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domingo, 9 de julio de 2017

Ciencia, desarrollo y libertad humana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de julio de 2017

El intelecto humano es sin duda la mayor herramienta de supervivencia con que cuenta nuestra especie. Y es ese refinamiento del intelecto humano que conocemos como ciencia, junto con la aplicación del conocimiento que produce a través de la tecnología, lo nos ha permitido extendernos y prosperar a lo largo y ancho del mundo, hasta convertirnos no sólo en una de las especies más exitosas del planeta, sino también en una de las más peligrosas.

La ciencia logra esto porque potencia las capacidades naturales de observación, abstracción, generación de modelos y predicción que posee naturalmente nuestro sistema nervioso –producto a su vez de nuestra historia evolutiva– y las pule, eliminando muchos de sus defectos (no todos, pero cada vez más) para convertirlas en un método de alta precisión y confiabilidad para representar el mundo en que vivimos, y predecir y controlar su comportamiento.

Lo hace por medio de la observación controlada, precisa y cuantitativa; la experimentación; el desarrollo de instrumentos de precisión; el uso de la estadística, y sobre todo la amplia y abierta discusión crítica de datos, resultados e interpretaciones: un sistema colectivo no sólo de pensamiento, sino de control de calidad –quizá el más estricto que existe en actividad humana alguna–, formado por expertos que colaboran para garantizar que la empresa científica siga avanzando, y que el conocimiento que produce siga siendo confiable. La ciencia, así nos hace más libres a través de conocer y entender el mundo que nos rodea.

Pero la ciencia no sólo nos ayuda a sobrevivir: también ha transformado nuestras vidas, por medio no sólo de desarrollos tecnológicos que cambian por completo nuestros hábitos y maneras de relacionarnos (fuego, agricultura, máquinas de vapor y combustión interna, telecomunicaciones, transportes, viajes espaciales, computación…) sino también de desarrollos médicos que salvan millones de vidas (vacunas, antibióticos, técnicas quirúrgicas, terapias contra el cáncer o el VIH…) y de aplicaciones agrícolas, industriales, textiles, en construcción y muchísimos campos más. La ciencia nos hace más libres al eliminar plagas y limitaciones que nos impiden desarrollar nuestro potencial.

Al mismo tiempo, la ciencia y la tecnología han dotado a las sociedades humanas de capacidades cada vez mayores para difundir la cultura, educar, fomentar la discusión informada y crítica, y permitir así el surgimiento de sociedades democráticas modernas y más justas: desde la imprenta hasta los medios masivos de comunicación y los actuales medios digitales, la ciencia y la tecnología nos hacen más libres al permitirnos circular y discutir cada vez más ampliamente la información, formarnos nuestras propias opiniones y tomar nuestras propias decisiones como ciudadanos.

Pero las ciencias naturales, y la tecnología que de ellas deriva, se basan sólo en el estudio del mundo físico. El estudio del ser humano es mucho más complejo. Es por ello que las ciencias médicas o la psicología tienen retos mucho más arduos que la física o la química. Los sistemas que estudian –el cuerpo o la mente humanas– ya no pertenecen al mundo llanamente objetivo, de lo que está “ahí afuera”. En ellas la perspectiva subjetiva del individuo influye en la observación, y dificulta separar la información útil del ruido (el dolor y el malestar, por ejemplo, son sensaciones subjetivas; no existe un “dolorímetro”; en cuanto a los fenómenos psicológicos, su mera definición plantea problemas complicados).

En cambio, las ciencias sociales –antropología, historia, economía, ciencia política y otras–,que estudian ya no la naturaleza ni al individuo humano, sino a las sociedades que forma y los complejísimos fenómenos a los que éstas dan origen, enfrentan un reto mucho más difícil. Las ciencias sociales han procurado adoptar y adaptar, en la medida de sus posibilidades, la actitud científica de las ciencias naturales, junto con sus métodos, fuente de su enorme poder explicativo. Esto ha hecho que sus modelos sean cada vez más rigurosos, basados en datos cada día más confiables y representativos.

Pero, además, se ven obligadas a considerar otros elementos que simplemente no preocupan a las ciencias naturales. Porque se trata aquí ya no de estudiar lo que existe objetivamente, sino de construir colectivamente, mediante acuerdos basados en el rigor intelectual, definiciones, conceptos, parámetros, teorías y modelos que representen de manera útil los fenómenos humanos y sociales. Y no sólo eso: las ciencias sociales buscan entender y, de ser posible, predecir y, si no controlar, al menos sí orientar el comportamiento de estos sistemas, pero obedeciendo a ideales de tipo ético: fomentando sociedades con justicia, libertad, tolerancia y pluralidad, donde sean posibles el desarrollo social y humano.

La semana pasada tuve el privilegio de ser invitado a hablar sobre la relación entre cultura científica y participación ciudadana en la 5ª Escuela de Verano “Libertad y desarrollo” que, gracias a la iniciativa y entusiasmo del Dr. Luis Sánchez Mier, lleva a cabo cada año la Universidad de Guanajuato, con el auspicio de instituciones internacionales, para promover en los estudiantes nacionales e internacionales que participan en ella el conocimiento y la reflexión sobre la relación entre la libertad y el desarrollo humano.

Una de las cosas que aprendí es que cada vez queda más claro que son las sociedades libres, tanto a nivel personal y social como económico y político, las que ofrecen las mayores oportunidades al desarrollo de las personas (la “búsqueda de la felicidad” que menciona la Declaración de Independencia de los Estados Unidos; el propio proyecto personal). Y también las que, a través de un mayor desarrollo económico, pueden ofrecen un mayor bienestar a sus poblaciones.

Ante el resurgimiento de la intolerancia religiosa, ideológica y política, y las crisis humanitarias y políticas causadas por regímenes totalitarios como los de Corea del Norte, Turquía o, más cerca de nosotros Venezuela, que suprimen libertades individuales y sociales y dañan a sus ciudadanos, urge fomentar el pensamiento crítico y difundir el mejor conocimiento producto de las ciencias sociales, elementos indispensables para tener sociedades libres.

La defensa de los valores sociales y la búsqueda de sociedades más justas son también parte de la cultura científica.

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miércoles, 11 de mayo de 2016

Descubridores

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de mayo de 2016

Uno pensaría que en pleno siglo XXI quedan pocas cosas por descubrir en nuestro planeta. El avance de la ciencia durante por lo menos los últimos cuatro siglos ha hecho que queden, al parecer, muy pocos misterios inexplorados.

Es imposible ya que se descubra un nuevo continente, y casi imposible hallar un nuevo planeta en el sistema solar. Sin embargo, cada año se siguen descubriendo nuevas especies de plantas, animales y microorganismos. Y las profundidades marinas y el subsuelo siguen ofreciendo numerosas oportunidades de hacer hallazgos novedosos, aunque quizá no revolucionarios.

Otra característica de la ciencia moderna, más reciente, es que se ha vuelto ya prácticamente imposible que un investigador solitario realice grandes descubrimientos. La época de los Galileos, los Copérnicos, los Newton, los Lavoisier, los Einstein han quedado atrás, y hoy la ciencia es una actividad inevitable, forzosamente colectiva, que no se puede realizar sin el apoyo de una comunidad de la que se forma parte. No sólo porque todo aquél que realiza un avance lo hace “parado sobre los hombros de gigantes” –todo avance científico se apoya en el conocimiento anterior–, sino porque incluso los criterios de evaluación que permiten distinguir un trabajo científico de calidad de uno defectuoso son necesariamente colectivos. (Y aún más: el financiamiento para hacer ciencia, fuera de casos aislados en que todavía existen “mecenas” que apoyan a un algún investigador, es hoy obtenible sólo si se forma parte de una comunidad científica.)

Aún así, la inteligencia humana y el empuje de la juventud nos siguen ocasionalmente sorprendiendo. Desde hace unos días circuló ampliamente la noticia de que un joven canadiense de 15 años, William Gadoury, residente del municipio de Saint-Jean-de-Matha, en Quebec, había descubierto, usando Google Maps, las ruinas de una antigua y olvidada ciudad maya.

El jovencito, evidentemente dotado con una inteligencia excepcional, se había interesado en la arqueología maya a partir de las predicciones del supuesto fin del mundo de 2012 (que, como se sabe, estaban basadas en interpretaciones erróneas del calendario maya, pero que atrajeron la atención mundial). A decir de la información periodística disponible (una versión formal de su trabajo será próximamente publicada en una revista académica, según se reporta), William se dio cuenta de que muchas de las antiguas ciudades mayas se hallaban en zonas inhóspitas, lejos de ríos. Se preguntó por qué sería así, y sabiendo por sus lecturas –que por lo visto son bastante amplias– que los mayas rendían culto a las estrellas, se le ocurrió una posible explicación: quizá la situación de las ciudades obedecía a algún patrón estelar.

William demostró un auténtico espíritu científico. No quedó conforme con su hipótesis, sino que decidió someterla a prueba. Usando el Códice Tro-Cortesiano, uno de los únicos tres manuscritos mayas existentes, que se conserva en Madrid (y que se puede consultar online), localizó 23 constelaciones mayas, y probó acomodarlas sobre mapas de la zona maya de México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Una idea que no se le había ocurrido a ningún arqueólogo en más de cien años de estudio de la zona maya. Descubrió que, para 22 de las constelaciones, la localización de muchas antiguas ciudades mayas coincidía con la de las estrellas, y no sólo eso: las ciudades principales coincidían con las estrellas más brillantes.

Pero para la constelación número 23, notó que dos de las estrellas correspondían a ciudades, pero una tercera estrella no. ¿Sería posible que hubiera ahí una ciudad desconocida? William pasó de proponer una hipótesis plausible, basada en evidencia, y de someterla a prueba frente a más evidencia, a la tercera etapa del trabajo científico: hacer predicciones, que también tienen que ponerse a prueba.

Y para ello usó la tecnología disponible: Google Maps. Usando fotos satelitales localizó el sitio, y creyó distinguir rastros geométricos en la vegetación que podrían indicar la presencia de ruinas. Contactó a Armand Larocque, experto en geomorfología y geolocalización de la Universidad de Nuevo Brunswick, también en Canadá, y éste consiguió que la Agencia Espacial Canadiense enfocara sus telescopios satelitales en la zona. Lo que se halló es evidencia fuerte de lo que parece ser una pirámide, una avenida y una treintena de edificios menores. William nombró a la posible ciudad K’àak’ chi', “Boca de fuego”.

Por supuesto, el hallazgo se tendrá que verificar; por el momento no ha habido expediciones al sitio donde se encuentran las probables ruinas. Pero las habrá, y William sueña con estar presente: “Sería la culminación de mis tres años de trabajo, y el sueño de mi vida”, declaró al diario The Telegraph. El joven también espera presentar su trabajo en la Feria Mundial de Ciencia de Brasil, en 2017. Y su técnica, claro, podrá ser utilizada por los arqueólogos para hacer futuros descubrimientos. (Hay que aclara que el uso de fotos aéreas y espaciales para localizar ruinas arqueológicas no es nuevo; lo novedoso es la predicción de su posible localización con base en las tradiciones astronómicas mayas.)

En resumen: una nueva sorpresa, y una muestra de que aun tonterías como las supuestas profecías mayas de 2012 pueden dar origen a fascinantes descubrimientos científicos. Claro, siempre y cuando haya la combinación adecuada de curiosidad, inteligencia, información fidedigna y el indispensable pensamiento crítico.



Nota del 11 de mayo: Luego de que este texto había sido enviado para su publicación a Milenio, por la tarde del 10 de mayo, comenzaron a circular comentarios que muestran que el posible descubrimiento de William Gadoury es considerado poco probable por arqueólogos profesionales, quienes opinan que los medios de comunicación exageraron y le dieron una importancia excesiva a lo que es una hipótesis demasiado aventurada e insuficientemente fundamentada, y que las imágenes satelitales interpretadas como posibles ruinas mayas podrían ser formaciones más comunes como restos de un antiguo campo de cultivo. Quedará por ver si el posible hallazgo se confirma o no. Por lo pronto considero, como muchos de estos comentaristas, que, sea o no real el hallazgo, es el ingenio y la iniciativa de Gadoury lo que resulta fascinante.

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miércoles, 22 de abril de 2015

Eficiencia y eficacia de la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  22 de abril de 2015

La ciencia funciona a través de un sistema de producción de conocimiento que se evalúa a través de su publicación en revistas especializadas. Luego, los artículos publicados pueden o no ser citados por otros colegas en sus propias publicaciones.

Así, un artículo publicado en una revista de gran prestigio será mejor evaluado. También lo será si recibe un alto número de citas. El investigador, a su vez, será evaluado conforme al número de sus publicaciones, la calificación de las revistas donde publica, y el número de citas que obtengan.

Hay quien se cuestiona qué tan bien gastado está el dinero que se ocupa en mantener el sistema de investigación científica de un país (sobre todo uno no precisamente rico, como el nuestro). ¿Cuál es la eficiencia –definida como la relación entre los recursos invertidos y el producto obtenido– del trabajo de los investigadores científicos? Contra lo que se podría pensar, la respuesta no es tan sencilla como dividir el total de la inversión en ciencia entre el número de artículos de buena, mediocre o mala calidad que produce cada investigador nacional.

Hace poco causó cierto revuelo un análisis, publicado en el periódico singapurense The Straits Times, que se difundió ampliamente en internet (fue comentado en el popular blog filosófico Daily Nous). En él, los autores Asit Biswas y Julian Kirchherr presentan datos que muestran que, del millón y medio de artículos académicos que se publican anualmente en el mundo, un altísimo porcentaje –82 por ciento en humanidades, 32 por ciento en ciencias sociales, y 27 por ciento en ciencias naturales– no recibe ni una cita. Y no sólo eso: se estima que sólo el 20 por ciento de los artículos que reciben citas han sido realmente leídos (los investigadores tienden a conformarse con leer el resumen y las conclusiones de los artículos), y que un artículo típico es leído en su totalidad por menos de 10 personas en el mundo.

En resumen, alrededor de 30 por ciento de todas las publicaciones en ciencias sociales y naturales (para no meternos en líos con las humanidades) parecerían no serle útiles a nadie (pues no reciben citas); y de éstas, 20 por ciento ni siquiera son leídas (es decir, no lograron despertar el interés de nadie). Visto así, parecería que la eficiencia de la ciencia (social o natural) para entregar su producto, el conocimiento, encarnado en artículos arbitrados publicados en revistas internacionales, es muy baja.

Pero evaluar así la producción académica de conocimiento es ignorar uno de sus aspectos más básicos. Porque la ciencia, a diferencia de las labores técnicas, no es algo que pueda planificarse y calendarizarse con exactitud burocrática. Se trata de una actividad esencialmente darwiniana. Guiada por el azar, explora diferentes rutas prometedoras en busca de respuestas a problemas científicos, sin poder predecir cuáles resultarán ser callejones sin salida (la mayoría) y cuáles llevarán a la anhelada solución. (Además de que, muchas veces, lo que ocurre es que se descubren nuevas rutas inesperadas de investigación, que pueden resultar más fructíferas que la investigación original.)

Los procesos darwinianos son intrínsecamente ineficientes, pues hallan respuestas buscando ciegamente por todas las rutas hasta hallar soluciones. Pero son tremendamente eficaces: funcionan; obtienen resultados… sin tomar en cuenta cuántos recursos se gasten para lograrlo.

Si queremos tener descubrimientos científicos de importancia, que puedan dar origen a aplicaciones que puedan patentarse y generar industrias y riqueza, o resolver problemas de salud, ambientales o sociales, tendremos que tener una gran cantidad de investigadores trabajando. Sólo de vez en cuando se producen grandes descubrimientos. Pero cuando ocurren, valen por toda la investigación de bajo impacto que se haya realizado.

Sólo comprando muchos boletos puede uno ganarse la rifa científica. La ciencia es una inversión a largo plazo, que sólo da frutos si se cultiva con paciencia y se nutre adecuadamente.

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miércoles, 16 de julio de 2014

Las redes del mundo real

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 16 de julio  de 2014

La semana pasada escribí aquí sobre la economía como ciencia, y señalé que, aunque tiene grandes diferencias con las ciencias naturales, no por ello deja de ser una disciplina seria que produce conocimiento útil.

Mencioné que los sistemas que estudia la economía son tremendamente más complejos que los que ocupan a la física, la química o incluso la biología. La ecología, por ejemplo, no estudia un ecosistema en toda su complejidad: elige algunos componentes que hagan manejable el problema. E incluso la meteorología, cuando trata de modelar en su totalidad un sistema tan complejo como el clima, lo más que logra son predicciones parciales, de corto plazo y con un grado relativamente modesto de confianza.

Aun así, modelar y predecir la conducta de individuos y de conjuntos de personas, junto con las fuerzas sociales, políticas y culturales que influyen en el comportamiento del sistema económico tiene un grado de dificultad pavorosamente mayor. No sólo por la cantidad de componentes que influyen en él, y por los múltiples parámetros que pueden ser afectados por cada uno. También porque prácticamente todos los componentes están relacionados entre sí. El sistema económico es, antes que nada, una gran red, o incluso una red de redes, en la que cada componente afecta a muchos más.

Un ejemplo actual es la generación de energía eléctrica a partir de la luz solar.

La doble crisis del petróleo –su inminente escasez, que ya resiente nuestro país, y sus terribles efectos ambientales (por no mencionar los problemas que tendremos para producir un sinfín de compuestos indispensables, como los plásticos y muchos fármacos, cuando escaseen los hidrocarburos a partir de los que se fabrican)– hace que el desarrollo de las llamadas “energías alternativas” sea una urgencia planetaria.

Y de todas ellas, aprovechar la abundantísima energía electromagnética que el Sol nos regala en forma de luz visible es la más prometedora. El efecto fotoeléctrico, descubierto en el siglo XIX y explicado por Einstein en su annus mirabilis (año de las maravillas) de 1905, es la base que permitió fabricar, ya desde 1954, celdas fotoeléctricas, también llamadas celdas solares, en las que el choque de los fotones de luz libera electrones de un material semiconductor, que forman una corriente eléctrica.

Inicialmente las celdas solares eran prohibitivamente caras. Pero los avances científico-técnicos y su industrialización masiva han ido reduciendo el costo de producir electricidad con energía solar. Hoy existen celdas experimentales que llegan a tener 44% de eficiencia, y otras comerciales con eficiencias muy buenas de entre 15 y 20%.

Entonces, ¿por qué todavía no se producen grandes cantidades de energía solar en el mundo –y en México, que tiene tanta extensión de territorio con alta insolación– para sustituir el consumo de petróleo? (según el sitio Greentechmedia.com, bastarían dos campos de 25 kilómetros cuadrados en los desiertos de Chihuahua o Sonora para producir toda la energía solar de México, con un sistema con el 15% de eficiencia). Porque no basta que exista un problema económico-social con una respuesta científico-técnica; la economía es una red, y sus conexiones ofrecen resistencia y limitan lo que puede hacerse en un momento dado.

Tienen que existir las técnicas para fabricar las celdas; las industrias que lo hagan y el sistema que las comercialice. Pero también tiene que haber el dinero, público o privado, para adquirirlas. La voluntad política para facilitarlo, y para superar la oposición de la industria petrolera. La percepción pública de que se trata de una inversión necesaria y conveniente. La disponibilidad de los materiales necesarios. Las leyes para regular la nueva tecnología. En fin… Y todos estos factores están conectados entre sí y se influyen mutuamente.

Muchas veces no es que los economistas, o los científicos o ingenieros, no sepan cómo ofrecer soluciones, sino que hacerlas realidad es mucho, mucho más complicado de lo que parece. Así es el mundo real: muy distinto de la teoría. Y sin embargo, se puede. Hace unas semanas Alemania anunció que logró producir el 50% de la electricidad usada en un día (el 6 de junio, que fue feriado y especialmente soleado) a partir de energía solar. Su meta es lograr que para 2020 el 35% de su electricidad sea solar, y para 2050, el 100%.

¿Y nosotros? ¿Seguiremos perdiendo en tiempo en discutir la reforma petrolera?

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miércoles, 9 de julio de 2014

Ciencia, economía y desarrollo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de julio  de 2014

Quienes estudiamos ciencias naturales tendemos a tener una opinión bastante prejuiciada de la economía (quizá más que de las otras ciencias sociales, a las que tampoco solemos apreciar demasiado). Probablemente porque en la educación básica y media no se nos enseña prácticamente nada al respecto.

La semana pasada tuve oportunidad de comenzar a combatir mis preconcepciones al asistir al Simposio Libertad y Desarrollo, organizado por el Departamento de Economía y Finanzas de la Universidad de Guanajuato. Se trató de un evento académico de cuatro días de duración y notoriamente bien planeado y organizado, dirigido principal, pero no exclusivamente, a los estudiantes de la carrera de Economía; la mayoría de los ponentes pertenecían asimismo al mundo de las ciencias económicas.

En esta segunda edición, el Simposio estuvo dedicado al tema de la discriminación. Yo fui invitado a hablar sobre la utilidad de la ciencia –y su difusión pública– para combatir las distintas formas en que privamos a nuestros semejantes de los derechos que todos deberíamos tener.

Para mí, un humilde químico acostumbrado a tratar con una concepción físico-química-biológica del mundo, donde la energía y la materia se conservan y el conocimiento se obtiene en gran medida gracias a la experimentación controlada, asomarme a la economía fue como entrar a otro mundo. Ahí los experimentos son raros; se depende más bien de observaciones y modelos (muchos de ellos altamente matematizados y rigurosos, eso sí). Y el dinero, que hoy es ya una entidad virtual, no barras de oro almacenadas en Fort Knox, ¡sí se puede crear continuamente!

En el Simposio me enteré de que existen grandes mitos respecto a la economía. Por ejemplo, que lejos de lo que muchos creemos, esta ciencia no es un simple revoltijo de concepciones caprichosas y contradictorias que no logran predecir gran cosa, sino una disciplina con altos estándares de rigor que produce conocimiento que puede ser sometido a prueba y mejorado. (Aunque, eso sí, la complejidad mucho mayor del sistema económico global respecto a los simplificados sistemas que estudian normalmente la física, la química o la biología –recordemos la clásica vaca esférica sin fricción de los físicos– hace que sea prácticamente imposible obtener –¿todavía?– predicciones muy exactas. Y, a diferencia de las ciencias naturales, la economía no logra todavía alcanzar consensos muy amplios entre sus expertos, que siguen divididos en grandes escuelas de pensamiento).

Y que el “neoliberalismo económico” es más bien una entelequia imposible de definir con precisión que nadie, al parecer, defiende como tal (lo cual no quiere decir, opino yo, que no existan maneras de manejar la economía que son altamente dañinas para grandes porciones de la población mientras que favorecen inequitativamente a unos pocos).

Pero lo más importante es que entendí –o comencé a entender– que la economía, junto con otras disciplinas o ciencias sociales (no caeré en la trampa de tratar de definir quién tiene derecho a llamarse ciencia y quién no) pueden –y deben, según el pensamiento liberal, entendido en sentido amplio, que se defendió en el Simposio– ser utilizadas para combatir la desigualdad y la discriminación, para lograr que, como expresa el lema del evento, haya “un lugar para cada proyecto de vida” y, en última instancia, para promover el bienestar de la humanidad.

No: los economistas no son como los pintan. Al menos, no todos.

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miércoles, 9 de abril de 2014

Ciencia tuitera

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de abril  de 2014


Vivimos la era de las redes sociales. Bueno, al menos el porcentaje de mexicanos –y de la población mundial– que tiene acceso a internet (aproximadamente 40%, en ambos casos) y a los artilugios (gadgets, en spanglish) que permiten participar en ellas: computadoras, celulares inteligentes, tabletas.

Twitter y Facebook son las dos principales redes sociales, y están cambiando nuestras existencia, desde la vida social hasta el funcionamiento de las democracias. Su importancia no la pueden negar ni siquiera quienes se resisten a engancharse en ellas. Desde la fiesta a la que no asistimos porque la invitación ya no se envió por email, sino por Facebook, hasta la organización de movimientos sociales y hasta revoluciones a través de Twitter (primavera árabe, #yosoy132, Venezuela o Ucrania, actualmente…), es claro que hoy son componentes clave de la vida social.

Por eso, urge entender mejor cómo ejercen esa influencia, cómo funcionan, cómo se pueden usar mejor. Y a eso se están ya dedicando científicos y estudiosos de áreas tan distintas como las ciencias de la comunicación, los estudios sociopolíticos, las matemáticas, la computación y la naciente “ciencia de redes” (que, por cierto, estudia no sólo las redes sociales, sino las que existen en todo tipo de sistemas).

En febrero pasado Milenio Diario y otros medios informaron que el Pew Research Center, una organización no gubernamental de Washington dedicada a proporcionar información y análisis políticamente neutro sobre cuestiones sociales y de opinión pública, dio a conocer un reporte con los resultados de un estudio que llevó a cabo analizando varios miles de conversaciones en Twitter: “millones de tuits, retuits, etiquetas y respuestas que conforman la columna vertebral de los diálogos” en esta red social. Para ello usó una herramienta computacional llamada NodeXL –en realidad, un add-on para la hoja de cálculo Excel que le permite obtener, analizar y visualizar datos provenientes de las redes sociales–, desarrollada por la Social Media Research Foundation (otra ONG dedicada a desarrollar instrumentos para estudiar los medios de comunicación sociales en internet), que construye mapas de las conexiones entre los participantes en las discusiones.

Como resultado del estudio, se halló que todas las conversaciones estudiadas caen en una de seis categorías: 1) multitudes polarizadas, en que dos o más grupos discuten sobre un mismo tema polémico pero desde visiones radicalmente distintas, no se comunican entre sí y recurren a distintas fuentes (¿dónde he visto eso?); 2) multitudes aglutinadas, que se comunican entre sí y comparten un interés y un mismo punto de vista; 3) grupos de marca, que aunque pueden ser muy grandes, están formados por múltiples pequeñas conversaciones distintas entre sí sobre un mismo tema (frecuentemente una marca comercial o una celebridad), sin mucho contacto entre ellas; 4) grupos comunitarios, de tamaño mediano, en que varias pequeñas conversaciones sobre un tema establecen comunicación entre sí; 5) redes de difusión, en que una fuente emite mensajes que son retuiteados por muchos tuiteros, sin que se comuniquen entre sí, y 6) redes de soporte, en que un usuario –típicamente una compañía o dependencia gubernamental– responde a quejas y consultas de usuarios que no se comunican entre ellos. Los dos últimos tipos de conversaciones tienen estructura de “rueda de carreta”, con un nodo central y muchos rayos.

El estudio no pretende ser definitivo, y ni siquiera representativo. Los investigadores, encabezados por Lee Rainie, simplemente tomaron una muestra de lo que ocurre en Twitter y la estudiaron. Otros podrán encontrar otros tipos de conversación, pero este estudio inicial muestra que al menos existen seis “arquetipos”, además de demostrar la utilidad de la herramienta.

¿Cuál es la utilidad de estos estudios? Tomemos en cuenta que Twitter tiene 141 millones de usuarios mundiales, que envían 50 mil millones de tuits diariamente. En México, representan aproximadamente el 10% de la población (11.7 millones de usuarios en 2012). Entender cómo funciona puede servir, por ejemplo, para que sus grandes usuarios, como compañías y gobiernos –pero también grupos ciudadanos– sepan qué está pasando con las conversaciones que inician, y quizá tomen medidas para tratar de que, por ejemplo, una conversación polarizada se transforme en unificada, o que una comunicación unidireccional se convierta en un verdadero diálogo.

Y los análisis como éste son sólo el comienzo: “es un trabajo exclusivamente observacional… como el de los exploradores en los siglos XVII y XIX, cuando hacían mapas de tierras inexploradas”, afirma Rainie.

Será apasionante ir conociendo las sorpresas que nos deparan estos nuevos y desconocidos continentes que ya, sin darnos cuenta, habitamos. Y usted, ¿en qué tipo de conversaciones tuiteras participa?

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miércoles, 5 de marzo de 2014

Disgusto por la filosofía

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de marzo  de 2014

La filosofía tiene una larga historia, literalmente milenios, de resultar incómoda. Recientemente me he visto involucrado en varias discusiones en Facebook acerca de la “inutilidad” de la filosofía. Sobre todo con amigos y colegas comunicadores de la ciencia que dedican gran parte de su tiempo a combatir seudociencias y supercherías.

Lo que me ha impresionado es la violencia de los argumentos. Más allá de la poco pertinente pregunta sobre si la filosofía es una ciencia (no lo es ni pretende serlo), he aquí algunas de las críticas que se le hacen a esta disciplina humanística: que se trata de meras “especulaciones existenciales”, que “es lo mismo que la teología”, que son “sólo ideas”. Se la describe como “vacía, inútil y refugio de la pomposidad”. Se la descalifica por “no tener utilidad práctica”, por ser sólo una simulación para que los “filósofos profesionales” cobren un sueldo por no hacer nada… Y se propone eliminarla del sistema educativo, del mundo académico y del mapa del conocimiento humano actual (al parecer, sólo les molesta la filosofía moderna; a la antigua aceptan conservarla como curiosidad de museo).

Yo entiendo que mis colegas escépticos estén a la defensiva: al menos desde mediados del siglo pasado, los filósofos de la ciencia –y en general los epistemólogos, o expertos en estudiar las maneras que tenemos de adquirir conocimiento– han tomado a la ciencia, acostumbrada a ser quien estudia el mundo, como objeto de estudio. Y han descubierto cosas no siempre agradables, sobre todo para quien tiene una imagen ingenua de ella. Entre otras, que la idea de objetividad, de que la ciencia revela “verdades” sobre el mundo natural, carece de un sustento razonable. (Es por eso que yo, en vez de decir que la ciencia revela verdades prefiero decir que produce conocimiento confiable… pero siempre mejorable.)

En especial desde los años 90, cuando se desataron las llamadas “guerras de las ciencias” (science wars), en la que algunos científicos naturales –en particular físicos– desataron lo que se convirtió en un combate abierto con las humanidades y las ciencias sociales (y en particular a la filosofía y la sociología de la ciencia), que sólo polarizaron y dividieron al mundo académico (hablo de ello en un capítulo de mi libro La ciencia por gusto, Paidós, 2004), la desconfianza de los científicos ante la filosofía no ha hecho más que crecer.

Y claro, si se trata de luchar contra creencias infundadas que se hacen pasar como ciencia sin serlo, y que causan daño y se aprovechan de la credulidad de la gente, es útil tener una concepción de la ciencia como una fuente certera de conocimiento confirmado. Justo lo contrario de lo que nos muestra la filosofía de la ciencia. Pero eso no quiere decir que la ciencia no sea, con mucho, la mejor forma que tenemos para adquirir conocimiento sobre el mundo material.

“¿Para qué sirve la filosofía?”, preguntan mis amigos, y se contestan “para nada, sólo para generar especulaciones sin fundamento ni utilidad”. Yo creo que se equivocan doblemente.

Primero, porque quieren juzgar a la filosofía con los criterios de la ciencia, exigiendo que el conocimiento que produce sea “útil” de manera práctica (ni siquiera la gran mayoría del conocimiento científico lo es), además de “comprobablemente cierto”. Eso es no entender a qué se dedica la filosofía: a estudiar no el mundo natural, sin la manera en que pensamos acerca de él (y de otras cosas en las que pensamos). Y no necesariamente a responder preguntas; al menos no de manera final, sino a ampliarlas y al hacerlo a explorar más amplia y profundamente el universo de la experiencia humana. La especialidad de los filósofos no es contestar preguntas (que es a lo que se dedican los científicos), sino hacer más preguntas: son expertos en problematizar el mundo.

Y segundo, porque creo que en realidad lo que tienen es miedo: miedo de que al descartar la imagen de superioridad, certeza e invulnerabilidad de la ciencia, y mostrárnosla como lo que es, una actividad humana con todos sus defectos, problemas y contradicciones, los filósofos puedan terminar por destruirla. Y eso sería inaceptable.

Pero creo también que su miedo es infundado: así como la ciencia hace todo lo posible por no engañarse, la filosofía de la ciencia busca mostrarnos una imagen lo más real y honesta posible de la propia ciencia. Creer que para que sobreviva tenemos que mantener el espejismo de la princesa de cuento que nos recetan en la escuela es tener muy poca confianza en ella.



Añado, para terminar, que vivimos tiempos en que la enseñanza de la filosofía ha sufrido muchos ataques, tanto en México, donde se propuso en 2009 eliminarla del bachillerato, como en España, donde la llamada “Ley Wert” buscó reducir drásticamente las horas que se le dedican en la escuela. Tiempos en que la actividad académica está bajo ataque en prácticamente todo el mundo, y la educación pública ve reducidos sus espacios y presupuestos. En este contexto, atacar a la filosofía e igualarla a una charlatanería inútil es abonar el terreno para los enemigos de la academia, del conocimiento en general y, en última instancia, de la propia ciencia.

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