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lunes, 25 de diciembre de 2017

Grana cochinilla

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de diciembre  de 2017

Grana, guinda, carmín, púrpura, carmesí… los nombres del color que nuestros ojos y cerebros interpretan como “rojo” son muy variados. Y la historia del color rojo, como la de otros colorantes, además de ser fascinante, ha estado desde siempre ligada a la de la química.

Los colorantes o pigmentos son sustancias que, gracias a las características de su estructura química, absorben ciertas longitudes de onda de la luz blanca del sol y reflejan otras (a su vez, esto es debido a la configuración de los electrones en los enlaces químicos que unen los átomos para formar dichas moléculas, electrones que pueden absorber fotones de luz de ciertas frecuencias, pero no los de otras). Así, una sustancia roja no emite luz roja, sino que absorbe todos los demás colores presentes en la luz blanca y refleja sólo la parte roja del espectro de luz visible.

Los colorantes han sido útiles, a lo largo de la historia, para impartir color a las creaciones humanas. Y pocas creaciones humanas dependen tanto del color como la ropa. Por eso ciertos colorantes, como el famoso púrpura de Tiro, que se extrae sólo de ciertas especies de caracol, y cuyo costo era estratosférico, se convirtieron en símbolos de riqueza, e incluso de la realeza.

Algo similar ocurrió con el colorante rojo llamado “grana cochinilla”, producido por el insecto conocido como cochinilla de la grana (Dactylopius coccus), originario de América y que infesta preferentemente las pencas de los nopales (Opuntia). Los pueblos originarios de México ya cultivaban y cosechaban la cochinilla para extraer el colorante. Cuando los conquistadores españoles descubrieron el valor de este “oro rojo”, que alcanzaba precios estratosféricos, comenzaron a comercializarlo en Europa, donde los tintoreros, que eran quienes teñían las telas usadas por la nobleza, se volvieron locos por él debido a su elegancia y calidad (pues aunque había otros colorantes rojos, como los obtenidos de frutos y bayas, pocos podían competir con la intensidad y permanencia de la grana). Pronto las telas rojas teñidas con grana cochinilla se volvieron sinónimo de riqueza y alcurnia.

Y, como se explica en la magnífica exposición “Rojo mexicano”, que se presenta en el Palacio de Bellas Artes desde el pasado 10 de noviembre, de los tintoreros la fiebre por el tinte de grana pasó a los pintores, que la buscaron primero para reproducir lo más fielmente posible los ropajes de los personajes nobles y poderosos que retrataban, y después como un pigmento único que enriqueció su paleta.

La exposición, que es una delicia, va desde la química del colorante y la biología de la cochinilla (el insecto produce ácido carmínico, molécula útil para repeler a sus depredadores; pero la cochinilla misma no es roja, porque el colorante sólo se produce al mezclar el ácido carmínico con alumbre para producir su sal de aluminio, que es la que tiene un intenso color rojo), pasando por la historia de su cultivo, en tiempos prehispánicos y durante la Colonia (hay unos apuntes maravillosos del gran divulgador científico virreinal José Antonio Alzate sobre el cultivo de la cochinilla), a sus usos en la industria del vestido y la pintura en diversos periodos, y hasta sus aplicaciones actuales en la industria alimentaria.

Y con ese pretexto, se presentan obras valiosísimas de pintura y artesanía mundial, entre ellas la famosa recámara de Van Gogh y otros cuadros únicos de pintores famosos, con una museografía de primera. Y, por si fuera poco, se habla también de ciencia, pues la exposición misma es producto de un proyecto científico-artístico en que se usó la más moderna tecnología para confirmar de forma categórica cuáles de esos pintores usaron realmente la grana cochinilla en sus obras, a lo largo de la historia del arte (spoiler: Van Gogh sí la usó, pero no para lo que uno hubiera pensado).

En 1856, cuando Van Gogh tenía apenas 6 años, el químico inglés William Perkin produjo en su laboratorio el primer colorante sintético, la malveína, de color púrpura, que sustituyó al carísimo púrpura de Tiro. Pertenecía a la clase de las anilinas, que eran muy baratas de producir. Luego llegarían otras de colores variados, incluyendo el rojo, con lo que el uso de la grana entró en decadencia… aunque algunos pintores, como el propio Van Gogh, la seguían prefiriendo a los pigmentos sintéticos para lograr algunos efectos. Y en décadas recientes la industria alimentaria ha dejado de usar ciertos colorantes rojos sintéticos, de propiedades cancerígenas, para sustituirlos por el llamado “rojo natural 4”, que no es otro que la grana cochinilla, que vive así un renacimiento, reforzado por el aprecio de artesanos y artistas modernos.

No sé si la túnica original de San Nicolás de Bari, de quien deriva la figura de Santa Clos, fuera roja, pero si lo fue, seguramente no estaba teñida con grana cochinilla, porque vivió alrededor del año 300, más de mil años antes del descubrimiento de América. Pero sí pudo estar teñida con algún colorante similar, pues, tal como se muestra en la exposición, hay regiones como Armenia o Polonia donde otras especies de insectos cercanas a la cochinilla de la grana se han usado para obtener colorantes similares, aunque en mucha menor escala.

Lo que sí sé es que, si anda usted en la Ciudad de México en estos días, y tiene un rato libre, puede aprovecharlo para visitar esta maravillosa y muy disfrutable exposición, que estará abierta hasta el 4 de febrero, de martes a domingo, de 10 a 18 horas (domingos entrada gratuita).

Este columnista le desea que haya pasado una muy feliz navidad.

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miércoles, 2 de septiembre de 2015

El caballero del cerebro

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de septiembre de 2015

Conocí a Oliver Sacks (como lector; nunca tuve el privilegio de verlo en persona) gracias a… no sé. Quizá leyendo reseñas de su libro más famoso: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Quizá porque en alguna librería (¿El parnaso? ¿Gandhi?) su portada, que lucía una conocida pintura de Magritte, llamó mi atención. El caso es que se hablaba mucho del libro en los años posteriores a su publicación, en 1985.

Cuando alguien me lo prestó, en su edición en inglés, a mediados de los noventa, lo devoré. Y, confieso, lo fotocopié. Cuando fue editado en español, corrí a comprarlo, lo leí de nuevo, lo subrayé, lo anoté y sobre todo me maravillé y disfruté. Es de esos libros, como casi todos los del doctor Sacks, que lo siguen fascinando a uno cada vez los vuelve a leer. Muchas veces he comprado ejemplares para regalar a distintas queridas personas, y probablemente lo seguiré haciendo.

La extensa obra de Sacks, inglés nacido en Londres en 1933 y trasplantado a Nueva York, abarca en su mayoría libros donde, de manera sabia, profunda y francamente magistral, toma como materia prima sus casos clínicos, las observaciones que ha hecho a lo largo de su carrera como neurólogo y sus propias experiencias personales, y los transforma en extraordinarios relatos. En historias humanas que constituyen uno de los mejores ejemplos de cómo la ciencia puede también convertirse en literatura. En gran literatura.

De hecho, El hombre que confundió a su mujer con un sombrero ha sido llevado al escenario como ópera de cámara y obra de teatro. Y su libro Despertares, de 1973, donde describe su inquietante experiencia con un grupo de pacientes con encefalitis letárgica que habían estado recluidos durante décadas, y a los que logró reanimar temporalmente mediante un tratamiento experimental con L-dopa, fue llevada al cine en la exitosa película del mismo nombre, en la que Robert de Niro encarna a uno de los pacientes, y el hoy también fallecido Robin Williams a un doctor que representa al propio Sacks.

Además de haber ayudado a muchos pacientes a lo largo de su carrera como neurólogo clínico, con sus diversos libros contribuyó a que miles de lectores en todo el mundo comprendiéramos mejor temas como la migraña, la sordera, la ceguera al color, la música, la visión o las alucinaciones. Escribió también una encantadora autobiografía de su niñez, El tío Tungsteno, donde narra su fascinación por la química (que comparto), y un Diario de Oaxaca donde narra un viaje a ese estado mexicano para observar helechos (a los que era aficionado).

Sacks solía hablar poco de sí mismo. Pero hace unos meses, al publicarse su libro autobiográfico On the move (2015), reveló su homosexualidad, y narró las dificultades personales y familiares que sufrió a causa de ella. Comparte también curiosidades que sorprenden a quienes creíamos conocerlo a través de sus libros, como su pasión juvenil por las motocicletas y el fisicoculturismo, y el voluntario celibato que mantuvo, ya como adulto, durante 35 años.

Si algo tiene la prosa de Sacks es que no sólo nos permite conocer casos médicos asombrosos, sino que nos ayuda a entenderlos. A nivel clínico, pero también a nivel humano. Su pasión, generosidad y talento literario nos permiten penetrar en el mundo de quienes padecen alteraciones neurológicas y ponernos en sus zapatos (él mismo padecía prosopagnosia: la incapacidad para reconocer rostros). Y a mismo tiempo, nos hace ver que los seres humanos somos nuestro cerebro: cuando éste se daña, nuestra humanidad misma se ve alterada.

Estoy de luto por Oliver Sacks. Desde que anunció hace poco, en un ensayo periodístico, que el cáncer que padeció en un ojo se había extendido a su hígado y cerebro, y que le quedaba poco tiempo de vida, sus miles de lectores en todo el mundo esperábamos con temor la mala noticia. Pero agradezco también el que haya existido y haya producido una obra que amalgama lo científico y lo humanístico, y que nos permite entendernos más profundamente.

Gracias, doctor Sacks, por hacernos un poco más humanos. Lo vamos a extrañar.

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miércoles, 29 de julio de 2015

El año en que la música se jodió

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de julio de 2015

El análisis
En gustos se rompen géneros”. Y hay pocos campos donde esto sea más cierto que en el arte. Aunque hay criterios formales, es innegable que la apreciación de una obra artística es un asunto inevitablemente subjetivo.

Pero, y sin caer en los excesos cientificistas de quienes creen que la creación y apreciación del arte se puede reducir a sus elementos neurológicos y “explicarse” científicamente, es interesante ver las aportaciones que los métodos de la ciencia pueden hacer para ayudarnos a comprender mejor esta fascinante actividad humana y sus productos.

Y uno de los enfoques científicos más poderosos que existen es el evolutivo: la teoría de Charles Darwin acerca de cómo el proceso de selección natural (la reproducción de los organismos, sujeta a una variación al azar que luego es sometida a la selección del ambiente en que viven, incluyendo los demás seres vivos) produce que los individuos mejor adaptados sobrevivan para transmitir sus genes, y con el tiempo las especies lleguen a estar tan admirablemente adaptadas a su medio.

Pues bien: a partir de la propuesta del etólogo inglés Richard Dawkins, en su libro El gen egoísta, de 1976, de que también las ideas –a las que, en este contexto, llamó “memes”– podían estar sujetas a la evolución por selección natural, el concepto de “evolución cultural” comenzó a convertirse en un tema serio de investigación científica (y no sólo, digamos, de especulación filosófica o teorización antropológica).

Por eso me pareció fascinante el estudio sobre la evolución de la música popular publicado el pasado 6 de mayo en la revista Royal Society Open Science por un equipo multidisciplinario de la Queen Mary University y el Imperial College de Londres, encabezado por Matthias Mauch.

Los investigadores estudiaron los archivos digitales de sonido de 17 mil canciones que estuvieron en la lista de los 100 éxitos (Hot 100) de la revista estadounidense Billboard durante los 50 años transcurridos entre1960 y 2010.

Pero a diferencia de trabajos anteriores que se basaban en criterios más bien subjetivos –estéticos, anecdóticos, filosóficos, históricos, comerciales o personales (por ejemplo de estrellas del pop)–, este estudio utilizó criterios cuantitativos derivados del procesamiento del contenido musical de las canciones.

Los parámetros analizados
Utilizando las mismas herramientas de análisis de datos que usan los biólogos para estudiar los genes de los organismos, reconstruir su evolución y clasificarlos en genealogías, Mauch y su grupo estudiaron las características esenciales de las canciones: su timbre, es decir, la calidad de los sonidos (presencia de voz de mujeres, de hombres, percusiones, guitarras eléctricas, piano…) y su armonía: la sucesión de acordes (notas simultáneas, consonantes o disonantes), que caracterizan a una pieza musical. (La armonía, junto con el ritmo y la melodía, conforman los tres elementos clásicos de la música. Para proponer una analogía muy imperfecta, si el ritmo fuera como el esqueleto básico sobre el que se construye la pieza, la armonía serían los músculos y piel que lo recubren, y la melodía sería el movimiento de ese “cuerpo” musical.)

Los resultados
Mediante un amplio arsenal de herramientas computacionales, los investigadores analizaron la música popular de las últimas cinco décadas y llegaron a interesantes conclusiones: entre otras, que las piezas caen naturalmente en grandes “grupos evolutivos” bien definidos (canciones de amor y easy listening; música country y rock; soul, funk y dance, y finalmente hip-hop y rap). Mauch y colegas contrastaron sus resultados con la clasificación de las canciones en “géneros” que hacen los usuarios del sitio de música por internet Last.fm, y hallaron que coinciden en gran medida, lo cual da mayor confianza a este hallazgo.

También hallaron que, contrario a lo que muchos afirman, la diversidad de la música pop no ha disminuido con los años, y que aunque cambia lentamente, ha presentado “revoluciones” en que se producen grandes cambios de manera rápida. En particular, hallaron que en las cinco décadas estudiadas ha habido tres grandes revoluciones: una alrededor de 1964, cuando surgió la “invasión inglesa” y los acordes de séptima dominante típicos del jazz y el blues cayeron en desuso, para ser sustituidos por acordes mayores y el uso de guitarras y voces estridentes. La segunda, en 1983, con la popularización de los instrumentos electrónicos como sintetizadores, muestreadores (samplers) y cajas de ritmo, que dio origen al tecnopop. Y finalmente la tercera –que es donde, en opinión muy personal de este columnista, se torció la cosa– centrada en 1991, con el auge del rap y el hip-hop, caracterizado por la falta casi total de armonía y el predominio del ritmo y la palabra (además de la desaparición de las guitarras).

El estudio también halló que algunas ideas generalmente aceptadas, como que fueron los grupos de la invasión inglesa como los Beatles o los Rolling Stones los que desataron la revolución de los sesenta, en realidad son incorrectas. Dicha revolución ya estaba en proceso antes de que estas agrupaciones saltaran a la fama, y su éxito se debió probablemente a que se montaron en ella.

El estudio de Mauch y sus colegas podría ser, como ellos mismos lo describen (con una notoria falta de modestia), “la base para el estudio científico del cambio musical”, que “señala el camino hacia una ciencia cuantitativa del cambio cultural”.

Puede sonar excesivo y arriesgado. Pero sí: la música, como las ideas y todos los productos culturales del ser humano, puede enfocarse como un conjunto de memes en constante evolución y competencia. Mauch y sus colegas ven a las características de armonía y timbre de las canciones como una especie de “genes” musicales: entidades que se “reproducen” cuando los autores imitan en sus propias piezas lo que oyeron en otras, modificándolas al mismo tiempo en forma creativa (“mutación”), y que luego son seleccionadas, de acuerdo a “los gustos cambiantes de autores, músicos, productores y… el público”. Las modas musicales serían así el ambiente que selecciona y el resultado de la selección de las características de la música pop.

Obviamente, los autores ya están pensando en ampliar su estudio: al menos a los años 50 (para verificar “si 1955 es la fecha de nacimiento del Rock’n’Roll”) y a la música clásica.

Quizá pronto, como proponen, podremos estudiar, gracias a la creciente digitalización, no sólo la evolución de la música, sino de textos, imágenes y objetos por medio de análisis evolutivo por computadora. Nada de eso implica que la ciencia haya “resuelto” todos los problemas del arte. Pero sí que puede ayudarnos a estudiarlos más sistemáticamente y a comprenderlos más a fondo.

Mientras tanto, yo no dejo de lamentar la revolución que en 1991, para mi gusto, echó a perder la gran mayoría de la música pop actual, y nos llevó a los actuales abismos del reggaetón y el hip-hop. Pero esa es sólo mi muy limitada opinión.

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miércoles, 25 de febrero de 2015

Arte, ciencia y gravedad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 25 de febrero de 2015

El arte y la ciencia siempre se han enriquecido mutuamente. Conceptos y hasta técnicas de un área se importan de forma productiva a la otra. Pero más allá de eso, lograr una verdadera fusión de arte y ciencia es difícil.

Por eso, “La gravedad de los asuntos”, el reto que un grupo de mexicanos, nueve artistas (Nahúm, Ale de la Puente –directores del proyecto–, Arcángel Constantini, Fabiola Torres-Alzaga, Gilberto Esparza, Iván Puig, Juan José Díaz Infante, Marcela Armas y Tania Candiani) y un científico (Miguel Alcubierre, especialista en gravedad y director del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM) se propusieron el año pasado, luego de “dos años de reflexión”, y de conseguir los apoyos necesarios, ha valido mucho la pena.

El proyecto consistió en viajar al Centro de Entrenamiento para Cosmonautas Yuri Gagarin, en Moscú, abordar un avión ruso Ilyushin 76 MDK y experimentar, por unos segundos, varias veces en un vuelo de dos horas, la sensación de flotar en condiciones de “gravedad cero” (sí, varios de los miembros de la “misión” vomitaron).

Y, además, extraer de esa experiencia las piezas que se muestran en la exposición de “video, fotografía, audio, instalación y arte objeto” que se exhibe actualmente en el Laboratorio Arte Alameda, en el DF.

Yo no sé si, como dijo en la presentación el embajador de la Federación Rusa en México, Eduard Malayan, “con esta propuesta se constata que México está de nuevo en la delantera [artística] en todo el planeta”. Lo que sí sé es que a través de la experiencia, y de la investigación, reflexión y discusión previa –Alcubierre ofreció a los demás participantes en el proyecto charlas sobre la física de la gravedad–, el mundo de los artistas y el de los científicos pudieron acercarse, combinarse y fertilizarse mutuamente.

El crítico de arte Luis Pineda, en la revista Chilango, considera que la exposición tiene una “sólida construcción conceptual”. Un forastero en el mundo del arte como yo (soy químico farmacobiólogo) puede apreciar muchas piezas bellas, interesantes, que evocan distintas emociones y experiencias estéticas. Como los videos: los “cosmonautas” tratando de romper una piñata plateada (“supernova”), mientras fruta y confeti vuelan por doquier y la tercera ley de Newton hace que quien golpea sea lanzado en marometa hacia atrás. Los distintos libros (El Capital, la Biblia, la Constitución…) puestos sobre básculas que registran cómo todos acaban pesando cero gramos. El reloj de arena cuyo flujo se vuelve un remolino de granos rebelándose a la gravitación. La muestra de roca terrestre, “la escritura geológica de la tierra”, que flota libremente. Las gotas de agua dentro de un aparato que permite “observar la formación de esferas líquidas y analizar su estructura bajo la influencia de campos electromagnéticos oscilatorios”. Y las divertidísimas expresiones de los participantes, filmados fijos a una silla mientras el avión acelera a 2G.

También la intensa grabación del sonido de los propulsores, o el fallido artefacto volador diseñado en 1673 que por fin, en microgravedad, logra volar (“quizá sólo estaba en la gravedad equivocada”). Y muchas otras piezas que asombran e intrigan.

Y sin embargo, quienes tenemos formación científica no podemos evitar sentir extrañeza ante algunas de las expresiones, plasmadas en el folleto de la exposición, que los artistas usan. Cuesta, desde nuestra visión, darles sentido: “el arte está dando un giro epistémico”; “en ausencia de la gravedad, el tiempo se envuelve en sí mismo”; “en condiciones de gravedad cero, se desintegra uno de los paradigmas biológicos más íntimamente ligados a la definición de nuestra existencia y de la existencia de todo lo que conocemos en el planeta”; “…romper un paradigma, liberar una molécula, hacer de dos cuerpos poesía”.

Me pregunto si realmente una pieza tecno-artística, al analizar “el comportamiento del agua en caída libre” permite hacer “cuestionamientos hipotéticos, conceptuales y teóricos sobre la molécula de agua”. Si de veras “cierto tipo de arte trata de mostrar y cuestionar, a través de un objeto estético, cómo es que el conocimiento es producido”. Si los artistas habrán comprendido el concepto científico de la gravedad. Si el visitante se llevará alguna noción del mismo.

Pero claro, no es de eso de lo que se trata (y es aquí que mi cuadrada mente de divulgador científico sufre para adaptarse). No es una clase, ni una exposición de ciencia para comunicar conceptos. Es arte. (De lo que sí estoy seguro, no obstante, es de que la gravedad no es “una fuerza más allá de nuestra comprensión”).

Habría que aclarar que, estrictamente, la experiencia vivida no fue de ausencia de gravedad, sino de “microgravedad”, pues el avión, al realizar varias parábolas de casi 10 mil metros de altura, no estaba fuera del campo gravitatorio de la Tierra. Tampoco, como uno hubiera pensado (me incluyo) se logra la ingravidez haciendo que el avión “caiga” libremente en picada (eso duraría demasiado poco). La sensación de ingravidez se logró controlando, en la parte alta de la parábola, la propulsión del avión, de modo que cancelara exactamente la resistencia del aire. El resultado no es que la gravedad deje de actuar sobre los cuerpos, sino que no hay ninguna fuerza que se oponga a ella. En realidad, la sensación de ingravidez se debe no a la falta de gravedad, sino a la ausencia de peso. (Sí: la gravedad newtoniana es un poquito más abstracta de lo que parece. ¡Y eso sin necesidad de entender a Einstein!)

Según el científico Miguel Alcubierre, lo que logró, además de experimentar “una mirada científica más allá de la teoría” (no es lo mismo hacer teoría sobre la gravitación que experimentarla de ese modo) fue “no sólo dejar atrás la gravedad sino también las condiciones que nos identifican como artistas o científicos. La ausencia de gravedad da lugar a la ausencia de diferencias”. Si el objetivo era romper fronteras, acercar mundos, el proyecto lo logró ampliamente. Disfrútelo asistiendo a la exposición antes del 22 de marzo.


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miércoles, 5 de noviembre de 2014

¡Ciencia y ficción!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de noviembre  de 2014

No he visto la película Interstellar, de Christopher Nolan. Obviamente, porque se estrena hasta el jueves y porque no gozo de privilegios de crítico de cine.

Pero estoy emocionado por verla, pues será la ocasión de presenciar un raro fenómeno: el arte –en este caso la ciencia ficción, la cinematografía, e incluso el diseño gráfico– haciendo una contribución importante a la ciencia: a la astrofísica, en particular.

Tradicionalmente, el género de ciencia ficción se define por contener elementos científicos más o menos rigurosamente tratados, que mezcla con elementos ficticios para explorar las posibilidades narrativas de dicha combinación.

De este modo, lo normal es que sea la ciencia la que contribuye con ideas y conceptos que los escritores y cineastas de ciencia ficción retoman para crear sus obras (estoy hablando de ciencia ficción “dura”; dejemos de lado la llamada “blanda” o “fantasía científica”, tipo Guerra de las galaxias, en la que lo que se retoma son sólo los nombres de algunos conceptos científicos, palabras sueltas que no tienen mayor relación con su significado en ciencia legítima y que sólo sirven para darle un vago sabor “científico” a las historias).

Aun así, ya desde relatos antiguos como la Historia verdadera, del sirio Luciano de Samosata, en el siglo II, que exploraba las posibilidades del viaje espacial, pasando por Cyrano de Bergerac y su obra satírica El otro mundo o Los estados e imperios de la Luna, del siglo XVII (más dedicada a criticar a la sociedad humana que a la astronomía), hasta las famosísimas y disfrutables novelas de Julio Verne y de H. G. Wells, los escritores han usado la ficción para imaginar cómo aplicar el conocimiento científico y los desarrollos de la tecnología, y explorar sus límites y posibles consecuencias. Tendencia que se incrementó mucho con la ciencia ficción del siglo XX, con maestros como Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Robert A. Heinlein, Ray Bradbury, Stanilsaw Lem y tantos otros.

En todos estos casos, la ficción ayudaba de alguna manera a “simular”, así fuera informalmente (pero con inteligencia y extrapolando a partir de información fidedigna), los efectos que la ciencia y la tecnología podían tener en la sociedad y el ambiente. Incluso, en ocasiones muy concretas, algunos autores de ciencia ficción llegaron a hacer verdaderas contribuciones científico-tecnológicas, como Arthur C. Clarke, quien desarrolló el concepto original de los satélites geoestacionarios que hoy hacen posibles las telecomunicaciones globales.

Pero Interstellar ofrece algo nuevo. Como en la trama de la película aparece de manera muy importante un agujero negro, su director decidió contactar a un experto, el físico teórico Kip Thorne, y pedirle que le ayudara a crear una representación visual científicamente exacta de este objeto.

Los agujeros negros están entre los más intrigantes objetos estelares. Se forman por el colapso de estrellas supermasivas, cuando las reacciones nucleares en su interior son incapaces de contrarrestar la atracción gravitacional de su propia enorme masa, y comienzan a “derrumbarse hacia dentro”, contrayéndose y aumentando así su densidad y por tanto su fuerza de gravedad, hasta que distorsionan a tal grado el espacio a su alrededor que ni siquiera la luz puede escapar de ellos.

Suelen presentar un disco de acreción, en el que la materia que está girando a su alrededor, a punto de ser absorbida como en un remolino, se calienta y emite radiación visible. Ante la solicitud de Nolan, Thorne comenzó a trabajar con un equipo de colaboradores para desarrollar las ecuaciones, basadas en la relatividad einsteniana, que le permitirían los realizadores gráficos de Nolan generar representaciones gráficas en sus computadoras que reprodujeran de manera realista y rigurosa el comportamiento de la luz alrededor del agujero negro (es decir, cómo se “ve” realmente uno).

El resultado de este trabajo, luego de páginas y páginas de ecuaciones y de un año de trabajo de 30 personas y muchísimas computadoras procesando 800 terabytes de datos para producir las imágenes, es fascinante. Se trata de la más precisa simulación existente del aspecto visual de un agujero negro, visto desde lejos. Y fue una sorpresa, porque gracias al efecto de lente que, debido a la tremenda fuerza gravitacional, distorsiona el espacio y por tanto la ruta que siguen los rayos de luz, el brillante disco de acreción no sólo rodea al agujero negro como los anillos de Saturno, sino que pasa por delante de él y se curva caprichosamente.

No es una representación artística: “son nuestros datos observacionales. Así es como se comporta la naturaleza. Punto”, dice Thorne. Y añade que podrá publicar al menos dos artículos científicos a partir de este trabajo.

El arte imita a la ciencia. Pero ahora, también contribuye a ella.

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miércoles, 27 de agosto de 2014

Arte, ciencia y naturaleza

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de agosto  de 2014

Uno de los grandes prejuicios respecto a la ciencia es que se trata de una actividad puramente racional, cerebral, y por tanto para nerds, insensible, fría. Exactamente lo opuesto al arte, que es cálido, creativo y expresa emociones. Parecería que el arte es lo más humano, mientras que la ciencia es casi, de cierto modo, inhumana. (No en balde muchas personas tienen el prejuicio de que la ciencia “deshumaniza”.)

Y en efecto, el arte es un quehacer característicamente humano. De hecho, se define como una actividad humana: no hay otras especies que produzcan arte (aunque existen ejemplos aislados de animales que parecen armar ciertas construcciones con una finalidad “estética” relacionada, por ejemplo, con el apareamiento). En cambio, otras cosas que pudieran ser objeto de una apreciación estética, , pues no son creaciones de Homo sapiens, como un atardecer, el canto de un ave o la guapura de una persona, no califican como “arte”.

¿Por qué establecemos esta distinción? ¿Por qué consideramos que la belleza y complejidad de la naturaleza, que puede sorprendernos y conmovernos tanto o más que la más refinada obra de arte; que nos puede proporcionar el mismo nivel de experiencia estética, no merece entrar en la misma categoría sólo por no ser producto del esfuerzo y la creatividad humanas?

Tengo la impresión de que esta separación se basa en un prejuicio, muy similar pero opuesto al que nos hace pensar que las cosas artificiales son “inferiores” a las naturales (ya saben: un champú, una tela o un alimento son “mejores” si son “naturales”; el extremo absurdo de esta manera de pensar es la actual obsesión por lo “orgánico”, mientras que aquello que se produce industrialmente o peor, en un laboratorio, con “sustancias químicas” –como si no toda la materia, incluyendo al agua pura, fuera química y sólo química– es, automáticamente, de mala calidad o incluso dañino).

Hablo del prejuicio de que los productos humanos son fundamentalmente distintos de aquellos que existen en la naturaleza (inferiores, en el caso de alimentos y materiales; superiores, si se habla del arte).

Y sin embargo, la distinción natural/artificial es, básicamente… artificial. Si el ser humano es un animal producto de la evolución, y como tal parte de la naturaleza, ¿por qué consideramos que los frutos de su intelecto y actividad quedan fuera de ésta? Los humanos creamos arte mediante procesos naturales (no sobrenaturales). Estrictamente, al ser creado por una humanidad que es resultado de un proceso natural (la evolución por selección darwiniana), el arte es también un producto de la evolución. Es también parte de la naturaleza.

Lo mismo, por supuesto, se podría decir de todo aquello que calificamos de “artificial”: todos los frutos de la actividad humana, incluyendo a la ciencia y la tecnología.

Lo curioso es que, en el caso del arte, usemos el origen humano como señal de calidad, como si la belleza que existe de forma espontánea no tuviese el mismo valor, pero al considerar a la ciencia y sus productos califiquemos su factura humana como un defecto.

Y tampoco hay que olvidar que la visión del mundo que nos ofrece la ciencia permite experimentar esa misma sensación de maravilla que nos da el arte. Si lo pensamos bien, todo, incluyendo a nuestra especie y sus productos, es parte, finalmente, de la naturaleza.

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miércoles, 13 de agosto de 2014

Robin Williams

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de agosto  de 2014

Mork del planeta Ork
Sí: ya sé que se supone que ésta es una columna de ciencia. Pero también lo es de gusto. Y si algo se puede decir del recientemente fallecido actor estadounidense Robin Williams es que dio gusto a sus miles de fans durante décadas en las muchas decenas de películas que protagonizó. Fue uno de los más grandes comediantes de nuestra época, y también un excelente actor dramático (cuando los directores sabían evitar su tendencia a sobreactuar).

El primer papel que lo hizo famoso tenía una relación indirecta con la ciencia… ficción. Fue Mork, un extraterrestre del planeta Ork, que convivía con una chica llamada Mindy. Una fabulosa comedia proto-ochentera (1978-1982).

Años más tarde, en 1999, dio vida al androide Andrew en una historia de ciencia ficción más seria: la adaptación fílmica (bastante mala) de la novela El hombre bicentenario, de Isaac Asimov. (En 1994 protagonizó otro filme de ciencia ficción, La memoria de los muertosThe final cut– también poco afortunado.)

Otra película famosa, que le daría su único Óscar y que disfruté mucho fue Mente indomable (Good Will Hunting, 1997), donde Williams encarna a un psicólogo.

Es quizá en Despertares (Awakenings, 1990), basada en el libro del mismo título del magistral neurólogo, escritor y divulgador científico Oliver Sacks, donde la carrera de Robin Williams más se acercó a la verdadera ciencia. La cinta se basan en el libro donde Sacks (interpretado por Williams en el filme) relató su experiencia real con pacientes que habían pasado décadas encerrados en un hospital de Nueva York, víctimas de la encefalitis letárgica, y los inquietantes resultados que obtuvo al tratarlos con el fármaco L-dopa. Una hermosa historia de ciencia y humanismo, como suelen serlo las que escribe Sacks.

Pero mi película favorita de Williams no tiene que ver con la ciencia, sino con la poesía: La sociedad de los poetas muertos (Dead poets society, 1989). En una de sus muchas escenas inolvidables, el nuevo profesor de literatura, John Keating (Williams), hace leer a los alumnos la introducción del libro de texto de poesía, donde el autor propone un método “científico” para evaluar la calidad de un poema, tomando en cuenta dos parámetros: qué tan artísticamente se trata el tema y qué tan importante es éste. Keating, abominando de la idea de “medir” la poesía, hace que arranquen la página de sus libros.

Más adelante, Keating inculca en sus alumnos el ideal de aprovechar la vida al máximo (Carpe diem), pues ésta dura poco. Y es que en realidad la cinta, con guión de Tom Schulman, se trata, creo yo, del entusiasmo.

Si el verdadero valor de la literatura y la poesía radica en su belleza y el entusiasmo que nos pueden causar, lo mismo, exactamente, se puede decir de la ciencia. Me atrevería a afirmar que la auténtica razón por la que la gran mayoría de los científicos –sean investigadores o divulgadores– se dedican a la ciencia (a crearla o a comunicarla) es precisamente su entusiasmo por la belleza de la imagen del mundo que nos ofrece, y el asombro, el disfrute y la inspiración que nos ofrece.

“La gran desgracia de la ciencia es ser útil”, escribí hace años. Y es cierto, porque tendemos a apreciarla sólo por sus aplicaciones prácticas. Pero su verdadero valor, al igual que el de la poesía y el arte en general, es que nos permite acceder a la “experiencia científica”: equivalente a la experiencia estética que nos da el arte, pero que pasa primero por la comprensión racional.

Tristemente, Williams acabó con su propia vida, víctima de la depresión. Pero el mensaje con el que yo me quedo a partir de su carrera es precisamente uno de entusiasmo. Lo extrañaremos.

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