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domingo, 23 de septiembre de 2018

El retorno de los brujos: charlatanería médica en el Congreso

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
23 de septiembre de 2018

Los charlatanes y estafadores han existido desde siempre. Y desde siempre ha habido quien esté dispuesto a creerles. Especialmente, personas que enfrentan inseguridades, temores, desgracias, enfermedades y otras situaciones de vulnerabilidad.

Pero la actual era de internet y redes sociales, y uno de sus productos, la epidemia de desinformación, fake news y ese extraño fenómeno des-civilizatorio que llamamos “posverdad”, han ocasionado una verdadera explosión de embusteros que buscan aprovecharse de la credulidad de los ciudadanos.

Entre ellos, probablemente los más despreciables, y al mismo tiempo los más peligrosos, son quienes venden terapias y tratamientos seudomédicos que falsamente prometen curar o prevenir las más diversas enfermedades, desde el catarro común o las alergias hasta el cáncer, pasando por el sida, el Alzhéimer o el lupus.

En España se ha desatado desde hace unos meses un intenso debate público, en el que participan autoridades, médicos, científicos, agrupaciones profesionales, comunicadores y por supuesto los propios laboratorios que venden este tipo de seudoterapias.

Según entiendo, todo parte de la decisión de la entonces Ministra de Sanidad, Dolors Montserrat, en abril de 2018, de permitir el registro sanitario de los más de 6 mil productos homeopáticos que se venden en España, con el objeto de permitir que se ofrezcan en farmacias como “medicamentos” (decisión que se entiende, en parte, debido a que por desgracia la Unión Europea tiene reglamentos que piden reconocer la existencia de este tipo de seudomedicinas).

Ante ello Carmen Montón, en ese momento Consejera de Sanitat de Valencia, protestó enérgicamente. Ella tenía claro que la homeopatía, como todo el resto de las “medicinas alternativas y complementarias”, es totalmente inútil desde el punto de vista terapéutico. (La diferencia por si tenía la duda, es que unas se usan en lugar de las terapias médicas legítimas, y otras “la complementan”.)

Montón afirmó que “Permitir que la homeopatía se venda en las farmacias como medicamento genera confusión y riesgo social, para la salud y para la economía de las personas”. Y tenía toda la razón. La venta de homeopatía y otras seudomedicinas en farmacias como si fueran medicamentos eficaces es nada menos que un fraude a la salud de los ciudadanos, que las autoridades no pueden avalar. Posteriormente, Montón fue nombrada Ministra de Sanidad en el gobierno del nuevo presidente español, Pedro Sánchez (su Ministro de Ciencia, Pedro Duque, es también un vehemente opositor de la homeopatía y otras seudomedicinas). Y aunque, debido a un escándalo relativo a un título de posgrado, Montón tuvo que renunciar a su cargo, la nueva Ministra de Sanidad española, María Luisa Carcedo, coincide en que “lo sensato sería que se le exigiera [a la homeopatía] lo mismo que a los medicamentos. El problema es el daño que puede hacer optar por una terapia alternativa que no ha demostrado evidencia científica”.

A decir verdad, en España y muchos otros países ­–entre ellos Inglaterra, Francia, Australia, Estados Unidos– se está discutiendo la necesidad de sacar a las “medicinas alternativas” de los sistemas de salud pública, informar a los ciudadanos de su nula efectividad terapéutica y hasta de su prohibición. En España la Asociación para Proteger al Enfermo de Terapias Pseudocientíficas (APETP) ha presentado una demanda contra 62 médicos de Madrid y Valencia por tratar a pacientes con terapias seudocientíficas y vulnerar los códigos de conducta de sus respectivos Colegios Profesionales, al “levantar falsas esperanzas” y “perjudicar intencionadamente al paciente”. Porque los tratamientos “alternativos” no sólo dañan a los pacientes al hacerlos perder el tiempo sin recurrir a terapias realmente eficaces, o a abandonarlas una vez iniciadas, sino que a veces también los pueden perjudicar directamente (la herbolaria, por ejemplo, se halla entre las principales causas del daño hepático).

Por eso resulta tan preocupante que el pasado 17 de septiembre se haya realizado, en la Cámara de Diputados de nuestro país, el “Segundo Foro Internacional Integración de las Medicinas Tradicionales, Alternativas y Complementarias en los Sistemas de Salud”. Promovido por la diputada Lorena Cuellar Cisneros (del partido Morena, que tiene la mayoría en el Congreso), en dicho foro participaron diversos “especialistas” en seudoterapias reconocidamente inútiles, como el “tratamiento metabólico”, el ayurveda y hasta la “medicina cuántica” (hágame usted el favor).

Dichos invitados pertenecen a instituciones privadas de dudosa calidad y reputación, como la “Universidad (sic) Iberoamericana (resic) de Ciencias y Desarrollo Humano S.C.” (UNIBE; me pregunto si la prestigiada Universidad Iberoamericana no los habrá demandado por plagio de su nombre), que tiene un “Centro Universitario de Alternativas Médicas®” (sic con marca registrada) que promueve la “NATUROPATIA®” (recontrasic, con marca registrada, mayúsculas y sin acento en el original), o bien la “Sociedad para el Mejoramiento del Estilo y Calidad de Vida” (SIMEV), cuyos miembros al parecer practican disciplinas tan fraudulentas y desacreditadas como la astrología, la iridología, la “alimentación biocuántica”, la programación neurolingüística o los “elíxires aztecas” (cuya creadora, curiosamente, es argentina).

¿Por qué es alarmante la realización de un foro me seudomedicinas en el Congreso? Además de mostrar –una vez más– las inmensas lagunas en el conocimiento de nuestros representantes, porque el objetivo declarado del evento es, según reporta la oficina de Comunicación Social de la propia Cámara de Diputados, “sistematizar las bases científicas de estas disciplinas, para impulsar su reconocimiento oficial y, eventualmente, integrarlas al sistema de salud del país”.

En otras palabras, en un país como el nuestro, con un sistema de salud que presenta múltiples deficiencias y cuyos servicios son insuficientes para cubrir la creciente demanda, en vez de buscar la manera de ofrecer atención médica confiable y eficaz, basada en conocimiento médico y científico legítimo y verificado, ¡se pretende introducir terapias “alternativas” cuya ineficacia está más que demostrada! Yo diría que esto debería prender focos rojos en el Sector Salud, la comunidad médico-científica y entre los ciudadanos en general.

Porque no se trata de un evento aislado. De hecho, parece formar parte de una estrategia bien planeada, pues hace menos de un año, el 7 de noviembre de 2017, el diputado Roberto Alejandro Cañedo Jiménez, también de Morena, presentó una iniciativa de decreto para reformar los artículos 6o. y 93 de la Ley General de Salud, con el objeto de “impulsar el reconocimiento legal” de prácticas como el uso de “medicamentos a base de hierbas, la yoga, las técnicas de meditación, la hipnoterapia, el reiki, el tai chi” e “insertar el término ‘medicina alternativa’ en la Ley General de Salud [que, sorprendentemente, ya reconoce a la homeopatía, la acupuntura, la medicina tradicional indígena, la herbolaria y la quiropraxia], así como su integración en los sistemas de salud nacionales”.

¿Cómo se pretende justificar esta propuesta? Con argumentos como que “el sistema público de salud resulta insuficiente para cubrir la creciente demanda de atención médica” o que un 25.43% de la población del país “no cuenta con protección de ninguna institución o programa de seguridad social” (lo cual es cierto), así como apelando a la “libertad de elección de los usuarios que opten por la medicina alternativa y complementaria como forma de atender sus malestares físicos, emocionales y/o mentales” (lo cual es ya un sofisma intolerable: en aras de “respetar” la libertad de los ciudadanos para optar por tratamientos inútiles, ¿se les van a ofrecer éstos, poniendo en riesgo su salud?).

Cabe mencionar que, en un intento de parecer basada en un genuino espíritu científico, la iniciativa presentada por el diputado Cañedo indica que “La Secretaría de Salud y la Secretaría de Educación Pública generarán información sobre la eficacia terapéutica de la medicina alternativa y complementaria”. Lo cual es totalmente inútil: tal información ya existe, producto de numerosísimas investigaciones que se han llevado a cabo en todo el mundo, durante décadas, que se pueden consultar en la literatura médica y que confirman más allá de toda duda la total ineficacia terapéutica de todas las terapias mencionadas, y muchas más. (Si fueran eficaces, ya formarían parte de los sistemas de salud de todo el mundo, y las grandes compañías farmacéuticas se estarían enriqueciendo con ellas. Como dice el comediante, músico y librepensador australiano Tim Minchin en su genial poema Storm, “¿Sabes cómo se le llama a la medicina alternativa que demuestra ser eficaz? Medicina.”)

Por si fuera poco, la Secretaría de Salud, a través de su Dirección General de Planeación y Desarrollo en Salud, desarrolla al menos desde junio pasado una “Política Nacional de Medicinas Tradicionales, Alternativas y Complementarias en el Sistema Nacional de Salud”, que incluye una línea de acción para "Definir un cuadro básico de medicamentos homeopáticos para facilitar su adquisición, por servicios del Sistema Nacional de Salud”.

En otras palabras, parecería que hay una estrategia del actual gobierno para sustituir la medicina científica, basada en evidencia, por tratamientos carentes de eficacia pero eso sí, más baratos. Y, tomando en cuenta que las propuestas han sido apoyadas por Morena, y que el gobierno entrante, de ese partido, tiene el control del Congreso, no parece que la situación vaya a cambiar, sino al contrario: dicho proyecto podría recibir más impulso, en detrimento del derecho a la salud de millones de mexicanos.

¿Qué podemos hacer los especialistas en salud, las autoridades del ramo que conserven algo de responsabilidad profesional, los investigadores del área biomédica, los colegios de profesionales de la salud, las instituciones del sistema de salud, las universidades y organizaciones científicas, los comunicadores y los legisladores que sí entiendan la diferencia entre ciencia y seudociencia? No es tan difícil: en el caso de las medicinas tradicionales, fomentar su estudio para reducir los riesgos inherentes a su uso; en el de las “alternativas y complementarias”, asesorarse con especialistas y reconocer su carácter seudocientífico –ratificado por el consenso de la comunidad científica y médica global– y tomar las medidas pertinentes para excluirlas del sistema de salud pública. En última instancia, como ciudadanos todos, exigir al gobierno que nos proporcione el mejor servicio de salud posible, basado en el más reciente conocimiento médico basado en evidencia.

¿O vamos a dejar que nos den gato por liebre?

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domingo, 29 de julio de 2018

El futuro de la ciencia mexicana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de julio de 2018

A estas alturas, ya debería estar más que claro que la prosperidad y el bienestar de toda nación dependen en gran medida, y cada vez en mayor grado, de su desarrollo científico-tecnológico.

La existencia de una comunidad científica suficientemente amplia, que cuente con el apoyo, las instituciones, la infraestructura, los recursos y el marco legal y social para realizar, en forma libre y sostenida investigación científica, sea ésta básica o aplicada, pero siempre de calidad, es el cimiento para que surjan desarrollos tecnológicos que den lugar a patentes, industrias y finalmente a recursos y mayor nivel de vida. Así ocurre en las naciones que históricamente se han preocupado por mantener estas condiciones. No en balde son esas naciones las que hoy tienen el mayor poderío económico, político y hasta militar.

En México el desarrollo de la ciencia ha avanzado lentamente, con el surgimiento de una incipiente comunidad científica en el siglo XX y la fundación del  Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt) y el aumento del apoyo a la ciencia y tecnología en los años 70. Ciertamente el desarrollo tecnológico ha sido mucho más lento que el de la investigación científica propiamente dicha; y el de la cultura de patentes y el desarrollo de industrias basadas en el conocimiento nacional ha sido prácticamente nulo. Pero se ha avanzado, así sea poco y lentamente. Y los avances han sido valiosos. Sería triste, y dañino para el país, que se perdieran.

En el tercer debate presidencial, el pasado 12 de junio, el hoy candidato ganador y futuro presidente Andrés Manuel López Obrador anunció a la doctora Elena Álvarez-Buylla como futura directora del Conacyt, y prometió que durante su gobierno se dedicará el 1 por ciento del Producto Interno Bruto al rubro de ciencia y tecnología (promesa que, por otro lado, hemos vista repetida sexenio tras sexenio, desde Fox hasta Peña Nieto, y que aunque es mandato de la Ley federal de Ciencia y Tecnología, no se ha cumplido hasta la fecha).

Aunque nadie duda de la reconocida calidad académica de la investigadora propuesta, han surgido voces, tanto entre la comunidad de investigadores científicos como entre los ciudadanos interesados en la ciencia nacional, que critican su designación.

En parte por su falta de experiencia administrativa y gubernamental, experiencia que normalmente se considera necesaria para desempeñar exitosamente un puesto de ese calibre. En parte por su trayectoria –paralela a su labor de investigación científica– como notoria activista contra el cultivo y consumo de organismos genéticamente modificados, o transgénicos, en particular de maíz; activismo que ha llevado a extremos difíciles de reconciliar con el rigor científico que una investigadora de su talla debería siempre poner por delante de cualquier ideología (ha llegado a afirmar públicamente, por ejemplo, que el consumo de transgénicos puede causar cáncer o autismo, ideas que han sido concluyentemente refutadas con base en estudios amplios y rigurosos, y acostumbra descalificar a otros investigadores destacados que no coinciden con su postura acusándolos de estar pagados por compañías biotecnológicas). Este activismo radical hace que haya preocupación sobre su capacidad para ejercer sin sesgos y con la imparcialidad necesaria la dirección del Conacyt, organismo que de una u otra forma incide de manera directa sobre las vidas profesionales y los proyectos de investigación de prácticamente todos los científicos nacionales.

Pero, sobre todo, se critica el documento que recientemente hizo público, donde define las líneas que seguirá el Conacyt durante el próximo sexenio, denominado Plan de reestructuración estratégica del Conacyt para adecuarse al Proyecto Alternativo de Nación (2018-2024) presentado por MORENA (disponible en bit.ly/2LUrfc5).

Por ejemplo, el movimiento #ResisCiencia18, que se define como “un grupo de personas interesadas en el desarrollo científico del país” que “[solicita] se nombre a otro científico como director del Conacyt”, después de un análisis cuidadoso, señala en su blog (bit.ly/2LY0gfP) algunos puntos del Plan presentado por Álvarez-Buylla que contradicen varias de las Recomendaciones sobre la Ciencia y los Investigadores Científicos de la UNESCO (disponibles en bit.ly/2M0Et7h), y que podrían perjudicar u obstaculizar el desarrollo de la ciencia en México. Entre otros:

–Que el Plan haya sido elaborado sin la colaboración amplia de la comunidad científica;

–Que muchas de las líneas propuestas se concentren en las áreas de especialidad de quien lo redactó, como temas ambientales, alimentarios y sociales, mientras que muchos campos de investigación básica como física, química, matemáticas, astronomía, ciencias de la Tierra, cómputo y comunicaciones son prácticamente ignorados;

–Que se pretenda evaluar la “pertinencia” de las investigaciones que apoyará el Conacyt sólo con base en su utilidad social y ambiental, ignorando la importancia fundamental de la ciencia básica (aunque el documento de Álvarez-Buylla la menciona, y señala lo inadecuado de la separación entre ciencia básica y aplicada, propone, tramposamente, el concepto de “ciencia orientada”, que sería una ciencia aplicada pero sólo a los problemas que el Conacyt defina como relevantes);

–Y, más alarmantemente, que se proponga que el Conacyt podrá vetar, con base en el llamado “principio de precaución” –un concepto que, aunque muy útil, es notoriamente nebuloso, subjetivo y manipulable– aquellas investigaciones que considere “riesgosas”, con base en la opinión de “comités de científicos y personas relevantes de otros sectores nacionales”. Sobra decir que esta propuesta va diametralmente en contra de la libertad de investigación, uno de los requisitos fundamentales para el avance científico, que por su propia naturaleza casi nunca puede ser planeado ni “orientado”; el azar es un componente fundamental de la creatividad científica. Alarma también que dichos vetos serían impuestos no sólo por expertos científicos, sino también por personas ajenas a la investigación científica.

Preocupa asimismo el sesgo ideológico presente en el documento, que habla de “ciencia occidental” y la contrasta con una supuesta “ciencia campesina milenaria de México” (es claro que los conocimientos tradicionales, aparte de su valor cultural intrínseco, pueden contribuir al avance científico y tecnológico, luego de ser evaluados e integrados al cuerpo de conocimientos de la ciencia; pero confundir tradiciones o conocimiento empírico con ciencia es un grave error conceptual, de peligrosas consecuencias). En el documento aparecen también otras expresiones con fuerte sesgo ideológico que condenan, por ejemplo, el “régimen neoliberal”. 

(Añado, a nivel personal, que como comunicador de la ciencia me preocupa que el documento afirme que “el Conacyt reactivará una estrategia de comunicación”, como si no la hubiera tenido desde siempre, y muy activa, y hable de hacer énfasis “en el desarrollo de nuevos y más efectivos métodos de comunicación de la ciencia”, como si la práctica, así como la investigación y reflexión académicas, sobre la comunicación pública de la ciencia, en México y en el mundo, no estuvieran constantemente haciendo eso mismo, y con resultados muy exitosos.)

Por éstas y otras razones, el movimiento #ResisCiencia18 ha lanzado una petición en Avaaz.com (bit.ly/2NS0J3z) para solicitar al futuro presidente López Obrador que reconsidere la elección de Álvarez-Buylla para dirigir el Conacyt, y proponga a una persona con un perfil más apropiado para un puesto tan importante para el futuro del país. Si quiere enterarse más del tema, puede usted informarse a fondo en el blog de #ResisCiencia18 (bit.ly/2LY0gfP) y, si lo considera adecuado, puede sumarse a la petición en Avaaz.

En temas de ciencia, como en cualquier otro en una sociedad democrática, lo importante es que los ciudadanos participemos adoptando una postura libre y responsable, con base en información confiable.

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domingo, 22 de julio de 2018

El otro PrEP

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de julio de 2018

El pasado primero de julio, todo México estaba atento a los resultados del PREP, el Programa de Resultados Electorales Preliminares.

Pero hay otro PrEP que resulta igual de importante para mucha gente: quienes viven con VIH, o quienes tienen relaciones sexuales con gente que vive con el virus.

Como se sabe, la infección por VIH dejó de ser necesariamente mortal para convertirse en una enfermedad básicamente crónica desde que, a finales de los noventa, aparecieron las terapias antirretrovirales altamente activas (HAART, por sus siglas en inglés), también conocidas como “cocteles” antirretrovirales. Consisten en al menos tres medicamentos distintos que atacan simultáneamente distintas funciones del virus de la inmunodeficiencia humana, lo que hace prácticamente imposible (en realidad, extremadamente improbable) que éste mute para volverse resistente a los tres fármacos.

Aunque el tratamiento es caro (la última vez que consulté, costaba alrededor de 30 mil pesos por mes por paciente, aunque el Sector Salud consigue descuentos que lo llevan hasta unos 5 mil pesos; un dato más reciente indica que el costo es de casi 15 mil pesos), resulta mucho más barato que tratar a pacientes infectados que llegan a la etapa de sida. Y, por supuesto, evita miles de muertes (en México, según datos oficiales, hay actualmente 152 mil 783 pacientes que viven con VIH; seguramente el número real es mayor, dado que hay personas que no saben que están infectadas).

En países como el nuestro, donde el tratamiento está disponible gratuitamente para cualquier paciente que lo requiera –o debería estarlo; en algunas regiones hay problemas de distribución y atención–, las HAART han significado un cambio total en la cultura de prevención del VIH/sida. Sobre todo si van acompañadas de campañas amplias y constantes de prevención mediante el uso del condón, y para alentar a la población en general, y especialmente a grupos de riesgo, a realizarse la prueba para detectar nuevas infecciones desde un principio.

Pero desde hace unos años el arsenal de prevención contra el VIH se amplió con la llamada PrEP, o Profilaxis Pre-Exposición. Se recomienda para personas no infectadas que estén en circunstancias que las pongan en riesgo de infectarse: tener una pareja seropositiva, tener prácticas de riesgo o relaciones sexuales con personas infectadas o cuyo estado se desconoce, etc. Consiste en usar uno de los medicamentos antirretrovirales disponibles (tenofovir y emtricitabina, que comercializa la farmacéutica Gilead con el nombre de Truvada®, aunque hoy hay disponibles alternativas genéricas), en la dosis usual: una tableta diaria durante el periodo en que se esté en riesgo de contagio.

Recientemente, las autoridades de salud informaron que el PrEP, que también se puede adquirir en farmacias, pero a un alto costo (que ronda los 10 mil pesos por mes) comenzará a estar disponible gratuitamente, para un número limitado de personas, en la Ciudad de México a través de la Clínica Especializada Condesa, y también en Guadalajara y Puerto Vallarta, como parte de un programa piloto.

Podría parecer irresponsable invertir en un tratamiento caro para evitar infecciones por VIH cuando existe un método tan barato, seguro y accesible como el condón. Pero la realidad es que hay personas que simplemente no lo usan, ya sea por descuido, prejuicio o por razones más complejas, como la paradójica erotización del sexo sin protección, e incluso los movimientos “bareback”, que defienden el derecho consciente a tener relaciones sin condón e incluso a infectarse. Y aunque se recomienda usar el PrEP junto con el condón, lo cierto es que muchas personas simplemente quieren poder tener relaciones sin necesidad de usarlo. Para esos casos, el PrEP es válido y útil, pues puede evitar un número importante de infecciones. Incluso, según cálculos hechos con modelos y datos de Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea, la disponibilidad de PrEP ayuda a bajar, a la larga, los costos sociales de la atención a pacientes con VIH.

Pero por supuesto, esta alternativa también tiene sus desventajas. Además de su costo, su uso prolongado puede afectar al riñón o causar descalcificación de los huesos. Y como en cierto modo fomenta el sexo sin condón, puede provocar un aumento en otro tipo de infecciones de transmisión sexual, como sífilis o gonorrea (de la cual ya existen cepas multirresistentes a antibióticos).

Mención aparte merece el PEP, o Tratamiento Post-Exposición, en que el mismo fármaco se receta durante un mes a personas que accidentalmente hayan estado expuestas al virus, y que es muy eficaz para prevenir el contagio si se usa dentro de las 72 horas siguientes.

En resumen: es bueno que existan nuevas opciones, y hay personas para las que pueden ser muy útiles y hasta necesarias. Pero no cabe duda de que, sin juzgar las opciones sexuales de cada quién, lo mejor y más recomendable sería reforzar las campañas para el uso amplio y regular del condón: la mejor alternativa que tenemos no sólo para evitar la infección por VIH, sino también otras enfermedades.

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domingo, 24 de junio de 2018

Encuestas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de junio de 2018

En estos días todo mundo habla de encuestas. Principalmente porque queremos prever lo que pasará en la elección del próximo domingo, que podría decidir el futuro de nuestro país para los próximos seis años.

Pero el año pasado, entre el 16 de octubre y el 15 de noviembre, se llevó a cabo una encuesta distinta, y también muy importante para augurar qué le puede esperar a nuestra nación en años venideros.

Se trata de la ENPECYT, o Encuesta sobre la Percepción Pública de la Ciencia y la Tecnología, que desde 1997 lleva a cabo cada dos años el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) a petición del CONACyT (Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología), y que busca conocer qué tanto interés, y qué conocimientos y actitudes, tienen los ciudadanos mexicanos hacia esos temas.

La encuesta se realiza mediante entrevistas en 3 mil 200 hogares en 32 áreas urbanas con más de 100 mil habitantes de todo el país, lo cual garantiza que sea estadísticamente representativa. Los encuestados fueron mexicanos de 18 años en adelante.

Los resultados presentan pocas sorpresas.

En el campo del interés, la encuesta indicaría que 36% de los mexicanos tiene un interés grande o muy grande en la ciencia y tecnología, 39% moderado, y un preocupante 25% dijo no tener ningún interés. Dado que, para comparar, se preguntó sobre política y sólo 16% dijo tener un interés grande o muy grande, y 43% nulo, uno podría pensar que las cifras no son tan malas. Incluso al preguntar sobre deportes o espectáculos, el nivel de interés alto era, respectivamente, de 37 y 24%, y el nulo de 22 y 24%. Pero, si pensamos que una población en la que a casi la mitad no le interesa la política es fácilmente manipulable, y en la que una cuarta parte no le interesa la ciencia difícilmente la apoyará para promover el desarrollo de la nación, las cifras quizá no son tan tranquilizadoras como parecen.

La cosa empeora cuando se le pregunta a la gente ya no en general sobre “nuevos inventos y descubrimientos científicos”, como arriba, sino más específicamente sobre su interés en ciencias exactas: ahí el interés alto o muy alto es de sólo 23% y el nulo de 42%; casi tan mal como en política. Mi conclusión: nuestro sistema educativo no está cumpliendo con comunicar a los jóvenes la importancia ni de la política ni de la ciencia.

Por otro lado, cuando entramos a la parte de conocimientos y actitudes, el panorama es aún menos halagüeño: aunque yo siempre he dicho que muchas de las preguntas de la ENPECYT están mal formuladas o no son representativas, siempre es preocupante ver que 63% de los mexicanos declara no consultar siquiera información sobre ciencia y tecnología; porcentaje que ha crecido; en 2015 era de 54%. (Por cierto: es muy interesante ver que los medios que consulta el público que sí busca dicha información son prioritariamente impresos: revistas, con 49%, y periódicos, con 44, contra TV y radio con 27 y 10%, respectivamente. Desgraciadamente, la encuesta no incluye internet en esta pregunta, una gravísima omisión que hay que remediar cuanto antes.)

Es curioso que, aunque 24% dijo estar bien o muy bien informado en cuanto a temas de ciencia y tecnología (contra 40% en deportes, 18% en política y 24% en espectáculos), a la hora de responder preguntas la cosa cambia. Nos enteramos de que, aunque 96% de los encuestados saben que fumar causa cáncer, 88% que el centro de la Tierra es muy caliente y 85% que el ser humano llegó a la Luna (¡tomen eso, conspiracionistas!), 65% responde que la Tierra da una vuelta al Sol en un mes (aunque eso no necesariamente indica que lo crean; posiblemente muchos entienden mal la pregunta o no prestan atención), y sólo 19% sabe que los antibióticos no son eficaces para combatir infecciones virales.

Y aunque un elevado 92% opina que el gobierno debería invertir más en investigación científica (menos de un 5% está “en desacuerdo o muy en desacuerdo”), 70% se opone a la clonación de animales, y un desalentador 46% –casi la mitad de los encuestados– está de acuerdo con la afirmación de que “Debido a sus conocimientos, los investigadores científicos tienen un poder que los hace peligrosos” (una de las preguntas más polémicas y mal formuladas de la encuesta, pero que siempre llama la atención de los medios). Y un francamente alarmante 77% está de acuerdo o muy de acuerdo en que “Existen medios adecuados para el tratamiento de enfermedades que la ciencia no reconoce, como acupuntura, quiropráctica, homeopatía y limpias”. En otras palabras, tres cuartas partes de la población no tiene la capacidad para distinguir entre ciencia y seudociencia ni siquiera cuando se trata de algo tan vital como su salud (porque, como debería ser bien sabido, todas las terapias mencionadas son comprobadamente inútiles desde el punto de vista terapéutico).

La encuesta tiene muchísimos más datos a los que se les puede sacar mucho jugo (si usted gusta, puede hallar toda la información en este link: bit.ly/2tz026L). Pero en general, sus resultados no han cambiado gran cosa a lo largo de los años, y pintan un panorama poco gratificante: quizá el mexicano no tiene una percepción tan mala de la ciencia, pero su conocimiento científico sí tiene grandes y peligrosas lagunas. Y su actitud hacia los científicos, el conocimiento que producen y la tecnología que se deriva de éste es más bien ambivalente: confían y apoyan en algunas cosas, pero ante otras se oponen y tienen temor.

Por cierto, estos resultados coinciden a grandes rasgos con los publicados en otra encuesta reciente, dada a conocer por la encuestadora Parametría en febrero de este año y comentada en su momento en este espacio.

Al final, yo diría que los resultados dejan claro que hay que reforzar la enseñanza de la ciencia, sobre todo a nivel básico y medio (incluyendo no sólo conocimientos científicos, sino hábitos de pensamiento crítico y contexto sobre la importancia social de la ciencia y la tecnología), y por supuesto redoblar el apoyo las actividades de divulgación científica, a través de todos los medios, para toda la población.

Ningún esfuerzo e inversión que se haga en esa dirección será demasiado.

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domingo, 22 de abril de 2018

Legisladores: ¿ocurrentes o irresponsables?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de abril de 2018

Comentábamos aquí la semana pasada que una de las grandes tragedias mexicanas es que las decisiones de Estado no se basan en el conocimiento científico pertinente.

Un ejemplo clarísimo es la manera en que, en el Poder Legislativo, se presentan con cierta regularidad iniciativas de lo más disparatado, producto de simples ocurrencias que suenan bien, pero que con frecuencia son producto de la demagogia, los intereses políticos o comerciales, o simplemente la ignorancia amparada en los buenos deseos (recordemos aquella lamentable, en 1992, cuando en la Asamblea Legislativa del DF se presentó una para modificar el código civil del entonces DF, con el urgentísimo objetivo de prohibir ¡la clonación humana!).

Este desprecio no se limita a las ciencias naturales: muchas propuestas ignoran incluso al derecho, las humanidades y las ciencias sociales, como lo demuestra la disparatada iniciativa, aprobada por unanimidad en la Cámara de Diputados –y que, si tenemos suerte, podrá ser detenida en la de Senadores– de eliminar el fuero para gobernantes y altos funcionarios de gobierno.

Producto de lo que Héctor Aguilar Camín ha definido como las dos fuerzas que mueven el sentir político de los ciudadanos mexicanos en estos tiempos –el enojo y el miedo–, la idea de eliminar el fuero suena en principio genial, tomando el cuenta el uso abusivo y aberrante que se hace de él en México. Pero eliminarlo, en vez de reglamentarlo y corregir su mal uso, es una idea peligrosísima. La función del fuero, que está presente en todas las democracias, es precisamente proteger a gobernantes y funcionarios de los ataques políticos disfrazados de acusaciones penales (pregúntenle al Peje, en 2005, cuando el fuero fue lo único que impidió que fuera acusado y encarcelado).

Volviendo a las ciencias, en este caso biomédicas, suena también genial otra iniciativa: la presentada recientemente para reformar la Ley de Salud para definir como “presuntos donadores” a todos los adultos de 18 años en adelante, de modo que no se tuviera que solicitar su autorización para disponer de sus órganos con fines de donación, a menos que expresamente hubieran manifestado su voluntad en contra (es decir, justo lo contrario de lo que hoy sucede). Sabemos que en nuestro país existe un enorme retraso en cuanto a donación de órganos. Cientos o miles de pacientes esperan meses o años para disponer de un trasplante que les salve la vida, y muchos de ellos mueren sin recibirlo.

Pero convertir, súbitamente y por decreto, a todos los ciudadanos en donadores de hecho es una idea que tiene muchos y graves problemas.

En primerísimo lugar, porque el sistema de salud simplemente no tiene la capacidad, ni material ni en personal preparado, para recibir y manejar esa cantidad inmensa de órganos (que requieren un manejo preciso y muy especializado), y realizar esa cantidad de trasplantes (un procedimiento quirúrgico delicado).

Aunque los diputados se apresuraron a aplaudir y aprobar la iniciativa, los expertos en trasplantes ya se manifestaron, si no en contra de ella, sí de que se apruebe “en el formato actual” (Milenio Diario, 18 de abril). El director general del Centro Nacional de Trasplantes, José Salvador Aburto, por ejemplo, pide que se dé mayor tiempo para analizar la iniciativa, y

de asegurarse “que todos los ciudadanos conozcan el concepto, entiendan perfectamente de qué se trata, y manifiesten entonces si están de acuerdo con la donación o la rechazan”. Por su parte, el coordinador nacional de trasplantes del ISSSTE, Aczel Sánchez, declara que primero habría que “fortalecer con recursos humanos y financieros a las instituciones para poder atender las necesidades de donación y trasplantes”.

Pero hay otros argumentos: desde el punto de vista de la bioética, el cuerpo es propiedad inalienable del individuo –mismo argumento que se usa para defender el derecho a la interrupción voluntaria del embarazo. Al disponer por decreto de los órganos del cuerpo de un ciudadano fallecido, el Estado se estaría excediendo en sus facultades y violando el derecho de la persona fallecida, y de sus familiares y seres queridos, a tomar la decisión final. Hay también numerosos ciudadanos que, por razones religiosas, sentimentales o ideológicas no estarían de acuerdo con una donación automática. En distintos países hay leyes que toman en cuenta estos derechos de distintas maneras. Pero prácticamente en ninguno, salvo regímenes autoritarios, se impone la donación por default.

Por otra parte, muchos ciudadanos están incapacitados para ser donadores, ya sea por edad o por padecer distintas enfermedades degenerativas o infecciones, como VIH, hepatitis, mal de Chagas, tripanosomiasis, sífilis y otras. Muchos de ellos no son conscientes siquiera de padecerlas. ¿Cuál sería el sistema para tener registros médicos actualizados y accesibles para poder decidir, en unas apremiantes pocas horas (porque un órgano para donación solo es viable por un tiempo muy limitado), si el fallecido es un donador adecuado? El precio de un error sería que a través de un órgano infectado, por ejemplo, un paciente trasplantado fuera además víctima de una infección.

No hay que descartar tampoco la posibilidad de que un aumento súbito de la cantidad de donadores detonara un mercado negro de órganos.

Y finalmente, ¿por qué sólo mayores de 18? Hay cantidad de niños que también necesitan trasplantes. La limitación a usar los órganos solamente de ciudadanos fallecidos mayores de edad revela que, en efecto, hay otros factores de tipo social, emocional o religioso que se toman en cuenta para los menores de edad, pero extrañamente no para decretar donadores a los adultos.

Como se ve, habrá que pensar mucho y con cuidado la manera de implementar una iniciativa de este tipo, y antes de aplicarla habría que invertir en infraestructura material y humana. Afortunadamente, al parecer la votación fue pospuesta debido precisamente a la falta de consenso de los expertos.

Esperemos que prevalezca la sensatez por encima del voluntarismo deseoso de ganar aplausos o votos fáciles, y la iniciativa se modifique para convertirse en una propuesta más realista, razonada y respetuosa de los derechos humanos. Una que, más que transformar donación en obligación, tratando a los ciudadanos con un paternalismo autoritario, se base en una amplia campaña de donación, ahora sí, voluntaria y centrada en una ciudadanía responsable y bien informada. No es tan difícil si hay voluntad.

¡Mira!
Como colofón a esta historia, me entero de última hora que el Congreso está considerando aprobar otra iniciativa presentada por el PRI en la Cámara de Diputados, en esta ocasión para modificar la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, y que atenta contra el Estado Laico al proponer que se amplíen los derechos del clero para adquirir bienes inmuebles sin el visto bueno de la Secretaría de Gobernación; a que las asociaciones religiosas reciban contribuciones no reguladas; a realizar manifestaciones para expresar creencias; a poseer y operar estaciones de radio y televisión; a permitir que ministros de culto basados en su cuerpo doctrinal puedan expresarse contra políticas y legislaciones, y a insistir –a pesar de que ya fue, vergonzosamente, aprobado– el derecho de la objeción de conciencia. No es necesario decir más.

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Contacto: mbonfil@unam.mx

domingo, 15 de abril de 2018

¿Más vale tarde que nunca?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de abril de 2018

Estamos ya de lleno en el “Año de Hidalgo”, y el actual gobierno federal, y quien lo encabeza, parecen tener prisa por terminar de cumplir todas las promesas que puedan.

Algunas de ellas tienen que ver con la ciencia y la tecnología, y aunque una de las más importantes quedará olvidada –la de elevar la inversión en este rubro al uno por ciento del Producto Interno Bruto para el final del sexenio–, el presidente Peña Nieto acaba de presentar al Senado de la República, el pasado 5 de abril, una interesante iniciativa para modificar la Ley de Ciencia y Tecnología, con el fin de fortalecer el llamado “Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología”.

En un eficaz resumen, Leticia Robles informa en Excélsior (9 de abril) que los principales objetivos de la iniciativa son proteger a este sector –y en particular al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (Conacyt)– de los vaivenes sexenales que hacen que en nuestro país todas las instituciones y proyectos se reinventen con cada cambio de gobierno, y que han impedido así la continuidad y el avance sostenido. Y, por otra parte, avanzar en la creación de una verdadera Política de Estado en materia de ciencia, tecnología e innovación.

¿Por qué es importante esto? Porque, a pesar de que desde la creación del Conacyt, en 1970 –hace ya casi 50 años– el apoyo a las actividades de investigación científica, desarrollo tecnológico, innovación y vinculación con la industria, educación y divulgación científica, y otras más comenzó a recibir más reconocimiento y apoyo desde el gobierno, y a ser coordinado de manera más eficaz, aún no hemos logrado, como país, definir un rumbo y mantener una serie de proyectos con visión de largo plazo para ayudar a que nuestra nación desarrolle su potencial científico, tecnológico e industrial.

Tampoco hemos logrado que los gobiernos se apoyen en la ciencia y la tecnología para plantear políticas para abordar problemas sociales, ambientales o de salud, nuevamente con visión de largo plazo: hasta el momento, todos los programas y proyectos suelen tener una duración de cinco años o menos, y no tienen garantía de continuar con los cambios de gobierno. No hemos logrado, pues, plantear una verdadera Política de Estado en ciencia y tecnología digna de ese nombre.

La iniciativa de Peña Nieto, que retoma propuestas del Conacyt y de la comunidad científica en general, plantea siete líneas de desarrollo, que incluyen la planeación transexenal; el fortalecimiento de los Centros Públicos de Investigación del Conacyt (incluyendo que sus miembros sean considerados como académicos, y no como burócratas, y incluso que puedan beneficiarse de parte de las ganancias generadas por sus desarrollos tecnológicos, sin que se consideren parte de su salario: un excelente estímulo que es prácticamente inédito en el sector público en México); el fortalecimiento del Conacyt, para que su director no pueda ser un burócrata, sino un académico reconocido, y del Foro Consultivo Científico y Tecnológico, para que ahora atienda no sólo a la presidencia, sino a los tres poderes; la creación de un consejo de 20 asesores científicos para el presidente, nombrados por el Conacyt (aunque habrá que ver si realmente los consulta, cosa que no han hecho los últimos presidentes con los asesores de diversos organismos científicos); y finalmente una mayor transparencia en el manejo de fondos y una mayor apertura en la información generada por el Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología (entidad que, por cierto, no existe formalmente, pero cuyo reconocimiento, así sea como concepto en desarrollo, es importante).

En una mesa redonda donde se presentó la iniciativa, el doctor Enrique Cabrero, director del Conacyt y uno de los artífices de la propuesta, respondió duros cuestionamientos acerca de lo tardío de su presentación: “no estaban dados todos los elementos para hacer una propuesta”, y “en México se suele pensar en el futuro cuando se acerca un cambio de gobierno”. También aclaró que no se trata de “crear un superConacyt”, y que no se propuso crear una Secretaría de Ciencia y Tecnología porque eso significaría seguir supeditados al control vertical de los gobiernos y a los vaivenes sexenales (La Jornada, 11 de abril).

Aunque ya han surgido voces críticas del proyecto, creo que en principio promete ser útil y valioso, y conviene analizarlo con detalle. Ya lo están haciendo, “de manera urgente” –aunque espero que no al vapor– las comisiones de Ciencia y Tecnología y de Educación del Senado, con el fin de aprobar la iniciativa antes de que termine el actual periodo de sesiones el próximo 30 de abril.

Termino estas líneas para entregarlas a la redacción mientras me preparo para asistir a la Marcha por la Ciencia, cuya asistencia espero sea muy nutrida. Uno de sus lemas, “Sin ciencia no hay futuro”, me parece hoy más certero que nunca.

Quizá la iniciativa presentada al Senado sea tardía, y probablemente sea imperfecta. Siempre se podrá mejorar. Quizá sean también cuestionables los motivos para presentarla. Lo que no se puede negar es que es un paso en el rumbo correcto. Y eso nunca está mal.

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