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domingo, 2 de julio de 2017

Anonymous y el sentido común

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de julio de 2017

No tengo la más menor idea de qué pudiera estar pasando por la cabeza de los miembros del colectivo de ciberactivistas Anonymous cuando, el pasado martes 26 de junio, anunciaron a todo el mundo que la NASA “iba a revelar el descubrimiento de vida extraterrestre”. Llama la atención porque, hasta hace no tanto, habían sido defensores de causas relativamente razonables y racionales.

Más que un grupo formal, Anonymous es una numerosa red internacional más o menos mutable compuesta por hackers (“hacktivistas”, se llaman a sí mismos) que usan sus habilidades computacionales para organizar protestas contra causas que consideran nocivas para la libertad. En particular, la libertad en internet.

Surgió alrededor de 2003, pero se hizo famoso en 2008 cuando lanzó una feroz campaña contra la “Iglesia” de la Cienciología (mejor conocida como la organización que promueve la Dianética, un supuesto método de autoayuda que afirma borrar los traumas espirituales de vidas pasadas). Pongo la palabra “iglesia” entre comillas porque la Dianética/Cienciología, lejos de ser una religión genuina, honesta, es un culto que utiliza su estatus como “iglesia” para no pagar impuestos en los Estados Unidos, donde surgió de la mente de su creador L. Ron Hubbard, un mediocre escritor de ciencia ficción, y porque utiliza métodos altamente cuestionables y cuestionados para obtener dinero y obediencia ciega de sus seguidores.

Parte de la estrategia de la Cienciología había sido mantener sus “documentos avanzados” como secretos altamente protegidos a los que sólo se podía acceder luego de llevar numerosos cursos y pagar enormes sumas monetarias. Esto fue posible hasta antes del surgimiento de internet, pero ya en 1996 un grupo de activistas noruego los hizo públicos, a lo que la Cienciología respondió con una persecución legal que fue percibida por la comunidad de internautas como uno de los primeros intentos de censura en gran escala en la red.

Desde entonces, la Cienciología no ha dejado de tener conflictos con la comunidad de internet. La “operación Chanology”, lanzada por Anonymous en 2008, surgió a raíz de que la iglesia pretendía borrar una larga entrevista en la que el actor Tom Cruise, notorio cienciólogo, hacia una serie de revelaciones que dejaban bastante claro lo absurdas que resultan muchas de las creencias centrales de la Cienciología.

A lo largo de su historia, Anonymous ha defendido causas que podrían considerarse dignas, como la lucha contra la pornografía infantil o contra Daesh (el grupo terrorista también conocido como el “estado islámico”, o ISIS), pero también otras con un fuerte componente ideológico, como campañas contra el cobro por derechos de autor en internet, o contra agencias gubernamentales que son percibidas como enemigas de la libertad cibernética. Lo que nunca había hecho, hasta donde yo sé, es difundir tan ampliamente noticias patentemente absurdas como ésta.

¿Por qué absurdas? No porque los científicos –de la NASA y de todo el mundo– duden que exista vida extraterrestre. Al contrario. Dado todo lo que sabemos sobre la existencia de planetas semejantes a la Tierra alrededor de muchas estrellas, que podrían tener condiciones muy similares a las que permitieron el surgimiento de las primeras formas de vida, y sobre la química que hizo esto posible, parecería casi imposible que nuestro planeta sea el único en el universo que albergue vida (otra cosa es determinar qué forma de vida sea ésta: la vida microbiana es bastante probable; las civilizaciones avanzadas, un poco menos).

Quizá los miembros de Anonymous que lanzaron el aviso malinterpretaron información de la NASA sobre los últimos avances en la búsqueda de vida extraterrestre (o de sitios con condiciones favorables a la vida, que no es lo mismo). Quizá se trató de una broma.

Pero claro, como se trata de una red cuyos miembros son, eh, anónimos, no podemos estar seguros siquiera de que la noticia haya sido realmente dada a conocer por Anonymous… Quizá se trató sólo de uno o dos de sus miembros que actuaron por iniciativa propia. O de saboteadores que buscan dañar la ya de por sí muy discutida reputación del grupo. En el futuro, les convendría cuidar mejor la calidad de los contenidos que hacen públicos.

De cualquier forma, la “noticia” ya fue ampliamente desmentida. No sabemos si algún día lograremos hallar pruebas de vida extraterrestre. Pero si la encontramos lo más probable es que se trate de algo similar a seres unicelulares. Y eso sí, seguramente no nos enteraremos mediante un comunicado de Anonymous. Eso sólo ocurre en series de ciencia ficción. Mientras tanto, lo que sí podría hacer el colectivo es mejorar el control de calidad de la información que difunde.

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domingo, 5 de marzo de 2017

La vida más antigua


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo de 2017

A. Oparin y JBS Haldane
¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? Éste es el tipo de preguntas filosóficas que hacen que muchos científicos –y no científicos– se burlen del trabajo de los filósofos.

Pero recordemos que las ciencias surgieron, históricamente, a partir de las reflexiones filosóficas, y usan el mismo tipo de pensamiento racional, basado en la lógica y el examen crítico y colectivo de las ideas. Las ciencias naturales restringieron su campo de estudio a aquello que forma parte del universo físico, y utilizan como evidencia válida sólo aquello que puede comprobarse de manera objetiva (o al menos, lo menos subjetiva posible), y dejaron los temas metafísicos y el razonamiento puro, no basado en evidencia física, a los filósofos. Pero muchas preguntas que hoy son abordadas –y en muchos casos respondidas– por las ciencias naturales, son en realidad preguntas filosóficas.

El origen de la vida es una de ellas. Y aunque sigue siendo una pregunta sin respuesta definitiva, los avances que se han hecho para contestarla, basados en la química, a partir de las propuestas originales del ruso Aleksandr Oparin y el inglés J. B. S. Haldane en los años 20, han sido tremendos. Hoy sabemos cada vez con mayor certeza que hay un camino posible, el cual cada vez conocemos mejor, que puede llevar, dadas las condiciones adecuadas, de la materia inanimada a la vida microscópica. (Por su parte, la teoría darwiniana de la evolución explica ya muy adecuadamente cómo la vida microscópica puede dar lugar, a su vez, a vida multicelular e incluso a vida inteligente y consciente.)

Pero, ¿qué tan difícil, o qué tan probable, es que la vida aparezca, por estos procesos de “síntesis abiótica”, en un planeta que presente las condiciones necesarias? En otras palabras, ¿es la vida en la Tierra un fenómeno raro, incluso quizá único, en el cosmos, o es al contrario algo que ocurre fácilmente? La respuesta a esta pregunta nos contestaría asimismo otra antigua cuestión filosófica: ¿estamos solos en el universo?

En 1961 el radioastrónomo estadounidense Frank Drake propuso una ecuación que permitía estimar el número de posibles planetas habitados (e incluso el de planetas con civilizaciones tecnológicamente avanzadas). Para ello, tomaba en cuenta, entre otras cosas, el número de estrellas en el cosmos, y la probabilidad de que existieran otros planetas girando alrededor de algunas de ellas (en esa época no se conocía ninguno, aunque desde el siglo XVI el filósofo italiano Giordano Bruno había propuesto la existencia de otros mundos habitados, idea que lo llevó a ser quemado en la hoguera de la Inquisición). Drake tomaba también en cuenta la probabilidad de que un planeta fuera sólido y del tamaño adecuado, y que estuviera en la “zona de Ricitos de Oro”, ni tan cerca ni tan lejos de la estrella como para ser tan caliente o frío que no pudiera contener agua líquida (que hasta donde sabemos, es indispensable para el surgimiento de la vida). Y, por supuesto, la pregunta que nos ocupa: la probabilidad de que, en un planeta así, la vida efectivamente aparezca.

A lo largo de los más de 50 años que han pasado desde que Drake propuso su ecuación, los astrofísicos y astrobiólogos han ido acumulando datos cada vez más certeros para calcular tales probabilidades. Hoy sabemos que hay abundancia de estrellas con planetas, muchos de los cuales tienen condiciones similares a las de la Tierra (el pasado 22 de Febrero, la NASA anunció el descubrimiento de siete de estos planetas alrededor de la estrella Trappist-1, situada a 40 años luz de nosotros).

¿Qué tan fácil es, entonces, que la vida surja en un planeta propicio? Una manera de estimarlo es averiguar cuánto tardó en aparecer en nuestro planeta. Actualmente se calcula, con base en métodos que toman en cuenta la abundancia relativa de distintos isótopos radiactivos, que la edad de la Tierra es de unos 4 mil 500 millones de años. Y, hasta hace poco, los fósiles más antiguos conocidos –microfósiles, en realidad, pues corresponden a microorganismos unicelulares, que fueron los primeros organismos existentes– tenían unos 3 mil 500 millones de años. La vida, entonces, parecería haber surgido de manera relativamente rápida: la Tierra habría albergado vida durante tres cuartas partes de su existencia.

Microfósiles de tubos
de hematita del cinturón
de Nuvvuagittuq
Pero el 2 de marzo pasado un grupo multinacional de investigadores (británicos, noruegos, australianos, estadounidenses y canadienses), encabezados por Crispin Little, de la Universidad de Leeds, en Inglaterra, publicó en la prestigiada revista Nature evidencia sólida de vida microbiana en rocas con una antigüedad de al menos 3 mil 700, y quizá hasta 4 mil 280, millones de años.

El problema de detectar microfósiles tan antiguos es enorme, pues la corteza terrestre está en constante cambio y muchas de las rocas que la forman no son “originales” (rocas ígneas, formadas a partir de lava solidificada), sino que han pasado por distintos procesos de “reciclado” (son rocas metamórficas). Pero los investigadores examinaron algunas de las rocas ígneas más antiguas que existen, que se hallan en el llamado cinturón de rocas verdes de Nuvvuagittuq, en Quebec, Canadá.

Lo que hallaron, mediante análisis microscópicos, geológicos y químicos increíblemente detallados, son diminutas estructuras en forma de tubo similares a las producidas por bacterias actuales que oxidan hierro y que viven en las ventilas hidrotermales del fondo del mar, sitios donde se piensa que pudo surgir la vida.

El hallazo de Nuvvuagittuq, si se confirma, adelanta sensiblemente la aparición de la vida en la Tierra, que podría haber aparecido cuando sólo había transcurrido el primer 5% de la historia terrestre. Cada vez parece más probable la hipótesis de que, dadas las condiciones necesarias, la vida emerge de manera casi automática.

En consecuencia, la probabilidad hallar vida en otros mundos como los hallados alrededor de Trappist-1, al menos en forma de microorganismos, aumenta conforme más investigamos. Lo más probable es que no estemos solos.

La ciencia, en su avance, va contestando antiguas preguntas filosóficas. Afortunadamente, siempre habrá muchas más que investigar, como las de qué deberemos hacer cuando confirmemos que existe vida en otros mundos, y si tenemos derecho a colonizarlos.

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miércoles, 16 de marzo de 2016

Extraterrestres en el Congreso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de marzo de 2016

La noticia fue trending topic en Tuiter hace unos días: el pasado 8 de marzo, en el vestíbulo del Salón de Plenos de la Cámara de Diputados, en San Lázaro, Jaime Maussan, conocido promotor del llamado “fenómeno ovni”, inauguró la exposición “Agroglifos y simbolismo universal”.

La exposición muestra campos de cultivo en los que aparecen patrones geométricos complejos, que supuestamente son producidos por extraterrestres. La autora de la exposición es Abril de Monserrat Morales (conocida como “La Dama del Simbolismo”). Se basa en el libro del mismo título que ella escribió, donde “presenta un método de interpretación del simbolismo de diversas civilizaciones terrestres y extraterrestres”, basado “en las claves universales que enseñan sobre la Verdad trascendente” (sic).

La muestra fue promovida por la diputada Sofía De León Maza, priista, de la Comisión de Comunicaciones, y autorizada por la Comisión de Cultura, presidida por el diputado Santiago Taboada Cortina, del PAN.

Al día siguiente, los titulares periodísticos no se hicieron esperar: “¿Vida inteligente en la Cámara de Diputados?”, se preguntaban Reforma y El Norte. “Aterrizan extraterrestres en la Cámara de Diputados, de la mano de Maussan”, anunció con sorna Animal Político. Otros, como Plano Informativo, fueron más parcos: “Jaime Maussan causa polémica en la Cámara de Diputados”.

¿Por qué el escándalo? Por varios problemas. 

Uno, que la muestra sustenta una idea que ya ha sido exhaustivamente refutada: que los símbolos en los campos de cultivo de trigo, maíz y otras plantas (los famosos “agroglifos”) son señales extraterrestres. Lo cierto es que es relativamente fácil hacerlos si se cuenta con estacas, cuerda y algunas tablas. Surgieron como bufonadas estudiantiles, y se han convertido en una verdadera industria de los bromistas (aunque la gente como Maussan y De León insisten en no darse cuenta).

Dos, la muestra promueve las ideas que Maussan difunde a través de programas de TV, libros, revistas, videos y conferencias: que existen visitantes extraterrestres que constantemente nos vigilan y ocasionalmente nos dejan mensajes en clave (“a veces son mensajes en código binario, en clave morse, fractales, a veces es geometría sagrada o mensajes astronómicos, e incluso de advertencia de peligros”, afirma).

Y tres, aun cuando la diputada De León afirma que no se gastó dinero público en montar la exposición, los espacios de la Cámara deberían estar dedicados a difundir la cultura, no supersticiones ni necedades.

No seré yo quien cuestione la seriedad y profesionalismo del señor Maussan (sobre todo ahora que acaba de recibir un doctorado honoris causa por parte del reputadísimo Instituto Mexicano de Líderes de Excelencia, en Capulhuac; lo cual no es extraño, pues seguramente cumplió con los diez requisitos necesarios para ello, incluyendo el último: “entregar donativo para la Fundación”).

Tampoco me atreveré, pues podría demandarme por ello, a señalarlo, como han hecho algunos malintencionados, como un farsante que se ostenta como “investigador científico” sin serlo y que vive de hacer pasar como cierta información no verificada, difícilmente sustentada y muchas veces burda, evidentemente manipulada, y cobrar por ello a un público crédulo y ávido de asombros que merecería algo mejor (por ejemplo, los asombros mucho más profundos y fascinantes que nos ofrece la ciencia legítima). No. Yo no haría eso.

Pero entiendo, eso sí, a quienes critican su amplia y prolongada labor. Porque para aceptar la creencia de que existe vida en otros mundos (algo que la ciencia en general cree plausible), que ha producido inteligencia y civilizaciones altamente tecnificadas (algo muy probable, aunque seguramente poco común


) y que éstas han logrado hacer viajes interestelares (pues sabemos que en nuestro sistema solar no hay civilizaciones avanzadas, y probablemente ni siquiera vida) y están dispuestas a dedicar los cientos o miles de años que les llevaría viajar aun desde las estrellas más cercanas, con el enorme, monstruoso gasto de energía que ello inevitablemente conllevaría, sólo para trazar figuritas complicadas en los campos de trigo, para creer todo esto se necesitaría evidencia mucho muy sólida, amplia e incontrovertible. Y esta evidencia simplemente no existe, por más que el “investigador” Maussan clame a los cuatro vientos que hay un complot para ocultarla (al grado de que, como afirmó en un programa televisivo, “lo amenazaron de muerte” por difundirla”).

En la Cámara de Diputados, Maussan expresó que “la muestra artística tiene como propósito difundir que no estamos solos en el universo y las imágenes que aparecen en los campos, es (sic) una vía de diálogo de otras inteligencias con los seres humanos”. También aprovechó para opinar que “estos temas están empezando a permear en los ámbitos oficiales, y muy pronto las autoridades de México y el mundo tendrán que aceptar la posibilidad de que estemos siendo visitados por seres de otro mundo”. (Lo peor, en vista de lo ocurrido, es que quizá tenga razón, y dichas tonterías estén empezando a ser aceptadas por nuestros gobernantes.)

Por su parte, la “artista” se pronunció “porque la Unesco y otros organismos públicos permitan el estudio, investigación y difusión de estos símbolos y, sobre todo, del significado trascendente que tienen”, porque “los mensajes trascendentes constituyen el objetivo fundamental de estudio y difusión de los organismos y de todos los seres humanos” (re-sic).

Afortunadamente, los tuiteros que protestaron saben distinguir la desinformación y la charlatanería cuando la ven. Igual pasa con el diputado Jorge Álvarez Máynez (Movimiento Ciudadano), que envió una carta a la Comisión de Cultura protestando por la exposición, que “sólo abona a la mala imagen que tiene la Cámara de Diputados”. “Los espacios culturales del Poder Legislativo –dijo– no pueden destinarse a farsantes, sino todo lo contrario, deben estar dirigidos a artistas, creadores e incluso científicos que promuevan la reflexión, el análisis y la labor intelectual”.

(Por el contrario, su colega Jorge Carvallo Delfín, del PRI, declaró durante la ceremonia, luego de tomarse una foto con Maussan: “este concepto no es solamente un tema de creer o no creer, es un tema de realidad, y quienes tenemos la posibilidad o la capacidad para entender más allá de lo evidente o no evidente estamos claros de que existe la posibilidad de vida en otro planeta”. Sin comentarios.)

Aún así, yo me temo que lo ocurrido, además de vergonzoso, sea una muestra de que probablemente nuestros gobernantes ya no tienen remedio. ¡Y nadie hace nada!

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miércoles, 10 de diciembre de 2014

El secreto de la vida… otra vez

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de diciembre  de 2014

¿Qué es explicar? Un querido y admirado amigo, el biólogo, filósofo e historiador de la ciencia (además de poeta) Carlos López Beltrán, dijo una vez que una explicación es “algo que nos deja satisfechos”. (“Epistémicamente satisfechos”, dirían sus colegas filósofos; una explicación es lo que satisface nuestro apetito por entender.)

Habría que definir entonces qué es entender. Y notar que el significado de “entender” depende del punto de vista del entendedor. Un caso concreto en que se observa esto es cuando se oye hablar a un físico sobre la biología. Las explicaciones bioquímicas, anatómico-fisiológicas o evolucionistas que para un biólogo resultan perfectamente útiles y satisfactorias, para un físico pueden resultar meras formas de ponerle nombre a algo que sigue sin ser entendido “a fondo”. Y es que para un físico, “a fondo” significa a nivel de leyes, partículas y fuerzas fundamentales de la naturaleza.

Pues bien: el año pasado un joven físico del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), Jeremy England, hizo una propuesta teórica (retomada y comentada hace unos días en la revista Business insider) para explicar “el secreto de la vida”: la razón detrás de la sorprendente tendencia de los organismos vivos para, a diferencia de lo que ocurre con el resto de la materia, formar estructuras organizadas y hacer copias de éstas. En algún momento la respuesta a este enigma fue una misteriosa “fuerza vital”; hoy proviene de la fisicoquímica.

La pregunta surge del hecho, bien conocido desde hace tiempo, de que los sistemas vivos parecen violar la segunda ley de la termodinámica, una de las leyes fundamentales del universo, que en esencia dice que en todo proceso el desorden de un sistema tiende a aumentar (en términos técnicos, que la entropía, propiedad fisicoquímica de los sistemas que indica qué tan dispersas están la energía y la materia, se incrementa siempre). Esto explica, entre otras cosas, la “flecha del tiempo”: el hecho de que tantos procesos ocurran espontáneamente en una dirección, pero no en la otra (el café se enfría, el escritorio se desordena, las cosas se rompen… nunca lo contrario).

A su vez, la segunda ley se explica porque, para un sistema dado, existen muchas más maneras distintas de estar desordenado que de estar ordenado. Por ello, es mucho más probable que al cambiar se desordene. En el fondo, el aumento de la entropía es una propiedad estadística.

¿Cómo es, entonces, que los seres vivos toman constantemente materia y energía de sus alrededores y las convierten en estructuras más ordenadas, al crecer y al reproducirse, formando copias de sí mismos? La respuesta estándar es que disminuyen su entropía al costo de aumentar la de sus alrededores. Pero no es una respuesta precisa, cuantitativa, como les gusta a los físicos. El problema es que la segunda ley sólo se aplica a sistemas cerrados –de los que no entra ni sale energía ni materia– y en equilibrio. Los seres vivos no son ni lo uno ni lo otro. Durante décadas, las ecuaciones de la termodinámica no se lograron aplicar a sistemas así.

En los años sesenta el fisicoquímico (y vizconde) ruso-belga Ilya Prigogine, que en 1977 recibiría el premio Nobel de química por su trabajo, avanzó en explicar la termodinámica de sistemas abiertos y ligeramente alejados del equilibrio, en los que hay una entrada modesta de energía, como ciertos remolinos que se observan en líquidos calentados. Pero no fue sino hasta finales de los noventa que se logró entender mejor qué ocurre en sistemas abiertos muy alejados del equilibrio (como son las plantas que captan la intensa energía del sol, y en general los seres vivos).

Jeremy England
Lo que hace England en su propuesta, publicada en la revista Journal of chemical physics, es aplicar estos últimos desarrollos para proponer un modelo matemático abstracto y general –aplicable a cualquier sistema, no sólo a seres vivos– de un sistema abierto lejos del equilibrio, que recibe energía y puede disiparla en el ambiente por medio de su propia replicación (reproducción; “hacer copias de uno mismo es una gran forma de disipar energía”, explica England). A partir de ello, calcula el límite teórico mínimo de la cantidad de energía que un sistema debería disipar al replicarse.

La propuesta de England implica que la razón fundamental detrás de la evolución y la vida sería la tendencia de la materia a formar sistemas que disipen energía cada vez más eficientemente en el ambiente. En sus propias palabras, “si empiezas con un montón de átomos al azar y lo iluminas durante el tiempo suficiente, no debería sorprenderte que obtengas una planta”. Se trataría de un proceso físico necesario, no una extraña casualidad cósmicamente improbable.

Las ideas de England son novedosas e importantes, porque ayudan a establecer “las limitaciones físicas generales que obedece la selección natural en sistemas fuera del equilibro”, como escribe en su artículo. También podrían ayudar a entender ciertos fenómenos biológicos que la evolución no explica completamente, además de poderse aplicar a otros sistemas no vivos que también presentan autoorganización y replicación, como cristales, remolinos y ciertas reacciones químicas. Asimismo, de ser confirmadas, harían que la posibilidad de hallar vida en otros mundos aumentara drásticamente, pues se trataría ya no de una serie de afortunadas coincidencias, sino de un fenómeno casi necesario.

Aunque debo confesar que, en lo personal, me llama un poco la atención la manera en que los físicos la comentan. “Me hace pensar que la distinción entre materia viva e inanimada no es tan tajante”, afirma uno (aunque cualquiera que sepa un poco de fisicoquímica y evolución molecular lo hallaría obvio); otro dice, con cierta condescendencia, frecuente en los físicos cuando se dirigen a biólogos, “Podría liberar a los biólogos de buscar explicaciones darwinianas para cada adaptación y permitirles pensar en forma más general”.

No cabe duda: lo que para unos es una explicación satisfactoria, para otros no lo es. Lo que ya sabíamos es que los seres vivos no necesitan violar las leyes físicas del universo para existir. Lo que estamos descubriendo es cómo: logran vivir disipando energía de manera cada vez más eficiente.

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miércoles, 11 de diciembre de 2013

Otra vez agua en Marte

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de diciembre de 2013

La noticia de ayer, aparecida en todos lados, nuevamente viene de Marte: el robot explorador Curiosity, de la NASA, que llegó al cráter Gale del planeta rojo hace 16 meses, analizó rocas en un sitio llamado Bahía Yellowknife y descubrió, según publica Milenio Diario, “evidencia directa de que existió un lago de agua dulce en ese planeta”.

Otros medios informaron algo similar; sin embargo, no faltó el noticiero televisivo que se lanzó a anunciar que Curiosity “había descubierto que hubo vida en Marte” (!). Más allá del poco rigor periodístico (y que nunca falta; quizá haya que atribuirlo a la escasez de periodistas científicos formados profesionalmente en nuestro país y al poco interés de los medios –sobre todo los televisivos– en pagarles un sueldo adecuado), cabe preguntar, ¿qué descubrió realmente Curiosity en esta ocasión?

La respuesta la da el artículo publicado en la revista Science por John Grotzinger, del Tecnológico de California (Caltech), y sus colegas (el equipo que supervisa la misión Curiosity consta de más de 400 especialistas). Se descubrieron “rocas sedimentarias de grano fino, que por inferencia representan un antiguo lago”.

La rocas sedimentarias, recordará usted de la secundaria, son las que se forman cuando se depositan pequeños granos rocosos, normalmente suspendidos en agua, que con el tiempo van convirtiéndose en un sedimento que finalmente se cementa y solidifica. Su presencia, por tanto, permite suponer que hubo agua (Curiosity y otras misiones han hallado otras evidencias de la presencia de agua en el pasado remoto de Marte). Y donde hubo agua, podría haber habido vida. Pero de ahí a suponer que la hubo hay un abismo.

Curiosity ha estado tratando de detectar, por métodos fisicoquímicos de análisis, la presencia de carbono proveniente de materia orgánica en la superficie de Marte. Pero no ha logrado pruebas claras: por un lado, hay materia orgánica que se forma en el espacio por procesos químicos, sin necesidad de vida, y que cae en Marte. Por otro lado, la materia orgánica que pudiera haber quedado como prueba de la existencia de antiguas bacterias en Marte probablemente habría sido ya destruida por los rayos cósmicos y ultravioleta, u oxidada por los percloratos que abundan en el suelo marciano.

De cualquier modo, los datos reportados en el artículo permiten suponer que, si hubiera habido vida en Marte, un lugar factible habría sido el lodoso fondo del lago que quizá existió en el cráter Gale. Y es más:, las bacterias que hubieran vivido ahí probablemente habrían tenido que ser quimiolitótrofas, es decir, capaces de utilizar para sus funciones metabólicas la energía que se libera en reacciones químicas, cuando ciertas moléculas inorgánicas se oxidan y otras se reducen (existen bacterias así en la Tierra, que no realizan la fotosíntesis ni se alimentan de compuestos orgánicos producidos por otras formas de vida… pero normalmente se hallan sólo en ambientes muy raros, como las grandes profundidades del subsuelo).

De cualquier modo, sin exageraciones, la evidencia de que Marte podría haber albergado agua, y quizá vida, se acumula. Si llegara a confirmarse esto último, eso querría decir que la vida podría existir también en muchos otros sitios en el universo. Que quizá no estamos tan solos. Al final, la emoción sí se justifica.

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miércoles, 8 de agosto de 2012

Medalla de oro para la NASA

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de agosto de 2012

Hoy que todo mundo anda pendiente de los juegos olímpicos, el exitoso aterrizaje del explorador Curiosity en la superficie de Marte, que salió exactamente conforme a lo esperado, despertó –al menos en los medios nacionales– mucho menos interés del que yo hubiera esperado.

Está de más insistir en los detalles de la misión (de la que Milenio Diario ha publicado abundante información). No sólo buscará detectar si hay o hubo en el planeta rojo condiciones que permitieran la existencia de vida. También estudiará su composición geológica y mineralógica, el clima, la atmósfera, la distribución de agua y la cantidad de radiación que incide sobre su superficie –dato vital para pensar en una misión tripulada a Marte. Y, gracias a la participación del científico mexicano Rafael Navarro, del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM, corregirá también los estudios realizados en los 70 por las sondas Viking, que buscaban detectar trazas de aminoácidos y otros compuestos orgánicos, pero que, como demostró Navarro, podrían haber estado viciadas por un mal diseño.

No puede menos que asombrar el alarde tecnológico –y la sólida ciencia que hay detrás– de este laboratorio móvil de casi una tonelada y seis ruedas que contiene 17 cámaras, incluyendo un microscopio, y la ChemCam, un avanzadísimo instrumento que mediante un haz infrarrojo vaporiza muestras minerales y las analiza espectrofotométricamente para determinar qué elementos químicos están presentes. Contiene también, entre otras cosas, espectrómetros, detectores de radiación, instrumentos de difracción de rayos X, una estación de monitoreo del clima diseñada en España, y una fuente atómica de poder que transforma el calor generado por el plutonio que contiene directamente en electricidad.

Y no olvidemos el elegante sistema de aterrizaje, que luego de entrar en la atmósfera a 21 mil kilómetros por hora, protegiéndose del calor con un escudo térmico, desplegó, ya a 1,700 km/h (aún más rápido que el sonido) un paracaídas que lo frenó a 576 km/h. Luego unos cohetes controlaron el descenso hasta que, a unos metros de la superficie, los cables de la Sky crane (grúa espacial) depositaron al Curiosity delicadamente sobre el suelo marciano (aquí un impresionante video que lo muestra).



Ya veremos qué descubre el Laboratorio Espacial Marciano –nombre oficial de la misión–, y qué fascinante información nos proporciona.

El presidente Obama valoró en su justa medida el logro del Curiosity, y declaró que “el éxito de esta noche nos recuerda que nuestra preeminencia, no sólo en el espacio, sino también en la Tierra, depende de seguir invirtiendo sabiamente en la innovación, la tecnología y la investigación básica que siempre ha hecho nuestra economía la envidia del mundo”. Y anunció que para mediados de la década de 2030 enviarán humanos a Marte.

En cambio, aquí en México me ha tocado oír, recientemente, las más extrañas tonterías seudocientíficas. Personas con preparación médica que piensan seriamente que la homeopatía realmente cura –más allá del efecto placebo– y que realmente es una ciencia. Gente que tuitea que cierta marca de pan ¡“contiene trigo transgénico y provoca malformaciones congénitas, impotencia y cáncer”! Antropólogos convencidos de que las “limpias” realmente curan, porque “usan fotones” mediante “un efecto electromagnético”. La desinformación, el analfabetismo científico y la seudociencia siguen floreciendo en nuestro pobre país.

Al parecer, todavía falta mucho para que reconozcamos plenamente la importancia de la investigación y el desarrollo científico-tecnológicos. Mientras esto no ocurra, tendremos que conformarnos con sólo mirar, o cuando mucho colaborar un poco con proyectos ajenos. Falta mucho para poder ganar nuestras propias medallas.





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miércoles, 9 de marzo de 2011

¿Otra vez vida extraterrestre?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 9 de marzo de 2011

Si usted se emocionó al ver titulares como “Científico de la NASA halla vida extraterrestre” (Milenio Diario, 6 de marzo), lamento desilusionarlo. No es cierto.

La noticia fue difundida primeramente por Fox News el sábado 5 de marzo, se esparció rápidamente en internet y luego en los medios masivos. Fue notorio el tono temerario de la mayoría de los titulares, que en general no dudaban ni tantito de que la nota fuera real.

Y a primera vista, parecían tener razón: el descubridor era un científico de la NASA, el doctor Richard B. Hoover, astrobiólogo del Centro Marshall de Vuelo Espacial. Y su investigación fue publicada en una revista científica especializada y arbitrada.

Hoover analizó muestras de tres meteoritos, de la clase de las condritas carbonáceas, conocidos como Alais, Orgueil, e Ivuna (por los sitios donde fueron hallados, los primeros dos en Francia, y el tercero en Tanzania).

Encontró, usando diversas técnicas microscópicas y de análisis químicos, estructuras en forma de filamentos muy similares a ciertas clases de bacterias terrestres. Luego de una serie de análisis, concluye que “estas bacterias fosilizadas no son contaminantes terrestres, sino los restos fosilizados de organismos vivos que vivieron en los cuerpos celestes de donde provienen estos meteoros”. Y añade que “esto implica que la vida se encuentra en todos lados, y que la vida en la Tierra puede haber provenido de otros planetas”. Bastante audaz; si fuera cierto, estaríamos ante la noticia del siglo, y el sueño de tantos científicos –entre ellos Carl Sagan– se habría cumplido: ¡no estamos solos en el cosmos!

Los "microfósiles" del meteorito ALH84001
Pero si recordamos que ya en agosto de 1996 habíamos oído la misma historia, quizá queramos ser un poco más cautos. En ese entonces, otro grupo de científicos de la NASA, liderados por David McKay, afirmó en la prestigiada revista Science haber descubierto evidencia de bacterias fósiles en el meteorito ALH84001, proveniente de Marte y hallado en 1984 en la Antártida, afirmación que resultó no tener mayor fundamento (se trataba de formaciones microscópicas con forma de bacterias, pero 100 veces más pequeñas que las bacterias terrestres, pero que mucho más probablemente eran sólo formaciones minerales).

(Por cierto, si usted se pregunta cómo un meteorito puede provenir de Marte, y cómo se sabe tal cosa, la respuesta es que probablemente salió despedido de la superficie de este planeta cuando otro meteorito cayó ahí; lo sabemos por su composición química, idéntica a la de las rocas marcianas –distinta de las terrestres y de otros tipos de meteoritos–, porque muestran evidencia de haber sido sometidos a altas temperaturas como las que se generarían en el choque que las arrojó al espacio, y  porque en algunas burbujas de su interior se halló una composición de gases idéntica a la que las naves Viking encontraron en la tenue atmósfera marciana.)

La cautela se va transformando en desconfianza cuando se conocen las opiniones de diversos expertos, que han cuestionado el poco rigor de la investigación, su formato confuso y lleno de paja, sus afirmaciones injustificadas (Hoover da por hecho desde un inicio que se trata de células de bacterias; el análisis químico no corresponde con lo que se esperaría de materia orgánica, etc.) y otras señales de peligro. Finalmente, todo se reduce, nuevamente, a la forma de las estructuras observadas, que parecen bacterias, pero nada más. Como afirma el famoso biólogo bloguero PZ Myers, “esto no es ciencia, es pareidolia” (ver formas en patrones al azar).

Para acabarla de amolar, el artículo no fue publicado en una revista de prestigio internacional, como Nature o la propia Science, sino en el Journal of Cosmology, una oscura publicación en internet, de dudosa reputación, y manejada por científicos de opiniones muy polémicas como Chandra Wickramasinghe (famoso por afirmar que el virus del Síndrome Respiratorio Agudo Severo –SARS– provenía del espacio).

El sistema de arbitraje que se usó para el artículo también llama la atención: “hemos invitado a 100 expertos a evaluar el texto, y hemos abierto una invitación general a más de 5 mil científicos para que ofrezcan su análisis crítico. Ningún artículo científico en la historia de la ciencia ha recibido un análisis tan concienzudo, y ninguna otra revista científica en la historia de la ciencia ha puesto un artículo tan profundamente importante a disposición de la comunidad científica para ser comentado antes de publicarlo”. Puede sonar impresionante –sobre todo por usar frases tan pomposas–, pero a un científico formal le suena poco serio.

El caso, además de mostrar el poco rigor del periodismo científico actual, que publica sin verificar mínimamente la información, y lo fácil que es lograr la fama con ciencia mal hecha, pero escandalosa, ejemplifica un aspecto importante del método científico: no basta con usar aparatos complicados, hablar como científico y publicar en revistas arbitradas: lo que se afirma tiene que ser discutido a fondo por una comunidad de verdaderos expertos, cosa que no ocurrió en este caso.

A diferencia de la jueza que, antes de tener pruebas suficientes, se apresuró a prohibir la exhibición de la película Presunto culpable, los científicos, de afirmaciones polémicas, exigen evidencia muy sólida antes de tomar decisiones.

Posdata: como colofón a esta comedia, el Journal of Cosmology ha anunciado, en un boletín, que debido al parecer a agresiones por parte de la NASA, dejará de publicarse, y presentará su última edición en mayo de 2011, donde presentará evidencia “que demuestra que la vida en la Tierra tiene un pedigrí genético que se extiende tiempo atrás unos 10 mil millones de años (miles de millones de años antes de que se formara la Tierra)”. Mientras tanto, la NASA publicó un boletín deslindándose de las opiniones de Hoover –quien ya había hecho afirmaciones similares en 1997 y 2007–, y aclarando que su artículo había sido anteriormente rechazado por el International Journal of Astrobiology, ese sí una revista seria. Sobran los comentarios.

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