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domingo, 16 de septiembre de 2018

Recordando a Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
16 de septiembre de 2018

Me hubiera gustado publicar esta columna el 2 de octubre, cuando se cumplirán exactamente dos años de la muerte de Luis González de Alba.

Pero faltan varias semanas para eso, y prefiero hablar hoy del libro dedicado a él, Luis González de Alba, un hombre libre, que coordinó Rogelio Villarreal, quien amablemente me invitó a colaborar con un texto sobre la actividad de Luis como divulgador científico. Como recientemente tuve, además, el honor de participar en la presentación del mismo, junto con Ivabelle Arroyo y Adrián González de Alba Cortés, aprovecho para compartir algunas de las ideas que expuse ese día.

Pero hay otro motivo: “La ciencia por gusto” había ocupado desde la muerte de Luis el espacio dominical del periódico Milenio Diario que correspondiera durante tantos años a su propia columna de divulgación científica, “Se descubrió que…”. Como ésta es la primera entrega que ya no aparecerá en ese diario, creo que dedicarla a González de Alba es un mínimo homenaje a él y al espacio de ciencia que defendió, y que hoy ya no existe en la edición dominical de Milenio.

Una de las paradojas de querer hablar de una persona como Luis González de Alba es que al tratar de definirlo, cualquier intento se queda corto. Incluyendo la frase que encabeza el libro, “un hombre libre“. Por supuesto, Luis lo fue: muchos de los autores coinciden en describirlo como “uno de los hombres más libres que conocieron”. Pero fue también muchas otras cosas. Fue un hombre libre, pero no sólo fue un hombre libre. Fue, sin duda, también un destacado intelectual –aunque ajeno siempre a la élite oficial–, pero no sólo fue un intelectual. Fue uno de los principales líderes del movimiento estudiantil del 68, pero no fue sólo eso; fue comerciante, activista, columnista, hedonista, poeta, novelista, melómano y hasta músico… todas esas cosas y muchas más, pero ninguna lo define. Sólo el conjunto completo –y ni siquiera eso, seguramente– logra darnos una idea del tipo de persona que fue.

De ahí lo oportuno y lo valioso del libro, editado por Tedium Vitae, y que se puede encontrar en buenas librerías y también puede pedir por internet o comprar como e-book. Consta de 42 textos breves escritos por 30 autores, con profesiones diversas: periodistas, escritores, investigadores y divulgadores científicos, activistas, músicos... Está dividido en seis secciones que, por sí mismas, revelan ya el amplio abanico de los intereses y habilidades del homenajeado: “el amigo”, “1968”, “los libros”, “el divulgador de la ciencia”, “el músico” y “Fundasida”. No en balde Villarreal eligió como título de su texto introductorio la frase “Nada humano me es ajeno”.


Al leerlo, lo primero que descubrí es lo poco que yo conocía realimente sobre Luis González de Alba. Yo creía conocerlo, sobre todo porque, además de sus libros y su trayectoria, traté de leer todo lo que publicó a su muerte. Pero leyendo este libro me di cuenta de que el universo González de Alba es mucho más amplio de lo que yo siempre había imaginado.

No hay espacio aquí para reseñar las tantísimas anécdotas y facetas de la vida de González de Alba que se relatan en cada uno de los textos. Pero quizá uno de los que más me gustaron fue el escrito por su sobrino Adrián, quizá la persona más cercana a Luis: "Barquitos de papel", un entrañable relato del que agradezco los muchos detalles que nos permiten ver facetas personalísimas de su tío. Como esa descripción escalofriante de uno de los infames ataques de vértigo que sufría, que lo dejó tirado en el baño, vomitando e indefenso. Fue ese vértigo familiar e incurable uno de los factores que lo llevaron a tomar la decisión de quitarse la vida, antes de sufrir más deterioro.

Me impresionó también, en el texto de Rafael Pérez Gay, su editor en los últimos años, la descripción  de cómo Luis pasó sus últimos días terminando meticulosa y concienzudamente todos sus pendientes, con prisa pero con calma, sin decirle a nadie su intención de suicidarse, pero dejando todo en orden.

Hay también quien señalaba que su narrativa llegaba a ser cursi. Yo podría estar de acuerdo, pero no sin señalar que lo cursi es también un componente indispensable del amor y hasta del sexo, y que sus novelas –parte ficción, parte autobiografía– formaron parte importante de mi formación emocional. En mi opinión, son testimonios equiparables a relatos autobiográficos o testimoniales como La estatua de sal, de Salvador Novo, Una vida no/velada, de Elías Nandino o El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata.

Respecto a su faceta como divulgador científico, que es la que justifica esta columna, insisto en lo que ya escribí en mi capítulo en el libro (“Luis, la ciencia y la calle”): González de Alba es uno de los grandes pioneros de la divulgación científica contemporánea en México. Su labor de divulgación en medios impresos es comparable con, y muchas veces superior a –si no por calidad, sí por constancia y trayectoria– la de otros miembros de su generación como Marcelino Perelló, Shahen Hacyan, Cinna Lomnitz, Mauricio-José Schwarz y Javier Flores. Suelo usar textos suyos en mis cursos sobre cómo escribir divulgación científica, en gran parte por la calidad de su prosa, que además de rigurosa y clara, atractiva, eficaz y contundente, mostraba también una constante búsqueda por innovar las maneras de escribir de ciencia, haciendo uso de los recursos literarios.

Siguiendo un poco el espíritu contestatario y provocador de Luis, no quiero hacer sólo su elogio, sino también mencionar que su compleja personalidad tenía aspectos difíciles. Entre ellos sus “toques de mal humor“, que menciona Rafael Pérez Gay, su terquedad, su conocida personalidad gruñona, y su –para mí– bastante evidente carácter obsesivo (que comparto en cierta medida), y que Luis lograba siempre convertir en algo provechoso, al señalar errores, imprecisiones, ambigüedades e incongruencias en las ideas o los escritos de los demás. (Yo mismo llegué a ser víctima de sus puntillosas correcciones por alguna de las columnas que en ese entonces publicaba los miércoles en Milenio, aunque afortunadamente no más de dos o tres veces.)

En resumen, Luis González de Alba, un hombre libre es un libro valioso y disfrutable que permite conocer un poco más a este hombre múltiple, polémico y admirable que, como dice Ivabelle Arroyo en su texto, "a veces no tuvo la verdad, pero siempre tuvo la razón", y poder así recordarlo más honrosamente. Enhorabuena.

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domingo, 26 de agosto de 2018

Generaciones, ideología y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de agosto de 2018

La idea de existen “generaciones”, entendidas como grupos de personas nacidas en ciertos años y definidas por ello y por las circunstancias histórico-culturales que les tocó vivir, sobre todo en su juventud –baby-boomers, generación X, millenials, y las que sigan– es sin duda una generalización y un estereotipo.

Pero las generalizaciones y los estereotipos no son siempre tonterías ni caprichos que busquen discriminar o descalificar. Muchas veces son atajos para pensar, que ayudan a entender algo de manera fácil y rápida, por más que con frecuencia puedan engañar o desviar nuestro pensamiento (y evidentemente, muchas veces refuerzan prejuicios negativos).

Los millenials, por ejemplo, han sido caracterizados como una generación sin resistencia a la frustración, que se creen merecedores de todo y que no maduran. La evidencia de que realmente todos, o una mayoría, sean así es, por decir lo menos, muy dudosa. Pero tampoco es totalmente falso que muchos presenten estos rasgos.

Yo, como típico representante de la generación X que crecí en mi infancia con música disco y de ABBA –acabo de disfrutar como enano la maravillosa película Mamma mia, here we go again–, y caricaturas como los Picapiedra y los Supersónicos, y que en mi juventud viví la explosión cultural –música, ropa, maquillaje, locura– de los 80, encuentro en mucha de la discusión política actual algo que me llama la atención, en particular en los representantes de la generación que precedió muy de cerca de la mía: los baby boomers (de la que mis hermanos mayores y muchos de mis colegas y amigos forman parte).

Los baby boomers son la generación de la paz, del movimiento hippie, de la liberación sexual, pero también los que vivieron la revolución cubana, las dictaduras militares y las intervenciones estadounidenses en Latinoamérica. Y, muy señaladamente, los movimientos estudiantiles del 68, que ocurrieron en Francia y varios otros países pero que aquí en México hicieron crisis en la terrible matanza del 2 de octubre. Eso, sin duda marcó su formación política y sus convicciones ideológicas.

Mi generación, la X, no vivió el 68 más que a través de los relatos de nuestros padres y hermanos mayores (aunque algunos, como yo, ya habíamos nacido, éramos niños pequeños: yo celebraba mi tercer cumpleaños ese fatídico 2 de octubre). Y no quedamos marcados tan profundamente, ni en lo político ni en lo ideológico, por ese suceso. En ese sentido –aunque nuevamente es una generalización arriesgada– creo que, a diferencia de la generación anterior, nuestras convicciones políticas no incluyen una lucha tan comprometida por las libertades y contra lo que se percibe contra como el imperialismo, el capitalismo o, más recientemente el neoliberalismo.

En mi experiencia personal, veo a muchos baby boomers que, luego de una vida donde sus luchas estudiantiles quedaron en segundo plano mientras maduraban y se dedicaban a trabajar y formar una familia, y casi como si hubiera una cierta sensación de culpa por los ideales olvidados, recuperan hoy estas luchas con renovado entusiasmo.

(Curiosamente, los millenials, que básicamente son hijos de los baby boomers, parecen hoy retomar las convicciones de sus padres, y presentan convicciones muy arraigadas e intensas en cuanto a la lucha democrática y esa visión ideológica que tiende a ver el mundo de forma más bien binaria, dividido en capitalismo versus socialismo, opresores versus oprimidos, etc.)

En México, la larga campaña de Andrés Manuel López Obrador, que por más de 18 años buscó ganar la presidencia, basada en la idea de una “nueva república”, una “renovación nacional”, un “nuevo régimen” o una “cuarta transformación” que promete remediar todo lo que es malo e injusto en el país y traer una nueva era de prosperidad y justicia para todos, coincide con esa vieja idea de la lucha izquierdista que tenían los baby boomers (y sus hijos millenials). Quizá por ello muchos han abrazando con fervor casi religioso este movimiento.

Curiosamente, ese tipo pensamiento de izquierda setentera –y no lo digo con sorna: forma también parte de mis convicciones y mi educación familiar– también parece manifestarse en un sesgo ideológico que, al tiempo que busca reconocer e incorporar las tradiciones, el multiculturalismo y los conocimientos tradicionales de las diversas comunidades que conforman las naciones, adopta igualmente un estilo de pensamiento mágico que incluye creencias supersticiosas, apoya supuestas “medicinas alternativas” que jamás han logrado demostrar su eficacia, y hasta llega a equiparar creencias tradicionales con el conocimiento científico. Lo que el escritor, periodista y divulgador científico radicado en España Mauricio-José Schwarz ha denominado “la izquierda feng-shui” (vale la pena leer su libro homónimo, Ariel, 2017).

El pasado 25 de agosto, la persona designada por López Obrador para encabezar el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) en el próximo sexenio, Elena Álvarez-Buylla, expresa en una reveladora entrevista en el diario La Jornada (disponible en http://bit.ly/2Ltihl4), cómo sus convicciones ideológicas están como para ella por encima de la producción y aplicación del conocimiento científico, basado en evidencia verificable, y comprobablemente eficaz. Entre otras cosas, y entre insistentes referencias a “paradigmas neoliberales”, a lo “dañino” de la competencia entre científicos, a modelos “más cooperativos y menos patriarcales” y a “colaboraciones virtuosas” (una de sus palabras preferidas), la futura funcionaria afirma: “Vamos a cambiar de un modelo de competencia a ultranza a un modelo de cooperación y solidaridad sustancial, un poco aprendiendo de nuestros pueblos originarios que hacen tequio [cursivas mías] para todo y así resuelven los problemas”.

Por si usted, como yo, no lo sabía, el tequio es, según la Wikipedia, una “faena o trabajo colectivo no remunerado que todo vecino de un pueblo debe a su comunidad”, y añade que “es una costumbre prehispánica que con diversos matices continúa arraigada en varias zonas de este país” (aunque el diccionario de la Real Academia lo defina, al parecer erróneamente, como una “tarea o faena que se realiza para pagar un tributo”).

En la visión del futuro Conacyt que delinea en la entrevista, Álvarez-Buylla insiste también en poner el “conocimiento autóctono” o tradicional en plano de igualdad con el científico.

Inquieta esta visión del nuevo Conacyt, principal rector de ciencia, la tecnología y la innovación en el país. A nivel internacional, el control de calidad de la investigación científica se basa en el sistema de evaluación por pares (en el que, nos guste o no, las revistas arbitradas juegan un papel central). La visión planteada por Álvarez-Buylla para el nuevo Conacyt parecería proponer prácticas quizá más “democráticas”, pero sin duda menos rigurosas –como el tequío– como alternativas para tomar decisiones que afectarán a la ciencia nacional. Esto es más preocupante si se toma en cuenta que se plantea centralizar gran parte de la política científica en el propio Conacyt (en la misma línea que el gobierno entrante parece querer centralizar casi todas las decisiones de poder, debilitando así el federalismo y la pluralidad democrática).

Equiparar el “conocimiento tradicional” con el científico no es sólo un error de categorización que revela una pobre concepción filosófica respecto a la ciencia, el conocimiento que produce y su importancia en la sociedad. También abre la puerta a una multitud de “conocimientos alternativos” que pretenden presentarse como equivalentes con el producido por la ciencia.

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domingo, 12 de agosto de 2018

El nuevo Museo de Historia Natural de la CdMx

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de agosto de 2018

Hace unas semanas me di la oportunidad de regresar, luego de mucho tiempo, a la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, uno de los sitios más hermosos de la Ciudad de México (urbe que de por sí está llena de maravillas para visitar, ya sea como turista o –cosa que con frecuencia olvidamos los chilangos, presas del diario ajetreo– como residente).

Y por supuesto, no podía dejar de pasar por el encantador Museo de Historia Natural (MHN), que desde que era yo niño –hace muuucho, a principios de la década de los 70– ha sido un sitio que despierta mis fantasías. (Recuerdo, por ejemplo, cómo en primero de secundaria nos llevaron en la típica visita escolar y me dejaron de tarea hacer el también típico trabajo sobre el museo: yo me esmeré en tratar de captar, en mis dibujos, el asombro y sentido de maravilla que me inundó en sus exhibiciones sobre el origen de la vida, el cosmos y la evolución… Por ahí debe estar guardado, entre los papeles de mi madre, ese trabajo infantil).

Pero no esperaba era encontrar lo que hallé: un museo con varias salas totalmente renovadas, con una museografía asombrosa y una riqueza sorprendente, al nivel de los mejores museos del mundo. Y menos esperaba, al preguntarle a la primera persona con gafete que hallé sobre los detalles de la renovación, toparme en domingo nada menos que con su amable directora, la maestra Mercedes Jiménez del Arco, quien desde hace dos años está a cargo del Museo, y cuyos conocimientos, liderazgo y sobre todo enorme entusiasmo fueron vitales para darle nueva vida a este emblemático espacio.

La historia del Museo de Historia Natural da para una novela o serie de televisión. Su antecedente más remoto nos lleva al virreinato, cuando a petición del Rey Carlos IV de España llegó a la entonces Nueva España Don José Longinos Martínez a realizar trabajos de investigación en el área de la historia natural, antecesora de la moderna biología. Don José propuso fundar un “gabinete de historia natural”, siguiendo la tendencia entonces en boga de los “gabinetes de curiosidades”, instituciones que con el tiempo darían origen a los actuales museos de ciencia. Así, en agosto de 1790, y con la colaboración de personajes científicos de la época como Don José Antonio Alzate, se fundó en las calles de Plateros (hoy Francisco I. Madero) de la Ciudad de México el Gabinete de Historia Natural. (El actual MHN estaría entonces cumpliendo este mes, en última instancia, 228 años.)

Posteriormente, y con los distintos cambios y gobiernos que sufrió nuestro país, el acervo del Museo ha pasado por las más variadas aventuras. Durante la Independencia, nos ilustra la Wikipedia, sus colecciones estuvieron en riesgo de perderse, pero el Virrey Bucareli ordenó enviarlas a la Universidad (en ese entonces, Real y Pontificia). En 1831, Vicente Guerrero firmó el decreto para fundar formalmente un Museo de Historia Natural dentro de la Universidad, que luego quedó ubicado en el Colegio de Minería.

Más tarde, en 1865, el Emperador Maximiliano lo trasladó al Palacio Nacional, y en 1913 llegó a su muy popular sede en el que durante el porfiriato fuera conocido como “Palacio de Cristal” o “Pabellón Japonés”: el edificio de hierro forjado del actual Museo del Chopo. Ahí permanecería, para delicia de chicos y grandes, hasta 1964, con sus fósiles y animales disecados, las famosas “pulgas vestidas” y el borrego de dos cabezas, así como la réplica de una ballena, el esqueleto de un mamut (hoy en Museo de Geología de Santa María la Ribera) y el célebre dinosaurio: la réplica en yeso del esqueleto de un Diplodocus carnegii, de 27 metros de largo y 4 de alto, nombrado así por el millonario y mecenas de la arqueología Andrew Carnegie. Ya fallecido éste, la fundación que lleva su nombre, a petición del pionero de la biología mexicana Alfonso L. Herrera, la donó a México en 1931.

El majestuoso reptil, junto con gran parte del acervo del Chopo, se mudó a Chapultepec en 1964, cuando se construyó el actual Museo de Historia Natural (hoy perteneciente al gobierno capitalino) en la famosa estructura de diez domos semicirculares pintados de distintos colores, que para tantas generaciones ha significado la entrada a una especie de país de las maravillas. Desgraciadamente, de los años 60 para acá, el Museo no recibió el cuidado, y sobre todo el presupuesto que hubiera merecido, y pese a distintos intentos de actualización y renovación, lentamente se fue deteriorando.

Pero a toda capillita le llega su fiestecita: al comenzar su gestión, en diciembre de 2013, el entonces Jefe de Gobierno del DF Miguel Ángel Mancera anunció un “Plan Maestro de Renovación para la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec”, que incluyó el Museo y que, por fortuna, efectivamente se llevó a cabo. Para lograrlo participó un amplio equipo que abarcaba, además del personal del Museo y del Gobierno del DF, a especialistas en biología, paleontología y museografía, a la compañía museográfica Siete Colores, y a los Fideicomisos Pro Bosque de Chapultepec y Todos Juntos por el MHN, que ayudaron a conseguir los fondos necesarios.

Así, el 20 de marzo de 2018, tras un arduo trabajo y una inversión de 220 millones de pesos, se inauguraron cuatro bóvedas renovadas que albergan las nuevas exposiciones sobre los temas “Evolución de los seres vivos”, “Diversidad biológica” y “México megadiverso”.

Ahí me encontré, además de a Mercedes y a mi viejo conocido el Diplodocus, con un perezoso gigante, un pterodáctilo, una enorme tortuga laúd, un tigre dientes de sable, un ñú, una tortuga galápago e infinidad de otros ejemplares de reptiles, aves, insectos, anfibios y mamíferos. Y la nuevo museografía hace que uno pueda disfrutar de toda esta riqueza sin que parezcan, valga la paradoja, “piezas de museo”, sino joyas dignas de disfrutarse y admirarse.

Pero en las bóvedas renovadas, con su sistema de iluminación y aire acondicionado, puertas automáticas, sistema de videovigilancia y nuevos pisos de granito brasileño –en los que uno halla claraboyas bajo las cuales se pueden observar fósiles–, y acompañado de amables guías que hacen más agradable y productiva la visita, uno puede hallar maravillas modernas como videomappings, videowalls, un árbol que representa la evolución y –mi favorito– una enorme pantalla interactiva con un programa llamado Deep tree, donde se puede explorar el árbol evolutivo completo de los seres vivos sobre la Tierra, desde lo más general hasta el más mínimo detalle. Y mucho más.

Así que, si tiene usted un rato libre, dése la oportunidad de visitar o –si ya lo conocía– regresar al renovado Museo de Historia Natural de esta gran Ciudad de México. Le aseguro que no se arrepentirá. Los horarios son de martes a domingo de 10 a 17 horas, y el costo es de sólo 27 pesos.

Una última reflexión: la transformación del Museo no ha terminado; lo que hay es sólo el inicio de un proyecto mucho más amplio que aspira a renovar las áreas restantes y a construir un moderno edificio anexo para alojar adecuadamente el resto de las colecciones, las áreas administrativas y las de investigación. La actual administración ha trabajado para dejar asegurados los fondos necesarios. Será imperativo que los nuevos gobiernos, a nivel federal y local, reconozcan la importancia de mantener el apoyo a esta importante institución para continuar con su modernización.

Conociendo la trayectoria e interés por la cultura científica de la próxima Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum –quien además ya ha estado a cargo de la Secretaría del Medio Ambiente del DF, de la que dependen el Bosque de Chapultepec y el Museo–, no dudo que así será.

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domingo, 29 de julio de 2018

El futuro de la ciencia mexicana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de julio de 2018

A estas alturas, ya debería estar más que claro que la prosperidad y el bienestar de toda nación dependen en gran medida, y cada vez en mayor grado, de su desarrollo científico-tecnológico.

La existencia de una comunidad científica suficientemente amplia, que cuente con el apoyo, las instituciones, la infraestructura, los recursos y el marco legal y social para realizar, en forma libre y sostenida investigación científica, sea ésta básica o aplicada, pero siempre de calidad, es el cimiento para que surjan desarrollos tecnológicos que den lugar a patentes, industrias y finalmente a recursos y mayor nivel de vida. Así ocurre en las naciones que históricamente se han preocupado por mantener estas condiciones. No en balde son esas naciones las que hoy tienen el mayor poderío económico, político y hasta militar.

En México el desarrollo de la ciencia ha avanzado lentamente, con el surgimiento de una incipiente comunidad científica en el siglo XX y la fundación del  Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y el aumento del apoyo a la ciencia y tecnología en los años 70. Ciertamente el desarrollo tecnológico ha sido mucho más lento que el de la investigación científica propiamente dicha; y el de la cultura de patentes y el desarrollo de industrias basadas en el conocimiento nacional ha sido prácticamente nulo. Pero se ha avanzado, así sea poco y lentamente. Y los avances han sido valiosos. Sería triste, y dañino para el país, que se perdieran.

En el tercer debate presidencial, el pasado 12 de junio, el hoy candidato ganador y futuro presidente Andrés Manuel López Obrador anunció a la doctora Elena Álvarez-Buylla como futura directora del Conacyt, y prometió que durante su gobierno se dedicará el 1 por ciento del Producto Interno Bruto al rubro de ciencia y tecnología (promesa que, por otro lado, hemos vista repetida sexenio tras sexenio, desde Fox hasta Peña Nieto, y que aunque es mandato de la Ley federal de Ciencia y Tecnología, no se ha cumplido hasta la fecha).

Aunque nadie duda de la reconocida calidad académica de la investigadora propuesta, han surgido voces, tanto entre la comunidad de investigadores científicos como entre los ciudadanos interesados en la ciencia nacional, que critican su designación.

En parte por su falta de experiencia administrativa y gubernamental, experiencia que normalmente se considera necesaria para desempeñar exitosamente un puesto de ese calibre. En parte por su trayectoria –paralela a su labor de investigación científica– como notoria activista contra el cultivo y consumo de organismos genéticamente modificados, o transgénicos, en particular de maíz; activismo que ha llevado a extremos difíciles de reconciliar con el rigor científico que una investigadora de su talla debería siempre poner por delante de cualquier ideología (ha llegado a afirmar públicamente, por ejemplo, que el consumo de transgénicos puede causar cáncer o autismo, ideas que han sido concluyentemente refutadas con base en estudios amplios y rigurosos, y acostumbra descalificar a otros investigadores destacados que no coinciden con su postura acusándolos de estar pagados por compañías biotecnológicas). Este activismo radical hace que haya preocupación sobre su capacidad para ejercer sin sesgos y con la imparcialidad necesaria la dirección del Conacyt, organismo que de una u otra forma incide de manera directa sobre las vidas profesionales y los proyectos de investigación de prácticamente todos los científicos nacionales.

Pero, sobre todo, se critica el documento que recientemente hizo público, donde define las líneas que seguirá el Conacyt durante el próximo sexenio, denominado Plan de reestructuración estratégica del Conacyt para adecuarse al Proyecto Alternativo de Nación (2018-2024) presentado por MORENA (disponible en bit.ly/2LUrfc5).

Por ejemplo, el movimiento #ResisCiencia18, que se define como “un grupo de personas interesadas en el desarrollo científico del país” que “[solicita] se nombre a otro científico como director del Conacyt”, después de un análisis cuidadoso, señala en su blog (bit.ly/2LY0gfP) algunos puntos del Plan presentado por Álvarez-Buylla que contradicen varias de las Recomendaciones sobre la Ciencia y los Investigadores Científicos de la UNESCO (disponibles en bit.ly/2M0Et7h), y que podrían perjudicar u obstaculizar el desarrollo de la ciencia en México. Entre otros:

–Que el Plan haya sido elaborado sin la colaboración amplia de la comunidad científica;

–Que muchas de las líneas propuestas se concentren en las áreas de especialidad de quien lo redactó, como temas ambientales, alimentarios y sociales, mientras que muchos campos de investigación básica como física, química, matemáticas, astronomía, ciencias de la Tierra, cómputo y comunicaciones son prácticamente ignorados;

–Que se pretenda evaluar la “pertinencia” de las investigaciones que apoyará el Conacyt sólo con base en su utilidad social y ambiental, ignorando la importancia fundamental de la ciencia básica (aunque el documento de Álvarez-Buylla la menciona, y señala lo inadecuado de la separación entre ciencia básica y aplicada, propone, tramposamente, el concepto de “ciencia orientada”, que sería una ciencia aplicada pero sólo a los problemas que el Conacyt defina como relevantes);

–Y, más alarmantemente, que se proponga que el Conacyt podrá vetar, con base en el llamado “principio de precaución” –un concepto que, aunque muy útil, es notoriamente nebuloso, subjetivo y manipulable– aquellas investigaciones que considere “riesgosas”, con base en la opinión de “comités de científicos y personas relevantes de otros sectores nacionales”. Sobra decir que esta propuesta va diametralmente en contra de la libertad de investigación, uno de los requisitos fundamentales para el avance científico, que por su propia naturaleza casi nunca puede ser planeado ni “orientado”; el azar es un componente fundamental de la creatividad científica. Alarma también que dichos vetos serían impuestos no sólo por expertos científicos, sino también por personas ajenas a la investigación científica.

Preocupa asimismo el sesgo ideológico presente en el documento, que habla de “ciencia occidental” y la contrasta con una supuesta “ciencia campesina milenaria de México” (es claro que los conocimientos tradicionales, aparte de su valor cultural intrínseco, pueden contribuir al avance científico y tecnológico, luego de ser evaluados e integrados al cuerpo de conocimientos de la ciencia; pero confundir tradiciones o conocimiento empírico con ciencia es un grave error conceptual, de peligrosas consecuencias). En el documento aparecen también otras expresiones con fuerte sesgo ideológico que condenan, por ejemplo, el “régimen neoliberal”. 

(Añado, a nivel personal, que como comunicador de la ciencia me preocupa que el documento afirme que “el Conacyt reactivará una estrategia de comunicación”, como si no la hubiera tenido desde siempre, y muy activa, y hable de hacer énfasis “en el desarrollo de nuevos y más efectivos métodos de comunicación de la ciencia”, como si la práctica, así como la investigación y reflexión académicas, sobre la comunicación pública de la ciencia, en México y en el mundo, no estuvieran constantemente haciendo eso mismo, y con resultados muy exitosos.)

Por éstas y otras razones, el movimiento #ResisCiencia18 ha lanzado una petición en Avaaz.com (bit.ly/2NS0J3z) para solicitar al futuro presidente López Obrador que reconsidere la elección de Álvarez-Buylla para dirigir el Conacyt, y proponga a una persona con un perfil más apropiado para un puesto tan importante para el futuro del país. Si quiere enterarse más del tema, puede usted informarse a fondo en el blog de #ResisCiencia18 (bit.ly/2LY0gfP) y, si lo considera adecuado, puede sumarse a la petición en Avaaz.

En temas de ciencia, como en cualquier otro en una sociedad democrática, lo importante es que los ciudadanos participemos adoptando una postura libre y responsable, con base en información confiable.

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domingo, 24 de junio de 2018

Encuestas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de junio de 2018

En estos días todo mundo habla de encuestas. Principalmente porque queremos prever lo que pasará en la elección del próximo domingo, que podría decidir el futuro de nuestro país para los próximos seis años.

Pero el año pasado, entre el 16 de octubre y el 15 de noviembre, se llevó a cabo una encuesta distinta, y también muy importante para augurar qué le puede esperar a nuestra nación en años venideros.

Se trata de la ENPECYT, o Encuesta sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología, que desde 1997 lleva a cabo cada dos años el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) a petición del CONACyT (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología), y que busca conocer qué tanto interés, y qué conocimientos y actitudes, tienen los ciudadanos mexicanos hacia esos temas.

La encuesta se realiza mediante entrevistas en 3 mil 200 hogares en 32 áreas urbanas con más de 100 mil habitantes de todo el país, lo cual garantiza que sea estadísticamente representativa. Los encuestados fueron mexicanos de 18 años en adelante.

Los resultados presentan pocas sorpresas.

En el campo del interés, la encuesta indicaría que 36% de los mexicanos tiene un interés grande o muy grande en la ciencia y tecnología, 39% moderado, y un preocupante 25% dijo no tener ningún interés. Dado que, para comparar, se preguntó sobre política y sólo 16% dijo tener un interés grande o muy grande, y 43% nulo, uno podría pensar que las cifras no son tan malas. Incluso al preguntar sobre deportes o espectáculos, el nivel de interés alto era, respectivamente, de 37 y 24%, y el nulo de 22 y 24%. Pero, si pensamos que una población en la que a casi la mitad no le interesa la política es fácilmente manipulable, y en la que una cuarta parte no le interesa la ciencia difícilmente la apoyará para promover el desarrollo de la nación, las cifras quizá no son tan tranquilizadoras como parecen.

La cosa empeora cuando se le pregunta a la gente ya no en general sobre “nuevos inventos y descubrimientos científicos”, como arriba, sino más específicamente sobre su interés en ciencias exactas: ahí el interés alto o muy alto es de sólo 23% y el nulo de 42%; casi tan mal como en política. Mi conclusión: nuestro sistema educativo no está cumpliendo con comunicar a los jóvenes la importancia ni de la política ni de la ciencia.

Por otro lado, cuando entramos a la parte de conocimientos y actitudes, el panorama es aún menos halagüeño: aunque yo siempre he dicho que muchas de las preguntas de la ENPECYT están mal formuladas o no son representativas, siempre es preocupante ver que 63% de los mexicanos declara no consultar siquiera información sobre ciencia y tecnología; porcentaje que ha crecido; en 2015 era de 54%. (Por cierto: es muy interesante ver que los medios que consulta el público que sí busca dicha información son prioritariamente impresos: revistas, con 49%, y periódicos, con 44, contra TV y radio con 27 y 10%, respectivamente. Desgraciadamente, la encuesta no incluye internet en esta pregunta, una gravísima omisión que hay que remediar cuanto antes.)

Es curioso que, aunque 24% dijo estar bien o muy bien informado en cuanto a temas de ciencia y tecnología (contra 40% en deportes, 18% en política y 24% en espectáculos), a la hora de responder preguntas la cosa cambia. Nos enteramos de que, aunque 96% de los encuestados saben que fumar causa cáncer, 88% que el centro de la Tierra es muy caliente y 85% que el ser humano llegó a la Luna (¡tomen eso, conspiracionistas!), 65% responde que la Tierra da una vuelta al Sol en un mes (aunque eso no necesariamente indica que lo crean; posiblemente muchos entienden mal la pregunta o no prestan atención), y sólo 19% sabe que los antibióticos no son eficaces para combatir infecciones virales.

Y aunque un elevado 92% opina que el gobierno debería invertir más en investigación científica (menos de un 5% está “en desacuerdo o muy en desacuerdo”), 70% se opone a la clonación de animales, y un desalentador 46% –casi la mitad de los encuestados– está de acuerdo con la afirmación de que “Debido a sus conocimientos, los investigadores científicos tienen un poder que los hace peligrosos” (una de las preguntas más polémicas y mal formuladas de la encuesta, pero que siempre llama la atención de los medios). Y un francamente alarmante 77% está de acuerdo o muy de acuerdo en que “Existen medios adecuados para el tratamiento de enfermedades que la ciencia no reconoce, como acupuntura, quiropráctica, homeopatía y limpias”. En otras palabras, tres cuartas partes de la población no tiene la capacidad para distinguir entre ciencia y seudociencia ni siquiera cuando se trata de algo tan vital como su salud (porque, como debería ser bien sabido, todas las terapias mencionadas son comprobadamente inútiles desde el punto de vista terapéutico).

La encuesta tiene muchísimos más datos a los que se les puede sacar mucho jugo (si usted gusta, puede hallar toda la información en este link: bit.ly/2tz026L). Pero en general, sus resultados no han cambiado gran cosa a lo largo de los años, y pintan un panorama poco gratificante: quizá el mexicano no tiene una percepción tan mala de la ciencia, pero su conocimiento científico sí tiene grandes y peligrosas lagunas. Y su actitud hacia los científicos, el conocimiento que producen y la tecnología que se deriva de éste es más bien ambivalente: confían y apoyan en algunas cosas, pero ante otras se oponen y tienen temor.

Por cierto, estos resultados coinciden a grandes rasgos con los publicados en otra encuesta reciente, dada a conocer por la encuestadora Parametría en febrero de este año y comentada en su momento en este espacio.

Al final, yo diría que los resultados dejan claro que hay que reforzar la enseñanza de la ciencia, sobre todo a nivel básico y medio (incluyendo no sólo conocimientos científicos, sino hábitos de pensamiento crítico y contexto sobre la importancia social de la ciencia y la tecnología), y por supuesto redoblar el apoyo las actividades de divulgación científica, a través de todos los medios, para toda la población.

Ningún esfuerzo e inversión que se haga en esa dirección será demasiado.

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Contacto: mbonfil@unam.mx


domingo, 17 de junio de 2018

Políticos e incultura científica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de junio de 2018

Los candidatos
El pasado martes 12 de junio los mexicanos pudimos seguir el tercer debate entre los candidatos a la presidencia del país en las elecciones que se llevarán a cabo en 15 días.

Por alguna extraña razón, el Instituto Nacional Electoral (INE) decidió incluir, en esta ocasión, el tema de ciencia y tecnología en el segundo bloque del debate, junto con el de la educación.

Digo “extraña” porque es raro que, en unas elecciones, se mencione siquiera a la ciencia y tecnología. En ese sentido, fue un acierto y una buena señal que se incluyeran. Pero en realidad lo que ocurrió fue, primero, que el tema de la educación dominó el bloque; y segundo, que cuando sí hablaron de ciencia y tecnología, lo que dijeron los tres candidatos fue bastante lamentable (ignoro al cuarto, pues me parece indigno de ser tomado en serio).

Fue lamentable porque, por la pobreza general de sus propuestas, los candidatos evidenciaron la estrechez de su cultura científica. Todos tienden a confundir la ciencia con la tecnología, y a la tecnología (que se refiere a la investigación que produce desarrollos propios patentables, basados en ciencia, que pueden dar origen y fortalecer a industrias nacionales, contribuyendo así a elevar el nivel económico y competitivo del país) con la compra de simples aparatos (gadgets) que son producidos por empresas extranjeras.

Propuestas como aumentar la cobertura de internet, hacerlo gratuito, repartir tablets a los estudiantes, instalar paneles solares (Anaya), usar la “huella digital” (quién sabe a qué se refería Meade cuando lo propuso) como “sistema de identificación universal”, fomentar el uso de energías renovables… todas ellas, útiles aunque vagas, caen en el rubro de “comprar tecnología”, no en el de desarrollar la propia, y menos en el de apoyar la investigación científica y tecnológica nacional.

Otras propuestas se quedan en meras vaguedades, discurso hueco sin mucho contenido: “fomentar que la ciencia que se genera en las universidades se aplique en la sociedad” (Anaya), “usar la ciencia y tecnología para resolver problemas de inseguridad y corrupción” (Meade).

En cambio otras más, como la de elevar la inversión en ciencia y tecnología (López Obrador, que ofreció incrementarla al 1% del Producto Interno Bruto, PIB, mismo ofrecimiento que hiciera Peña Nieto en su momento), repatriar a los científicos mexicanos en el extranjero (Meade) o fortalecer el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) para evitar la fuga de cerebros son propuestas sensatas, que ojalá se volvieran realidad.

Un ejemplo del discurso de la
investigadora: "muerte o transgénicos"
Pero quizá lo que llamó más la atención –y causó revuelo entre la comunidad científica– es la propuesta de López Obrador de nombrar a la doctora Elena Álvarez-Buylla como directora del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Candidatura polémica, porque aunque se trata indudablemente de una ecóloga mexicana de primer nivel y reconocida reputación –recientemente recibió el Premio Nacional de Ciencias–, es bien conocida también por su activismo extremo en contra de los organismos genéticamente modificados (transgénicos), activismo que lleva en ocasiones a límites difíciles de justificar con base en la evidencia y el consenso científico mundial, y que llegan a rayar en la intransigencia (insiste, por ejemplo, en que su consumo puede ser dañino para la salud, a pesar de toda la evidencia acumulada durante décadas en sentido contrario, y es bien sabido que suele acusar a los expertos que discrepan de esa opinión de estar pagados por la industria agrobiotecnológica trasnacional). Por ello, y por su total falta de experiencia en puestos político-administrativos, es difícil que la comunidad científica deje pasar, en caso de ganar quien la propone, la candidatura de Álvarez-Buylla para un puesto tan importante.

¡Mira!

Mientras tanto, en la Cámara Alta del Congreso la cultura científica también brilla por su ausencia: el 7 de mayo la senadora María del Carmen Ojesto Martínez Porcayo, del Partido del Trabajo (¡cómo no!) presentó un punto de acuerdo “de urgente resolución”, para exhortar al poder ejecutivo federal a apoyar “un experimento sustentado en una tesis matemática irrefutable [sic] que beneficiaría el desarrollo tecnológico de la nación”. Se trata nada menos que de la delirante y absurda tesis sobre “gravedad repulsiva” que un estudiante de ingeniería de la UNAM propusiera en 2014, con la que prometía fabricar autos voladores y ganar el primer premio Nobel de física para Latinoamérica.

Es vergonzoso que una propuesta así, equivalente a fabricar motores de movimiento perpetuo o gasolina a partir de agua, haya podido llegar a presentarse al Senado. Afortunadamente, su Comisión Permanente la desechó “total y definitivamente” el 22 de mayo. Menos mal.


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