Mostrando las entradas con la etiqueta Educación. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Educación. Mostrar todas las entradas

domingo, 13 de mayo de 2018

Amenaza inminente

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de mayo de 2018

El título de esta colaboración no se refiere a las próximas y ominosas elecciones en México. Ni siquiera a lo que la Era Trump, con todas sus implicaciones, significa para el mundo. Tiene que ver, más que con política, con el tema de la cultura. Y en particular, de la cultura científica.

Vivimos tiempos oscuros. En todos los países se está presentando un cambio cultural que se manifiesta en fenómenos tan preocupantes como un número creciente de ciudadanos que creen, muchas veces apasionadamente, en ideas tan absurdas y carentes de sustento como que el cambio climático es inexistente, que las vacunas dañan la salud, que la Tierra es plana, que el sida no es causado por un virus, que el cáncer es provocado por los malos pensamientos (y se cura con limón y bicarbonato, secreto que “la industria farmacéutica no quiere que sepas”), que el ser humano jamás llegó a la Luna, que seudoterapias como la homeopatía, la acupuntura o las terapias con cristales o imanes son más eficaces que los tratamientos científica y clínicamente comprobados, o que el mal de Alzheimer es causado ¡por comer pan! (Gaby Vargas dixit, recientemente…).

Éstas y otras creencias no son sólo tonterías de alguna gente poco educada. Son ideas que están siendo aceptadas por grupos cada vez más amplios, y que incluyen no sólo personas individuales que ponen en riesgo su salud (o la de otros, en el caso de quienes se niegan a vacunar a sus hijos), sino también gobernantes, funcionarios, tomadores de decisiones, empresarios y líderes de opinión, que influyen en las vidas de muchas personas.

¿A qué se debe este fenómeno? Indudablemente es multifactorial. Me arriesgo a aventurar algunas de sus posibles causas:

1. El creciente deterioro del sistema educativo de muchos países, que causa que las habilidades de lectoescritura y de pensamiento lógico y crítico, además de la cultura general y científica de los jóvenes, se empobrezca.

2. El auge de la “cultura digital” que ha causado una crisis editorial en que los periódicos y revistas de papel, y en menor medida los libros, que tradicionalmente pasaban por un proceso más o menos riguroso de edición y de control de la calidad de sus contenidos, hayan sido reemplazados, en muchos casos, con lecturas disponibles en internet, cuyos contenidos pueden o no ser confiables.

3. La predominancia de las redes sociales, que monopolizan el tiempo que muchas personas antes dedicábamos a la lectura y nos acostumbran a recibir un continuo flujo de información fragmentaria, de calidad dudosa y que puede consumirse en bocados pequeños y compartirse instantáneamente. Ello ha acarreado, en todo el mundo, un deterioro en las capacidades lectoras: leemos menos libros –de hecho y nos cuesta más concentrarnos el tiempo requerido para leerlos–, y todo texto más extenso que un tuit nos parece “muy largo”.

4. Un “encono social”, nuevamente a nivel global, que ocasiona que los ciudadanos tiendan a desconfiar y rechazar toda forma de autoridad, incluida la intelectual y la académica. Y también, claro, la científica. Es impresionante, por ejemplo, cómo mucha gente puede confiar plenamente en supuestas terapias basadas en principios que parecerían contradecir todo sentido común, y desconfía en cambio de tratamientos avalados por extensos estudios clínicos e investigación detallada que nos permite entender cómo y por qué son eficaces.

Todo eso, sumado, parecería ser la receta para un desastre. Parecería que el siglo XXI nos ha traído, en vez de aquellos sueños de paz, salud, prosperidad, autos voladores y colonias en la Luna, la amenaza de una nueva Edad Media que se cierne sobre la civilización humana. O a veces así pareciera.

Contra esto, quienes nos hemos dedicado a labores culturales como la divulgación científica hemos siempre confiado en que propagar el conocimiento, poner la cultura científica –los argumentos, los datos, las explicaciones– al alcance del público general era una manera de contribuir a mejorar nuestra civilización y ayudar al progreso general de nuestras sociedades. Hoy, diversas investigaciones muestran que no basta con la información confiable y los argumentos lógicos para combatir la creencia en seudociencias y charlatanerías diversas. Quienes las albergan lo hacen, también, debido a un fuerte componente ideológico y emocional, que no puede ser modificado con argumentos racionales.

Seguramente exagero. Y seguramente tampoco hay mucho que hacer más allá de seguir buscando más y mejores formas de difundir la cultura científica.

Pero también convendría investigar qué podemos hacer para combatir mejor las ideas nocivas, y para recuperar ese aprecio por el conocimiento y la cultura que habían sido, hasta ahora, una de las mejores herramientas de supervivencia de nuestra especie.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx


domingo, 8 de abril de 2018

¡Vamos a la segunda Marcha por la Ciencia!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de abril de 2018

Si es usted científico o estudiante de ciencia; si es usted aficionado a la ciencia, o incluso si la ciencia no le interesa demasiado y nunca le gustó, pero es un ciudadano consciente de que el futuro, la prosperidad y el bienestar de un país dependen, inevitablemente, de su desarrollo científico y tecnológico, entonces tiene usted una cita este próximo sábado 14 de abril para participar en la segunda Marcha por la Ciencia.

¿Por qué? Por muchas razones. Porque el apoyo a la investigación científica y el desarrollo tecnológico son los motores que promueven, además del conocimiento básico sobre el mundo que nos rodea, los descubrimientos que llevan a patentes, y que hacen posible la creación de industrias innovadoras. Y éstas, a su vez, generan riqueza y empleos que elevan el nivel de vida de las sociedades, y permiten que los países que, más que “apoyar” la ciencia y la tecnología, se apoyan en éstas, sean naciones prósperas, poderosas, seguras e influyentes.

Porque en nuestro país el apoyo a la ciencia y la tecnología siempre ha sido de muchas palabras, pero muy pocas acciones. Los estándares internacionales recomiendan que se invierta como mínimo el 1% del producto interno bruto (PIB) en este rubro. Durante el gobierno de Vicente Fox, se modificó la Ley de Ciencia y Tecnología para incluir este requisito. Jamás se ha cumplido. Al comienzo del actual sexenio, Enrique Peña Nieto se comprometió a llegar a esa cifra: aunque durante los primeros años la inversión aumentó, apenas logró pasar del 0.5%. De 2016 a 2017 dicho presupuesto sufrió un recorte de 23%. Y de 2017 a 2018, una disminución adicional de 4.1%.

Los organizadores de la Marcha en México informan que, además, el número y los montos de las becas para estudiar posgrados se ha reducido, así como la cantidad de proyectos de investigación apoyados por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt). Sintomáticamente, el pasado miércoles un contingente de investigadores provenientes de diversas instituciones científicas del país se manifestaron frente a la sede del Conacyt, en la Avenida de los Insurgentes, en la Ciudad de México, bloqueando temporalmente el tránsito para exigir la creación de plazas y el aumento de salarios y seguridad social. Mientras tanto, gobernantes y legisladores continúan estableciendo políticas y tomando decisiones que no están basadas ni informadas por el conocimiento científico relevante que podría orientarlas en temas como salud, ambiente, derechos humanos, comunicaciones y muchos otros.

Además, como comentamos la semana pasada en este espacio, la comunidad científica nacional está enfrentando muy severos problemas por el cambio del sistema de captura del currículum único para el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), que debido a su pésimo diseño les está dificultando enormemente solicitar los apoyos que necesitan para seguir trabajando.

Marcha por la Ciencia:
un evento mundial
Pero la Marcha, que en México se llevará a cabo en varias ciudades como México, Guadalajara, Puebla, Toluca, Cuernavaca, Xalapa, Poza Rica y Tapachula, es un evento mundial. En 2017, cuando se organizó por primera vez como respuesta a las alarmantes políticas del gobierno de Donald Trump, convocó a más de un millón de personas en unas 500 ciudades de todo el mundo. En México más de 20 mil científicos marcharon en distintas ciudades. Se espera que este año la participación aumente (lo cual en parte depende de usted, estimado lector o lectora).

Objetivos de la Marcha
Además de las exigencias nacionales, los objetivos globales de la marcha son, entre otros, enfatizar que la ciencia promueve el bien común, exigir que las decisiones políticas se basen en evidencia, que los gobiernos apoyen la investigación científica y tecnológica, y que acepten el consenso científico en temas vitales como el cambio climático.

En la Ciudad de México la Marcha partirá del Ángel de la Independencia a las 4 de la tarde, para llegar al Zócalo. Si vive en otro Estado, consulte en internet los lugares y horarios de la Marchas más cercana (más información aquí: http://bit.ly/2H4txGo).

Lo importante es participar; no falte. ¡Vamos todos a marchar por la ciencia!

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 26 de noviembre de 2017

La era de la locura

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de noviembre  de 2017

El mundo parece estarse yendo a la mierda. En muchos sentidos, pero hoy quiero referirme a uno muy específico: al preocupante hecho de que nuestra especie está perdiendo lo más valioso que tiene, el conocimiento, para sustituirlo por la locura.

Un ejemplo concreto: hace unos diez años, en los cursos que constantemente imparto sobre cómo escribir de ciencia para un público general, cuando en la sección dedicada al combate a las seudociencias (una parte importante, aunque poco apreciada, de la labor de divulgación científica), solía mencionar la existencia de personas que creen que la Tierra es plana, e incluso le mostraba a los alumnos la existencia de una “Sociedad de la Tierra Plana” (Flat Earth Society). Su reacción era de absoluta incredulidad: no podían concebir que hubiera gente que realmente creyera tonterías como esa.

Hoy las cosas son muy distintas: no sólo hallamos por todos lados noticias sobre “tierraplanistas” (especialmente en internet, y especialmente videos en YouTube dando elaboradas explicaciones de por qué creen tal cosa), sino que la semana pasada nos enteramos por la prensa y los medios masivos de la celebración en Carolina del Norte de la primera Conferencia Internacional de la Tierra Plana (Flat Earth International Conference, o FEIC), evento que, según reportó Milenio Diario el pasado 21 de noviembre, está “destinado a cuestionar que la Tierra sea esférica”.

Más específicamente, según la página web oficial del evento, tenía como propósito “la verdadera investigación científica sobre la Tierra creada” (cursivas mías). Los argumentos que dan los creyentes en la Tierra plana son francamente hilarantes: una conspiración mundial que agruparía a todas las potencias espaciales, el uso de photoshop para alterar todas las fotos que muestran a la Tierra desde el espacio, la negación de toda la física, desde Newton hasta Einstein, que explica la gravedad y el movimiento de los cuerpos (para algunos tierraplanistas –porque hay varias subespecies– la gravedad es sólo el efecto del avance del disco plano de la Tierra a través del espacio, que nos mantiene pegados al suelo) y muchas otras tonterías.

Por supuesto, la idea de una Tierra plana es muy antigua y está ligada a muchas viejas concepciones mítico-religiosas, como la de que el firmamento está pintado en una inmensa cúpula que cubre todo el mundo, a través de la cual se mueven la Luna y los planetas… de algún modo. Muchos tierraplanistas creen también que los límites de lo que tendríamos que llamar “el disco terrestre” están formados por un muro inaccesible de hielo, por el que nada puede pasar. Cuando se les cuestiona sobre si creen que debajo de la Tierra plana haya cuatro elefantes sostenidos por una inmensa tortuga, o alguna otra de las múltiples creencias antiguas sobre el tema, simplemente eluden la pregunta diciendo que “nadie puede saber” qué hay más allá del mundo conocido.

Rascando un poquito se descubre pronto que muchos de los defensores de la Tierra plana basan su creencia en ideas religiosas (de ahí lo de “Tierra creada”), sobre todo provenientes del cristianismo literalista de muchas iglesias protestantes norteamericanas. Milenio reporta que el organizador de la Conferencia, un tal Robbie Davidson, afirma que la visión científica del mundo (que él califica de “agenda” y llama, confusamente, “cientificismo”) busca, a través de ideas como la evolución o la teoría del Big Bang, “alejar a las personas de dios”.

Usted podría pensar que se trata sólo de un grupo de locos. Pero es un grupo creciente. Y no se trata sólo de los tierraplanistas y de los fanáticos religiosos extremos que niegan la evolución y defienden el creacionismo y la interpretación literal de la Biblia, incluyendo la creación de Adán y Eva, el diluvio y el arca de Noé. Están también los negacionistas del sida, que no creen que esta enfermedad sea contagiosa ni producida por un virus; los negacionistas del cambio climático, de los cuales el más peligroso es hoy presidente de los Estados Unidos; los negacionistas de las vacunas, que siguen creciendo en número y han logrado ya que en varios países resurjan los brotes de enfermedades ya controladas y casi eliminadas, como sarampión o paperas. Y muchos otros que desconfían, por sistema, del conocimiento científico y defienden las más peregrinas y peligrosas teorías de conspiración.

Se trata, literalmente, de la decadencia de una cultura global, surgida desde la Grecia antigua, retomada, luego de una oscura Edad Media, durante el Renacimiento, y que gracias a la Ilustración llegó a ser la base de las sociedades modernas. Hoy, gracias a los fenómenos paralelos del deterioro de la educación a nivel global, y del surgimiento de la era de la información, se han dado las condiciones para su caída.

La era de la información trajo consigo, paradójicamente, a la era de la desinformación. Y desinformación no quiere decir falta de información, sino por el contrario, un exceso de información errónea, falsa, sesgada y malintencionada (otros nombres que recibe son fake news, posverdad). Y ésta circula gracias dos factores. Uno, la facilidad con que ciertas personas pueden caer en un exceso de racionalización que toma datos creíbles y lógicos, pero falsos, o bien elegidos selectivamente para apoyar una conclusión previa (lo que en inglés de llama cherry-picking), para acabar creyendo ciegamente en teorías de conspiración. Y dos, la facilidad con que podemos transmitir información de forma instantánea, masiva y gratuita a través de internet y las redes sociales virtuales.

Urge que, como sociedades a nivel mundial, hagamos algo para evitar la inminente nueva Edad Media que nos amenaza. Y las únicas armas de que disponemos son las mismas que siempre hemos tenido: la educación y la defensa de la cultura y el conocimiento.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 19 de noviembre de 2017

El fracaso de Peña Nieto

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de noviembre  de 2017

En junio de 2012, durante la campaña presidencial, Enrique Peña Nieto hizo enviar un correo electrónico a todos los miembros del Sistema Nacional de Investigadores –organismo que agrupa a los principales expertos científicos del país– ofreciéndoles, de ser electo, elevar el gasto en ciencia y tecnología hasta alcanzar la cifra mínima recomendada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE): 1% del producto interno bruto (PIB).

Ya electo, en septiembre del mismo año, en un evento titulado “Hacia una agenda nacional en ciencia, tecnología e innovación”, al que asistieron rectores y directores de universidades, además de destacados miembros de la comunidad científica y tecnológica del país, criticó que México invirtiera sólo el 0.4% en ciencia y tecnología, y ofreció aumentar dicha inversión en 0.1 cada año, hasta llegar al final de su sexenio al deseado 1%.

Más adelante, en 2015, durante la entrega de los Premios de Investigación de la Academia Mexicana de Ciencias, Peña Nieto pudo presumir que dicha inversión se había incrementado en un 36%, para llegar a 0.54% del PIB.

Sin embargo los problemas, como las excusas, nunca faltan. Y en este caso llegaron en forma de crisis petrolera y económica, devaluación, crisis de seguridad nacional, desastres naturales, presiones políticas y otros factores que han hecho que en los últimos años, la promesa de Peña Nieto haya quedado no sólo incumplida, sino olvidada.

¿Es grave esto? ¿Por qué tendría un país como México, con tantos problemas, dedicar tanto dinero a la ciencia y la tecnología? ¿Debemos obedecer ciegamente las órdenes de la OCDE?

La OCDE es un organismo internacional que agrupa a 35 países, uno de los cuales es México, y que tiene como objetivo coordinar las políticas económicas y sociales de sus miembros. Aunque se trata de un ente muy polémico, no hay duda de que la recomendación que hace a sus países miembros de invertir al menos el 1% de su PIB en ciencia y tecnología es un consejo excelente, basado no en una cierta ideología económica, sino en el hecho incontrovertible de que aquellos países que históricamente han invertido más en estos rubros son los mismos que presentan un mayor desarrollo no sólo científico, sino económico e industrial, medido a través del número de patentes, de empresas nacionales, y de la cantidad de dinero y empleos que éstas generan. Y este desarrollo científico-tecnológico-industrial se refleja no sólo en el bienestar y nivel económico de su población en general, sino también en el poderío económico y político de esas naciones, y por tanto en su nivel de autodeterminación, independencia y libertad.

En cambio, los países económicamente menos desarrollados, como el nuestro, tenemos un menor nivel de vida, menos poder de negociación y debemos someternos a las reglas que dictan los poderosos. Somos por tanto menos libres. Y todo esto es, en gran parte, producto de las decisiones que nuestros políticos toman respecto a la inversión en rubros como educación, por un lado, y ciencia y tecnología, por otro. No olvidemos que el 1% recomendado por la OCDE es sólo un mínimo, no un monto idóneo. Sólo como comparación, China dedica el 1.5% de su PIB a estos rubros, mientras que Brasil y Sudáfrica invierten el 1%. Y eso por no mencionar a países como Estados Unidos, con el 2.8, o Francia, con el 2.2.

Este año se acaba de aprobar en el Congreso el Presupuesto Federal para 2018. Y la inversión –que no gasto– en ciencia y tecnología, aunque no disminuyó, tampoco aumentó gran cosa, lo cual, en la práctica, implica un retroceso. Si bien, como comenta Alejandro Canales en una nota de la semana pasada en el suplemento Campus Milenio, los Diputados lograron incrementarlo de casi 91 a casi 92 mil millones de pesos respecto a la propuesta presentada originalmente por el Poder Ejecutivo, lo cierto es que no llegaremos mucho más allá del 0.5%. Con ello, nuevamente se estará violando el artículo 9 bis de la Ley de Ciencia y Tecnología de nuestro país, vigente desde 2002, que a la letra especifica que: “El monto anual que el Estado destine a las actividades de investigación científica y desarrollo tecnológico […] no podrá ser menor al 1% del producto interno bruto del país”. Hecho que ya ha sido denunciado, a lo largo de tres sexenios, por la comunidad científica mexicana.

Se trata, sin lugar a dudas, de un grave fracaso, de una importante promesa incumplida del presidente del “te lo firmo y te lo cumplo”. Un fracaso que refleja, además, los valores de nuestra sociedad, que no acaba de entender que para salir del tercer mundo necesitamos reevaluar a fondo las prioridades nacionales y entrar de lleno al siglo XXI.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 9 de abril de 2017

El choque en Reforma

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de abril de 2017

Hace mucho que la opinión pública no se conmocionaba tanto por un accidente automovilístico como con el ocurrido en la madrugada del viernes 31 de marzo en el Paseo de la Reforma (que no “avenida Reforma”).

En parte, el intenso interés del público y los medios por el tema se debe a lo aparatoso del accidente, que ocasionó que el auto se partiera longitudinalmente por la mitad al chocar con un poste, que lo atravesó como cuchillo en mantequilla, y que los cadáveres de cuatro pasajeros quedaran regados por la banqueta. Uno de ellos perdió una pierna por debajo de la rodilla; otro sufrió una impresionante decapitación.

Pero lo cierto es que constantemente ocurren accidentes similares en las ciudades y carreteras del país, sin que susciten tal interés. Aparte de lo céntrico de lugar, probablemente el factor que captó la atención del público hayan sido las fotos y videos que mostraban, en toda su crudeza, la magnitud de lo acontecido. En la era de internet, los medios digitales y redes sociales permiten que la información y las imágenes se difundan viralmente como nunca antes.

El accidente ha desatado una gran variedad de comentarios y discusiones. Los temas van desde la irresponsabilidad del conductor, que casi seguramente iba tomado o drogado, pasando por la necesidad de que el gobierno establezca medidas como reductores de velocidad en vías como la recta del Paseo de la Reforma que va de la Fuente de Petróleos a la esquina con Lieja, a propuestas para que los servicios de valet-parking puedan negar la devolución de un auto a un cliente en evidente estado de ebriedad, o acusaciones de responsabilidad por el accidente contra los dueños de bar donde los accidentados estuvieron bebiendo.

Una propuesta sensata sería colocar alcoholímetros gratuitos en los bares, con pajillas desechables; algo que este columnista ya observó hace unos diez años en antros de Montevideo. La idea de una prueba obligatoria no parece tan factible. En cambio, los comentarios que buscan culpabilizar a las mujeres que fallecieron en el accidente resultan estúpidas y despreciables. (Y ya ni hablemos de estupideces como la ridícula “bruja” que realizó un ritual mágico en el sitio para ahuyentar a los “espíritus” que causaron el accidente.)

Pero en mi opinión lo esencial es la responsabilidad del conductor que, esperemos, será juzgado y castigado según lo marca la ley, de manera justa pero inflexible. Y es que el individuo debió haber sabido que conducir un vehículo de 1.7 toneladas a unos 180 km/hora o más (la velocidad exacta varía según la fuente) era una grave imprudencia.

He aquí, quizá, lo más básico del problema: el conductor de ese BMW blanco de dos millones de pesos carecía –como carece la gran mayoría de la población mexicana– de las nociones básicas respecto a las leyes newtonianas del movimiento.

Cierto: uno estudia en la secundaria y bachillerato principios tan elementales como que la inercia de un objeto en movimiento –su tendencia a seguirse moviendo– depende de su masa y velocidad; que dicha inercia puede superar a la fricción que mantiene a las llantas rodando sobre el pavimento sin resbalar, o que la resistencia de los objetos tiene límites obvios que también se relacionan con su masa y velocidad al chocar con un cuerpo inamovible (como resultó serlo el dichoso poste).

¿Cómo es posible que el auto de lujo, con avanzados mecanismo de seguridad, se partiera con tanta facilidad? ¿Cómo es posible que hubiera una cabeza, una pierna y quizá otros fragmentos humanos regados por la banqueta? Todo depende de la velocidad del coche al momento del choque. La cual es, en efecto, consecuencia de la potencia del motor, de la falta de reductores de velocidad en Reforma, pero sobre todo de la falta de previsión del conductor.

Muchas leyes de la física, como tantos otros conceptos científicos, no forman parte de nuestros instintos, y con frecuencia resultan de hecho contraintuitivas. Sí, todos sabemos cachar una pelota que se nos arroja, y lo hacemos sin darnos cuenta de la serie de cálculos que realizamos instantáneamente. Pero no sabemos instintivamente que por encima de cierta velocidad las llantas de un auto pierden agarre sobre el pavimento, sobre todo en una curva, o que el impacto puede partir en dos un coche o decapitar a una persona (el conductor, asombrosamente, salvó la vida gracias a las bolsas de aire… y a que el poste pegó ligeramente a la derecha de su asiento).

Para eso necesitamos estar educados. Haber llevado una buena clase de física y haber incorporado a nuestra manera de pensar, a nuestra forma de percibir el mundo, al menos algunos de esos principios. (Incluyendo también, claro, el muy elemental de que el consumo de alcohol disminuye la velocidad de los reflejos, y obnubila la capacidad de juicio.)

Accidentes como el de Reforma son causados también por la falta de una cultura científica elemental por parte de los conductores. Por eso, entre tantas otras causas de un fenómeno multifactorial como éste, las tragedias de ese tipo siguen siendo tan frecuentes. Ojalá que el caso sirva para que todos, como sociedad, comencemos a hacer algo al respecto.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!

martes, 14 de marzo de 2017

Posverdad: cerebro vs. tripas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de marzo de 2017

El término “posverdad” (post-truth), surgido en 2010 y nombrado palabra del año 2016 por el Diccionario Oxford, se ha puesto de moda en gran parte debido a Donald Trump y sus secuaces, con su política de “hechos alternativos”.

Esta manera de pensar, que también se describe como “post-fáctica”, se caracteriza por poner los hechos por debajo de las creencias. O, como lo expresa el propio Diccionario Oxford, porque “los hechos objetivos son menos influyentes para formar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y la creencia personal”.

En otras palabras, se pone lo que uno cree, o quiere creer, por encima de lo que se sabe mediante medios confiables. Se prefiere creer y confiar en aquella información que coincide con nuestras filias y fobias, con nuestros deseos y temores, con nuestra ideología y creencias, que aquella que coincide con la realidad. Se piensa visceral más que cerebralmente, pues.

La Wikipedia, por su parte, nos informa que la posverdad, en especial en el campo de la política, opera ignorando la evidencia y argumentos que vayan en contra de lo que se cree, y mediante estrategias como seguir repitiendo afirmaciones que coinciden con una ideología, independientemente de que se haya demostrado su falsedad, o bien apelando a conspiraciones y cuestionando la legitimidad de las fuentes contrarias.

Si bien este tipo de mecanismos y de sesgos ideológicos y políticos siempre han existido, todo parece indicar que se han recrudecido en este nuevo siglo, al grado de haberse convertido en un problema que está llevando a catástrofes como el resurgimiento de ideologías discriminatorias que se creían ya superadas, al menos en principio (racismo, sexismo, misoginia, homo y transfobia, xenofobia, clasismo…), y al establecimiento de regímenes de gobierno de rasgos demagógicos y autoritarios. El peor ejemplo de todo ello junto es, por supuesto, el gobierno de Trump. Pero como sabemos, hay otros países donde fenómenos similares existen o amenazan con surgir.

El pasado jueves el recién nombrado director de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) estadounidense, el abogado republicano Scott Pruitt, afirmó públicamente (de nuevo) que “no cree que el dióxido de carbono sea uno de los principales causantes del calentamiento global”. “Creo –añadió– que medir con precisión el efecto de la actividad humana en el clima es muy difícil, y hay un tremendo desacuerdo sobre su grado de impacto; así que no, no estoy de acuerdo con que [el dióxido de carbono] sea un contribuyente primario al calentamiento global que estamos viendo”, dijo Pruitt en una entrevista televisiva en el canal CNBC.

Aumento en los niveles
de dióxido de carbono
http://ow.ly/ijuV309SIM7
La escandalosa afirmación de Pruitt al menos no niega que existe un calentamiento. Pero sí niega el consenso de prácticamente todos los expertos científicos en el tema, a nivel global: que el dióxido de carbono, cuya concentración en la atmósfera ha ido aumentando cada vez más aceleradamente como consecuencia de la actividad humana (principalmente por la quema de combustibles fósiles) a partir de la revolución industrial, es el principal gas de efecto invernadero responsable del cambio climático global que nos amenaza.

Existen otros gases de efecto invernadero: el principal es el vapor de agua, cuya concentración en la atmósfera es extremadamente variable y sobre la cual no podemos ejercer básicamente ningún control (sin embargo, sí sabemos que un aumento en la temperatura promedio del planeta aumenta la evaporación de agua, lo cual a su vez acelera el proceso de calentamiento, causando un efecto de retroalimentación). Otro gas cuyo efecto de invernadero –dejar pasar la luz solar pero no dejar salir los rayos infrarrojos en que ésta se convierte cuando se refleja en los mares o la superficie terrestre– mucho más potente que el del dióxido de carbono es el metano. Aunque es producido por diversas fuentes naturales, la actividad humana ha aumentado enormemente su concentración (simplemente la ganadería de vacas produce anualmente un estimado de 80 millones de toneladas de metano). Aun así, su concentración media en la atmósfera es baja, y su efecto en el calentamiento global es mucho menor que el del dióxido de carbono, por lo que tiene sentido concentrar los esfuerzos en regular a éste último.

Desde que Trump nombró a Pruitt en diciembre pasado, se le ha cuestionado por ser un negacionista del cambio climático y por tener conflicto de interés, pues ha actuado anteriormente en favor de la industria petrolera y automovilística, ambas afectadas por las medidas contra la emisión de dióxido de carbono establecidas anteriormente por la EPA. De hecho, en diciembre Trump declaró: “Durante demasiado tiempo, la EPA ha gastado dinero de los contribuyentes en una descontrolada agenda contra el sector energético que ha destruido millones de puestos de trabajo”, y anunció que “revertirá esa tendencia”.

¿Cómo es posible que, en pleno siglo XXI, con tantos avances de la ciencia y la tecnología, con tantos logros en las áreas de las humanidades y los derechos humanos, estemos retrocediendo hacia una era donde la posverdad domina? Yo tengo una teoría: la comunicación gratuita, instantánea y global a través de internet y las redes sociales puede tener algo que ver.

Como escribiera Umberto Eco, que se nos fue demasiado pronto, antes lo común era que sólo una persona preparada lograra hacer que sus ideas se difundieran masivamente a través de libros, revistas, periódicos y noticiarios de radio y TV. Porque tenía que pasar por filtros editoriales de control de calidad. Hoy, en cambio, internet hace posible que “el tonto del pueblo”, es decir, cualquier persona con o sin preparación, tenga acceso a un foro global donde los contenidos no pasan por ninguna curaduría editorial, ningún control de calidad. Todo se publica, y lo que se difunde, lo que se vuelve viral, no es lo mejor o lo más sensato, confiable o razonable, sino lo que resuena mejor con los gustos de la mayoría.

Un ambiente así es el caldo de cultivo perfecto para que el trabajosamente adquirido hábito del pensamiento crítico sucumba ante la tiranía del pensamiento de masas, siempre sujeto a las veleidades de la moda, de la creencia cómoda, del sesgo ideológico.

La única solución, creo, tardará y será ardua: consiste en reeducarnos, como sociedad, para aprender de nuevo que no todas las opiniones valen lo mismo, y para difundir los hábitos de pensamiento crítico que nos permitan distinguir entre los atractivos datos-basura y los no siempre agradables, pero sí más confiables, datos basados en evidencia confirmable.

De otro modo, si seguimos pensando con las tripas y no con el cerebro, el futuro de las sociedades democráticas pinta, francamente, mal.

¿Te gustó?
Compártelo en Twitter:
Compártelo en Facebook:

Contacto: mbonfil@unam.mx

Para recibir La ciencia por gusto cada semana
por correo electrónico, ¡suscríbete aquí!