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jueves, 9 de mayo de 2019

La marcha por la ciencia 2019

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
9 de mayo de 2019
A Carolina Santillán y Edilberto Peña. ¡Gracias! 

El pasado sábado 4 de mayo tuvo lugar, en la ciudad de México la tercera Marcha por la Ciencia.

No sólo ahí, claro. También en varias otras ciudades del país, como Guadalajara, San Luis Potosí, Cuernavaca, Morelia, Irapuato, Puebla y Xalapa. Y asimismo en numerosas ciudades de los Estados Unidos y del mundo. Unas 100 en todo el planeta.

Si bien la marcha se originó hace dos años en Estados Unidos como una respuesta a las políticas anticientíficas de Donald Trump –que hacen ver a George W. Bush como un culto mecenas de la ciencia–, se convirtió inmediatamente en un movimiento mundial.

Cada país y cada región, además defender las causas comunes –el valor intrínseco y práctico de la investigación científica y tecnológica, su papel indispensable para el desarrollo y bienestar de las naciones y sus ciudadanos, la necesidad de una inversión y apoyo suficiente en esas áreas, el combate a creencias dañinas y carentes de fundamento científico como el negacionismo del cambio climático o el movimiento antivacunas– le añade también su sabor local, promoviendo causas particulares a sus circunstancias.

En la Ciudad de México, este año, marchamos unas mil 500 personas, en un ambiente festivo, relajado y, por fortuna, relativamente poco politizado (las estimaciones varían entre 700 y 5,000, y se complican porque la cantidad de gente también variaba dependiendo de la hora en que contara). Menos que el primer año; más que el año pasado.

Pero por supuesto, los complicados momentos que vivimos en México, en lo político, lo económico y lo ideológico, motivaron a diversos grupos e individuos a llevar pancartas y consignas mucho más específicas a la realidad nacional.

Algunos para oponerse abiertamente a los recortes en el presupuesto público en ciencia y tecnología, producto de una política de “austeridad republicana” (sigo preguntándome que significado puede tener, en este contexto, el innecesario adjetivo), que no tendría que hacer en el campo de la ciencia y la tecnología, siempre tan castigado, y que contradice las promesas del presidente López Obrador en campaña.

Otros para protestar contra puntos específicos de las políticas impuestas por la actual dirección general del Conacyt, que van desde cambiarle el nombre añadiéndole una H –“¿Chonacyt?”, se pregunta en tuiter, socarronamente, la astrónoma Julieta Fierro– “para incluir a las humanidades” –que siempre han estado incluidas–, hasta cancelar programas exitosos o importantísimos, escatimar fondos para apoyar a instituciones vitales en el sistema científico-tecnológico y su relación con la sociedad (Academia Mexicana de Ciencias, sociedades científicas…) o la pretensión de incluir el llamado “conocimiento tradicional de los pueblos” como parte de la esfera de acción del Conacyt, que por definición es la ciencia.

Otros más, para pedir más apoyo a instituciones de formación o investigación científica, como la Universidad Autónoma Metropolitana (en ese momento todavía en huelga), los Institutos Nacionales de Salud y Hospitales de Alta Especialidad (cuyos investigadores están contratados como burócratas, no como académicos, y que en conjunto ocupan el segundo lugar en producción científica – artículos científicos en revistas internacionales arbitradas– en México, sólo detrás de la propia UNAM), los Centros de Investigación Conacyt y otros.

En la marcha estuvieron investigadores destacados de la talla del biólogo evolutivo y especialista en origen de la vida Antonio Lazcano; el físico Gerardo Herrera Corral, líder del equipo mexicano que participa en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN Europeo (quien, por cierto, cargó durante la marcha un grueso y simbólico libro: Física cuántica)toda ; el ecólogo Rodrigo Medellín, famoso, además de su investigación, por su activismo a favor de murciélagos y jaguares, entre otras especies amenazadas; el notable especialista en comportamiento animal Hugh Drummond; la doctora Ana Flisser, experta en cisticercosis; Ana Sofía Varela, joven doctora en química galardonada por la UNESCO, y otros más. Además, por supuesto, de muchos otros investigadores, trabajadores y profesores científicos, además de entusiastas estudiantes de licenciatura y posgrado en ciencias naturales, sociales y médicas.

Y también periodistas científicos y comunicadores de la ciencia, como quien escribe y como Antimio Cruz, quien en su lúcido relato en el periódico Crónica menciona cómo se reunieron grupos provenientes de la propia UAM, la UNAM, el IPN, el Cinvestav, los ya mencionados Institutos Nacionales de Salud, el INAH, el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua, el de Investigaciones Nucleares y el de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias, entre otros, así como estudiantes de universidades privadas como la del Valle de México y la Iberoamericana, e incluso un pequeño pero chispeante contingente de científicos gays. Y entre todos corearon goyas, huélums, y consignas como “¡Más posgrados, menos diputados!”, “¡Más doctores, menos senadores!”, “¡Ciencia sí, recortes no! ¡Becas sí, recortes no!”, y “¡México, escucha, la ciencia está en la lucha””

El contingente de la marcha fue relativamente pequeño. Pero, insisto, mayor que el del año pasado. Y aunque quedó opacado, al llegar al Zócalo, al confluir con la salida de la marcha en defensa de la despenalización de la mariguana, mucho más nutrida, y sobre todo por la marcha del día siguiente contra las políticas del actual gobierno (la fecha de la Marcha por la Ciencia fue decidida internacionalmente, y es la misma para todas las ciudades), no cabe duda de que esta tercera marcha refrenda un hecho claro. En México ya existe una porción de la población que está consciente de la importancia que la ciencia y la tecnología tienen para la vida y bienestar de los individuos, las familias, las naciones y el planeta. Y están dispuestos a defenderlas y exigir un mayor apoyo para ellas, más allá de ideologías, simulaciones y recortes.

Y eso, pese a todo, da esperanza.


Un regreso y una explicación

Desde septiembre de 2018, “La ciencia por gusto” dejó de publicarse en Milenio Diario, luego de 15 años ininterrumpidos.

Dicha salida que obedeció, ciertamente, a la crisis editorial, que finalmente llegó a México, y al sabido hecho de que, en revistas periódicos y noticiarios, lo primero que se recorta es la ciencia. Pero también, aparentemente, a que, en su “reestructuración”, Milenio decidió prescindir preferentemente de columnistas críticos con el nuevo régimen político.

En mi última publicación en ese diario, anuncié mi intención de continuar publicando semanalmente esta columna en el blog del mismo nombre. Promesa que cumplí puntualmente, aunque con retraso, durante exactamente… dos semanas. Luego la vida, mi natural tendencia a postergar patológicamente y una depresión moderada le ganaron a mi poca fuerza de voluntad y mi honesto deseo de continuar.

Por ello, ofrezco una sincera disculpa a mis querid@s lectoras y lectores. Durante las aproximadamente 32 semanas transcurridas desde entonces, no ha habido un día en que no piense, con gran culpa, en retomar esta columna.

Dado que ayer, 8 de mayo, se cumplieron exactamente 16 años de que “La ciencia por gusto” comenzó a publicarse en Milenio (luego de haber comenzado, entre 1998 y 2000, en el diario Crónica). decidí que el regreso a la actividad no podía esperar ni un día más. Se lo debía a ustedes y me lo debía a mí.

Lamento haber tomado estas largas, injustificadas y definitivamente no planeadas vacaciones. Y prometo hacer todo lo posible para volver a estar aquí, sin falla, cada miércoles, semana con semana (en tanto busco otro espacio en un medio impreso). Gracias por su paciencia y por seguirme leyendo. Se los agradezco más de lo que imaginan.

Martín Bonfil Olivera
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domingo, 23 de septiembre de 2018

El retorno de los brujos: charlatanería médica en el Congreso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
23 de septiembre de 2018

Los charlatanes y estafadores han existido desde siempre. Y desde siempre ha habido quien esté dispuesto a creerles. Especialmente, personas que enfrentan inseguridades, temores, desgracias, enfermedades y otras situaciones de vulnerabilidad.

Pero la actual era de internet y redes sociales, y uno de sus productos, la epidemia de desinformación, fake news y ese extraño fenómeno des-civilizatorio que llamamos “posverdad”, han ocasionado una verdadera explosión de embusteros que buscan aprovecharse de la credulidad de los ciudadanos.

Entre ellos, probablemente los más despreciables, y al mismo tiempo los más peligrosos, son quienes venden terapias y tratamientos seudomédicos que falsamente prometen curar o prevenir las más diversas enfermedades, desde el catarro común o las alergias hasta el cáncer, pasando por el sida, el Alzhéimer o el lupus.

En España se ha desatado desde hace unos meses un intenso debate público, en el que participan autoridades, médicos, científicos, agrupaciones profesionales, comunicadores y por supuesto los propios laboratorios que venden este tipo de seudoterapias.

Según entiendo, todo parte de la decisión de la entonces Ministra de Sanidad, Dolors Montserrat, en abril de 2018, de permitir el registro sanitario de los más de 6 mil productos homeopáticos que se venden en España, con el objeto de permitir que se ofrezcan en farmacias como “medicamentos” (decisión que se entiende, en parte, debido a que por desgracia la Unión Europea tiene reglamentos que piden reconocer la existencia de este tipo de seudomedicinas).

Ante ello Carmen Montón, en ese momento Consejera de Sanitat de Valencia, protestó enérgicamente. Ella tenía claro que la homeopatía, como todo el resto de las “medicinas alternativas y complementarias”, es totalmente inútil desde el punto de vista terapéutico. (La diferencia por si tenía la duda, es que unas se usan en lugar de las terapias médicas legítimas, y otras “la complementan”.)

Montón afirmó que “Permitir que la homeopatía se venda en las farmacias como medicamento genera confusión y riesgo social, para la salud y para la economía de las personas”. Y tenía toda la razón. La venta de homeopatía y otras seudomedicinas en farmacias como si fueran medicamentos eficaces es nada menos que un fraude a la salud de los ciudadanos, que las autoridades no pueden avalar. Posteriormente, Montón fue nombrada Ministra de Sanidad en el gobierno del nuevo presidente español, Pedro Sánchez (su Ministro de Ciencia, Pedro Duque, es también un vehemente opositor de la homeopatía y otras seudomedicinas). Y aunque, debido a un escándalo relativo a un título de posgrado, Montón tuvo que renunciar a su cargo, la nueva Ministra de Sanidad española, María Luisa Carcedo, coincide en que “lo sensato sería que se le exigiera [a la homeopatía] lo mismo que a los medicamentos. El problema es el daño que puede hacer optar por una terapia alternativa que no ha demostrado evidencia científica”.

A decir verdad, en España y muchos otros países ­–entre ellos Inglaterra, Francia, Australia, Estados Unidos– se está discutiendo la necesidad de sacar a las “medicinas alternativas” de los sistemas de salud pública, informar a los ciudadanos de su nula efectividad terapéutica y hasta de su prohibición. En España la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas (APETP) ha presentado una demanda contra 62 médicos de Madrid y Valencia por tratar a pacientes con terapias seudocientíficas y vulnerar los códigos de conducta de sus respectivos Colegios Profesionales, al “levantar falsas esperanzas” y “perjudicar intencionadamente al paciente”. Porque los tratamientos “alternativos” no sólo dañan a los pacientes al hacerlos perder el tiempo sin recurrir a terapias realmente eficaces, o a abandonarlas una vez iniciadas, sino que a veces también los pueden perjudicar directamente (la herbolaria, por ejemplo, se halla entre las principales causas del daño hepático).

Por eso resulta tan preocupante que el pasado 17 de septiembre se haya realizado, en la Cámara de Diputados de nuestro país, el “Segundo Foro Internacional Integración de las Medicinas Tradicionales, Alternativas y Complementarias en los Sistemas de Salud”. Promovido por la diputada Lorena Cuellar Cisneros (del partido Morena, que tiene la mayoría en el Congreso), en dicho foro participaron diversos “especialistas” en seudoterapias reconocidamente inútiles, como el “tratamiento metabólico”, el ayurveda y hasta la “medicina cuántica” (hágame usted el favor).

Dichos invitados pertenecen a instituciones privadas de dudosa calidad y reputación, como la “Universidad (sic) Iberoamericana (resic) de Ciencias y Desarrollo Humano S.C.” (UNIBE; me pregunto si la prestigiada Universidad Iberoamericana no los habrá demandado por plagio de su nombre), que tiene un “Centro Universitario de Alternativas Médicas®” (sic con marca registrada) que promueve la “NATUROPATIA®” (recontrasic, con marca registrada, mayúsculas y sin acento en el original), o bien la “Sociedad para el Mejoramiento del Estilo y Calidad de Vida” (SIMEV), cuyos miembros al parecer practican disciplinas tan fraudulentas y desacreditadas como la astrología, la iridología, la “alimentación biocuántica”, la programación neurolingüística o los “elíxires aztecas” (cuya creadora, curiosamente, es argentina).

¿Por qué es alarmante la realización de un foro me seudomedicinas en el Congreso? Además de mostrar –una vez más– las inmensas lagunas en el conocimiento de nuestros representantes, porque el objetivo declarado del evento es, según reporta la oficina de Comunicación Social de la propia Cámara de Diputados, “sistematizar las bases científicas de estas disciplinas, para impulsar su reconocimiento oficial y, eventualmente, integrarlas al sistema de salud del país”.

En otras palabras, en un país como el nuestro, con un sistema de salud que presenta múltiples deficiencias y cuyos servicios son insuficientes para cubrir la creciente demanda, en vez de buscar la manera de ofrecer atención médica confiable y eficaz, basada en conocimiento médico y científico legítimo y verificado, ¡se pretende introducir terapias “alternativas” cuya ineficacia está más que demostrada! Yo diría que esto debería prender focos rojos en el Sector Salud, la comunidad médico-científica y entre los ciudadanos en general.

Porque no se trata de un evento aislado. De hecho, parece formar parte de una estrategia bien planeada, pues hace menos de un año, el 7 de noviembre de 2017, el diputado Roberto Alejandro Cañedo Jiménez, también de Morena, presentó una iniciativa de decreto para reformar los artículos 6o. y 93 de la Ley General de Salud, con el objeto de “impulsar el reconocimiento legal” de prácticas como el uso de “medicamentos a base de hierbas, la yoga, las técnicas de meditación, la hipnoterapia, el reiki, el tai chi” e “insertar el término ‘medicina alternativa’ en la Ley General de Salud [que, sorprendentemente, ya reconoce a la homeopatía, la acupuntura, la medicina tradicional indígena, la herbolaria y la quiropraxia], así como su integración en los sistemas de salud nacionales”.

¿Cómo se pretende justificar esta propuesta? Con argumentos como que “el sistema público de salud resulta insuficiente para cubrir la creciente demanda de atención médica” o que un 25.43% de la población del país “no cuenta con protección de ninguna institución o programa de seguridad social” (lo cual es cierto), así como apelando a la “libertad de elección de los usuarios que opten por la medicina alternativa y complementaria como forma de atender sus malestares físicos, emocionales y/o mentales” (lo cual es ya un sofisma intolerable: en aras de “respetar” la libertad de los ciudadanos para optar por tratamientos inútiles, ¿se les van a ofrecer éstos, poniendo en riesgo su salud?).

Cabe mencionar que, en un intento de parecer basada en un genuino espíritu científico, la iniciativa presentada por el diputado Cañedo indica que “La Secretaría de Salud y la Secretaría de Educación Pública generarán información sobre la eficacia terapéutica de la medicina alternativa y complementaria”. Lo cual es totalmente inútil: tal información ya existe, producto de numerosísimas investigaciones que se han llevado a cabo en todo el mundo, durante décadas, que se pueden consultar en la literatura médica y que confirman más allá de toda duda la total ineficacia terapéutica de todas las terapias mencionadas, y muchas más. (Si fueran eficaces, ya formarían parte de los sistemas de salud de todo el mundo, y las grandes compañías farmacéuticas se estarían enriqueciendo con ellas. Como dice el comediante, músico y librepensador australiano Tim Minchin en su genial poema Storm, “¿Sabes cómo se le llama a la medicina alternativa que demuestra ser eficaz? Medicina.”)

Por si fuera poco, la Secretaría de Salud, a través de su Dirección General de Planeación y Desarrollo en Salud, desarrolla al menos desde junio pasado una “Política Nacional de Medicinas Tradicionales, Alternativas y Complementarias en el Sistema Nacional de Salud”, que incluye una línea de acción para "Definir un cuadro básico de medicamentos homeopáticos para facilitar su adquisición, por servicios del Sistema Nacional de Salud”.

En otras palabras, parecería que hay una estrategia del actual gobierno para sustituir la medicina científica, basada en evidencia, por tratamientos carentes de eficacia pero eso sí, más baratos. Y, tomando en cuenta que las propuestas han sido apoyadas por Morena, y que el gobierno entrante, de ese partido, tiene el control del Congreso, no parece que la situación vaya a cambiar, sino al contrario: dicho proyecto podría recibir más impulso, en detrimento del derecho a la salud de millones de mexicanos.

¿Qué podemos hacer los especialistas en salud, las autoridades del ramo que conserven algo de responsabilidad profesional, los investigadores del área biomédica, los colegios de profesionales de la salud, las instituciones del sistema de salud, las universidades y organizaciones científicas, los comunicadores y los legisladores que sí entiendan la diferencia entre ciencia y seudociencia? No es tan difícil: en el caso de las medicinas tradicionales, fomentar su estudio para reducir los riesgos inherentes a su uso; en el de las “alternativas y complementarias”, asesorarse con especialistas y reconocer su carácter seudocientífico –ratificado por el consenso de la comunidad científica y médica global– y tomar las medidas pertinentes para excluirlas del sistema de salud pública. En última instancia, como ciudadanos todos, exigir al gobierno que nos proporcione el mejor servicio de salud posible, basado en el más reciente conocimiento médico basado en evidencia.

¿O vamos a dejar que nos den gato por liebre?

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domingo, 19 de agosto de 2018

AMLO, la ciencia y el aeropuerto

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de agosto de 2018

Cuando uno va en primaria y pregunta, a padres o maestros, qué es la democracia, recibe una respuesta simple: “el gobierno de las mayorías, que votan para elegir quién gobierna”, o algo similar. 

Luego, en secundaria, en clase de civismo, los de mi generación (porque entiendo que materias “superfluas” como esa ya no se imparten, igual que se ha decidido eliminar los muy formativos y utilísimos talleres), uno recibía un poco más de información sobre cómo funciona –idealmente– el sistema democrático: cómo hay tres poderes; cómo el congreso, como el presidente, es también elegido por votación directa, pero no así los miembros del poder judicial; cómo se supone que los contrapesos entre estos tres poderes, y entre el gobierno federal y los estatales, ayudan a establecer un equilibrio democrático que impida abusos e injusticias. 

Y, si tenía uno un poco de suerte, en la escuela o la familia iba uno entendiendo que precisamente el objetivo de elegir a esos gobernantes era que se ocuparan en tomar las decisiones necesarias para gobernar adecuadamente el país, y se responsabilizaran por ellas. 

Pero, como ningún gobernante o funcionario es experto en todo –y muchas veces, por desgracia, en nuestro país suelen no serlo en nada, aparte de obtener puestos–, es necesario que cuenten con equipos de profesionales de carrera –esos sí, expertos en sus diversos campos– además de asesores especialistas, además de, en caso necesario, escuchar las voces de los expertos de instituciones académicas y las asociaciones de profesionales. ¿Para qué? Para poder tomar, con base en el conocimiento y experiencia de los expertos, las muchas veces complicadas decisiones que el gobierno de un país requiere. 

En cualquier sociedad democrática que aspire a ser moderna, el conocimiento científico y tecnológico –basado en investigación rigurosa, evidencia confirmable y razonamiento lógico y sólido, y revisada y verificada por el escrutinio minucioso y constante de una comunidad de expertos– es indispensable para tomar decisiones acertadas en un sinnúmero de asuntos de gobierno. 

Un gobierno que se apoye en la ciencia y la tecnología más avanzadas posible será un gobierno exitoso, de un país próspero. Un gobierno que elija ignorar el conocimiento científico y técnico correrá el riesgo de tomar decisiones trágicamente erradas. Como el de Sudáfrica bajo la presidencia de Thabo Mbeki, que al adoptar las posturas negacionistas del sida causó, entre 2000 y 2005, más de 300 mil muertes y 35 mil infecciones de recién nacidos. O las del impresentable Donald Trump, que con su negacionismo del cambio climático ha saboteado y casi destrozado los esfuerzos de los Estados Unidos, y del mundo, por aminorar los efectos de este fenómeno. 

Hoy, el nuevo presidente electo de nuestro país, que ya comienza de facto a gobernar, anuncia medidas que suenan bien para mostrar que cumplirá sus promesas de campaña, pero que en realidad parecen más estar basadas en ocurrencias y caprichos que en datos confiables, información certera y, sobre todo, valoraciones expertas. Ocurrencias como la de descentralizar secretarías de estado y organismos de gobierno como el Conacyt, sin que hasta el momento haya la menor justificación de por qué hacerlo o por qué se han elegido las ciudades mencionadas. 


En estos días el tema que domina es el Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM), en Texcoco, cuya obra como se sabe ya está muy avanzada y cuya decisión muy probablemente no se tomó a la ligera, sino basándose ­–entre otros factores– en estudios serios. El problema es claro: el actual aeropuerto es totalmente insuficiente, y se necesita uno nuevo. La alternativa planteada por López Obrador es habilitar la base aérea de Santa Lucía para complementar la instalación actual. López Obrador ofreció “cancelar” el NAIM desde su campaña, porque efectivamente, el proyecto tiene claroscuros que justifican que sea revisado a fondo para valorar los pros y contras de la decisión. 

En apariencia que eso es lo que el futuro mandatario está haciendo, al convocar a expertos, partes interesadas y futuros miembros de su gabinete a analizar el caso. No deseo meterme a analizar los distintos aspectos técnicos, ambientales, económicos, políticos y demás que involucra el proyecto, puesto que ya se están discutiendo ampliamente en los medios. Pero sí mencionaré que preocupa, y preocupa profundamente, la manera como se planea tomar la decisión. 

Ya se presentó un informe con un balance costo-beneficio (recordemos que ningún proyecto, y sobre todo ningún gran proyecto, puede carecer de efectos negativos), pero se anunció también que el resultado de un análisis experto encargado a la organización no lucrativa MITRE (asociada al Instituto Tecnológico de Massachusetts, MIT, una de las más prestigiadas instituciones en el campo de la ciencia y tecnología mundiales), ha determinado que la opción de conservar el actual aeropuerto y complementarlo con el de Santa Lucía es totalmente inviable. 

Aún así, Obrador insiste en buscar otros análisis (¿hasta que encuentre uno que diga lo que él quiere?) y, más grave, ha anunciado que en octubre, luego de poner toda la información a disposición del público, se llevará a cabo una “consulta popular vinculatoria”, para que sea el pueblo quien decida. 

Ya muchas voces han salido, en medios y redes sociales, a denunciar lo inaceptable de este proceso. Es cierto que idealmente, los ciudadanos de una democracia deberían, con base en información confiable, participar en las decisiones que su sociedad tome en relación con temas científicos y tecnológicos. Pero también es cierto que es responsabilidad del gobierno, asesorado por expertos, y de nadie más, el tomar decisiones como las del nuevo aeropuerto. 

(No quiero ni imaginar lo que pasaría, por ejemplo, si en la toma de decisiones políticas en temas que afectan a la sociedad y al ambiente, como por ejemplo la construcción de una nucleoeléctrica o una presa; la legalización del aborto o el matrimonio igualitario; la vacunación obligatoria de los infantes; la autorización de la siembra de o la experimentación con cultivos transgénicos; la educación laica y muchos otros asuntos, la responsabilidad se trasladara de gobernantes asesorados por expertos confiables a “el pueblo”, representado a través de consultas. Podríamos descender, como avizora el investigador Marcelino Cereijido, del CINVESTAV, a un “oscurantismo democrático”.) 

Pareciera que la visión de la democracia que tiene el presidente electo es la de un niño de primaria. Pero no hay que olvidar, tampoco, que ese tipo de “consultas populares”, de las que nadie puede garantizar su integridad, y que por su propia naturaleza son fácilmente manipulables, son uno de los mecanismos que los gobiernos autoritarios han usado para legitimizar las decisiones que buscan imponer. Ya hay quien señala que otras decisiones que el futuro gobierno ve con beneplácito, como la propia “descentralización” de las secretarías de estado, o la construcción del “tren maya”, no serán, al parecer, sometidas a consulta. ¿Doble rasero? 

La decisión sobre el aeropuerto, y cualquier otra donde la ciencia y la técnica tengan algo que decir, deben tomarse con base en el conocimiento de los mejores expertos disponibles. Pretender someterlas a tramposas “consultas populares” no es más que demagogia propia, sí, de gobiernos populistas.

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domingo, 29 de julio de 2018

El futuro de la ciencia mexicana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de julio de 2018

A estas alturas, ya debería estar más que claro que la prosperidad y el bienestar de toda nación dependen en gran medida, y cada vez en mayor grado, de su desarrollo científico-tecnológico.

La existencia de una comunidad científica suficientemente amplia, que cuente con el apoyo, las instituciones, la infraestructura, los recursos y el marco legal y social para realizar, en forma libre y sostenida investigación científica, sea ésta básica o aplicada, pero siempre de calidad, es el cimiento para que surjan desarrollos tecnológicos que den lugar a patentes, industrias y finalmente a recursos y mayor nivel de vida. Así ocurre en las naciones que históricamente se han preocupado por mantener estas condiciones. No en balde son esas naciones las que hoy tienen el mayor poderío económico, político y hasta militar.

En México el desarrollo de la ciencia ha avanzado lentamente, con el surgimiento de una incipiente comunidad científica en el siglo XX y la fundación del  Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y el aumento del apoyo a la ciencia y tecnología en los años 70. Ciertamente el desarrollo tecnológico ha sido mucho más lento que el de la investigación científica propiamente dicha; y el de la cultura de patentes y el desarrollo de industrias basadas en el conocimiento nacional ha sido prácticamente nulo. Pero se ha avanzado, así sea poco y lentamente. Y los avances han sido valiosos. Sería triste, y dañino para el país, que se perdieran.

En el tercer debate presidencial, el pasado 12 de junio, el hoy candidato ganador y futuro presidente Andrés Manuel López Obrador anunció a la doctora Elena Álvarez-Buylla como futura directora del Conacyt, y prometió que durante su gobierno se dedicará el 1 por ciento del Producto Interno Bruto al rubro de ciencia y tecnología (promesa que, por otro lado, hemos vista repetida sexenio tras sexenio, desde Fox hasta Peña Nieto, y que aunque es mandato de la Ley federal de Ciencia y Tecnología, no se ha cumplido hasta la fecha).

Aunque nadie duda de la reconocida calidad académica de la investigadora propuesta, han surgido voces, tanto entre la comunidad de investigadores científicos como entre los ciudadanos interesados en la ciencia nacional, que critican su designación.

En parte por su falta de experiencia administrativa y gubernamental, experiencia que normalmente se considera necesaria para desempeñar exitosamente un puesto de ese calibre. En parte por su trayectoria –paralela a su labor de investigación científica– como notoria activista contra el cultivo y consumo de organismos genéticamente modificados, o transgénicos, en particular de maíz; activismo que ha llevado a extremos difíciles de reconciliar con el rigor científico que una investigadora de su talla debería siempre poner por delante de cualquier ideología (ha llegado a afirmar públicamente, por ejemplo, que el consumo de transgénicos puede causar cáncer o autismo, ideas que han sido concluyentemente refutadas con base en estudios amplios y rigurosos, y acostumbra descalificar a otros investigadores destacados que no coinciden con su postura acusándolos de estar pagados por compañías biotecnológicas). Este activismo radical hace que haya preocupación sobre su capacidad para ejercer sin sesgos y con la imparcialidad necesaria la dirección del Conacyt, organismo que de una u otra forma incide de manera directa sobre las vidas profesionales y los proyectos de investigación de prácticamente todos los científicos nacionales.

Pero, sobre todo, se critica el documento que recientemente hizo público, donde define las líneas que seguirá el Conacyt durante el próximo sexenio, denominado Plan de reestructuración estratégica del Conacyt para adecuarse al Proyecto Alternativo de Nación (2018-2024) presentado por MORENA (disponible en bit.ly/2LUrfc5).

Por ejemplo, el movimiento #ResisCiencia18, que se define como “un grupo de personas interesadas en el desarrollo científico del país” que “[solicita] se nombre a otro científico como director del Conacyt”, después de un análisis cuidadoso, señala en su blog (bit.ly/2LY0gfP) algunos puntos del Plan presentado por Álvarez-Buylla que contradicen varias de las Recomendaciones sobre la Ciencia y los Investigadores Científicos de la UNESCO (disponibles en bit.ly/2M0Et7h), y que podrían perjudicar u obstaculizar el desarrollo de la ciencia en México. Entre otros:

–Que el Plan haya sido elaborado sin la colaboración amplia de la comunidad científica;

–Que muchas de las líneas propuestas se concentren en las áreas de especialidad de quien lo redactó, como temas ambientales, alimentarios y sociales, mientras que muchos campos de investigación básica como física, química, matemáticas, astronomía, ciencias de la Tierra, cómputo y comunicaciones son prácticamente ignorados;

–Que se pretenda evaluar la “pertinencia” de las investigaciones que apoyará el Conacyt sólo con base en su utilidad social y ambiental, ignorando la importancia fundamental de la ciencia básica (aunque el documento de Álvarez-Buylla la menciona, y señala lo inadecuado de la separación entre ciencia básica y aplicada, propone, tramposamente, el concepto de “ciencia orientada”, que sería una ciencia aplicada pero sólo a los problemas que el Conacyt defina como relevantes);

–Y, más alarmantemente, que se proponga que el Conacyt podrá vetar, con base en el llamado “principio de precaución” –un concepto que, aunque muy útil, es notoriamente nebuloso, subjetivo y manipulable– aquellas investigaciones que considere “riesgosas”, con base en la opinión de “comités de científicos y personas relevantes de otros sectores nacionales”. Sobra decir que esta propuesta va diametralmente en contra de la libertad de investigación, uno de los requisitos fundamentales para el avance científico, que por su propia naturaleza casi nunca puede ser planeado ni “orientado”; el azar es un componente fundamental de la creatividad científica. Alarma también que dichos vetos serían impuestos no sólo por expertos científicos, sino también por personas ajenas a la investigación científica.

Preocupa asimismo el sesgo ideológico presente en el documento, que habla de “ciencia occidental” y la contrasta con una supuesta “ciencia campesina milenaria de México” (es claro que los conocimientos tradicionales, aparte de su valor cultural intrínseco, pueden contribuir al avance científico y tecnológico, luego de ser evaluados e integrados al cuerpo de conocimientos de la ciencia; pero confundir tradiciones o conocimiento empírico con ciencia es un grave error conceptual, de peligrosas consecuencias). En el documento aparecen también otras expresiones con fuerte sesgo ideológico que condenan, por ejemplo, el “régimen neoliberal”. 

(Añado, a nivel personal, que como comunicador de la ciencia me preocupa que el documento afirme que “el Conacyt reactivará una estrategia de comunicación”, como si no la hubiera tenido desde siempre, y muy activa, y hable de hacer énfasis “en el desarrollo de nuevos y más efectivos métodos de comunicación de la ciencia”, como si la práctica, así como la investigación y reflexión académicas, sobre la comunicación pública de la ciencia, en México y en el mundo, no estuvieran constantemente haciendo eso mismo, y con resultados muy exitosos.)

Por éstas y otras razones, el movimiento #ResisCiencia18 ha lanzado una petición en Avaaz.com (bit.ly/2NS0J3z) para solicitar al futuro presidente López Obrador que reconsidere la elección de Álvarez-Buylla para dirigir el Conacyt, y proponga a una persona con un perfil más apropiado para un puesto tan importante para el futuro del país. Si quiere enterarse más del tema, puede usted informarse a fondo en el blog de #ResisCiencia18 (bit.ly/2LY0gfP) y, si lo considera adecuado, puede sumarse a la petición en Avaaz.

En temas de ciencia, como en cualquier otro en una sociedad democrática, lo importante es que los ciudadanos participemos adoptando una postura libre y responsable, con base en información confiable.

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domingo, 15 de julio de 2018

Democracia y sesgos cognitivos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de julio de 2018

El primero de julio pasó, pero el clima de polarización en los espacios de discusión pública sobre política no parece amainar. Y seguramente continuará así más allá de la toma de posesión del nuevo gobierno el primero de diciembre, y al menos durante los primeros años del sexenio de “la cuarta transformación”.

Parte del encono viene de las percepciones de quienes pertenecen a cada bando: los que apoyan al triunfador electoral, Andrés Manuel López Obrador, y quienes no concuerdan con su discurso. Sobre todo de los más radicales en cada facción.

Durante las elecciones, los lopezobradoristas presentaban a su candidato como la única opción posible, que traería automáticamente la solución a todos los graves problemas nacionales y además transformaría el viejo régimen en una nueva república amorosa de justicia y prosperidad para todos. Los antilopezobradoristas, por su parte, advertían sobre la amenaza de un populismo demagógico y autoritario que convertiría al país en una “Venezuela del norte”, dando al traste con las políticas de estabilidad macroeconómica de los últimos sexenios y que impondrían la dictadura de una mayoría incondicional ante los designios del líder carismático.

Ambas visiones, por supuesto, son exageraciones llenas de inexactitudes, medias verdades, sobresimplificaciones y francas mentiras. Pero ambas tienen también rastros de verdad. Por desgracia, ante el triunfo de López Obrador, muchos de sus partidarios más extremos han adoptado un tono de triunfalismo con tintes de intolerancia ante quienes se oponen a él, mientras que éstos a su vez se niegan a reconocer cualquier virtud en las propuestas que el gobierno entrante está planteando, y refuerzan sus vaticinios de catástrofe nacional.

Dado que, por desgracia, no nos vamos a poner de acuerdo, convendría al menos tratar de recordar que en una democracia funcional –que es lo que, por sobre todas las cosas, queremos mantener y, si es posible, mejorar en nuestro país– uno de los principales requisitos es aprender a reconocer, tolerar, respetar y defender el derecho de los demás ciudadanos a discrepar de nuestras opiniones. Como reza la frase falsamente atribuida a Voltaire, y que sintetiza uno de los fundamentos de la democracia, “Podré no estar de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a decirlo”.

Al respecto, vale la pena recordar que la mente humana está sujeta a diversos sesgos cognitivos que hacen que, aunque creamos percibir la realidad de forma confiable y objetiva, y basar nuestros juicios en “los hechos desnudos”, en realidad tendemos a interpretar las cosas de forma que coincidan con nuestras creencias, prejuicios e ideología. A continuación, tres importantes sesgos cognitivos:

1) El sesgo de confirmación: inevitablemente, tendemos a conceder más atención e importancia a los hechos que coinciden con lo que esperábamos, y a ignorar o desdeñar los que contradicen nuestras expectativas. Así, quienes apoyan al cuasi-presidente electo destacan sus aciertos e ignoran, niegan o justifican sus posibles fallas, mientras que sus detractores niegan cualquier posible acierto y magnifican cualquier error o incongruencia en su discurso.

El efecto "tiro por la culata"
(Crédito: Pictoline)
2) El efecto de “tiro por la culata”: cuando tenemos convicciones muy arraigadas, tendemos a defenderlas incluso en presencia de información y evidencia confiable que las contradice. Probablemente para mantener nuestra estabilidad psíquica, pues hemos invertido emocionalmente en ellas, e incluso pueden formar parte de nuestra identidad. Es por eso que las discusiones sobre política, sobre todo en tiempos de polarización como los actuales, suelen no llevar a ningún lado.

3) El efecto Dunning-Kruger: es indudable que la inteligencia de los individuos varía. Pero curiosamente, las personas menos inteligentes suelen creerse mucho más inteligentes de lo que son en realidad, precisamente porque carecen de la inteligencia suficiente para darse cuenta de sus limitaciones. Por el contrario, los más inteligentes subestiman su propia inteligencia, creyendo que todos como ellos. Gracias a esto, es frecuente que personas intelectualmente limitadas, pero que argumentan de manera más vehemente, radical e intolerante, logren dominar las discusiones, mientras que quienes entienden mejor las cosas prefieran quedarse callados.

Quizá, si tomamos en cuenta estas debilidades de la mente humana a las que todos estamos expuestos, podríamos generar un clima de discusión política menos encarnizado y más productivo, donde el objetivo fuera no ganarle al otro, sino avanzar de forma colectiva para el bien común.

Claro: ¡luego tendríamos que convencer a los políticos de que hicieran lo mismo!

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