Mostrando las entradas con la etiqueta origen de la vida. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta origen de la vida. Mostrar todas las entradas

domingo, 12 de agosto de 2018

El nuevo Museo de Historia Natural de la CdMx

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de agosto de 2018

Hace unas semanas me di la oportunidad de regresar, luego de mucho tiempo, a la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, uno de los sitios más hermosos de la Ciudad de México (urbe que de por sí está llena de maravillas para visitar, ya sea como turista o –cosa que con frecuencia olvidamos los chilangos, presas del diario ajetreo– como residente).

Y por supuesto, no podía dejar de pasar por el encantador Museo de Historia Natural (MHN), que desde que era yo niño –hace muuucho, a principios de la década de los 70– ha sido un sitio que despierta mis fantasías. (Recuerdo, por ejemplo, cómo en primero de secundaria nos llevaron en la típica visita escolar y me dejaron de tarea hacer el también típico trabajo sobre el museo: yo me esmeré en tratar de captar, en mis dibujos, el asombro y sentido de maravilla que me inundó en sus exhibiciones sobre el origen de la vida, el cosmos y la evolución… Por ahí debe estar guardado, entre los papeles de mi madre, ese trabajo infantil).

Pero no esperaba era encontrar lo que hallé: un museo con varias salas totalmente renovadas, con una museografía asombrosa y una riqueza sorprendente, al nivel de los mejores museos del mundo. Y menos esperaba, al preguntarle a la primera persona con gafete que hallé sobre los detalles de la renovación, toparme en domingo nada menos que con su amable directora, la maestra Mercedes Jiménez del Arco, quien desde hace dos años está a cargo del Museo, y cuyos conocimientos, liderazgo y sobre todo enorme entusiasmo fueron vitales para darle nueva vida a este emblemático espacio.

La historia del Museo de Historia Natural da para una novela o serie de televisión. Su antecedente más remoto nos lleva al virreinato, cuando a petición del Rey Carlos IV de España llegó a la entonces Nueva España Don José Longinos Martínez a realizar trabajos de investigación en el área de la historia natural, antecesora de la moderna biología. Don José propuso fundar un “gabinete de historia natural”, siguiendo la tendencia entonces en boga de los “gabinetes de curiosidades”, instituciones que con el tiempo darían origen a los actuales museos de ciencia. Así, en agosto de 1790, y con la colaboración de personajes científicos de la época como Don José Antonio Alzate, se fundó en las calles de Plateros (hoy Francisco I. Madero) de la Ciudad de México el Gabinete de Historia Natural. (El actual MHN estaría entonces cumpliendo este mes, en última instancia, 228 años.)

Posteriormente, y con los distintos cambios y gobiernos que sufrió nuestro país, el acervo del Museo ha pasado por las más variadas aventuras. Durante la Independencia, nos ilustra la Wikipedia, sus colecciones estuvieron en riesgo de perderse, pero el Virrey Bucareli ordenó enviarlas a la Universidad (en ese entonces, Real y Pontificia). En 1831, Vicente Guerrero firmó el decreto para fundar formalmente un Museo de Historia Natural dentro de la Universidad, que luego quedó ubicado en el Colegio de Minería.

Más tarde, en 1865, el Emperador Maximiliano lo trasladó al Palacio Nacional, y en 1913 llegó a su muy popular sede en el que durante el porfiriato fuera conocido como “Palacio de Cristal” o “Pabellón Japonés”: el edificio de hierro forjado del actual Museo del Chopo. Ahí permanecería, para delicia de chicos y grandes, hasta 1964, con sus fósiles y animales disecados, las famosas “pulgas vestidas” y el borrego de dos cabezas, así como la réplica de una ballena, el esqueleto de un mamut (hoy en Museo de Geología de Santa María la Ribera) y el célebre dinosaurio: la réplica en yeso del esqueleto de un Diplodocus carnegii, de 27 metros de largo y 4 de alto, nombrado así por el millonario y mecenas de la arqueología Andrew Carnegie. Ya fallecido éste, la fundación que lleva su nombre, a petición del pionero de la biología mexicana Alfonso L. Herrera, la donó a México en 1931.

El majestuoso reptil, junto con gran parte del acervo del Chopo, se mudó a Chapultepec en 1964, cuando se construyó el actual Museo de Historia Natural (hoy perteneciente al gobierno capitalino) en la famosa estructura de diez domos semicirculares pintados de distintos colores, que para tantas generaciones ha significado la entrada a una especie de país de las maravillas. Desgraciadamente, de los años 60 para acá, el Museo no recibió el cuidado, y sobre todo el presupuesto que hubiera merecido, y pese a distintos intentos de actualización y renovación, lentamente se fue deteriorando.

Pero a toda capillita le llega su fiestecita: al comenzar su gestión, en diciembre de 2013, el entonces Jefe de Gobierno del DF Miguel Ángel Mancera anunció un “Plan Maestro de Renovación para la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec”, que incluyó el Museo y que, por fortuna, efectivamente se llevó a cabo. Para lograrlo participó un amplio equipo que abarcaba, además del personal del Museo y del Gobierno del DF, a especialistas en biología, paleontología y museografía, a la compañía museográfica Siete Colores, y a los Fideicomisos Pro Bosque de Chapultepec y Todos Juntos por el MHN, que ayudaron a conseguir los fondos necesarios.

Así, el 20 de marzo de 2018, tras un arduo trabajo y una inversión de 220 millones de pesos, se inauguraron cuatro bóvedas renovadas que albergan las nuevas exposiciones sobre los temas “Evolución de los seres vivos”, “Diversidad biológica” y “México megadiverso”.

Ahí me encontré, además de a Mercedes y a mi viejo conocido el Diplodocus, con un perezoso gigante, un pterodáctilo, una enorme tortuga laúd, un tigre dientes de sable, un ñú, una tortuga galápago e infinidad de otros ejemplares de reptiles, aves, insectos, anfibios y mamíferos. Y la nuevo museografía hace que uno pueda disfrutar de toda esta riqueza sin que parezcan, valga la paradoja, “piezas de museo”, sino joyas dignas de disfrutarse y admirarse.

Pero en las bóvedas renovadas, con su sistema de iluminación y aire acondicionado, puertas automáticas, sistema de videovigilancia y nuevos pisos de granito brasileño –en los que uno halla claraboyas bajo las cuales se pueden observar fósiles–, y acompañado de amables guías que hacen más agradable y productiva la visita, uno puede hallar maravillas modernas como videomappings, videowalls, un árbol que representa la evolución y –mi favorito– una enorme pantalla interactiva con un programa llamado Deep tree, donde se puede explorar el árbol evolutivo completo de los seres vivos sobre la Tierra, desde lo más general hasta el más mínimo detalle. Y mucho más.

Así que, si tiene usted un rato libre, dése la oportunidad de visitar o –si ya lo conocía– regresar al renovado Museo de Historia Natural de esta gran Ciudad de México. Le aseguro que no se arrepentirá. Los horarios son de martes a domingo de 10 a 17 horas, y el costo es de sólo 27 pesos.

Una última reflexión: la transformación del Museo no ha terminado; lo que hay es sólo el inicio de un proyecto mucho más amplio que aspira a renovar las áreas restantes y a construir un moderno edificio anexo para alojar adecuadamente el resto de las colecciones, las áreas administrativas y las de investigación. La actual administración ha trabajado para dejar asegurados los fondos necesarios. Será imperativo que los nuevos gobiernos, a nivel federal y local, reconozcan la importancia de mantener el apoyo a esta importante institución para continuar con su modernización.

Conociendo la trayectoria e interés por la cultura científica de la próxima Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum –quien además ya ha estado a cargo de la Secretaría del Medio Ambiente del DF, de la que dependen el Bosque de Chapultepec y el Museo–, no dudo que así será.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aqui!

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 6 de mayo de 2018

El misterio de la mitocondria ancestral

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de mayo de 2018

Las mitocondrias son uno de esos conceptos que se prestan a burla. Todos oímos hablar de ellas en clase de biología, pero la mayoría de nosotros no recordamos gran cosa sobre el asunto. Excepto por una frase, tan trillada que se ha convertido en un meme de internet: “las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula” (por ejemplo, “lo único útil que aprendí en la escuela es que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula”, o “¿alguna vez miraste a tu novio y pensaste que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula?”).

Lo cierto es que son organelos celulares de gran importancia, porque realizan una función esencial que, en efecto, tiene que ver con la energía: oxidar los alimentos –como los azúcares– para, al romper los enlaces químicos que unen los átomos que los forman, y combinarlos con oxígeno, liberar energía química que luego se usará para impulsar el metabolismo. (Los más nerds entre mis lectores recordarán incluso que esta energía se almacena temporalmente en forma de moléculas de trifosfato de adenosina, o ATP, “la moneda pequeña de la célula”, para usar otra frase trillada de la clase de biología.)

Pero en realidad el atractivo de las mitocondrias es que, por un lado, son visual y estructuralmente intrigantes, con su aspecto de pequeñas salchichas que nadan dentro de la célula, las dos membranas que las envuelven, lisa la externa, rugosa la interna, y por su relativa independencia, al tener su propio pequeño genoma, separado del que aloja en el núcleo celular, y su propio ritmo de división. Y, por otro lado, y principalmente, por su origen, pues desde hace ya varias décadas se sabe que las mitocondrias fueron inicialmente bacterias de vida libre que penetraron en otras células y formaron una relación de simbiosis con ellas para dar origen a las primeras células complejas –eucariontes–, como las de animales y plantas (además de hongos y protozoarios).

La idea del origen de las células eucariontes mediante “simbiogénesis”, que iba en contra de lo que siempre se había creído, fue formulada inicialmente en 1905 por el botánico ruso Konstantin Mereschkowski (o Merezhkovski). Pero fue la bióloga estadounidense Lynn Margulis quien, a partir de la década de los 60, ayudó a popularizarla y, sobre todo, a sustentarla con evidencia y argumentos evolutivos. Hasta que, a finales de los 80, la idea pasó a formar parte del consenso de la comunidad científica.

Desde entonces se ha buscado identificar exactamente qué bacterias pudieron ser los ancestros de las modernas mitocondrias. Para ello se ha comparado la morfología, fisiología, bioquímica y genética de las mitocondrias con las de diversas bacterias. Hoy se acepta generalmente que surgieron hace unos dos mil millones de años a partir de la clase de las alfaproteobacterias. Y, más específicamente, a partir del orden de las rickettsiales, bacterias que, como los hipotéticos ancestros de las mitocondrias, viven como endosimbiontes dentro de otras células (endos, dentro).

Sitios de muestreo y árbol genealógico
 construido por los investigadores (Fuente: Nature
https://www.nature.com/articles/s41586-018-0059-5)
Pero hoy tenemos métodos más modernos y poderosos para estudiar la evolución y clasificación de los seres vivos. El pasado 3 de mayo la revista científica Nature publicó un artículo firmado por Thijs Ettema y su equipo, de la Universidad de Uppsala, Suecia, donde explican cómo tomaron muestras de ADN ambiental microbiano de cinco sitios de los océanos Pacífico y Atlántico, a profundidades que van de 100 a 5 mil metros, y realizaron análisis metagenómicos –es decir, de todo el ADN disponible, que incluye los genomas de todas las especies presentes. En particular, se concentraron en los genes del ADN ribosomal, que contiene la información para fabricar las moléculas que forman el ribosoma, un organelo especialmente útil para estudios evolutivos porque está presente en absolutamente todos los seres vivos). A partir de ello, mediante complejos métodos computarizados, lograron construir un nuevo árbol genealógico de las alfaproteobacterias.

El resultado: en este nuevo árbol, las mitocondrias no quedarían clasificadas dentro de las alfaproteobacterias, sino en una rama paralela, como “hermanas” de todas ellas, y su origen podría ser aún más antiguo de lo que se pensaba. En este nuevo esquema, mitocondrias y rickettsiales, a pesar de sus similitudes, no formarían parte de la misma familia, sino que habrían tenido orígenes evolutivos paralelos.

Como siempre, los científicos disfrutan investigando misterios dignos de un detective. Y como siempre, la tecnología les ofrece nuevas maneras de hacerlo. Por cierto, en una fecha significativa, pues las mitocondrias inspiraron a los infames “midichlorians” de la saga de Star Wars, cuyo día se celebró el pasado 4 de mayo (“may the fourth…”).

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 3 de septiembre de 2017

El virus que quiso ser célula

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de septiembre  de 2017

El Klosneuvirus 
(fuente: Science Magazine 
http://ow.ly/cg4j30eY2qF)
Si algo nos ha demostrado la biología es que la vida es flexible. Los sistemas vivos son capaces de la más sorprendente adaptación, que es el principal producto de la evolución en la continua lucha por sobrevivir.

Es esta enorme diversidad y flexibilidad la que hace que sea tan difícil definir la vida. Cada vez que uno trata de delimitar una serie de rasgos distintivos que caracterizan a los seres vivos, surge alguna excepción que da al traste con el intento.

Los virus son un caso especialmente interesante. Tradicionalmente se considera que no son organismos. Se los define como partículas formadas por una cápsula (o “cápside”) de proteínas que protege a una pequeña porción de ácidos nucleicos (el clásico ADN o bien su pariente más antiguo, el ácido ribonucleico, ARN). Pueden estar o no cubiertos por una membrana flexible parecida a la que rodea a las células.

Pero los virus no son células: por el contrario, para multiplicarse necesitan infectar células y apoderarse de su maquinaria genética, para que copie su genoma y fabrique sus proteínas. En ese sentido, tampoco están vivos: sólo están activos cuando se hallan dentro de una célula.

La inmensa mayoría de los virus son más pequeños que cualquier célula y contienen pocos genes: algunos sólo dos, pero normalmente unos cuantos. Como comparación, el genoma de la bacteria intestinal Escherichia coli tiene unos 4,300 genes, y el genoma humano, 20 mil.

Pero en 2003 se identificó un virus tan enorme que era mayor que algunas células, y que tiene un genoma con casi mil genes: mayor que el de muchas bacterias. Como parecía mimetizarse con una verdadera célula (de hecho se le confundió con una cuando fue descubierto), se le llamó “mimivirus”; ya hemos hablado de él en este espacio.

Posteriormente se han descubierto otros virus enormes, tanto en tamaño como en complejidad y número de genes; entre ellos el pandoravirus, que tiene 2,500 genes.

Virus gigantes
(fuente: Science Magazine
http://ow.ly/cg4j30eY2qF)
Y resulta que estos virus gigantes poseen además genes relacionados con funciones metabólicas que hasta hace poco se consideraban exclusivas de las células, como la fabricación de las enzimas sintetasas de ARN de transferencia.

Estos y otros descubrimientos llevaron a proponer que estos grandes virus podrían ser descendientes de una cuarta rama del gran árbol de la vida. Las tres ya conocidas son las células con núcleo (eucariontes, como protozoarios, hongos, plantas y animales), las bacterias, y las arqueas (primas de las bacterias, aunque distintas a nivel molecular y metabólico). Los hipotéticos organismos de la cuarta rama habrían ido perdiendo funciones –y genes– hasta convertirse en los parásitos que son actualmente.

Recientemente, un equipo de virólogos encabezados por Frederik Schulz, del Instituto de Genómica del Departamento de Energía de los Estados Unidos, en California, halló algo nuevo al analizar lodos provenientes de una planta de tratamiento de aguas de la ciudad de Klosterneuburg, en Austria. Sus resultados se publicaron en la revista Science en abril pasado.

Utilizando métodos de metagenómica, que permiten identificar a los organismos presentes en una muestra a partir sólo de su ADN, hallaron lo que parece ser el genoma de un nuevo virus gigante, al que llamaron klosneuvirus. Lo interesante es que este virus tiene 20 distintas enzimas sintetasas de ARN de transferencia, correspondientes a cada uno de los 20 aminoácidos que forman las proteínas. Es decir, un juego completo de dichas enzimas… igual que una célula viva.

Esto no quiere decir que el virus pueda producir sus propias proteínas, pues no tiene ribosomas, las fábricas moleculares que hacen dicho trabajo en las células (hasta ahora no se ha hallado señal de los genes necesarios para fabricar ribosomas en ningún virus conocido). Pero sí parecería, a primera vista, fortalecer la hipótesis de que los virus gigantes descienden de antiguas células, quizá pertenecientes a esa hipotética cuarta rama del árbol de la vida.

Para investigarlo más a fondo, Schulz y sus colegas estudiando, con métodos de análisis genético comparado, la procedencia de dichos genes. Lo que hallaron fue inesperado: cada gen parecía provenir de un linaje evolutivo distinto, principalmente de algas. En otras palabras, no parecían descender de un antepasado común, una célula antigua que fue perdiendo genes hasta convertirse en el klosneuvirus actual. Por el contrario, éste parece haber surgido a partir de un virus pequeño que fue adquiriendo enzimas una por una, por aquí y por allá, a partir de distintos organismos. Un fuerte golpe para la hipótesis del cuarto dominio de la vida. (Aunque otros virólogos desconfían, y opinan que la posibilidad de una cuarta rama del árbol de la vida no puede descartarse hasta que no se aísle al klosneuvirus mismo, en vez de sólo confiar en deducciones sobre su existencia a partir del ADN hallado en muestras.)

¿Y para qué querría un virus, por gigante que sea, tener sus propios genes para fabricar enzimas relacionadas con la producción de proteínas? Quizá porque algunas células, al detectar que han sido infectadas por virus, dejan de fabricar dichas enzimas, como mecanismo de protección. Los genes transportados por el virus podrían ser una forma de pasar por encima de esta defensa.

Queda claro que los virus son un territorio todavía poco explorado, que probablemente seguirá dándonos sorpresas que quizá sigan haciendo más borrosa la línea entre virus y células.

Y también que los organismos y las especies vivas son en realidad sistemas modulares formados por combinaciones enormemente flexibles de distintos genes, casi como bloques de lego moleculares.

Sin duda, la flexibilidad es una de las características fundamentales lo vivo.


¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!

domingo, 2 de julio de 2017

Anonymous y el sentido común

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio de 2017

No tengo la más menor idea de qué pudiera estar pasando por la cabeza de los miembros del colectivo de ciberactivistas Anonymous cuando, el pasado martes 26 de junio, anunciaron a todo el mundo que la NASA “iba a revelar el descubrimiento de vida extraterrestre”. Llama la atención porque, hasta hace no tanto, habían sido defensores de causas relativamente razonables y racionales.

Más que un grupo formal, Anonymous es una numerosa red internacional más o menos mutable compuesta por hackers (“hacktivistas”, se llaman a sí mismos) que usan sus habilidades computacionales para organizar protestas contra causas que consideran nocivas para la libertad. En particular, la libertad en internet.

Surgió alrededor de 2003, pero se hizo famoso en 2008 cuando lanzó una feroz campaña contra la “Iglesia” de la Cienciología (mejor conocida como la organización que promueve la Dianética, un supuesto método de autoayuda que afirma borrar los traumas espirituales de vidas pasadas). Pongo la palabra “iglesia” entre comillas porque la Dianética/Cienciología, lejos de ser una religión genuina, honesta, es un culto que utiliza su estatus como “iglesia” para no pagar impuestos en los Estados Unidos, donde surgió de la mente de su creador L. Ron Hubbard, un mediocre escritor de ciencia ficción, y porque utiliza métodos altamente cuestionables y cuestionados para obtener dinero y obediencia ciega de sus seguidores.

Parte de la estrategia de la Cienciología había sido mantener sus “documentos avanzados” como secretos altamente protegidos a los que sólo se podía acceder luego de llevar numerosos cursos y pagar enormes sumas monetarias. Esto fue posible hasta antes del surgimiento de internet, pero ya en 1996 un grupo de activistas noruego los hizo públicos, a lo que la Cienciología respondió con una persecución legal que fue percibida por la comunidad de internautas como uno de los primeros intentos de censura en gran escala en la red.

Desde entonces, la Cienciología no ha dejado de tener conflictos con la comunidad de internet. La “operación Chanology”, lanzada por Anonymous en 2008, surgió a raíz de que la iglesia pretendía borrar una larga entrevista en la que el actor Tom Cruise, notorio cienciólogo, hacia una serie de revelaciones que dejaban bastante claro lo absurdas que resultan muchas de las creencias centrales de la Cienciología.

A lo largo de su historia, Anonymous ha defendido causas que podrían considerarse dignas, como la lucha contra la pornografía infantil o contra Daesh (el grupo terrorista también conocido como el “estado islámico”, o ISIS), pero también otras con un fuerte componente ideológico, como campañas contra el cobro por derechos de autor en internet, o contra agencias gubernamentales que son percibidas como enemigas de la libertad cibernética. Lo que nunca había hecho, hasta donde yo sé, es difundir tan ampliamente noticias patentemente absurdas como ésta.

¿Por qué absurdas? No porque los científicos –de la NASA y de todo el mundo– duden que exista vida extraterrestre. Al contrario. Dado todo lo que sabemos sobre la existencia de planetas semejantes a la Tierra alrededor de muchas estrellas, que podrían tener condiciones muy similares a las que permitieron el surgimiento de las primeras formas de vida, y sobre la química que hizo esto posible, parecería casi imposible que nuestro planeta sea el único en el universo que albergue vida (otra cosa es determinar qué forma de vida sea ésta: la vida microbiana es bastante probable; las civilizaciones avanzadas, un poco menos).

Quizá los miembros de Anonymous que lanzaron el aviso malinterpretaron información de la NASA sobre los últimos avances en la búsqueda de vida extraterrestre (o de sitios con condiciones favorables a la vida, que no es lo mismo). Quizá se trató de una broma.

Pero claro, como se trata de una red cuyos miembros son, eh, anónimos, no podemos estar seguros siquiera de que la noticia haya sido realmente dada a conocer por Anonymous… Quizá se trató sólo de uno o dos de sus miembros que actuaron por iniciativa propia. O de saboteadores que buscan dañar la ya de por sí muy discutida reputación del grupo. En el futuro, les convendría cuidar mejor la calidad de los contenidos que hacen públicos.

De cualquier forma, la “noticia” ya fue ampliamente desmentida. No sabemos si algún día lograremos hallar pruebas de vida extraterrestre. Pero si la encontramos lo más probable es que se trate de algo similar a seres unicelulares. Y eso sí, seguramente no nos enteraremos mediante un comunicado de Anonymous. Eso sólo ocurre en series de ciencia ficción. Mientras tanto, lo que sí podría hacer el colectivo es mejorar el control de calidad de la información que difunde.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!

domingo, 28 de mayo de 2017

La primera molécula viva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de mayo de 2017

Había una vez un planeta donde surgió la vida.
La hipótesis del mundo del ARN

Millones de años después, una de los billones de especies que lo habitaban se preguntaba cómo había ocurrido esto. Faltos de más recursos que su imaginación, propusieron la explicación más obvia: la vida en la Tierra tenía que haber sido producto de un creador omnipotente. Explicación que realmente no explicaba nada, pero que sirvió para tranquilizar su inquietud intelectual. Al menos por un tiempo.

Porque luego llegó Charles Darwin, quien además de postular un mecanismo natural que explicaba cómo las especies evolucionan, se diversifican y se adaptan a partir unas de otras, mencionó también que la vida podría haber surgido “en una charca tibia” a partir de compuestos inorgánicos, junto con la energía del sol y los rayos.

Poco después, el inglés JBS Haldane y el ruso Aleksandr Oparin propondrían, cada uno por su lado, teorías más detalladas acerca del posible origen de la vida a partir de los compuestos presentes en la atmósfera primitiva de nuestro planeta. Un poco más adelante, experimentadores como los estadounidenses Stanley Miller y Harold Urey realizarían experimentos que darían sustento a estas propuestas. Nació así formalmente la ciencia que estudia el origen de la vida.

Desde entonces, los avances han sido enormes. Y aunque sigue habiendo muchas cosas que no sabemos con precisión (por ejemplo, si los compuestos precursores de las moléculas que forman a los seres vivos se produjeron en la Tierra o llegaron a bordo de meteoritos), hoy la reconstrucción de los primeros momentos en que se puede hablar de vida en el planeta es cada vez más detallada. Y una de las cosas que van quedando claras es que, aunque Darwin pensaba que las proteínas podrían haber sido las primeras moléculas vivas, lo más probable es que tal papel le corresponda a otro tipo de compuestos: los ácidos nucleicos. Y específicamente, al ácido ribonucleico, o ARN.

Precisamente a este tema estuvo dedicado el simposio “El mundo del ARN” llevado a cabo del 16 al 22 de abril en El Colegio Nacional, esa institución fundada en 1943 por Manuel Ávila Camacho para “preservar y dar a conocer lo más importante de las ciencias, artes y humanidades que México puede ofrecer al mundo”. El simposio fue organizado por tres destacados miembros del Colegio: Antonio Lazcano Araujo, experto mundialmente reconocido en origen de la vida, junto con el biólogo molecular Francisco Bolívar Zapata y el químico Eusebio Juaristi. En él estuvieron presentes destacadísimos especialistas internacionales en el tema provenientes de países como Estados Unidos, España, Francia, Israel y por supuesto México.

Sería imposible resumir en este espacio todo el universo de conocimiento que los asistentes a las diez conferencias magistrales tuvimos el privilegio de disfrutar (una de las obligaciones principales de los 20 miembros de El Colegio Nacional es, precisamente, impartir y organizar conferencias, mesas redondas y simposios, que son siempre públicos y gratuitos). La base del simposio fue la idea de que, a partir de los primeros compuestos inorgánicos y luego del surgimiento de biomoléculas simples, uno de los primeros compuestos que pudo cumplir con dos de las principales funciones que caracterizan a la vida, autorreproducirse y catalizar otras reacciones químicas, fue precisamente el ARN.

A partir de eso, se piensa que hubo una primera etapa –el “mundo del ARN”– en que moléculas de ARN comenzaron a formarse, reproducirse y competir entre ellas. Paulatinamente, comenzaron a catalizar la formación de proteínas, que a su vez ayudarían a catalizar más eficientemente otras reacciones: surgiría así el “mundo de las ribonucleoproteínas”. Finalmente se llegaría al actual “mundo del ADN”, donde las funciones de almacenar la información genética pasarían al ácido desoxirribonucleico, primo del ARN, y la mayoría de las funciones de catálisis química quedarían a cargo de proteínas específicas: las enzimas.

Durante el simposio, sin embargo, los diversos expertos de todo el mundo nos mostraron cómo los detalles de esta increíble historia están siendo constantemente explorados y discutidos para irlos aclarando. Desde la química básica de la atmósfera primitiva y la composición de los meteoritos, al surgimiento y evolución de las primeras moléculas de ARN. De cómo quizá éstas siempre estuvieron conviviendo y coevolucionando con proteínas (lo que implicaría que no hubo “mundo del ARN”, sino “mundo de ribonucleoproteínas” desde un principio) a cómo pudo surgir el código genético, cómo el ARN se alió con las proteínas y las moléculas grasosas que forman membranas para generar las primeras células, y cómo ciertas formas de ARN de vida libre, como virus y viroides, siguen conviviendo con el resto de los seres vivos.

Una de las ideas más sugerentes es que a lo largo del reino viviente hay innumerables “fósiles moleculares” del mundo del ARN: el ácido ribonucleico sigue cumpliendo funciones vitales en prácticamente todos los procesos de una célula viva, como el almacenamiento y copia del material genético, su expresión para fabricar proteínas y en las reacciones químicas que conforman el metabolismo. En cierto modo, el mundo del ARN pervive oculto en las profundidades de la célula moderna.

Ada Yonath y el ribosoma
El broche de oro del simposio fue la conferencia de Ada Yonath, ganadora del premio Nobel de química en 2009, quien nos mostró cómo el ribosoma, organelo celular encargado de fabricar proteínas a partir de las instrucciones almacenadas en el ADN, y que está presente en todas las células vivas, es en realidad una sofisticada máquina molecular hecha de ARN, en cuyo corazón se halla un fósil viviente que ha sobrevivido desde los tiempos del mundo del ARN.

Queda la duda de si se puede hablar de que el ARN sea una molécula “viva”. En realidad, se trata de una pregunta mal planteada, que revela que el término “vida” es sólo una palabra cómoda para describir un tipo de sistemas que presentan ciertas propiedades. En realidad, la línea divisoria entre materia viva e inerte es arbitraria. Lo fascinante es vislumbrar un poco de la enorme cantidad de investigación que se está haciendo para entender cómo la química pudo irse convirtiendo en biología a través de un proceso evolutivo que ocurrió hace millones de años, pero cuyas huellas siguen presentes y activas en lo más íntimo de las células que nos forman.

Millones de años después, los habitantes de ese planeta, descendientes de este largo proceso, estamos comenzando a respondernos la pregunta de cómo llegamos a estar aquí.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!

domingo, 2 de abril de 2017

El gran cambio atmosférico

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de abril de 2017


Cianobacterias
Hace mucho, mucho tiempo (unos 2 mil 300 millones de años para ser más precisos), no en una galaxia muy lejana, sino en este mismo planeta que habitamos, ocurrió un evento catastrófico.

La atmósfera sufrió un cambio dramático que la llenó de un gas corrosivo y dañino, que alteró para siempre las condiciones de vida para prácticamente todos los seres vivos.

Y no, no se trataba de un gas de invernadero, sino del hoy omnipresente oxígeno, que normalmente tomamos casi como sinónimo de vida, pero que para los microorganismos existentes entonces, acostumbrados a una atmósfera en que no estaba presente, era veneno puro.

Nuestro planeta se originó hace unos 4 mil 500 millones de años, a partir de la nebulosa de la cual se formó el sistema solar. Hoy la composición de la atmósfera terrestre es un 78% de nitrógeno, casi 21% de oxígeno, menos de 1% de argón y el resto de otros gases (sí, el dióxido de carbono fluctúa alrededor de un 0.04%, y es un aumento mínimo en esta cantidad el que basta para producir el cambio climático que nos amenaza).

Pero la atmósfera original de la Tierra era muy distinta. Contenía nitrógeno y dióxidos de carbono y de azufre, pero no oxígeno libre (hasta hace poco se pensaba que la atmósfera de la Tierra primitiva contenía compuestos reductores como metano, sulfuro de hidrógeno y amoniaco, pero investigaciones recientes parecen desmentir esta idea). Esto se debe a que el oxígeno es un gas muy reactivo, que inmediatamente forma compuestos con otros elementos, y por lo tanto no es estable en forma pura.

El gran evento de oxigenación
Sin embargo, hace unos 2 mil 300 millones de años comenzó lo que se conoce como “el gran evento de oxigenación” (u “oxidación”): la liberación continua a la atmósfera de cantidades masivas de oxígeno libre, hasta llegar a la concentración actual de 21%. ¿Qué causó este cambio, que tomó más de mil millones de años? El surgimiento de organismos microscópicos capaces de llevar a cabo la fotosíntesis: el proceso que toma dióxido de carbono y agua y forma carbohidratos, liberando oxígeno como residuo.

Hasta hace poco se pensaba que los primeros organismos fotosintéticos habían sido las cianobacterias (antes conocidas como algas verdeazules, pero que hoy sabemos no son plantas, sino bacterias). Por su parte, las plantas aparecieron mucho después que las cianobacterias, y los cloroplastos con los que realizan la fotosíntesis son descendientes de ellas que se quedaron a vivir dentro de las hoy células vegetales. Pero esa es otra historia.

Sin embargo, el pasado 31 de marzo la revista Science publicó los resultados de un equipo de investigadores australianos y estadounidenses encabezados por Philip Hugenholtz, de la Universidad australiana de Queensland, que cuestionan esta versión. Compararon los genes de diversas especies de cianobacterias (no todas las cuales son fotosintéticas) y sus parientes cercanos, incluyendo bacterias que no se han cultivado en el laboratorio, pero cuya existencia se conoce gracias a métodos metagenómicos. El análisis indica que los genes necesarios para realizar la fotosíntesis no se originaron en las propias cianobacterias, sino que muy probablemente fueron importados de otras especies de microorganismos, aún más antiguos. Probablemente, las cianobacterias refinaron y perfeccionaron después la fotosíntesis.

La identidad de estos posibles primeros productores de oxígeno todavía se desconoce. Pero el análisis ayuda a entender mejor cómo surgió la moderna atmósfera terrestre.


Hoy la gran mayoría de los organismos respiramos oxígeno (aunque sigue habiendo excepciones: las bacterias anaeróbicas). Pero esto sólo es posible gracias a esos antiguos eventos evolutivos que permitieron que los genes surgidos en distintas especies se reacomodaran, barajaran y distribuyeran para dar origen, por azar, al complejo mecanismo que hoy es responsable de nuestra atmósfera inundada de oxígeno.

Por cierto, una atmósfera así es totalmente atípica: no se conoce otro planeta que la tenga. Si halláramos un planeta con abundante oxígeno libre, esto sería un indicio casi seguro de vida. El oxígeno no es indispensable para la vida, pero la vida sí es necesaria para el oxígeno: los primeros organismos vivos no necesitaban oxígeno (ni producíansus propios alimentos), pero la presencia de oxígeno libre en una atmósfera sólo puede ser, hasta donde sabemos, producto de organismos vivos.


¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!