante el III Seminario Iberoamericano de Periodismo de Ciencia, Tecnología e Innovación, organizado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), el Foro Consultivo de Ciencia y Tecnología y otras instituciones en Jurica, Querétaro.

Esta tercera edición del Seminario, en la que participaron periodistas de ciencia de todo el país y del extranjero (hubo invitados de Estados Unidos, Cuba, Argentina y Ecuador, por lo menos), se caracterizó por ofrecer mucho más espacio para el diálogo y la polémica que las dos anteriores.

Al escuchar a mis colegas, entre los que había reporteros, columnistas y editores, confirmé que una de las dificultades del periodismo científico es precisamente el carácter cambiante de la ciencia. Hay ciencia válida, ciencia que se está debatiendo, ciencia que queda obsoleta y ciencia mal hecha, y que es luego exhibida como tal. Por no hablar de las seudociencias propiamente dichas, que por desgracia frecuentemente se confunden con ciencia legítima. Y a veces resulta difícil distinguir entre estas variedades.

La mesa en que participé
(foto: Horacio Salazar)
Por ejemplo, al discutir sobre nanotecnología, expresé mi opinión de que ésta ha fallado en cumplir con las promesas de nanorrobots (también conocidos como nanomáquinas, nanobots y, entre los fans de ciencia ficción, como “nanitos”) que arreglarían por dentro las lesiones de nuestras arterias y curarían tumores cerebrales (o al menos, como proponía la artista musical Laurie Anderson, “reptarían por nuestros cabellos y curarían la orzuela”). A cambio, sólo ha ofrecido materiales: materiales que logran cosas útiles, como jeans que resistan la mugre, o muebles de baño con propiedades antibacteriales… pero nada que lo deje a uno con la boca abierta (aunque son invenciones que han originado industrias que valen millones).

Más tardé yo en decirlo que la prensa en desmentirme, pues el mismo día se publicó que Michel Sidibé, director ejecutivo de Onusida, anunció que pronto podrían estar disponibles nuevos tratamientos para pacientes que viven con VIH (no “sida”, como erróneamente lo cabecearon muchos medios: el tratamiento evita la replicación del VIH, con lo que precisamente impide que los pacientes lleguen a la etapa avanzada de la infección por VIH, que es propiamente el sida), y que consistirán ya no en tomar una o tres pastillas diariamente (lo cual de por sí ya era un gran avance, comparado con los tratamientos de hace no tantos años, cuando se tenían que tomar de 12 a 24 pastillas diarias, siguiendo horarios rígidos), sino en una inyección cada seis meses.

A mí me sonó rara, incluso increíble, la información. Farmacéuticamente no me imaginaba cómo se podría sustituir la toma diaria de pastillas por una inyección cuyo efecto durara tanto (y no, por ejemplo, un implante o algo similar). Investigando un poco, hallé que esta nueva terapia se basa, precisamente, en nanopartículas cristalinas que van dosificando el medicamento. Si la nanotecnología está logrando esto, creo que puedo vivir sin nanorrobots.

Aspecto de la audiencia
(foto: Horacio Salazar)
Otros temas, como los cultivos transgénicos, causaron discusiones que no llegaron a más acuerdos que el deber de informar a los ciudadanos sobre ambos lados del debate científico: a diferencia de temas como el cambio climático o las vacunas, cuya discusión científica ya quedó atrás (hoy se debate sobre esos temas por razones ideológicas, políticas o económicas, no científicas), en asuntos como los transgénicos no hay todavía un consenso científico. El periodista no puede, por tanto, dar a su público una versión final de la discusión, sino sólo reportar cómo ésta va avanzando.

Se discutieron también temas como la forma de lograr que las noticias de ciencia, además de ser más profesionales –para lo cual urge reforzar la formación de periodistas y editores especializados­ en el tema–, estén mejor posicionadas (“jerarquizadas”) en la agenda informativa de los medios.

En síntesis, fue un evento provechoso que ha dado frutos a lo largo de sus tres ediciones, gracias al continuo apoyo del Conacyt, para lograr una mejor comunidad de periodistas de ciencia y tecnología en nuestro país, lo que redundará en una mejor información sobre estos temas entre nuestros ciudadanos. Enhorabuena.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Por qué no escribo de Ayotzinapa

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de septiembre de 2015

Conforme avanzan las investigaciones, la discusión y, en general, la confusión sobre ese horror que fue el asesinato (no seamos ingenuos) de los 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, una de las palabras que más salen a relucir es “ciencia”.

Es lógico pensar que la ciencia pudiera ayudar a esclarecer exactamente que ocurrió en esa noche monstruosa. La ciencia tiene un método que privilegia la evidencia confiable, los datos. Cuenta con técnicas e instrumentos para obtenerlos, para verificar su
confiabilidad y para procesarlos. A partir de ellos, propone y somete a prueba hipótesis plausibles que le den sentido a los fenómenos estudiados y permitan intervenir en ellos.

Y sin embargo, ya desde el inicio de las investigaciones, lo que ha surgido es más que nada un enredo de versiones contradictorias, de datos confusos, de acusaciones y refutaciones, de reclamos y excusas. A más de un año de los sucesos, seguimos sin saber exactamente qué ocurrió, cómo ocurrió e incluso dónde ocurrió. ¿Cómo es posible, si se está aplicando la ciencia para resolver las dudas? ¿Si existen métodos de ciencia forense precisos y confiables para aclarar crímenes de este tipo (como bien sabemos gracias a series televisivas tipo CSI)?

En lo personal, creo que lo que sucede es que éste es uno de esos casos en que la versión popular de la ciencia, esa que la concibe como un método objetivo para, a partir de observaciones y experimentos, y utilizando razonamientos lógicos impecables, llegar a conclusiones certeras y claras, se queda corta.

En realidad la ciencia es una construcción social que tiene las mismas limitaciones y complejidades que cualquier otra actividad humana. Nuestros sentidos son falibles y pueden engañarnos. Nuestros cerebros están sujetos, inevitablemente, a diversos sesgos cognitivos, a cometer falacias lógicas, y a dejarse guiar por prejuicios ideológicos, culturales y de otros tipos. La idea de que podemos juzgar objetivamente los hechos, especialmente cuando nuestras emociones e intereses están involucrados, es más que nada una ilusión.

Al ser un producto de esos cerebros, la ciencia es también sujeto de sesgos y confusiones. Para tratar de minimizar estos efectos, el método de la ciencia es necesariamente colectivo, e involucra la participación de múltiples expertos que tratan de aplicar el mayor rigor científico posible, mediante la discusión y la crítica constructiva, para garantizar la calidad del proceso de elaboración del conocimiento científico.

Volviendo al caso Ayotzinapa: hay versiones de “verdad histórica” que establecen un lugar, un tiempo y un método para la muerte de los muchachos. Y hay una verdad alterna, defendida por los padres de éstos y por quienes –comprensiblemente– desconfían de las versiones oficiales, en que las víctimas no fueron incineradas en el basurero de Cocula, o incluso se mantienen vivas en algún almacén del ejército o vaya usted a saber dónde. Hay expertos reconocidos mundialmente, por distintas instituciones, que afirman que la incineración de los cuerpos en ese lugar, condiciones y tiempo es absolutamente imposible; otros expertos, igualmente acreditados, afirman que por el contrario es por muy plausible que dicha cremación haya ocurrido.

Algunos expertos generan modelos a partir de cálculos basados en simulaciones y experimentos llevados a cabo en laboratorios, que obedecen a las estrictas leyes de la fisicoquímica y la conservación de la masa y la energía (“se hubieran requerido 33 toneladas de leña o 995 neumáticos”). Otros argumentan, a partir de experimentos con cadáveres animales, datos provenientes de incendios y observaciones de cremaciones rituales o criminales, que fenómenos como el “efecto pabilo” y la combinación de las capacidades caloríficas de los distintos combustibles supuestamente usados podrían haber sido suficientes.

La bolsa con cenizas hallada en el río y analizada por expertos de nivel mundial en Innsbruck contiene, según los resultados de los estudios, los restos de uno de los estudiantes de Ayotzinapa, lo cual parecería apoyar la versión “oficial”. Pero se cuestiona el origen mismo de dicha bolsa y restos, pues no se siguió un procedimiento adecuado de cadena de custodia que permita garantizar su procedencia.

En cuanto al móvil y la identidad de los criminales, hay versiones, argumentos y datos que parecen apoyar que fueron narcotraficantes, o bien el ejército, o simplemente “el gobierno”. Para cada hecho, evidencia, razonamiento o interpretación surge inmediatamente una versión alterna o contraria. Y no hay razones o método que permitan decidir claramente entre ellas.

Según yo lo veo, el asunto de la posible incineración ha dejado de ser un tema científico para volverse político e ideológico. Igual que ocurre con otras controversias que mezclan ciencia con el interés de la sociedad, como el cultivo de vegetales transgénicos o la despenalización del aborto, los prejuicios, sesgos, intenciones, intereses y deseos de uno y otro lado hacen ya imposible no sólo llegar a un acuerdo sobre qué pudo haber sucedido o no en el basurero de Cocula, sino incluso sobre qué métodos o qué expertos son válidos para investigarlo.

La ciencia no puede hacer mucho cuando topa con las ideologías, la política y la lucha de intereses. Llámeme pesimista, pero además creo que, como ocurre con tantos grandes crímenes sin resolver (el asesinato de Kennedy, la matanza del 68, los muertos del 85, las desapariciones y asesinatos de políticos mexicanos a través de los sexenios…), jamás vamos a conocer la verdad detrás de los crímenes de Ayotzinapa. Los métodos de la ciencia son confiables y poderosos, pero resultan frágiles y delicados, inútiles, ante la brutalidad de los intereses involucrados en casos como éste.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 5 de agosto de 2015

Plagio en la academia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de agosto de 2015

Rodrigo Núñez Arancibia
Yo creo que el escándalo que causó la expulsión por plagio de dos miembros del Sistema Nacional de Investigadores (SNI), anunciada el pasado lunes 3 de agosto por el Conacyt, ha sido excesivo.

Por si no está usted enterado, Rodrigo Núñez Arancibia, de la Universidad de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia, Michoacán, y Juan Antonio Pascual Gay, de El Colegio de San Luis, en San Luis Potosí, fueron hallados, luego de una investigación, culpables de haber realizado plagios de tesis, libros y artículos que usaron para simular una alta productividad académica y obtener así el beneficio de una beca del SNI.

Juan Antonio Pascual Gay
Las acusaciones ya se habían venido discutiendo, cada una por su lado, pública y privadamente. Incluso hubo quien salió, en una carta en la revista Nexos, firmada por el escritor Javier Sicilia y numerosas personas más, en defensa de uno de los acusados (Pascual Gay) con el argumento de que su plagio de un texto del escritor Guillermo Sheridan (que éste denunció de manera bastante jovial en su blog de la revista Letras libres) era sólo un “error” en una carrera académica por demás respetable.

Por su parte, Núñez Arancibia se las arregló para cometer numerosos plagios a lo largo de 11 años de carrera académica sin ser descubierto (incluyendo el de su tesis de doctorado en El Colegio de México).

En su comunicado del lunes, los funcionarios del Conacyt (del cual depende el SNI) indicaron que esta institución “no tolera faltas éticas que ponen en duda la integridad del Sistema Nacional de Investigadores”.

Y hacen bien, porque, como señala Soledad Loaeza en un artículo publicado el 16 de julio en La Jornada, “Los plagiarios en la academia son delincuentes que se aprovechan del código de honor que gobierna nuestra profesión, uno de cuyos principios es la buena fe con que se recibe un trabajo que se piensa que ha sido elaborado también de buena fe por quien lo firma”. Y acertadamente concluye: “en materia de plagio hay que ser contundentes y definitivos. Estamos actuando en defensa propia”.

¿Por qué digo, entonces, que no habría que hacer tanto escándalo?

Uno, porque la deshonestidad es parte de la naturaleza humana, y existe siempre y en todos lados. El que se haga presente de vez en cuando en el mundo académico, en el de la ciencia o en el de las letras no debería ser sorpresa, y menos noticia. El caso de Núñez y Pascual apareció, con grandes titulares, en todos los medios noticiosos mexicanos. Si se le prestara la misma atención a otras noticias relacionadas con la ciencia, seríamos un país mucho más científicamente culto. En este caso lo que privó fue más bien el morbo.

Y dos, porque la visibilidad que tuvo la noticia haría pensar que se trata de un problema grave en la comunidad académica y científica en México. Pero, como señala el propio comunicado del Conacyt, “el SNI cuenta con alrededor de 23 mil 300 miembros y (…) es muy poco frecuente que se dé una situación de falta de honorabilidad. La comunidad de científicos y tecnólogos del SNI es un orgullo de nuestro país”.

Desgraciadamente, el actual sistema de evaluación del trabajo académico y científico, basado en medir la cantidad, no la calidad, ejerce una presión perniciosa que fomenta comportamientos deshonestos, ante la amenaza de perder los privilegios trabajosamente ganados. En todo caso, habría que felicitar a la comunidad académica mexicana porque tiene cada vez mejores mecanismos para detectar este tipo de fraudes, y porque toma medidas efectivas para sancionarlos. De hecho, hoy existen modernas herramientas informáticas útiles, ya comentadas en este espacio, para detectar plagios en los ámbitos académicos, escolar y literario. Y hay también sitios web y comunidades de personas dedicadas a detectar y exponer dichos casos, como Plagiosos.org y Retraction Watch.

Habría, eso sí, que reforzar la formación de los estudiantes para que sepan qué es un plagio y qué un uso legítimo de una cita, y para que tengan las habilidades técnicas y las actitudes éticas correctas al respecto. Al respecto, la UNAM lanzó hace poco una muy elogiable campaña de ética académica, con el título “Velo en perspectiva”, que merecería ser mejor conocida.

Pero lo que a mí parecería realmente fascinante sería estudiar con mayor profundidad las motivaciones de los plagiarios académicos. Y sobre todos los mecanismos de autoengaño y racionalización que elaboran para justificar sus actos ante sí mismos. Resulta fascinante leer las declaraciones de Núñez Arancibia, a quien el diario La Tercera de su natal Chile llama “plagiador en serie” y lo describe como buen estudiante y como un individuo “autoexigente, solitario y depresivo”.

“Yo sabía que iba a chocar como un tren contra una pared, haciéndome pedazos. Y eso fue lo que pasó”, comenta Núñez en la entrevista. “Había situaciones [académicas] que no había podido resolver (…) y frente a las presiones del medio y personales, cometí un gran error. Necesitaba más tiempo y no podía”. El reportaje continúa: “(…) la mentira se fue convirtiendo en una mochila insoportable. [Núñez Arancibia] pasaba el tiempo entre las clases y encerrado en su oficina. Apenas conversaba con sus colegas. Dormía mal, tenía crisis de angustia. ‘Yo todo esto lo viví solo. Nunca he estado en pareja, tenía pocos amigos. Empecé a ir al psiquiatra y a tomar medicamentos. Me detectaron depresión crónica. Me dedicaba al trabajo, pero estaba perdiendo el juicio’”.

Creo que alguien tendría que iniciar un proyecto de investigación serio para entender mejor los rasgos de personalidad (que en casos como éste se vuelven verdaderos trastornos psiquiátricos) de los plagiarios y estafadores académicos.

Es indudable que los fraudes, plagios y otras conductas deshonestas son extremadamente dañinas, pues socavan la base misma del trabajo científico y académico. Pero es también indudable que seguirán existiendo. Son parte de la naturaleza humana. Y es parte de la naturaleza de la academia combatir esos defectos de nuestra naturaleza.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

miércoles, 25 de marzo de 2015

Ciencia, evolución y entusiasmo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  25 de marzo de 2015

Para mi amigo Enrique Espinosa, compañero en el entusiasmo. Ricercare, 1992


Hace mucho, cuando hacía mi tesis de licenciatura, tuve el privilegio de trabajar en un laboratorio de investigación (el tema, por si a alguien le interesa, tenía que ver con biología molecular; en particular, la genética de la mitocondria de una especie de levadura; y más en particular, con los genes que proporcionaban a los ribosomas de esa mitocondria resistencia a dos antibióticos).

Logré titularme (aunque no con ese trabajo en particular, pues mis dotes para el trabajo de laboratorio resultaron no ser muchas), y aunque luego me di cuenta de que la investigación científica no era lo mío (mi vocación siempre fue la divulgación, que también forma parte del trabajo científico), nunca me desenamoré de la vida del laboratorio. Y una de las cosas que recuerdo con más emoción (aparte de la convivencia diaria, los seminarios donde se discutían las ideas y los resultados y se aprendía en grupo; los cursos y congresos, el fascinante instrumental de laboratorio y tantas cosas más de la vida enclaustrada de los investigadores científicos) era estudiar en maravillosos libros de texto que mostraban un panorama que estaba a años luz de la biología que había aprendido en prepa o en la facultad.

Y el más notable de esos libros era la Biología molecular de la célula, escrito en 1983 por un grupo de expertos encabezado por el bioquímico estadounidense Bruce Alberts (aunque la idea original vino de James Watson, otro de los autores). “El Alberts” revolucionó la enseñanza de la biología molecular de la célula. Se convirtió en un clásico (hoy está en su sexta edición).

Pues bien: este lunes tuve la oportunidad de escuchar a Bruce Alberts en persona dictar una charla científica donde, por supuesto, me asombró con nuevos y fascinantes descubrimientos acerca del funcionamiento de la célula viva. Y es más, ¡pude tomarme una foto con él!

Quizá suene infantil. Pero recuperar a los 49 años el entusiasmo que sentí a los 24, cuando mi enamoramiento por la biología molecular era total, no es algo trivial.

Y es que el evento donde viví esa experiencia, el simposio The major transitions in evolution (“las grandes transiciones de la evolución”, MMTE2015), organizado del 23 al 25 de marzo por el Instituto de Biotecnología (IBt) y el Centro de Ciencias Genómicas (CCG) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), más allá de ser una magnífica reunión de especialistas científicos internacionales, es antes que nada una celebración del entusiasmo.

El evento surgió a partir, precisamente, del entusiasmo de un buen profesor, el investigador Federico Sánchez Rodríguez, del IBt, quien logró contagiarlo a dos de sus alumnos en la exitosa Licenciatura en Ciencias Genómicas de la UNAM: Berenice Jiménez Marín y Juan Escalona Meléndez.

A partir del clásico libro del mismo título, publicado en 1995 por John Maynard Smith y Eörs Szathmáry, Berenice y Juan concibieron la idea de invitar Szathmáry (Maynard murió en 2004) a México para dar una charla ante estudiantes de ciencia e investigadores. Cuando aceptó, surgió la idea de hacer algo más grande: un simposio internacional donde se revisara cómo ha avanzado el conocimiento sobre las grandes transiciones evolutivas, a 20 años de la publicación del libro.

Gracias a la pasión de Berenice y Juan, y a la ayuda de la comunidad científica a la que pertenecen, los dos jóvenes lograron convocar el apoyo de diversas instituciones (UNAM, Conacyt, Gobierno de Morelos –donde se hallan el IBt y el CCG– e incluso empresas privadas). Con el apoyo del experto mexicano en origen de la vida Antonio Lazcano-Araujo se convenció a otros invitados. Se compraron boletos de avión y se reservaron hoteles, se logró contar con un foro –el nuevo Centro de Exposiciones y Congresos de la UNAM–, una página web, programas impresos, servicio de café… Un evento totalmente profesional.

¿Y cuáles son esas grandes transiciones? Ocho: el paso de moléculas autorreplicantes (capaces de reproducirse) a compartimientos (protocélulas); el paso de genes aislados a cromosomas; el paso del mundo del ácido ribonucleico (ARN) al actual de ADN y proteínas; el paso de células procariontes (sin núcleo) a eucariontes (con núcleo y membranas internas); el paso de la reproducción asexual, por clonación, a la sexual; el paso de organismos mono a multicelulares; el paso de individuos solitarios a comunidades, y finalmente, el paso de sociedades de primates a sociedades humanas con lenguaje.

Sería imposible resumir estos temas y lo que se comentó sobre ellos (los organizadores de la conferencia prometen que las charlas estarán disponibles en internet). Pero todos fueron abordados por invitados de primera línea. Además de Alberts y Lazcano, los asistentes pudimos escuchar y hacer preguntas a Ada Yonaht, cristalógrafa israelí experta en el ribosoma –ese organelo subcelular, verdadero robot molecular, que fabrica las proteínas en todas las células– y premio Nobel de química 2009; la estadounidense Evelyn Fox Keller, filósofa de la ciencia y feminista; la genetista y bloguera Rosie Redfield, defensora del rigor en ciencia; la arqueóloga mexicana Linda Manzanilla, y varios otros expertos de nivel mundial.

Hablando con Berenice y Juan, les pregunté qué los había impulsado a trabajar tanto y lograr algo tan grande. Esperaba una respuesta relacionada con la importancia de la ciencia para el desarrollo del país, el prestigio académico de la UNAM, la formación de futuros científicos… Pero no: lo que los impulsó fue la pasión, el entusiasmo, la “fascinación infantil” (childlike sense of wonder, en palabras de Berenice) por la ciencia y la imagen que nos da de la vida.

Y es un entusiasmo productivo: la reunión, dirigida no a un público general, sino a estudiantes de licenciatura y posgrado en biología así como investigadores, es un evento académico que permite escuchar de primera mano los últimos descubrimientos científicos, de voz de sus descubridores. Pero además discutir con ellos, como se estila en ciencia: de igual a igual. Intercambiar ideas y aprender de ellos. Además, Berenice y Juan tienen muy claro otro objetivo de la reunión: mostrar a sus colegas que la evolución no es sólo un tema más en biología, ni algo opcional: todos los temas de investigación en biología deberían incluir la perspectiva evolutiva. Como dice la famosísima frase del biólogo Theodosius Dobzhansky, usada como lema del simposio, “Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”.

En el fondo, más allá del conocer a estrellas de la ciencia y enriquecernos con el conocimiento allí compartido, lo que recibimos los asistentes al MMTE2015 es una poderosa inyección de entusiasmo. Que es, finalmente, la fuerza que impulsa a quienes nos dedicamos a la ciencia.


Posdata 1: Los videos de las charlas del evento MMTE2015 pueden verse en este enlace (por desgracia no están etiquetados para saber cuál video corresponde a cuáles pláticas).

Posdata 2: El libro que dio la base para el simposio, The Major Transitions in Evolution, está traducido al español, en la colección Metatemas de la editorial Tusquets. Aquí más información.



¿Te gustó? ¡Compártelo en Twitter o Facebook!:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!