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miércoles, 9 de diciembre de 2015

Algas, redes y ciencia nacional

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de diciembre de 2015

La semana pasada tuve el privilegio de ser invitado a impartir un curso de divulgación científica por escrito para los miembros de la Red Temática sobre Florecimientos Algales Nocivos (RedFAN) del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt), constituida por expertos nacionales en lo que comúnmente se conoce como “mareas rojas”.

Probablemente aprendí mucho más que los asistentes al curso. Porque las mareas rojas, que ni son mareas ni son siempre rojas (de ahí que prefieran llamarlas “florecimientos”), son fenómenos naturales que tienen tantos aspectos distintos e importantes que me pregunto cómo no oímos mucho más sobre ellos en las noticias.

Pero vayamos por partes. Las Redes Temáticas de Investigación del Conacyt son “asociaciones voluntarias de investigadores o personas con un interés común, dispuestas a colaborar y aportar sus conocimientos y habilidades, coordinadas de manera colegiada por un Comité Técnico Académico”. Su objetivo es fomentar la colaboración interdisciplinaria en temas científicos de importancia social o ambiental. Hay redes sobre los temas más diversos, como por ejemplo, la ciencia y tecnología espacial, la conservación del patrimonio cultural, la nanotecnología y nanociencia o los desastres climáticos.

La RedFAN estudia, como su nombre lo indica, los florecimientos, o proliferaciones masivas, de ciertos tipos de algas microscópicas, que forman parte del fitoplancton (en particular de la clase de los dinoflagelados, aunque también de muchos otros grupos), y que tienen la característica de producir toxinas nocivas para la salud humana y de otros animales.

Su misión es contribuir al conocimiento científico de los florecimientos algales nocivos, entender qué los origina, sus efectos negativos sobre los ecosistemas y la salud pública, y buscar formas de mitigarlos o controlarlos.

Y es que estos florecimientos, además de que pueden teñir de rojo los mares (aunque muchos florecimientos no tienen color), y producir toxinas que intoxican y matan a peces, camarones, tortugas, aves y mamíferos (se sabe que pueden llegar a intoxicar a ballenas y delfines, produciendo que encallen en las playas, y a aves costeras, que han llegado a lanzarse sin control contra edificios y personas, como en la película Los pájaros), pueden afectar muchas otras áreas.

Cuando surge uno de estos florecimientos, las autoridades de salud deben emitir una alerta sanitaria, pues las toxinas pueden ser extremadamente dañinas. Muchas veces esta alerta se acompaña de una veda que afecta las actividades de pesquería. Si una veda dura demasiado (algunas han durado meses), el perjuicio a la actividad pesquera puede ser grave, por eso para declararla se debe estar seguro de que es realmente necesaria. La acuicultura, otra actividad económica importante, también puede ser dañada por las “mareas rojas”, ya sea por las toxinas o porque las algas pueden consumir excesivamente el oxigeno del agua.


También el turismo puede verse afectado: a veces un florecimiento nocivo puede dar al traste con las reservas de pescado y marisco necesarias en restaurantes para una temporada alta (se tiene que desechar lo almacenado, y no se puede pescar localmente). Y la contaminación de playas y aguas puede ahuyentar a los turistas.

Ha habido casos bien documentados en que los efectos de florecimientos prolongados o frecuentes en una zona pueden afectar a las comunidades de pescadores al grado de provocar problemas sociales, como un aumento en la delincuencia.

Por cierto, también en aguas dulces puede haber florecimientos nocivos, lo que puede tener repercusiones en la agricultura y la ganadería.

Los expertos de la RedFAN, pertenecientes a diversas instituciones nacionales de investigación, abordan el tema no sólo desde el punto de vista biológico o ecológico, sino desde una gama de enfoques que va de la química y biología molecular (para estudiar las moléculas de toxinas y sus mecanismos de acción, pues hasta el momento no existen antídotos para ellas) a lo médico y lo tecnológico (para buscar nuevos y mejores métodos para detectarlas, además de que a partir de las toxinas podrían desarrollarse nuevos fármacos) y hasta los aspectos sociales y legales, además de asesorar a las diversas autoridades gubernamentales.

Las Redes Conacyt son sólo una muestra del enorme potencial del sistema de investigación científica y tecnológica de nuestro país. Conocer la RedFAN me permitió asomarme a un pedacito de esta riqueza. Es importante seguir apoyando y desarrollando este potencial, y sobre todo buscar las mejores maneras de aprovecharlo para beneficio de todos.

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miércoles, 30 de julio de 2014

El experimento de Facebook

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de julio  de 2014

Las redes sociales virtuales, como Facebook y Twitter, son herramientas que nunca antes habían existido en la historia humana. Resulta natural que apenas estemos descubriendo su verdadero poder y alcance, y aprendiendo a manejarlas sin que causen problemas.

Como permiten la comunicación de manera instantánea con cualquier parte del mundo, facilitan la interacción entre individuos y grupos. Esto facilita que ocurran fenómenos como la dispersión viral de información, o que ciertos datos puedan llegar a la persona menos indicada. De ahí muchos de los problemas personales o sociales que suelen causar: disputas, despidos, divorcios, conflictos familiares, en el trabajo y hasta entre naciones.

¿Qué tanto pueden las redes sociales influir en el comportamiento, la manera de pensar y hasta el estado de ánimo de sus usuarios? Quizá recuerde usted varios estudios que han señalado que el uso intenso de Facebook podría tener un efecto depresivo (por ejemplo, porque al constantemente
ver las fotos de momentos aparentemente perfectos de felicidad que publican nuestros contactos –las fotos siempre embellecen las cosas– la comparamos la realidad de nuestra vida, que entonces parece más bien gris).

En junio pasado un investigador de la empresa Facebook, Adam Kramer, junto con Jamie Guillory y Jeffrey Hancock, de la Universidad de Cornell, publicaron en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos (PNAS) un estudio que ha causado gran alboroto.

Para entenderlo, debe usted saber que las publicaciones de sus “amigos” que puede ver en Facebook no son todo lo que ellos publican: la red social emplea un algoritmo para filtrar el contenido que se espera resulte “más importante e interesante” para usted. Por ejemplo, si usted frecuentemente ha dado “like” (me gusta) al contenido que publica cierta persona, Facebook le mostrará más contenido que provenga de ella; si ha compartido contenidos que abordan ciertos temas, es probable que Facebook le muestre más publicaciones similares.

Para mejorar su algoritmo, los técnicos de Facebook realizan constantemente pruebas. El su artículo, Kramer y sus colegas reportan una de ellas. Consistió en manipular durante una semana (11 al 18 de enero de 2012), mediante un proceso al azar, las publicaciones y comentarios que recibían 689 mil usuarios de la red (de habla inglesa) para hacer que vieran con más frecuencia notificaciones con contenido positivo o negativo (identificado mediante la presencia de palabras “positivas” o “negativas” en una lista predeterminada de uso común en este tipo de estudios). A continuación, se vio si las publicaciones que hacían los propios usuarios tendían a volverse más positivas o negativas, respectivamente. (El proceso consistió en dividir a los usuarios en dos grupos, positivo y negativo, y a continuación alterar la probabilidad de que vieran contenido de tipo positivo o negativo de un 10 hasta un 90%, según su número de identidad de Facebook.)

El resultado fue que en efecto, el tono emocional de lo que uno lee en Facebook influye en el tono de lo que uno publica, aunque de manera minúscula: quienes veían más contenido positivo, hacían más publicaciones positivas, y viceversa. Esto comprueba que el fenómeno conocido como “contagio emocional”, bien estudiado en interacciones humanas directas, puede también ocurrir a través del contacto impersonal de las redes sociales. Un hallazgo interesante.

Sin embargo, muchos analistas y usuarios de Facebook expresaron su indignación ante lo que consideraban un uso poco ético –abuso de confianza, intromisión en la intimidad– por parte de la empresa (a pesar de que las condiciones de uso de la red estipulan que la información de los usuarios puede ser usada con fines de investigación). Llegó a haber acusaciones de que el experimento podría, por ejemplo, haber empeorado el estado de personas deprimidas y quizá hasta haber causado algún suicidio, y se lo comparó con el infame experimento de Tuskegee, en Alabama, EUA, en que investigadores médicos estudiaron entre 1932 y 1972 a cientos de afroamericanos infectados de sífilis y no les ofrecieron tratamiento con antibióticos, a pesar de estar disponible, porque deseaban estudiar el desarrollo de la enfermedad, y permitieron así que muchos infectaran a sus parejas sexuales y que murieran.

En general, el sentimiento es que cualquier manipulación psicológica es inaceptable, y que todo experimento que use humanos debe contar con la aprobación explícita de los participantes (como ocurre en la investigación científica en el mundo real).

Confirmo que las redes sociales virtuales son un nuevo mundo, todavía en gran parte desconocido, por el que aún no sabemos movernos con confianza. Lo curioso es ver que no sólo los usuarios, sino las propias redes se meten en problemas, al tratar de entenderse a sí mismas.

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miércoles, 16 de julio de 2014

Las redes del mundo real

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de julio  de 2014

La semana pasada escribí aquí sobre la economía como ciencia, y señalé que, aunque tiene grandes diferencias con las ciencias naturales, no por ello deja de ser una disciplina seria que produce conocimiento útil.

Mencioné que los sistemas que estudia la economía son tremendamente más complejos que los que ocupan a la física, la química o incluso la biología. La ecología, por ejemplo, no estudia un ecosistema en toda su complejidad: elige algunos componentes que hagan manejable el problema. E incluso la meteorología, cuando trata de modelar en su totalidad un sistema tan complejo como el clima, lo más que logra son predicciones parciales, de corto plazo y con un grado relativamente modesto de confianza.

Aun así, modelar y predecir la conducta de individuos y de conjuntos de personas, junto con las fuerzas sociales, políticas y culturales que influyen en el comportamiento del sistema económico tiene un grado de dificultad pavorosamente mayor. No sólo por la cantidad de componentes que influyen en él, y por los múltiples parámetros que pueden ser afectados por cada uno. También porque prácticamente todos los componentes están relacionados entre sí. El sistema económico es, antes que nada, una gran red, o incluso una red de redes, en la que cada componente afecta a muchos más.

Un ejemplo actual es la generación de energía eléctrica a partir de la luz solar.

La doble crisis del petróleo –su inminente escasez, que ya resiente nuestro país, y sus terribles efectos ambientales (por no mencionar los problemas que tendremos para producir un sinfín de compuestos indispensables, como los plásticos y muchos fármacos, cuando escaseen los hidrocarburos a partir de los que se fabrican)– hace que el desarrollo de las llamadas “energías alternativas” sea una urgencia planetaria.

Y de todas ellas, aprovechar la abundantísima energía electromagnética que el Sol nos regala en forma de luz visible es la más prometedora. El efecto fotoeléctrico, descubierto en el siglo XIX y explicado por Einstein en su annus mirabilis (año de las maravillas) de 1905, es la base que permitió fabricar, ya desde 1954, celdas fotoeléctricas, también llamadas celdas solares, en las que el choque de los fotones de luz libera electrones de un material semiconductor, que forman una corriente eléctrica.

Inicialmente las celdas solares eran prohibitivamente caras. Pero los avances científico-técnicos y su industrialización masiva han ido reduciendo el costo de producir electricidad con energía solar. Hoy existen celdas experimentales que llegan a tener 44% de eficiencia, y otras comerciales con eficiencias muy buenas de entre 15 y 20%.

Entonces, ¿por qué todavía no se producen grandes cantidades de energía solar en el mundo –y en México, que tiene tanta extensión de territorio con alta insolación– para sustituir el consumo de petróleo? (según el sitio Greentechmedia.com, bastarían dos campos de 25 kilómetros cuadrados en los desiertos de Chihuahua o Sonora para producir toda la energía solar de México, con un sistema con el 15% de eficiencia). Porque no basta que exista un problema económico-social con una respuesta científico-técnica; la economía es una red, y sus conexiones ofrecen resistencia y limitan lo que puede hacerse en un momento dado.

Tienen que existir las técnicas para fabricar las celdas; las industrias que lo hagan y el sistema que las comercialice. Pero también tiene que haber el dinero, público o privado, para adquirirlas. La voluntad política para facilitarlo, y para superar la oposición de la industria petrolera. La percepción pública de que se trata de una inversión necesaria y conveniente. La disponibilidad de los materiales necesarios. Las leyes para regular la nueva tecnología. En fin… Y todos estos factores están conectados entre sí y se influyen mutuamente.

Muchas veces no es que los economistas, o los científicos o ingenieros, no sepan cómo ofrecer soluciones, sino que hacerlas realidad es mucho, mucho más complicado de lo que parece. Así es el mundo real: muy distinto de la teoría. Y sin embargo, se puede. Hace unas semanas Alemania anunció que logró producir el 50% de la electricidad usada en un día (el 6 de junio, que fue feriado y especialmente soleado) a partir de energía solar. Su meta es lograr que para 2020 el 35% de su electricidad sea solar, y para 2050, el 100%.

¿Y nosotros? ¿Seguiremos perdiendo en tiempo en discutir la reforma petrolera?

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miércoles, 19 de febrero de 2014

La red, la nube y el futuro

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de febrero  de 2014

Hoy, al hablar de computadoras, todo mundo se refiere a “la nube”. Subir (y bajar) datos a la nube, computación en la nube, servicios en la nube. Pero no siempre queda claro qué qué es la dichosa “nube”. A primera vista parecería que es, simplemente, internet: la red de redes que conecta a las computadoras de todo el mundo.
es la dichosa “nube”.

Pero en realidad, la nube no es exactamente lo mismo: contrariamente a lo que su etéreo nombre sugiere, “la nube” consta en realidad de algo bastante sólido. Más que la red misma, es el conjunto de millones de servidores (grandes computadoras, con inmensa capacidad de almacenamiento en innumerables discos duros) repartidos por todo el planeta (y que al estar conectados forman internet) donde se guardan los datos de los usuarios de servicios en la nube, como iCloud de Apple, Dropbox, Skydrive de Microsoft, Google Drive, Amazon Cloud Drive y todos los demás.

Gracias a esto, uno puede no sólo almacenar sus datos en “discos duros virtuales” y tener acceso a ellos desde cualquier parte (si hay conexión), sino también usar programas que residen en la nube, como Google Docs o Microsoft Office 365, además de una cantidad cada vez mayor de servicios.

Hace 14 años, en 2000, escribí que en el pasado las computadoras constaban de grandes procesadores centrales (mainframes, que ocupaban habitaciones enteras) conectadas a múltiples “terminales” con pantalla y teclado. El advenimiento de la computadora personal, y luego la portátil (laptop) permitió “desconectar” a las computadoras. Pero el desarrollo de internet, y de los servicios “en la nube” está reconectándolas, ahora inalámbricamente. “El almacenamiento en un disco duro – escribía yo– posiblemente sea pronto sustituido en su totalidad por una simple conexión a la red”. Y añadía: “para que esto sea posible se requerirá que dichas conexiones sean más rápidas, confiables y baratas que ahora, de modo que uno pueda estar conectado permanentemente”. No sé si la parte de “confiable” sea ya una realidad…

Mi artículo terminaba resumiendo lo que muchos especialistas ya decían: “Quizá pronto desaparezca la distinción entre computadora e internet: tendremos máquinas simples, sin disco duro, y todo el almacenamiento, e incluso gran parte del procesamiento de datos, se llevará a cabo en servidores de la red. Se regresará así, aunque en otro nivel, a la misma concepción con que comenzaron muchos sistemas de cómputo: una serie de terminales conectadas a un gran procesador central”. Como se ve, ya casi estamos ahí.

¿Es esto bueno? Yo diría que sí, aunque tiene sus bemoles: en un artículo en el número de febrero de la revista Scientific American, David Pogue se queja de la tendencia actual de las grandes compañías de internet a apropiarse de nuestros datos, controlando qué información compartimos, imponiéndonos condiciones poco razonables (como el derecho a hacer uso de nuestras fotos), comerciando con nuestras direcciones de email y números de teléfono y poniendo cada vez más obstáculos para borrar nuestra información de sus servidores si así lo deseamos. Además, señala Pogue, si todos nuestros datos están en la nube, cualquier falla, o un simple viaje a un sitio sin internet, nos deja indefensos.

Inevitablemente, la nube se cierne sobre nosotros. Para algunos es tormentosa; otros le ven lado bueno (el famoso silver lining, en inglés). Pero eso sí: nuestro futuro en la nube es ya nuestro presente.

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miércoles, 13 de noviembre de 2013

La ciencia ciudadana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de noviembre de 2013

El Dr. Ruy Pérez Tamayo, en la inauguración
del portal Ciencia que se Respira
Durante más de un siglo, la ciencia ha sido una actividad especializada que sólo puede realizar quien haya recibido un entrenamiento de élite, durante varios años.

Al mismo tiempo, la ciencia ha desarrollado instituciones y mecanismos para garantizar la calidad, el desarrollo académico y la estabilidad laboral de los científicos: congresos y seminarios, revistas especializadas, el sistema de arbitraje por colegas (o “pares”), becas y apoyos para realizar investigación, plazas académicas, reglas éticas y sanciones para quien las viole, etcétera.

Pero hoy vivimos en la era del internet y las redes sociales. Las reglas están cambiando. Y el cambio perturba la paz de la torre de marfil científica… lo cual no necesariamente es malo.

Un ejemplo reciente es el caso del joven estadounidense Jack Andraka, de 16 años, quien luego de la muerte de un amigo cercano de la familia a quien consideraba su tío, desarrolló un método novedoso y barato para diagnosticar cáncer de páncreas.

Según lo describe él mismo en una entrevista publicada en Milenio Diario, para hacerlo comenzó a leer en internet (“Google y Wikipedia”) todo lo que pudo, para entender el problema. Autoenseñándose, se adentró en la literatura académica hasta encontrar una base de datos de 8 mil proteínas relacionadas con el cáncer e identificar una proteína (la mesotelina) que podría servir como indicador para detectar el cáncer pancreático. De ahí, leyendo artículos científicos en línea, logró concebir su sensor, que utiliza “papel y nanotubos de carbono”. Escribió a 200 investigadores para solicitar su apoyo en el desarrollo del proyecto, y luego de 199 rechazos, uno lo ayudó.

Andraka se queja en la entrevista de que muchos de los artículos que necesitaba leer no son accesibles para el público general y requieren un pago (que puede ser de cerca de 400 pesos). “Esto hizo muy difícil mi investigación, no podía conseguir artículos que necesitaba”, comenta.

El logro de Andraka, un simple estudiante, un ciudadano que logra superar obstáculos para hacer una investigación e insertarse en el mundo de la ciencia académica puede considerarse una muestra de cómo internet está hoy permitiendo a los ciudadanos participar en esta empresa.

Otro ejemplo son los proyectos llamados de “ciencia ciudadana”, en los que investigadores ponen sus datos a disposición del público general y le piden ayuda para clasificarlos, ordenarlos, estudiarlos y abreviar así notoriamente el tiempo que necesitarían para hacerlo ellos mismos. El caso emblemático es el portal Galaxy Zoo, donde más de 150 mil personas han ayudado a clasificar 50 millones de fotos de galaxias… labor titánica que hubiera llevado años sin la participación ciudadana.

Hoy hay proyectos similares para clasificar plantas, insectos, y para colaborar de otras formas en investigaciones sobre clima, arqueología y más.

El lunes pasado se presentó en México un importante proyecto de ciencia ciudadana: el portal Ciencia que se Respira (www.cienciaqueserespira.org), auspiciado por el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (INER). En él, los ciudadanos podremos informarnos y participar en la investigación de primera línea que ahí se realiza (sí: en los Institutos Nacionales de Salud se realiza investigación de primera, como debe ser en todo hospital que se respete) por medio de encuestas, el uso de redes sociales y de programas (“aplicaciones”) que pueden descargarse en el teléfono celular. Gracias a ellas, podremos proporcionar valiosa información respecto a nuestra salud respiratoria, hábitos, la contaminación en la ciudad y otros temas, que será usada por los investigadores para producir nuevo conocimiento que ayude a mejorar la salud de los mexicanos.

Ciencia que se Respira, y otros proyectos de ciencia ciudadana (como la Agenda Ciudadana, consulta promovida recientemente por la Academia Mexicana de Ciencias), no sólo ayudan a los científicos: involucran y empoderan al ciudadano para acercarse a la ciencia, haciendo que aprecie su importancia y disfrute la emoción de colaborar en ella.

Como dice el lema del portal del INER, “la ciencia la hacemos todos”. En el siglo XXI, esto comienza a ser una realidad.

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miércoles, 11 de septiembre de 2013

Twitter, we have a problem!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de septiembre de 2013

La ciencia y la tecnología no sólo nos revelan cosas nuevas sobre el universo y nos dan herramientas para hacer cosas que antes parecían imposibles (curar infecciones, volar, comunicarnos a distancia instantáneamente…). También modifican decisiva y tajantemente la forma en que vivimos la vida, como individuos y como sociedad.

Basta pensar en invenciones como el fuego o la agricultura, la escritura o la imprenta, el motor de combustión interna o la píldora anticonceptiva. Cada una transformó por completo la vida personal y las relaciones sociales. Cada una nos cambió el mundo.

La revolución de hoy es la de las computadoras, internet y las redes sociales. Como las anteriores, es una fuerza que está modificando dramáticamente la manera en como actuamos y nos relacionamos. Y como ocurrió en su momento con las anteriores, todavía no sabemos manejarla por completo: está creando nuevos retos y generando nuevos problemas. Basta con ver, por ejemplo, que según ciertas fuentes el número de divorcios provocado por información imprudente o involuntariamente publicada en Facebook podría estar superando la cifra ya alarmante de los producidos por mensajitos de teléfono celular (SMS) vistos por quien no debía.

Desde el lunes pasado, en nuestro país, ha causado polémica el caso #Grimaldo, como se ha llegado a identificar lo ocurrido con la maestra Idalia Hernández Ramos, del Centro de Bachillerato Tecnológico Industrial y de Servicios (CBTIS) 103, de Ciudad Madero, Tamaulipas, quien fue insultada a través de Twitter por la alumna Marina González. La maestra, al enterarse, decidió dar una clase sobre el tema de la agresión en las redes sociales y los derechos personales, y pidió que la misma fuera grabada. Pero al reprochar a la adolescente por la agresión, así como a su compañero Omar Alejandro Grimaldo Toscano, quien compartió (retuiteó) el mensaje, la profesora perdió el control y terminó amenazando y humillando a ambos alumnos. El video fue subido a internet y en cuestión de horas se difundió viralmente.

Hay quien se pone del lado de la maestra; otros la condenan por abusar de sus alumnos. El resultado hasta el momento es que la profesora fue retirada de su clase y transferida a labores administrativas; Grimaldo (cuyo apellido poco común lo ha hecho famoso) fue dado de baja, al descubrirse que tenía un número excesivo de materias reprobadas. Y Marina fue suspendida.

El caso ejemplifica a la perfección el poder y el peligro de las redes sociales. La posibilidad de expresar instantáneamente nuestras ideas, y la facilidad, velocidad e inusitada amplitud con que se pueden difundir hace que internet pueda causar verdaderas desgracias (divorcios, expulsiones, despidos y hasta suicidios) antes de que quien publicó la información se dé cuenta siquiera de lo que está pasando.

En un documental reciente, la cineasta inglesa Beevan Kidron exploró la influencia que el acceso constante e instantáneo a internet, a través de los “teléfonos inteligentes”, tiene sobre los adolescentes. Halló casos de adicción a sitios pornográficos, de degradación sexual a cambio de un teléfono celular, de un joven que perdió su lugar en la Universidad de Oxford por su adicción a los videojuegos… Kidron propone que urge estudiar los problemas que está creado la casi total libertad que predomina en internet, y la necesidad, quizá, de establecer nuevas reglas y cambios culturales para poder manejar, como sociedad, esta nueva y poderosísima herramienta que está hoy al alcance de cualquiera… a veces con consecuencias dañinas.

El problema con las redes sociales es que son lo más parecido que hay a la telepatía. Podemos comunicar instantáneamente lo que pensamos, muchas veces antes de tener tiempo de reflexionarlo. Y como bien han mostrado los escritores de ciencia ficción, la telepatía puede convertirse en una maldición. ¿Quién no tiene una anécdota de un pequeño o gran problema causado por un correo electrónico, mensajito, tuit o foto en Facebook? Si no aprendemos a manejar mejor la red, podremos terminar como el hoy famoso Grimaldo, satirizado en “memes” (fotos humorísticas que se difunden en las redes sociales) que dicen cosas como “Pero maestra, ¡yo sólo le dí retweet!”.

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miércoles, 14 de agosto de 2013

Ciencia, público e internet

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de agosto de 2013

En los noventa internet servía para buscar información: páginas web, buscadores, enciclopedias, archivos. Pero la llamada red 2.0 implica interacción: de ser un consumidor más o menos pasivo, el usuario –internauta– pasó a tener participación activa no sólo en la búsqueda de información, sino en su discusión, crítica y distribución.

A través de comentarios en blogs, “me gusta” (likes) en Facebook o retuits en Twitter va evaluando, seleccionando y recomendando –positiva o negativamente– la información. Hoy los lectores no sólo leemos y propagamos de boca en boca: influimos, a veces decisivamente, en cómo circula la información. Y ocasionalmente la convertimos en “viral”, logrando que se difunda como epidemia por todo el ciberespacio, infectando millones de cerebros en todo el mundo.

En un comentario publicado en enero en la revista Science, los investigadores Dominique Brossard y Dietram Scheufele, de la Universidad de Wisconsin, discuten algunos de los retos que la era de las redes sociales presenta para la divulgación científica: la manera en que la ciencia se presenta ante el gran público, y que influye fuertemente en la imagen que una sociedad tiene de ella… y en el apoyo que le da.

El periodismo científico, dicen Brossard y Scheufele, ha visto menguar sus espacios: ante la crisis de los medios informativos, causada por internet, muchos diarios y noticiarios han reducido o eliminado sus secciones de ciencia. Estos espacios han sido sustituidos por blogs (ya sea para público familiarizado con la ciencia –blogs de aficionados o “entendidos”– o para público general), grupos de Facebook o cuentas de Twitter, que no siempre tienen los estándares de las secciones de ciencia de medios profesionales.

Otro problema es que la manera en que la gente accede hoy a esa información, a diferencia del internet 1.0, en que se hacía “navegando” más o menos azarosamente o mediante buscadores simples como Altavista o Yahoo, es a través de Google, que mediante un complejo algoritmo “decide” qué información es más relevante para el usuario que hace una búsqueda. Se corre así el riesgo de privilegiar sólo cierta información, la que Google considera más importante, dejando el resto fuera de la vista de los usuarios.

Pero quizá lo más importante es que el contexto en que la información aparece en las redes sociales puede alterar dramáticamente cómo es interpretada por los lectores. Los autores citan un estudio en que un mismo texto (sobre los posibles riesgos de la nanotecnología) se presentó a dos audiencias distintas: en un caso, los comentarios que acompañaban al texto eran amables y civilizados; en el otro, agresivos y polarizados (incluso con insultos). El segundo grupo de lectores tendió a adoptar, asimismo, una visión mucho más polarizada del tema. “En otras palabras –escriben Brossard y Scheufele–, basta con el tono de los comentarios que acompañan a un texto balanceado sobre ciencia en un ambiente web 2.0 para alterar significativamente la opinión de las audiencias sobre la [nano]tecnología misma”.

En la página web Materia, el periodista Javier Salas comenta sobre el texto de Science, y señala que además de los problemas mencionados, hay que tomar en cuenta que en internet muchas veces el ruido suele tener más lectores que el discurso científico atinado; que la brevedad de tuits y comentarios en Facebook aumentan la posibilidad de distorsionar la información, y que muchas veces se corre el riesgo de acabar hablando sólo para los ya convencidos, pues quienes no gustan de la ciencia no suelen leer blogs, ni seguir páginas de Facebook o cuentas de Twitter, dedicados a ella.

Brossard y Scheufele concluyen señalando que urge más investigación sobre la comunicación pública de la ciencia en la red 2.0. De otro modo, debido a la poca habilidad de científicos y divulgadores para usar adecuada y eficazmente estas nuevas herramientas, la percepción pública de la ciencia y la cultura científica de los ciudadanos pueden salir perjudicadas.

No puedo sino estar de acuerdo.

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miércoles, 22 de mayo de 2013

Inteligencia colectiva

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de mayo de 2013

En una democracia, la opinión del pueblo es soberana. Aunque no siempre las decisiones que se toman colectivamente son las mejores, se asume que muchas cabezas piensan mejor que una, y que llegan a las conclusiones, si no más sabias, sí más justas.

Los jurados en las cortes estadounidenses se basan en el mismo principio: la mayoría decide mejor que un individuo. Pero una democracia no es una encuesta. No basta con conocer la opinión del pueblo: en teoría, ésta debe ser producto de una decisión bien informada y meditada. Y una vez elegidos los gobernantes, en adelante toman sus decisiones sin someterlas a voto.

Últimamente, con el crecimiento desmedido de las redes sociales en internet, la posibilidad de que los ciudadanos se expresen y participen en la difusión y discusión de asuntos de interés público se ha reforzado notoriamente. Se habla de “la inteligencia de las multitudes”, y se da por hecho que la opinión obtenida a través de estas redes ayuda a pensar mejor como sociedad.

Aunque no es un hecho muy conocido, la ciencia también es una actividad democrática. Más allá del científico genial –o, más frecuentemente, del equipo de científicos– que descubre algo nuevo, luego de un largo trabajo de investigación, sus conclusiones no pasan automáticamente a ser parte del conocimiento científico aceptado. Antes tienen que ser presentadas públicamente para ser analizadas, cuestionadas y sometidas a la rigurosa prueba de la discusión crítica y racional.

Pero, a diferencia de una sociedad, donde el voto de cualquier ciudadano vale lo mismo, la ciencia es una democracia selectiva: para poder tener derecho a participar en la discusión, se tiene que formar parte de la selecta elite de los expertos, lo cual requiere años de estudio y experiencia.

El poder que actualmente tienen las redes sociales –basta recordar la primavera árabe, o a los gentlemen y ladies de Polanco, la Roma y, más recientemente, la Profeco, que ocasionó la caída de un alto funcionario– se ha basado en la participación indistinta de cualquier internauta.

¿Será posible que esta inteligencia colectiva pueda aumentar si, en vez de discusiones indiscriminadas, se fomenta la creación de comunidades selectas de expertos? Tomando en cuenta que cada vez más los políticos y tomadores de decisiones escuchan la voz de las redes sociales, quizá valdría la pena hacer el experimento.

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miércoles, 15 de agosto de 2012

¿Por qué seguimos creyendo tarugadas?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de agosto de 2012

A Raúl: gracias por 20 años de felicidad. ¡Y los que faltan!

En las sociedades modernas, la importancia de la ciencia y la tecnología es evidente. Por eso se enseñan en la escuela, y se hacen esfuerzos por divulgar la cultura científica a través de los medios (el que usted esté leyendo esto es una parte ínfima de esa labor).

Y sin embargo, una gran pregunta para los comunicadores de la ciencia es por qué la gente, a pesar de tener tanta información científica confiable a su alcance, sigue creyendo en cosas absurdas como fantasmas, secuestros (“abducciones”) extraterrestres, horóscopos o “detectores moleculares” que son simples fraudes, sigue comprando curas milagrosas que se anuncian en televisión y en general, conserva creencias que se oponen frontalmente al conocimiento científico actual.

Dos artículos recientemente publicados exploran, de manera científica, este problema. Uno, publicado por Andrew Shtulman y Joshua Valcarcel en la revista Cognition (16 de mayo de 2012), utiliza un método sencillo –pedir a 150 estudiantes que valoren si 200 afirmaciones son ciertas o falsas– para descubrir que el conocimiento científico no suplanta las creencias erróneas, sino que sólo las suprime o enmascara.

Algunas de las afirmaciones usadas coinciden con la intuición, aunque sean científicamente falsas (“el sol gira alrededor de la Tierra”). En otras, la visión ingenua y la científica coinciden (“la luna gira alrededor de la Tierra”). Se descubrió que el tiempo de respuesta de los sujetos era ligeramente más largo (centésimas de segundo) cuando la visión intuitiva y la científica discrepan.

Eso revela que cuesta trabajo mental dar la respuesta correcta, aunque sea bien conocida, porque hay un conflicto con la respuesta intuitiva. ¡No basta con proporcionar la información correcta para desbancar a la incorrecta en la mente de las personas! Este efecto, llamado “disonancia cognitiva” no es nada nuevo; es bien conocido por psicólogos y pedagogos desde hace décadas. Pero no se tenían datos experimentales tan sistemáticos al respecto; el trabajo de Shtulman lo pone sobre bases más firmes.

Por su lado, tres físicos mexicanos, Julia Tagüeña, Rafael Barrio (del Centro de Investigación en Energía, en Morelos, y el Instituto de Física, respectivamente, ambos de la UNAM) y Gerardo Íñiguez, junto con el finlandés Kimmo Kaski, ambos en la Universidad de Aalto, en Helsinki, Finlandia, publicaron el pasado 8 de agosto, en la revista PLoS ONE, la construcción de un interesantísimo modelo computacional, basado en la teoría de redes, de cómo la información científica en los medios puede modificar la opinión de los miembros de una sociedad.

Para ello, simularon una red de “agentes” que pueden tener opiniones coherentes u opuestas al conocimiento científico, y que son influidos por la opinión de sus vecinos, con quienes pueden establecer o romper vínculos, dependiendo de si sus opiniones sobre temas científicos coinciden o discrepan. Y son también influidos por un “campo” general que simula la influencia de la cultura en la que viven.

El modelo –todavía una aproximación simple, pero prometedora– muestra, entre otras cosas, que aun cuando en una sociedad haya un ambiente positivo a la ciencia, que difunde ampliamente las ideas basadas en ella, los “fundamentalistas” anticientíficos no desaparecen, sino que forman pequeños grupos muy unidos que persisten. Es probable que modelos como éste permitan entender mejor la dinámica social de las ideas científicas y las actitudes de la gente respecto a ellas de manera mucho más detallada que hasta ahora. Quizá ayuden, por ejemplo, a diseñar estrategias para combatir más eficazmente a las seudociencias y charlatanerías.

Ambos estudios, desde perspectivas distintas –uno, experimental y psicológica; el otro, teórica y social– abren nuevas posibilidades para investigar más detalladamente el proceso de difusión del conocimiento científico, y permitirán –metiéndole, precisamente, un poco de ciencia– mejorar las estrategias de comunicación pública de la ciencia.
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