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domingo, 16 de septiembre de 2018

Recordando a Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
16 de septiembre de 2018

Me hubiera gustado publicar esta columna el 2 de octubre, cuando se cumplirán exactamente dos años de la muerte de Luis González de Alba.

Pero faltan varias semanas para eso, y prefiero hablar hoy del libro dedicado a él, Luis González de Alba, un hombre libre, que coordinó Rogelio Villarreal, quien amablemente me invitó a colaborar con un texto sobre la actividad de Luis como divulgador científico. Como recientemente tuve, además, el honor de participar en la presentación del mismo, junto con Ivabelle Arroyo y Adrián González de Alba Cortés, aprovecho para compartir algunas de las ideas que expuse ese día.

Pero hay otro motivo: “La ciencia por gusto” había ocupado desde la muerte de Luis el espacio dominical del periódico Milenio Diario que correspondiera durante tantos años a su propia columna de divulgación científica, “Se descubrió que…”. Como ésta es la primera entrega que ya no aparecerá en ese diario, creo que dedicarla a González de Alba es un mínimo homenaje a él y al espacio de ciencia que defendió, y que hoy ya no existe en la edición dominical de Milenio.

Una de las paradojas de querer hablar de una persona como Luis González de Alba es que al tratar de definirlo, cualquier intento se queda corto. Incluyendo la frase que encabeza el libro, “un hombre libre“. Por supuesto, Luis lo fue: muchos de los autores coinciden en describirlo como “uno de los hombres más libres que conocieron”. Pero fue también muchas otras cosas. Fue un hombre libre, pero no sólo fue un hombre libre. Fue, sin duda, también un destacado intelectual –aunque ajeno siempre a la élite oficial–, pero no sólo fue un intelectual. Fue uno de los principales líderes del movimiento estudiantil del 68, pero no fue sólo eso; fue comerciante, activista, columnista, hedonista, poeta, novelista, melómano y hasta músico… todas esas cosas y muchas más, pero ninguna lo define. Sólo el conjunto completo –y ni siquiera eso, seguramente– logra darnos una idea del tipo de persona que fue.

De ahí lo oportuno y lo valioso del libro, editado por Tedium Vitae, y que se puede encontrar en buenas librerías y también puede pedir por internet o comprar como e-book. Consta de 42 textos breves escritos por 30 autores, con profesiones diversas: periodistas, escritores, investigadores y divulgadores científicos, activistas, músicos... Está dividido en seis secciones que, por sí mismas, revelan ya el amplio abanico de los intereses y habilidades del homenajeado: “el amigo”, “1968”, “los libros”, “el divulgador de la ciencia”, “el músico” y “Fundasida”. No en balde Villarreal eligió como título de su texto introductorio la frase “Nada humano me es ajeno”.


Al leerlo, lo primero que descubrí es lo poco que yo conocía realimente sobre Luis González de Alba. Yo creía conocerlo, sobre todo porque, además de sus libros y su trayectoria, traté de leer todo lo que publicó a su muerte. Pero leyendo este libro me di cuenta de que el universo González de Alba es mucho más amplio de lo que yo siempre había imaginado.

No hay espacio aquí para reseñar las tantísimas anécdotas y facetas de la vida de González de Alba que se relatan en cada uno de los textos. Pero quizá uno de los que más me gustaron fue el escrito por su sobrino Adrián, quizá la persona más cercana a Luis: "Barquitos de papel", un entrañable relato del que agradezco los muchos detalles que nos permiten ver facetas personalísimas de su tío. Como esa descripción escalofriante de uno de los infames ataques de vértigo que sufría, que lo dejó tirado en el baño, vomitando e indefenso. Fue ese vértigo familiar e incurable uno de los factores que lo llevaron a tomar la decisión de quitarse la vida, antes de sufrir más deterioro.

Me impresionó también, en el texto de Rafael Pérez Gay, su editor en los últimos años, la descripción  de cómo Luis pasó sus últimos días terminando meticulosa y concienzudamente todos sus pendientes, con prisa pero con calma, sin decirle a nadie su intención de suicidarse, pero dejando todo en orden.

Hay también quien señalaba que su narrativa llegaba a ser cursi. Yo podría estar de acuerdo, pero no sin señalar que lo cursi es también un componente indispensable del amor y hasta del sexo, y que sus novelas –parte ficción, parte autobiografía– formaron parte importante de mi formación emocional. En mi opinión, son testimonios equiparables a relatos autobiográficos o testimoniales como La estatua de sal, de Salvador Novo, Una vida no/velada, de Elías Nandino o El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata.

Respecto a su faceta como divulgador científico, que es la que justifica esta columna, insisto en lo que ya escribí en mi capítulo en el libro (“Luis, la ciencia y la calle”): González de Alba es uno de los grandes pioneros de la divulgación científica contemporánea en México. Su labor de divulgación en medios impresos es comparable con, y muchas veces superior a –si no por calidad, sí por constancia y trayectoria– la de otros miembros de su generación como Marcelino Perelló, Shahen Hacyan, Cinna Lomnitz, Mauricio-José Schwarz y Javier Flores. Suelo usar textos suyos en mis cursos sobre cómo escribir divulgación científica, en gran parte por la calidad de su prosa, que además de rigurosa y clara, atractiva, eficaz y contundente, mostraba también una constante búsqueda por innovar las maneras de escribir de ciencia, haciendo uso de los recursos literarios.

Siguiendo un poco el espíritu contestatario y provocador de Luis, no quiero hacer sólo su elogio, sino también mencionar que su compleja personalidad tenía aspectos difíciles. Entre ellos sus “toques de mal humor“, que menciona Rafael Pérez Gay, su terquedad, su conocida personalidad gruñona, y su –para mí– bastante evidente carácter obsesivo (que comparto en cierta medida), y que Luis lograba siempre convertir en algo provechoso, al señalar errores, imprecisiones, ambigüedades e incongruencias en las ideas o los escritos de los demás. (Yo mismo llegué a ser víctima de sus puntillosas correcciones por alguna de las columnas que en ese entonces publicaba los miércoles en Milenio, aunque afortunadamente no más de dos o tres veces.)

En resumen, Luis González de Alba, un hombre libre es un libro valioso y disfrutable que permite conocer un poco más a este hombre múltiple, polémico y admirable que, como dice Ivabelle Arroyo en su texto, "a veces no tuvo la verdad, pero siempre tuvo la razón", y poder así recordarlo más honrosamente. Enhorabuena.

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domingo, 18 de marzo de 2018

La fama de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de marzo de 2018

Quizá la mayor sorpresa que ha dejado la muerte del cosmólogo inglés Stephen Hawking el pasado 14 de marzo (la noche del martes 13, para quienes vivimos en América), es constatar el tamaño descomunal de su fama.

Sabíamos que era, sin la menor duda, el científico más famoso del mundo. Pero, a pesar de ello, era sólo un científico: dudo que mucha gente hubiera podido prever que su muerte haría que se pararan las prensas, que se saturaran las redes sociales, que las redacciones de todos los periódicos y noticiarios se dedicaran desesperadamente a buscar opiniones autorizadas sobre su vida y obra, que las primeras planas de todos los diarios le dedicaran al menos un espacio.

Normalmente, ese tamaño de reacción se reserva para cuando muere una princesa o una estrella del espectáculo, o para cuando el presidente de los Estados Unidos es víctima de un atentado. Que un físico dedicado a un área tan compleja y matemáticamente abstrusa como el origen y evolución del universo, la estructura y comportamiento de los hoyos negros, la relación entre relatividad y mecánica cuántica y demás temas que sólo se pueden comprender a fondo si se tiene una avanzada preparación matemática, resulta cuando menos inesperado.

¿Cómo es que Hawking se convirtió no sólo en un personaje mundialmente famoso y apreciado, sino en un ícono de la cultura pop? La respuesta, creo yo, como muchos otros, reside, además de su prestigio académico, básicamente en dos factores: su lucha constante, durante más de 50 años, contra la enfermedad que lo aquejaba, que le robó el habla y la capacidad de moverse, y el amplio y continuo trabajo de divulgación científica que llevó a cabo durante décadas. Básicamente a través de libros que se volvieron en muchos casos best-sellers, pero también mediante conferencias, entrevistas y participación en programas de radio y TV.

Comenzando con el inmensamente exitoso Breve historia del tiempo (con el subtítulo “del big bang a los agujeros negros”), publicado en 1988, Hawking continuó escribiendo regularmente libros para el gran público. Entre sus títulos más populares están El universo en una cáscara de nuez, Agujeros negros y pequeños universos y Brevísima historia del tiempo. También escribió, junto con su hija Lucy, cinco libros para niños, y realizó compilaciones comentadas de los grandes artículos de la física y las matemáticas, como A hombros de gigantes, los grandes textos de la física y la astronomía y Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia.

A pesar de sus grandes ventas –Hawking comenzó a escribir divulgación para subsanar sus apuros económicos, cosa que logró ampliamente–, sus libros tenían fama de ser difíciles de entender para el lector común, y muchos los comenzaban a leer, pero no los terminaban. Aún así, despertaron la curiosidad y el asombro ante la imagen del universo que nos revela la física moderna.

En el obituario que publicó en el diario inglés The Guardian, el matemático y físico Roger Penrose, colega e importante colaborador de Hawking, comenta que, además de la precisión, concisión y buena prosa de Hawking –producto en buena parte de sus limitaciones, que lo obligaban a pensar muy bien cada palabra–, “es difícil negar que su condición física misma debe haber llamado la atención del público”.

Transformado en superestrella, Hawking fue admirado por muchos –a veces exageradamente– y odiado por otros. Hay que lo consideraba el mejor científico del mundo o de la historia. Otros parecían pensar que era el ser humano más inteligente en existencia, y creían que cualquier opinión emitiera sobre cualquier tema era incontrovertible. Ni lo uno ni lo otro; ser el físico más famoso no quiere decir que fuera el mejor. De hecho, el concepto de “el mejor” carece de significado cuando se habla de científicos, intelectuales o artistas, porque ninguna de estas actividades es una competencia (como sí lo pueden ser los deportes o los concursos de belleza).

Hawking no fue un físico revolucionario, como sí lo fueron Galileo (que fundó las bases matemáticas de la física moderna, la astronomía y del método científico), Newton (que llevó a la física clásica a su perfección y reveló las leyes precisas que gobiernan el movimiento de los cuerpos) o Einstein (que cambió por completo la comprensión que teníamos del espacio, el tiempo y la gravedad). Hawking fue un físico destacado, pero hay muchos igual de importantes que él, aunque no tan famosos. Carlos Tello Díaz cita, en Milenio Diario del pasado 15 de marzo, una frase de su autobiografía Breve historia de mi vida, donde él mismo se ubica en su justo sitio: “Para mis colegas soy sólo otro físico, pero para un público más amplio me convertí posiblemente en el científico más conocido del mundo”.

¿Fue inmerecida la fama de Hawking? De ninguna manera. Porque la logró con base no sólo en su inteligencia y logros científicos, sino con un trabajo sostenido que pocas personas son capaces de realizar; mucho menos si padecen una enfermedad como la suya. Pero además porque sirvió para hacer que muchas personas pudieran acercarse a la ciencia, sus complejidades y su fascinación. Ayudó a difundir el conocimiento científico, a fomentar el pensamiento crítico y despertó numerosas vocaciones. Stephen Hawking fue sin duda un gran divulgador científico, además de un destacado investigador. Parafraseando lo que expresó mi buen amigo y colega el físico Sergio de Régules, el que no fuera el mejor físico del mundo no quiere decir que no fuera un gran físico.

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domingo, 11 de junio de 2017

La escritora que metió la pata

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de junio de 2017

El pasado 4 de junio la famosa escritora española Rosa Montero publicó en su columna “Maneras de vivir”, del suplemento cultural El país semanal, un texto titulado “Consumidores engañados y cautivos”, donde hacía una serie de afirmaciones incorrectas y descabelladas.

Entre ellas, que Norman Borlaug –el padre de la “revolución verde” que ayudó a mejorar enormemente la producción alimentaria mundial mediante cruzas para obtener cultivos mejorados– había “creado semillas transgénicas” (nada de eso: todas se obtuvieron mediante técnicas convencionales, no moleculares: cruzas, hibridación y selección de plantas y semillas). Que el trigo y centeno que se produjeron así contienen un “nuevo” gluten que es la causa de los actuales casos de intolerancia a esta proteína (en realidad no existe intolerancia al gluten fuera de quienes padecen, por una predisposición genética, la enfermedad celíaca: menos de 2 de cada 100 adultos, quienes pueden ser gravemente afectados por su consumo).

Montero afirmaba también que los resultados de la investigación científica que llevan a cabo las empresas farmacéuticas “no son más que publicidad encubierta” (como si no estuvieran sujetos a los mismos controles de calidad que cualquier investigación que se publica en revistas científicas arbitradas, y adicionalmente a los detallados requerimientos de seguridad que imponen las autoridades sanitarias de todos los países antes de autorizar la salida al mercado de nuevos medicamentos).

Y, finalmente, sostenía que la homeopatía no sólo puede tener verdadera utilidad terapéutica, “aunque sólo fuera por el efecto placebo” (cuando éste consiste, precisamente, en la falta de efecto en presencia de un tratamiento, comparado con su ausencia), sino que hay una “campaña” (“meses de un machaque tan orquestado y pertinaz no puede ser casual”) en contra de ella, financiada por los laboratorios farmacéuticos (que son, nos revela, “los verdaderos dueños del mundo”).

Y es que, efectivamente, en España ha habido una muy necesaria y aplaudible reacción contra la inclusión de la homeopatía en cursos universitarios y la venta libre de los seudomedicamentos homeopáticos en las boticas, junto a los productos que Montero llama, incorrectamente, “alopáticos” (usando un término peyorativo inventado por los homeópatas). Pero se trata de un movimiento surgido del sentido común y del pensamiento crítico de personas educadas, bien informadas y preocupadas por la salud de los ciudadanos. Y está basado en décadas de investigación y numerosos estudios científicos y revisiones detalladas de éstos por organismos sanitarios de diversos países, que han llegado a la conclusión inequívoca de que la homeopatía –al igual que otras seudomedicinas “alternativas” como la acupuntura o el reiki– es totalmente ineficaz desde el punto de vista terapéutico (aunque no, obviamente, desde el comercial).

Aparte del tono anticientífico y conspiranoico de su escrito, y de otro en el que responde a la defensora del lector de El país, Montero –quien, sorprendentemente, estudió periodismo– manifiesta una total incomprensión del principio de verificación que todo periodista –igual que cualquier científico– debe seguir antes de publicar su información. Sustenta sus absurdas afirmaciones no con citas a fuentes confiables, sino con frases como “supongo”, “me parece” o “estoy segura que”.

La reacción contra el texto de Montero ha sido tremenda. Numerosos expertos, así como personalidades de la divulgación científica, han explicado ampliamente por qué lo que dice son tonterías, y por qué es tan grave que una líder de opinión respetada como ella propague tal basura conceptual. Grave y peligroso.

Las opiniones de Montero son, creo yo, sólo una muestra más de la preocupante tendencia global a desconfiar del conocimiento científico, obtenido mediante trabajo riguroso y detallado, y sustentado en datos verificables, y a dar entrada, en cambio, a todo tipo de creencias, por absurdas e infundadas que resulten, con tal que de resuenen con nuestras creencias, deseos e ideologías.

Pero, a diferencia de Montero, yo no creo que dicha tendencia a la “posverdad” sea producto de una conspiración internacional, ni que esté financiada por nadie. Simplemente, es expresión del deterioro de nuestra educación, del predominio, en medios comerciales y redes sociales, de ideas simples y pegajosas por encima de la información rigurosa y verificada, y del descontento social ante toda forma de autoridad.

Ante ello, no queda más que reforzar los esfuerzos para educar, tanto en la escuela como en los medios, y combatir la desinformación –sobre todo en temas de ciencia, ambiente y salud– con conocimiento. Cuando los charlatanes hablan y los demás guardamos silencio, ellos ganan.

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domingo, 19 de febrero de 2017

Pseudología fantástica


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de febrero de 2017

Otro título para esta columna podría haber sido “Mentirosos patológicos”, o “compulsivos”. Pseudología fantástica es el nombre (originalmente en latín) usado para describir el desorden psiquiátrico también conocido como “mitomanía”.

Si usted jamás había conocido alguien que lo padeciera, felicidades. Estas personas, que se caracterizan por su enorme capacidad para estar constantemente generando mentiras, que mantienen con una enorme convicción y serenidad, logran engañar, a veces durante mucho tiempo, a las personas que los rodean, y les pueden llegar a causar grandes daños, tanto psicológicos y emocionales como laborales, monetarios y sociales.

Desgraciadamente, hoy usted conoce ya a un gran mentiroso patológico, que además está rodeado de un equipo de otros mitómanos que lo apoyan. Y está afectando la vida de miles de personas en todo el mundo. No necesito decir su nombre.

La mitomanía no es una enfermedad bien reconocida por la comunidad psiquiátrica. Aunque aparecía en la tercera edición del Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-III), editado por la Asociación Estadounidense de Psiquiatría, y que constituye una de las referencias clave para definir y diagnosticar alteraciones psiquiátricas, no fue incluido en la cuarta edición, ni en la actual, la quinta. No obstante, desde que fue descrita en 1891 por el psiquiatra alemán Anton Delbrück, ha sido aceptada como una entidad clínica real por numerosos especialistas que, a falta de criterios diagnósticos estandarizados, lo determinan con base en los patrones de comportamiento del individuo, mediante la observación, o a través de reportes de sus seres queridos.

He aquí algunas de las características que presentan los pacientes con pseudología fantástica (tomadas del blog especializado Compulsive Lying Disorder):

–No pueden controlar sus mentiras y no sienten remordimiento, sin importar cómo las mentiras los afecten a sí mismos o a otros.

–La falta de remordimiento es debida a que el individuo se involucra tanto en la mentira que está diciendo que comienza a creerla él mismo.

–Si se le confronta con sus mentiras, insistirá en que está diciendo la verdad.

–Con el paso del tiempo, el individuo se vuelve tan hábil para decir mentiras que es muy difícil para los demás determinar si está diciendo la verdad.

–Sus mentiras no son totalmente improbables; contienen un elemento de verdad (son plausibles, lo que diferencia a estos individuos de quienes padecen psicosis o alucinaciones).

–La tendencia a mentir es crónica, de larga duración.

–Se puede determinar clínicamente que el motivo de las mentiras es interno, no externo; es un rasgo de la personalidad del mentiroso, no un producto de las circunstancias del momento.

–Las mentiras tienden a presentar al mentiroso de manera favorable (por ejemplo, como héroe o víctima).

Aunque no se conocen las causas de este trastorno, hay evidencia de que podría estar relacionado con desbalances neurológicos del lóbulo frontal del cerebro, o con alteraciones en el tálamo. Se sabe, eso sí, que tienden a presentarlo individuos con baja autoestima que buscan, conscientemente o no, atención, popularidad y amor, o que buscan encubrir un fracaso.

¿Le suena conocido?

Quizá el fenómeno de la mitomanía tenga que ver con el hecho de que el cerebro humano es, esencialmente, una máquina de buscar sentido a las cosas. Cuando no entendemos algo, tenemos una enorme tendencia a inventarle una explicación. Y a creérnosla. Esto ocurre incluso en casos clínicos donde un paciente con alguna alteración psiquiátrica, por ejemplo de la memoria, fabula explicaciones incoherentes para los demás, pero que le permiten a él explicar, por ejemplo, por qué salió de su casa sin ponerse los pantalones (cuando en realidad olvidó ponérselos). Un caso más extremo es el de los “miembros fantasma”, que presentan algunas personas que han sufrido una amputación. Una persona que perdió un brazo, por ejemplo, puede llegar a sufrir comezón o dolor en dicha extremidad, o sentir que se mueve o que está torcida en una postura incómoda. El doctor Vilayanur Ramachandran propone que dicho fenómeno podría deberse a que el cerebro trata de interpretar los estímulos que recibe del muñón dentro de un “modelo” cerebral que incluye el brazo amputado, y genera así una “mentira” que, para la percepción del paciente, para su propio cerebro, se siente real.

Tal vez, para los mentirosos patológicos, sus mentiras sean la manera que tiene su cerebro de adaptar la información que reciben del exterior para que no contradiga su modelo interno de la realidad, ni entre en conflicto con su autoestima y su personalidad. Lo cierto es que, independientemente de las causas, el daño que pueden llegar a causar los mitómanos, cuando llegan a ocupar posiciones de poder que afectan a otras personas, puede ser terrible.

Por desgracia, varios miembros del equipo presidencial de Donald Trump, incluyendo a su ex-vocera y hoy consejera Kellyanne Conway, sus asesores Steve Bannon y Stephen Miller (cada uno más terrorífico que el otro) y su vocero Sean Spicer, parecen estar afectados por este inquietante trastorno. Ojalá pronto más gente se dé cuenta de que el presidente de los Estados Unidos, y muchos de sus principales colaboradores, son en realidad pacientes psiquiátricos que requieren atención urgente.

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domingo, 29 de enero de 2017

La ciencia en tiempos de Trump

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de enero de 2017

La llegada al poder de Donald Trump como presidente del país más rico y poderoso del mundo, aparte de ser una realidad –una terrible realidad, que muchos en el mundo seguimos percibiendo como una espantosa realidad alterna de pesadilla, a la que tardaremos en adaptarnos–, es un símbolo.

Un símbolo de la crisis de la democracia como forma de gobierno que aspira a ser justa y representativa. Un símbolo de la nueva era que vivimos, dominada por la comunicación a través de internet y las redes sociales virtuales, que posibilitan un nivel de difusión de información –y desinformación–, así como de discusión y cooperación, pero también de agresión y manipulación, nunca antes vistos en la historia de la humanidad. Un símbolo de lo que pasa cuando una democracia es sustituida por el poder de las redes sociales, haciendo posible que un presidente de los Estados Unidos gobierne mediante tuits. Y un símbolo, finalmente, de cómo en una era así, la política, el arte de gobernar, manejada por especialistas formados para ello, es sustituida por la negociación (no en balde el libro de Trump se llama, parodiando al clásico de Sun Tzu, El arte de la negociación). Hoy, en vez de gobernantes, gobiernan negociantes; personajes de reality show, de revistas de sociales.

A una semana del comienzo de la era Trump, todavía es pronto para saber si la ola de medidas extremas y agresivas que como presidente ha tomado van a ser representativas de su gobierno, o sólo un desplante para mostrar que está dispuesto a cumplir sus locas promesas de campaña (ni siquiera sabemos aún si realmente tendrá posibilidad de cumplirlas, pues muchas de ellas tienen que ser aprobadas por el Congreso). Pero, dados los antecedentes, lo más sensato es pensar y actuar como si fuera a cumplirlas.

Y en medio de la ola de desastrosas medidas económicas, políticas y policiales que Trump está desatando, hay algo que es, si no más grave, sí igual de alarmante: el ataque que está llevando a cabo contra las instituciones científicas y contra la idea misma de ciencia.

Ya desde su campaña­ se sabía que Trump es un negacionista del cambio climático, que se resiste a admitir la evidencia que demuestra, ya sin margen de duda razonable, que la liberación de gases de efecto invernadero de origen humano a la atmósfera está alterando el clima de manera irreversible y catastrófica. También había mostrado que cree en las teorías de conspiración que relacionan las vacunas con el autismo, por más que hayan sido totalmente refutadas.

Pero en los pocos días que lleva gobernando ha nombrado a personas que comparten éstas y otras peligrosas creencias anticientíficas en puestos clave como la Agencia de Protección Ambiental (EPA), el Departamento de Energía (DOE) o como secretarios de Estado. Y ha tomado medidas como eliminar la página de cambio climático de la Casa Blanca e imponer una veda (cuya duración se desconoce) a la difusión de información científica generada con fondos federales en el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) y la propia EPA. Asimismo, ha amenazado con someter a revisión por parte de políticos del gobierno –además de las revisión por pares científicos­– cualquier información proveniente de la EPA, antes de aprobar su publicación.

Probablemente habrá un periodo de ajuste, de tira y afloja, en el que irá quedando claro en qué casos se trata sólo de ajustes burocráticos para controlar la información que circula en las cuentas oficiales y páginas web, cuándo se trata de intentos reales de censura, y si éstos se sostienen o se echan atrás (la administración de Trump ya salió a aclarar que se trataba de “malentendidos” en algunos casos). Mientras tanto, empleados federales de la NASA, el Servicio Nacional de Parques (NPS), la EPA, el USDA y otras dependencias federales relacionadas con la ciencia, la salud y el ambiente han abierto cuentas de Twitter “alternativas”, de resistencia, para seguir difundiendo información confiable relacionada con el cambio climático y otros temas que la administración Trump preferiría silenciar, y para protestar contra estas medidas exageradas de control.

Al mismo tiempo, la comunidad científica estadounidense está comenzando a organizar una gran marcha –siguiendo el ejemplo de la marcha de las mujeres– para demostrar su desacuerdo con este sesgo anticientífico. Incluso se comienza a hablar de lanzar a científicos como candidatos al Congreso y otros puestos de elección (que los científicos lleguen a pensar en convertirse en políticos habla de lo grave que pinta la situación).

La ciencia se basa en la obtención de datos, su análisis y la generación de hipótesis para explicarlos, y la contrastación de sus conclusiones con nuevos datos, en un proceso continuo. Y requiere de la discusión libre, abierta y crítica. En ciencia sólo los datos y la argumentación racional cuentan. Por supuesto, como en cualquier actividad humana, es inevitable que haya sesgos, conflictos de interés, corrupción, deshonestidad y errores. Pero no existe ningún otro campo de actividad humana donde se haya logrado imponer, para minimizar estos problemas, controles de calidad de un nivel comparable a los que existen en ciencia. Los científicos hacen todos los esfuerzos posibles para no engañarse, pues saben que la esencia misma de su labor depende la confiabilidad de sus datos.

La lógica de Trump, y de los conservadores de derecha, que viven en los tiempos de la “posverdad” donde lo que importa no son los hechos, sino la coincidencia de éstos con mis creencias previas, y donde se habla de “hechos alternativos” (como dijera la vocera de Trump Kellyanne Conway), es totalmente contraria al pensamiento científico. La administración Trump hoy habla de “ciencia liberal”, a la que descalifica, como si la ciencia dependiera de las ideologías políticas.

La erosión del sistema científico estadounidense, que tendría repercusiones a nivel global, y que dificultaría aún más enfrentar la crisis de desinformación anticientífica que padece el mundo –con gente que niega la utilidad de las vacunas, la existencia del VIH o la realidad y los riesgos del cambio climático– podría ser uno de los más grandes daños que dejará la presidencia de Donald Trump. El mundo necesita más ciencia, y más confianza en ella, para aplicarla a resolver los problemas que nos agobian. Atacarla y socavarla es suicida.

Ojalá se pueda hacer algo para evitarlo.


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miércoles, 5 de octubre de 2016

Luis González de Alba

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de octubre de 2016

Estoy de luto. La muerte de Luis González de Alba, por más que haya sido “una muerte elegida” (Aguilar Camín dixit), me entristece.

En medio de todo lo que se está escribiendo sobre él, quisiera hablar del González de Alba divulgador. El que vivía fascinado por entender los descubrimientos científicos y la imagen del universo que nos revelan, y que por décadas se dedicó incesantemente a compartirlos con sus lectores en los medios donde colaboró.

Admiré su labor como divulgador científico desde que, gracias a un queridísimo amigo, comencé a leerlo ocasionalmente en las páginas de La Jornada, en su columna “La ciencia en la calle”, y más tarde en su libro La ciencia, la calle y otras mentiras, de 1989, que tanto disfruté por su seductora mezcla de ciencia, historia, cultura e inteligencia.

Con los años conocí muchas otras facetas de González de Alba, como activista gay, ex–líder del 68, novelista e intelectual. Comencé a leer y disfrutar sus novelas, especialmente Agapi mu (1993). Descubrí sus libros de poemas y de cuentos, como El vino de los bravos (1981), y sus intentos por combatir la homofobia y promover los derechos de las minorías sexuales a través de vías como su legendario bar gay El Taller, donde se impartían conferencias semanales de información y concientización; sus ensayos –basados en ciencia pero también en un firme conocimiento de la Biblia y sobre todo en su agudo sentido común y de la justicia– donde refutaba las mentiras que sustentan los prejuicios religiosos contra los homosexuales, o su valioso libro Bases biológicas de la bisexualidad, que recopilaba información científica sólida sobre la presencia del “antinatural” comportamiento homosexual en todo tipo de especies animales (y que años más tarde se convertiría en La orientación sexual: reflexiones sobre la bisexualidad originaria y la homosexualidad, publicado por Paidós en 2003, y del cual tuve el honor de ser revisor técnico y más tarde presentador).

Al mismo tiempo, seguí siendo lector, cada vez más asiduo, de sus columnas semanales de ciencia, ya para entonces en El Financiero y más tarde en Milenio Diario, y de sus libros de divulgación científica, como Los derechos de los malos y la angustia de Kepler El burro de Sancho y el gato de Schrödinger (después reeditado como Maravillas y misterios de la física cuántica), que a pesar de algunas leves carencias en cuanto a exactitud científica, muestra un fascinante y delicioso panorama de la historia y la imagen actual de la física.

Rara vez tuve la oportunidad de verlo en persona. Menos aún de platicar con él (aunque en algún momento tuvimos breves conversaciones por correo electrónico o en Facebook). Cuando le pregunté públicamente por qué había decidido dedicarse –entre sus tantas ocupaciones– a la divulgación científica, respondió que era porque no tenía con quién platicar, tomando café, de temas científicos. Qué ironía… ¡Lo que yo hubiera dado por ser ese interlocutor! Nunca pensé tener el privilegio de escribir en el mismo diario que él.

González de Alba fue siempre un ejemplo y un maestro para mí en el arte de comunicar la ciencia con entusiasmo y claridad. Desde hace años uso en los cursos que imparto varios de sus excelentes textos, como muestra de lo que la inteligencia, la cultura, la emoción sincera y la creatividad pueden lograr al redactar textos de divulgación científica. Su labor como divulgador la realizó sin apoyo de nadie, con sus propios medios, alejado de las instituciones y del gremio de los divulgadores profesionales. Bajo sus propias reglas. Y llegó a ser uno de los divulgadores más reconocidos e influyentes del país.

González de Alba era –al menos en sus textos y las redes sociales– una persona difícil, de opiniones vehementes, tajantes, pero siempre fundadas en datos firmes y argumentos difíciles de refutar. No coincidí con muchas de sus posturas políticas: creo que a fuerza de ser el más riguroso crítico de la izquierda, acabó a veces dando armas a la derecha. Tampoco con algunas de sus posturas científicas: su admiración por las teorías sobre la conciencia de Roger Penrose, basadas en la física, tan limitadas y ramplonas comparadas con las centradas en las neurociencias y la evolución, como las de Daniel Dennett y otros. Y no considero a priori que la opción del suicido sea una medalla para él, aunque desconozco y respeto los motivos personales que lo orillaron a ello. Pero reconozco su enorme tesón y su valor para mantener, hasta el final, su independencia, su libertad y su coherencia intelectual.

Hasta siempre, Luis. ¡Te debemos tanto aquellos que nos beneficiamos de tus luchas y afanes! Y, como lectores, te echaremos mucho de menos cada semana.

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