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domingo, 14 de enero de 2018

Salud e ignorancia: peligrosa combinación

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de enero de 2018

Una de las principales obligaciones del gobierno de un país, si no es que la razón principal de su existencia, es garantizar la seguridad de sus habitantes. Y la salud es parte fundamental de esa seguridad. Un gobierno responsable garantiza el derecho a la salud y vela por ésta mediante un sistema público dedicado a ella, leyes en la materia, campañas de vacunación, acceso a medicamentos y regulación de éstos, y una inmensa serie de medidas más, todas vitales para el bienestar de la población.

Por eso es preocupante ver que se presenten en la Cámara de Diputados iniciativas como la planteada el pasado 7 de noviembre (y difundida en los medios el 12 de diciembre) por el diputado Roberto Cañedo Jiménez, del partido Morena, donde se propone modificar los artículos 6 y 93 de la Ley General de Salud, que rige en todo el país, para introducir en ella las llamadas “medicinas alternativas o complementarias”.

Conviene recordar que las “medicinas alternativas” son conocidas así precisamente por no ser reconocidas ni aceptadas por la comunidad científica y médica mundial. Y esto no por capricho ni por negocio (como querrían hacernos creer algunos conspiracionistas), sino porque no han sido capaces de demostrar su eficacia bajo condiciones controladas (como sí lo hacen todos los tratamientos aceptados por la medicina científica). En el momento que dicha eficacia quedara demostrada, las “medicinas alternativas” perderían su apellido para pasar a ser, simplemente, medicina.

La desafortunada iniciativa de Cañedo no parece malintencionada: plantea que el Sistema Nacional de Salud regule, opere y genere investigación en torno a estas terapias. Asimismo, plantea que requerirán ser reconocidas por la Secretaría de Salud, que supervisará su práctica y sancionará a quienes no cumplan con los estándares que establezca. Igualmente, propone que las autoridades de salud deberán monitorear su pertinencia, seguridad y eficacia. Todo esto es en principio bueno, porque ayudará a regular y meter en cintura a la gran cantidad de charlatanes irresponsables que ponen en peligro la salud de sus crédulos pacientes.

Cañedo justifica su iniciativa argumentando que estas “medicinas alternativas y complementarias” contribuirán a subsanar el déficit de cobertura que tiene el Sistema Nacional de Salud. Desgraciadamente, todo su planteamiento se derrumba debido al hecho más que probado de que dichas terapias no son, en realidad, sino seudomedicinas: se estaría estafando a los ciudadanos al ofrecerles subsanar sus deficiencias en materia de salud con tratamientos que carecen totalmente de eficacia. Flaco favor le hacen Cañedo, Morena y los diputados al proponer iniciativas como ésta.

Ojalá la Secretaría de Salud –y su titular, el doctor José Narro– la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris), la Academia Nacional de Medicina, la Academia Mexicana de Ciencias, la UNAM y demás Universidades públicas, la Academia Nacional de Medicina, la Academia Mexicana de Ciencias así como los Institutos Nacionales de Salud se manifestaran al respecto. La salud de los mexicanos no merece ser puesta en riesgo con iniciativas como ésta, que no aportan nada útil pero sí ayudan a promover la charlatanería y a dilapidar valiosos y escasos recursos.


¡Mira!

Es triste que lo que debía ser una experiencia gozosa para los ciudadanos, como disfrutar la pista de patinaje en hielo instalada por la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México, a través de su programa “Capital Social”, en la recién remodelada Glorieta del Metro Insurgentes, se convierta en un asunto desagradable y humillante gracias a la falta de previsión de las autoridades y de capacitación del personal a cargo (aderezadas con un toque de homofobia). Fue lo que este columnista y su pareja vivieron el pasado domingo 7 de enero: se exige a los usuarios dejar bolsas y paquetes para acceder a la pista, pero no se proporciona servicio de guardarropa ni se garantiza la seguridad de las posesiones personales. Bastó expresar inconformidad ante la medida, antes de acatarla, para ser hostilizados por el personal con cualquier pretexto (usar bufanda, querer tomar una foto, incluso sujetarse del barandal por un momento –éramos, usuarios primerizos). El resultado fue que la única pareja del mismo sexo terminó siendo expulsada del local. Además, nadie del personal del Injuve que atiende accedió a identificarse; sólo un coordinador que parece haber dicho que su nombre era José Luis Armendáriz. Una verdadera lástima.

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domingo, 12 de noviembre de 2017

…Y los transgénicos no fueron un peligro

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de noviembre  de 2017

El pasado 18 de septiembre la Gaceta UNAM, órgano oficial de la Universidad Nacional Autónoma de México, presentó una portada impactante: una foto a plana completa de mazorcas de maíz, con un titular que anunciaba: “Invasión de maíz transgénico” (sólo le faltaron los signos de admiración para parecer un titular del extinto Alarma!). “Secuencias de ese grano, en 82% de alimentos derivados” ampliaba un “balazo” más abajo.

Adentro, en la página 8, el artículo correspondiente, en la sección “Voces académicas”, llevaba como encabezado otro dato alarmante: “90.4% de tortillas en México contiene maíz transgénico”. El texto informaba que una investigación de un equipo encabezado por la doctora Elena Álvarez-Buylla Roces, del Instituto de Ecología de la UNAM, y de su Centro de Ciencias de la Complejidad, había revelado que en distintos productos de maíz que se consumen en México hay presencia de grano transgénico.

El estudio consistió en tomar muestras de productos de maíz –tortillas, cereales, tostadas y harinas– en supermercados y tortillerías, los cuales se sometieron a análisis genéticos para detectar secuencias de ADN transgénico. Para comparar, se analizaron también tortillas elaboradas artesanalmente por campesinos con maíz nativo. Aunque en ambos casos se hallaron secuencias transgénicas, éstas fueron mucho más abundantes en los productos comerciales: 82%. En tortillas el porcentaje de presencia de transgénicos era todavía mayor: 94%.

Para mayor inquietud, el estudio también detectó presencia del herbicida glifosato en varios de los productos analizados (30% de aquellos que presentaban las secuencias transgénicas que proporcionan resistencia a este compuesto). En 2015, el glifosato fue clasificado como “probablemente carcinogénico [es decir, cancerígeno] para humanos” por el Centro Internacional de Investigaciones sobre el Cáncer (IARC, por sus siglas en inglés), dependiente de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

Estos datos causaron, naturalmente, alarma. Un boletín con la misma información, emitido el mismo día por la Dirección General de Comunicación Social de la UNAM, fue reproducido inmediatamente por numerosos medios de comunicación (entre otros, Excélsior, SinEmbargo, La Jornada, Milenio Diario y hasta La Jornada en Maya).

¿Qué tan justificado está el temor? Analizado con más detenimiento, muy poco.

En primer lugar, el estudio original fue publicado en Agroecology and Sustainable Food Systems, publicación que muchos calificarían de poco relevante, debido a su bajo factor de impacto (una medida de su calidad y confiabilidad científica). Pero además, el estudio, el boletín y los artículos periodísticos dan por hecho un dato falso: que el consumo de maíz transgénico puede ser dañino para la salud.

De hecho, la investigación de Álvarez-Buylla y colaboradores indica exactamente lo contrario: el maíz transgénico está presente en prácticamente todos los productos de este grano que consumimos los mexicanos, probablemente desde hace años, y no ha habido evidencia de impactos negativos en la salud de la población. ¿Qué mejor prueba de su inocuidad?

Por otro lado el glifosato –fabricado por la satanizada Monsanto– es el herbicida más usado en el mundo, y se utiliza desde los años 70. Su clasificación en el grupo 2A del IARC simplemente indica que hay evidencia suficiente en animales, pero limitada en humanos, de su carcinogenicidad, y no se ha logrado establecer una relación causal sólida. El peligro que presenta es el mismo que el de consumir papas fritas, carne roja, cualquier bebida muy caliente (a más de 65 grados centígrados) o el de trabajar en una peluquería: todos riesgos clasificados en el mismo grupo 2A. Además, un reporte publicado en 2016 por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) concluye que, en las dosis a las que puede estar expuesto un consumidor normal, “no es probable que el glifosato plantee riesgo de carcinogénesis en humanos por exposición en la dieta” (de hecho, se halló que incluso con dosis tan altas como 2 gramos por kilogramo de peso, no tenía efectos cancerígenos en mamíferos, un modelo animal adecuado para valorar riesgos en humanos: una persona de 70 kilos tendría que comer 140 gramos de glifosato para alcanzar esa dosis).

El 6 de noviembre, la propia Gaceta UNAM publicó, en “Voces académicas”, un texto titulado “Presencia de maíz transgénico de importación en México, 20 años de inocuidad en productos derivados para consumo humano y animal” firmado por Francisco Bolívar Zapata, Luis Herrera Estrella –dos pioneros mexicanos de la biotecnología mundial– y Agustín López-Munguía Canales (quien además de su labor como investigador, ha desarrollado un magnífico trabajo como divulgador de temas de biotecnología). Esta respuesta pone en claro muchas de las inexactitudes expuestas por Álvarez-Buylla y colaboradores, entre otras que nada tiene de novedad que haya presencia de transgénicos en productos de maíz en México, dado que su consumo está autorizado desde 1996 –sujeto a lineamientos de bioseguridad de la OMS, la FAO y la COFEPRIS– y tomando en cuenta que nuestro país importa anualmente más de 10 millones de toneladas de maíz estadounidense, 90% del cual es transgénico.

Estos expertos aclaran también que “Los alimentos modificados genéticamente son los más estrictamente evaluados para autorizar su comercialización, y a la fecha no se ha reportado daño derivado de [su] consumo para la salud humana o animal”. Finalmente, explican que en la información que circuló se omite especificar qué cantidad de genes transgénicos se halló en los productos de maíz analizados: los datos del propio artículo de Álvarez-Buylla y colaboradores muestran que casi 60% de los productos analizados contienen menos de 5% de transgénicos, por lo que según las normas internacionales calificarían como “libres de OGMs”.

En resumen, se trata una vez más de información parcial, sesgada, que se presenta de manera estridente para generar un impacto mediático y generar alarma. Afortunadamente, la Gaceta UNAM ha corregido: esperemos que los medios de comunicación hagan lo propio.

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domingo, 26 de febrero de 2017

La crisis de las vacunas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de febrero de 2017

El pasado 14 de febrero, Milenio Diario publicó una nota inquietante. “Sin vacunación completa, 60% de niños mexicanos”, anunciaba el encabezado.

La nota, con información emitida por el Instituto Nacional de Salud Pública (INSP) de la Secretaría de Salud, está basada en la Encuesta Nacional de Niños, Niñas y Mujeres (ENIM) 2015, realizada por el propio INSP conjuntamente con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Milenio destacó esta información de entre una enorme cantidad de datos que describen el estado de mujeres, niños y niñas en nuestro país, como por ejemplo los porcentajes de lactancia, nutrición, salud, características de los hogares, salud reproductiva, alfabetización, actitudes ante la diversidad sexual, trabajo infantil, conocimiento y actitudes ante el VIH/sida y otros temas.

¿Por qué, entre toda esta riqueza de datos, centrarse en el asunto de las vacunas?

En mi opinión, porque el tema es urgente y grave. El informe es resultado de la aplicación en México de la encuesta MICS (Multiple Indicators Cluster Survey), que se lleva a cabo internacionalmente y que proporciona información que permite comparar el avance en la protección de los derechos humanos de infantes y mujeres en los distintos países, para poder diseñar políticas al respecto. Y entre los datos que el informe ofrece en particular sobre el tema de la vacunación figura que menos de un 35% de los niños de entre 24 y 35 meses han recibido completas sus vacunas, según lo recomiendan los organismos internacionales de salud y el Esquema Nacional de Vacunación. También que al 54% le hacen falta una o más vacunas para completar su esquema, lo que idealmente debería lograrse antes de cumplir un año. Y más preocupante: un 6% de ese mismo grupo de infantes no había recibido ninguna vacuna.

Pero el informe tiene además algunas sorpresas: contra lo que uno podría esperar, la región que presenta los mayores rezagos en la cobertura de vacunación en el país es la zona conurbada de la Ciudad de México-Estado de México, “donde el 9% de los niños y niñas de 12 a 23 meses no habían recibido ninguna vacuna”. Además, los hogares que tienen el menor porcentaje de cobertura en el país son tanto los más pobres (9%) como los más ricos (8%); los que tienen mejor cobertura son los de nivel medio. Pero en general, añade el informe, “Los niños y niñas residentes en zonas rurales presentaron prevalencias más elevadas de cobertura de vacunación, (…) comparados con los niños y niñas residentes en zonas urbanas”.

¿Cómo explicar estos datos, que contradicen nuestras expectativas? Probablemente parte de la respuesta sean las intensas campañas de vacunación que se llevan a cabo en regiones rurales, mientras que en las ciudades la vacunación depende más bien de la iniciativa de los padres.

Pero yo tengo la sospecha de que también la difusión de ideas carentes de base científica, pero preocupantemente populares, sobre los inexistentes “daños” que las vacunas pudieran causar en los infantes están comenzado a influir en los niveles de vacunación de nuestro país.

Como se sabe, desde que en 1998 el médico inglés Andrew Wakefield publicara un artículo fraudulento en la famosa revisa médica The Lancet, donde supuestamente probaba que la vacuna triple viral o SRP (que protege contra sarampión, paperas y rubeola) podía tener relación con el autismo en infantes, surgió en muchos países un movimiento antivacunas que, a pesar de toda la evidencia en contra de sus afirmaciones, se ha extendido y está causando graves daños.

Wakefield, cuyo artículo fue retirado luego de comprobarse su falta de bases, y a quien le fue retirada la licencia de médico bajo cargos de mala conducta científica, culpaba al timerosal, un compuesto que contiene mercurio y que se usaba como conservador en las vacunas, de causar el autismo. Aunque se sabía que las dosis de timerosal usadas eran perfectamente inocuas, hoy prácticamente se ha dejado de utilizar, luego de la controversia causada por el movimiento antivacunas.

No obstante, dichas peligrosas ideas siguen propagándose. Hoy, mientras aumentan los casos de brotes de enfermedades que se consideraban y a controladas en Estados Unidos y Europa, y mientras el presidente Donald Trump nombra a un reconocido representante del movimiento antivacunas, Robert Kennedy, Jr., como miembro de un comité para investigar ¡la seguridad de las vacunas!, en México cada vez más personas expresan abiertamente su intención de no vacunar a sus hijos. La perspectiva para la salud empeora.

Ojalá me equivoque, pero me temo que tendremos que reforzar las campañas de información y educación, junto con las de vacunación, o podríamos enfrentar el resurgimiento de flagelos del pasado.

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miércoles, 12 de octubre de 2016

Los Nobel y los claroscuros de la ciencia

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de octubre de 2016

La semana pasada, como cada octubre, se entregaron los premios Nobel de ciencias naturales. Y como cada año, fueron noticia.

El de fisiología o medicina lo recibió el biólogo celular japonés Yoshinori Ohsumi “por sus descubrimientos sobre los mecanismos de la autofagia”, el proceso mediante en que las células “se devoran a sí mismas”, o al menos a parte de sus componentes, para reciclarlos y mantenerse sanas. El de física lo recibieron David J. Thouless, J. Michael Kosterlitz y F. Duncan M. Haldane, escoceses los dos primeros e inglés el tercero, “por sus descubrimientos de los cambios topológicos de fase y las fases topológicas de la materia”. Es decir, por aplicar la topología, rama de las matemáticas que estudia las deformaciones, para entender los cambios en las propiedades de la materia cuando pasa a estados extravagantes como los que se presentan en los materiales superconductores, los superfluidos o las películas magnéticas delgadas.

Y el de química lo recibieron el francés Jean-Pierre Sauvage, el escocés J. Fraser Stoddart y el holandés Bernard L. Feringa “por el diseño y síntesis de máquinas moleculares”, pues han logrado construir pequeñas “nanomáquinas” consistentes en palancas, engranes e incluso motores del tamaño de moléculas de movimiento controlado, y que quizá algún día permitan fabricar nanorrobots para, por ejemplo, curar enfermedades desde dentro del cuerpo humano (Feringa logró incluso fabricar un minúsculo “nanocoche” de cuatro ruedas de que efectivamente puede rodar rudimentariamente).

Pero este año el prestigio de los Nobel, o al menos del de fisiología o medicina, recibió un duro golpe unas semanas antes del anuncio de los galardones. El Instituto Karolinska, que otorga cada año este premio, fue acusado de haber contratado en 2010 al médico italiano Paolo Macchiarini a pesar de varias acusaciones en su contra por mala praxis científica. Macchiarini era famoso por ser pionero en una técnica novedosa para hacer trasplantes de tráqueas “sembradas” con células madre del paciente receptor, para reducir el riesgo de rechazo. En el Karolinska iba a explorar el uso de tráqueas sintéticas igualmente sembradas con células madre.

Paolo Macchiarini
Macchiarini era acusado de haber realizado malas prácticas científicas en sus cirugías, que habían conducido a la muerte de algunos de los pacientes que habían recibido trasplantes de manera quizá innecesaria, lo que podría llevarlo a ser acusado de homicidio involuntario, así como de haber inflado su currículum para ser contratado. Además, la revista Vanity Fair dio a conocer un escándalo en el que enamoró y ofreció casarse con una periodista que lo entrevistó para un documental de televisión, al grado de prometerle que la misa la oficiaría el Papa… todo lo cual resultó un engaño (para colmo, resultó que Macchiarini, que por lo visto es un mentiroso crónico, estaba ya casado).

Por su parte, el Karolinska desoyó las acusaciones contra Macchiarini, no siguió los protocolos adecuados para investigar posibles casos de mala praxis científica y evadió varios de los requisitos de control de calidad para recontratarlo en 2013 y 2015. El estallar en los medios el caso, la reputación del Karolinska ha quedado dañada al grado de que todos los miembros de su comité directivo tuvieron que renunciar, así como dos de los participantes en su Comité Nobel, y se llegó a proponer que la entrega del premio de medicina se suspendiera por dos años, para entregar el dinero correspondiente a las familias de los pacientes fallecidos.

Hay quien aprovechará la situación para atacar la credibilidad de los Nobel y de la ciencia misma, alegando que está plagada de corrupción y vicios. Cierto: la ciencia mundial enfrenta crisis relacionadas con su confiabilidad; la falta de incentivos para reproducir experimentos y verificar que sus resultados sean confiables, las presiones políticas y económicas que dificultan el control de calidad de la investigación, la crisis de las revistas científicas arbitradas que en gran parte llevan a cabo este control, y otros problemas. Aunado a eso, en ciencia siempre han existido, como en toda actividad humana, ocasionales casos de abierta deshonestidad, (como ocurre con la falsificación de datos) y de mala práctica (lo que popularmente se conoce como “mala ciencia” o bad science, que es lo que parece ser el caso de Macchiarini).

Pero se trata de problemas minoritarios, no de la generalidad. La ciencia cuenta con mecanismos de control y autocorrección que siguen funcionando, por más que enfrenten problemas y tengan que adaptarse a los nuevos tiempos. De hecho, si la ciencia se volviera generalmente deshonesta, simplemente dejaría de funcionar.

Descalificar a la ciencia en general, o a los premios científicos más prestigiosos que se otorgan en el mundo, es injusto. El propio Instituto Karolinska ha tomado ya las medidas necesarias para corregir sus errores y garantizar que no vuelvan a repetirse. En todo caso, el que estos escándalos salgan a la luz es señal de que la comunidad científica como un todo sigue alerta para conservar su credibilidad y mantener la calidad de su trabajo y la confiabilidad de sus resultados.

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miércoles, 4 de mayo de 2016

Gaby Vargas ataca de nuevo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 4 de mayo de 2016

Contrariamente a lo que muchas veces se escucha, la ciencia –el mejor método que el ser humano ha desarrollado para obtener conocimiento confiable acerca de la naturaleza– no es siempre “fácil” ni “divertida”. Por el contrario: es una labor exigente, superespecializada y agotadora, llena de obstáculos y desengaños. Sólo quien tenga la vocación y el carácter suficientes puede hallar satisfacción en ella. Y su producto, el conocimiento científico, es complejo, abstracto –muchas veces se expresa en lenguaje matemático– y con frecuencia antiintuitivo y frustrante. La ciencia suele mostrar que las cosas no son como creíamos y que no podemos lograr todo lo que deseamos (obtener dinero o energía gratis, no envejecer ni morir, hallar la vacuna contra el cáncer o el catarro).

Quizá por eso son tan populares los charlatanes que ofrecen, bajo el mote de “autoayuda” o “autosuperación”, cosas que todos deseamos como salud, bienestar, juventud, dinero y amor. Para obtenerlos sólo es necesario pagar por las conferencias, libros, productos o terapias que cada gurú, invariablemente, vende. Algunos ejemplos famosos son Deepak Chopra, el (por fortuna) ya difunto “doctor” Masaru Emoto, Paulo Coelho, Carlos Cuauhtémoc Sánchez y otros similares.

Una característica frecuente en los vendedores de autoayuda es que toman algunas ideas científicas (o a veces sólo palabras que suenan científicas) y las mezclan con conceptos místicos o mágicos para obtener un revoltijo contradictorio, incoherente y falto de todo sustento científico, pero que vende y suena bonito. Y eso es lo que ofrecen como solución a todos los problemas de la vida. Ya lo decía Carl Sagan en su indispensable libro El mundo y sus demonios (Planeta, 1997), “La seudociencia es más fácil de presentar al público que la ciencia, porque el corazón de la seudociencia es la idea de que desear algo basta para que sea cierto.”

Una de las representantes más conocidas y exitosas de esta tendencia en México es la señora Gabriela Vargas Guajardo, conocida como Gaby Vargas. Hija de quien fuera fundador y dueño de MVS Comunicaciones, Joaquín Vargas Gómez, Gaby Vargas se hizo famosa primero como “asesora de imagen” y por sus libros y charlas sobre estilo y modales. Por desgracia, en los últimos años se ha interesado por los aspectos de la salud y el bienestar donde lo “espiritual” se mezcla con lo científico. Como resultado, se ha convertido en una ávida lectora y promotora de todo tipo de charlatanes seudocientíficos: Emoto, Chopra, Rupert Sheldrake y sus locas teorías sobre “resonancia mórfica” (que supuestamente explica por qué ocurren las coincidencias), y muchas, muchas otras locuras.

Las creencias de Vargas son, fundamentalmente, esotéricas, o como ella quizá prefiera decir, “espirituales”. Su problema, al querer mezclarlas con la ciencia, y es un gran problema, es que no cuenta con la preparación ni el conocimiento para distinguir la ciencia auténtica de sus imitaciones fraudulentas. Por el contrario: parece tener un talento especial para detectar charlatanes que se presentan como científicos pero que en realidad proponen “teorías” que carecen de fundamentos y que se contradicen con el conocimiento científico actualmente aceptado. Y se dedica a popularizar sus ideas en sus cápsulas de radio, columnas, blogs, libros y conferencias.

Quizá lo que le falta a Vargas es entender qué es lo que le da legitimidad al conocimiento científico. Lo que nos permite distinguir la ciencia legítima de la ciencia falsa (seudociencia) o deficiente (mala ciencia) es el consenso de la comunidad de expertos científicos en un tema dado. Ciencia es lo que la mayoría de los expertos en un campo acepta como válido en un momento dado, con base en la evidencia, los argumentos y la coherencia con el resto del conocimiento científico aceptado, entre otros factores.

Y por supuesto, este consenso cambia con el tiempo: conforme surge nueva evidencia, nuevos argumentos y nuevas teorías, lo que se considera ciencia válida puede modificarse. Pero sólo si hay muy buenas razones para ello. Por eso, cuando un investigador presenta una teoría, por más “novedosa” y “revolucionaria” que ésta sea, si no cumple con estos requisitos, según el criterio de la gran mayoría de sus colegas, podemos estar seguros de que sus ideas son incorrectas. Si con el paso del tiempo sigue siendo incapaz de convencer a sus supuestos colegas de la validez de sus teorías y aún así insiste en ellas y habla de un complot para acallar sus ideas, sabemos que se trata de un loco, un farsante o un charlatán.

Pues bien: Gaby Vargas acaba de lanzar al mercado un nuevo libro titulado Los 15 secretos para rejuvenecer: la verdadera antiedad (sic) está en tus células (Aguilar, 2016). Sobra decir que no lo he leído (aunque está en todas las mesas de novedades de las librerías del país); hace mucho que decidí no volver a gastar dinero en libros seudocientíficos, ni siquiera para conocer sus argumentos. Pero afortunadamente la señora Vargas pone el primer capítulo de su obra a disposición del público en su página web, y ha dado numerosas entrevistas a medios donde describe las ideas principales.


Y las ideas principales de este mazacote de ciencia y fantasía mágico-voluntarista (wishful thinking) son éstas (mis comentarios, entre paréntesis):

Telómero
1) La principal causa del envejecimiento es el acortamiento de las puntas de los cromosomas que existen en el núcleo de cada una de las células de nuestro cuerpo: los llamados telómeros. En cada división celular, los telómeros se acortan. Cuando se acortan demasiado, la célula deja de dividirse y muere. Cito literalmente, para mostrar el nivel de exageración: “De hecho, todas las enfermedades de las que has escuchado tienen que ver con un acortamiento de los telómeros”. (Aunque la relación de los telómeros con el envejecimiento es un hecho, este último enunciado es totalmente falso, y lo que afirma Vargas es una sobresimplificación brutal. El largo de los telómeros no es el único factor que explica el envejecimiento, y quizá ni siquiera el más importante.)

2) Los telómeros pueden ser restaurados por la acción de la enzima telomerasa. Este proceso puede alargar la vida de las células. (Nuevamente, una verdad a medias: normalmente la telomerasa sólo actúa en tejido embrionario, en las células germinales –gametos– y en ciertos tejidos muy específicos. La gran mayoría de nuestras células carecen de esta enzima. Y qué bueno, porque una activación de la telomerasa puede conducir al desarrollo de cáncer.)

Acortamiento
de los telómeros
3) Nuestros pensamientos y emociones pueden afectar la actividad de la telomerasa, que puede ser activada por pensamientos positivos e inactivada por los negativos. Por ello, nuestro estilo de vida y la manera como encaramos los problemas afecta de manera decisiva la forma como envejecemos. Es decir, si eres positivo y disfrutas la vida, envejecerás menos. (Por supuesto, nada de lo anterior tiene el menor sentido: es patentemente falso. No hay ninguna evidencia sólida que apoye tales fantasías, excepto las afirmaciones de los autores que Vargas escoge, cuyas investigaciones no son reconocidas por la comunidad mundial de expertos. Con esos argumentos pretende fundamentar “científicamente” la idea central de la autoayuda: “si deseas algo, se te puede cumplir”; en este caso, no envejecer.)

4) Esta influencia del pensamiento positivo en los telómeros se da a través de “vibraciones” de “energía” (cuando se habla de “energía” y “vibración” en el contexto del misticismo y la autosuperación, siempre se refiere a algo de índole espiritual, no al concepto usado en física… y más o menos lo mismo sucede con la palabra “cuántico”, otra favorita de Vargas y sus congéneres) y de los “campos electromagnéticos” que producen nuestras células y nuestro corazón, y que se pueden comunicar a otras personas. Vale la pena una cita literal: “no exagero al decir que tú y yo podemos intervenir para crear el futuro que deseamos, al ‘encender’ los genes que prolongan la edad […] y ‘apagar’ aquellos que nos envejecen tanto mental, como físicamente, al reducir la velocidad de la pérdida de los telómeros.” (Aquí la señora Vargas ya entra en el campo del desvarío total. Da por hecho que la ciencia “demuestra” la existencia del espíritu y que nuestros pensamientos y emociones “crean” la realidad y pueden modificarla a nuestra conveniencia.)

No hay espacio aquí para mencionar la cantidad de confusiones que Vargas presenta en su libro (confundir la modificación epigenética del ADN con la acción de las telomerasas, por ejemplo, o creer que la activación e inactivación de genes tiene algo que ver con éstas). Sólo mencionaré cómo cita uno de los pocos trabajos científicos serios en que se basa, el del Dr. Ronald DePinho, de la Escuela Médica de Harvard, publicado en noviembre de 2010 en la prestigiada revista Nature.

En su libro, Vargas dice que los resultados de “un interesante experimento realizado [en ratones] por el doctor Ronald A. DePinho […] bien podrían equipararse al hallazgo de la ancestralmente buscada fuente de la eterna juventud. […] Cuando DePinho provocó que los telómeros en sus células se alteraran, […]el ratón rejuveneció por completo: su piel, tejidos y órganos comenzaron a regenerarse como los de un joven”.

Lo malo es que no menciona –y quizá ni siquiera entiende– que los experimentos de DePinho se realizaron con ratones transgénicos en los que el gen que produce la enzima telomerasa se podía controlar artificialmente para encenderlo o apagarlo a voluntad. Un procedimiento que sólo puede realizarse en condiciones de laboratorio que sería absolutamente imposible de realizar en humanos (¡y mucho menos usando sólo “pensamientos positivos” en vez de ingeniería genética!).

Soy partidario absoluto de la libertad de prensa. Pero soy un defensor, como muchos otros colegas divulgadores científicos y pensadores escépticos, del rigor y la veracidad cuando se habla de ciencia. Presentar como ciencia algo que no lo es, es desinformar. Hablar de ciencia sin tener la preparación adecuada para hacerlo, y presentar como válidas teorías sin fundamento a un público amplio y deseoso de información útil es traicionar la confianza que ese público tiene en una comunicadora como Gaby Vargas.

Por lo pronto lo que puedo recomendar es que, si le interesa la ciencia y quiere saber qué dice ésta sobre el envejecimiento, se abstenga de leer el nuevo libro de Gaby Vargas.

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miércoles, 9 de marzo de 2016

Cuando la ciencia mete la pata


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de marzo de 2016

Mucha gente cree que la manera de hacer ciencia consiste en un investigador de bata blanca metido en un laboratorio haciendo experimentos para, finalmente, llegar a un “descubrimiento”. El famoso “método científico” garantiza que lo que se descubre sea científicamente válido, y por tanto prácticamente irrefutable.

Por eso, cuando surgen casos como el del artículo publicado el pasado 5 de enero en la revista PLOS ONE, titulado “Características biomecánicas de la coordinación de la mano al sujetar objetos en la vida diaria”, donde se afirma que dichas características corresponden “al diseño correcto por el Creador para realizar una multitud de tareas diarias de manera confortable”, y que “la coordinación manual indica el misterio de la invención del Creador”, el escándalo puede ser mayúsculo.

El 2 de marzo, el biólogo molecular británico James McInnerney dio la voz de alarma en Twitter, y de ahí el tema pasó al popular sitio Retraction Watch, que se especializa en dar seguimiento a publicaciones científicas erróneas. Siguió una verdadera tormenta en las redes sociales, con las etiquetas #creatorgate y #handofGod (mano de Dios). ¿Cómo pudo una tontería así haber sido publicada en una revista científica importante y prestigiosa?

La respuesta revela que la ciencia no es tan sencilla como la pintan.

En primer lugar, hay que recordar que el proceso de hacer ciencia no termina en el laboratorio: los datos, resultados y conclusiones que los investigadores obtienen tienen que ser discutidos por sus colegas, también expertos en el campo de que se trate. Para ello, se presentan en conferencias, seminarios y congresos, y posteriormente se envían como artículos formales a revistas científicas arbitradas, que los mandan a otros expertos que actúan como evaluadores y que revisan a fondo los datos, argumentos y conclusiones. Sólo cuando éstos satisfacen altos estándares se autoriza su publicación.

Este proceso, llamado “revisión por pares” (peer review) que forma la base del control de calidad en ciencia, no es perfecto. Hay revistas comerciales y caras, que cobran a los suscriptores, y que tienden a aceptar los artículos más “vistosos” (los que serán más leídos y recibirán mayor cantidad de citas por otros investigadores, lo que fortalece el prestigio –y las ganancias– de la revista), y no necesariamente los mejores. Otras revistas, llamadas “de acceso libre” (open access) son gratuitas para los lectores, pero cobran a los autores por publicar, lo que puede perjudicar su control de calidad en la búsqueda por publicar muchos artículos.

PLOS ONE es quizá la revista de acceso libre más importante del mundo; por eso es especialmente preocupante que sus editores y evaluadores hayan dejado pasar un artículo que hace referencia a una deidad como causa de un proceso de evolución, algo totalmente contrario al pensamiento evolutivo y al obligado criterio naturalista que exige la ciencia, y excluye considerar causas sobrenaturales para los fenómenos estudiados. No tiene caso hacer ciencia si se acepta que pueden existir milagros o creadores todopoderosos.

Hay que tomar en cuenta que los autores del artículo, liderados por Xiao-Lin Huang, de la Universidad Huazhong de Ciencia y Tecnología, en China, afirman no tener un buen dominio del inglés (lo que efectivamente se nota en la redacción de su artículo) y argumentan que confundieron la palabra “creador” con el equivalente chino a “naturaleza”. Ellos afirman que su investigación (que analiza la relación entra la complicada estructura de huesos, tendones y músculos de la mano con su notable versatilidad y precisión funcional, con miras a replicarla en manos robóticas) no tiene ninguna relación con el creacionismo, y piden que su artículo no sea “discriminado” debido a un error de traducción.

Puede ser. En todo caso, la responsabilidad por la publicación del artículo que contiene frases tan desafortunadas recae sobre PLOS ONE y su equipo editorial y de evaluadores, que tendrán que reforzar el control de calidad de su revista. Lo cual no es malo: en cualquier revista, comercial o de acceso abierto, se cuelan de vez en cuando artículos cuya calidad deja que desear. Mejorar los estándares de evaluación será benéfico para todos.

Pero el caso también nos muestra que la ciencia cuenta con mecanismos de autocorrección bastante confiables. El artículo de Huang tardó dos meses en ser detectado, pero el pasado 4 de marzo PLOS ONE, después de un análisis cuidadoso, decidió retirarlo (que es lo que usualmente se hace con artículos ya publicados en los que se detectan problemas de calidad).

En resumen, ¿qué se hace en ciencia cuando alguien comete un error? Cuando éste se detecta, se reconoce públicamente y se corrige. Ojalá otras actividades humanas fueran tan eficientes para remediar sus metidas de pata.

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