Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 19 de noviembre de 2017
En junio de 2012, durante la campaña presidencial, Enrique Peña Nieto hizo enviar un correo electrónico a todos los miembros del Sistema Nacional de Investigadores –organismo que agrupa a los principales expertos científicos del país– ofreciéndoles, de ser electo, elevar el gasto en ciencia y tecnología hasta alcanzar la cifra mínima recomendada por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE): 1% del producto interno bruto (PIB).
Ya electo, en septiembre del mismo año, en un evento titulado “Hacia una agenda nacional en ciencia, tecnología e innovación”, al que asistieron rectores y directores de universidades, además de destacados miembros de la comunidad científica y tecnológica del país, criticó que México invirtiera sólo el 0.4% en ciencia y tecnología, y ofreció aumentar dicha inversión en 0.1 cada año, hasta llegar al final de su sexenio al deseado 1%.
Más adelante, en 2015, durante la entrega de los Premios de Investigación de la Academia Mexicana de Ciencias, Peña Nieto pudo presumir que dicha inversión se había incrementado en un 36%, para llegar a 0.54% del PIB.
Sin embargo los problemas, como las excusas, nunca faltan. Y en este caso llegaron en forma de crisis petrolera y económica, devaluación, crisis de seguridad nacional, desastres naturales, presiones políticas y otros factores que han hecho que en los últimos años, la promesa de Peña Nieto haya quedado no sólo incumplida, sino olvidada.
¿Es grave esto? ¿Por qué tendría un país como México, con tantos problemas, dedicar tanto dinero a la ciencia y la tecnología? ¿Debemos obedecer ciegamente las órdenes de la OCDE?
La OCDE es un organismo internacional que agrupa a 35 países, uno de los cuales es México, y que tiene como objetivo coordinar las políticas económicas y sociales de sus miembros. Aunque se trata de un ente muy polémico, no hay duda de que la recomendación que hace a sus países miembros de invertir al menos el 1% de su PIB en ciencia y tecnología es un consejo excelente, basado no en una cierta ideología económica, sino en el hecho incontrovertible de que aquellos países que históricamente han invertido más en estos rubros son los mismos que presentan un mayor desarrollo no sólo científico, sino económico e industrial, medido a través del número de patentes, de empresas nacionales, y de la cantidad de dinero y empleos que éstas generan. Y este desarrollo científico-tecnológico-industrial se refleja no sólo en el bienestar y nivel económico de su población en general, sino también en el poderío económico y político de esas naciones, y por tanto en su nivel de autodeterminación, independencia y libertad.
En cambio, los países económicamente menos desarrollados, como el nuestro, tenemos un menor nivel de vida, menos poder de negociación y debemos someternos a las reglas que dictan los poderosos. Somos por tanto menos libres. Y todo esto es, en gran parte, producto de las decisiones que nuestros políticos toman respecto a la inversión en rubros como educación, por un lado, y ciencia y tecnología, por otro. No olvidemos que el 1% recomendado por la OCDE es sólo un mínimo, no un monto idóneo. Sólo como comparación, China dedica el 1.5% de su PIB a estos rubros, mientras que Brasil y Sudáfrica invierten el 1%. Y eso por no mencionar a países como Estados Unidos, con el 2.8, o Francia, con el 2.2.
Este año se acaba de aprobar en el Congreso el Presupuesto Federal para 2018. Y la inversión –que no gasto– en ciencia y tecnología, aunque no disminuyó, tampoco aumentó gran cosa, lo cual, en la práctica, implica un retroceso. Si bien, como comenta Alejandro Canales en una nota de la semana pasada en el suplemento Campus Milenio, los Diputados lograron incrementarlo de casi 91 a casi 92 mil millones de pesos respecto a la propuesta presentada originalmente por el Poder Ejecutivo, lo cierto es que no llegaremos mucho más allá del 0.5%. Con ello, nuevamente se estará violando el artículo 9 bis de la Ley de Ciencia y Tecnología de nuestro país, vigente desde 2002, que a la letra especifica que: “El monto anual que el Estado destine a las actividades de investigación científica y desarrollo tecnológico […] no podrá ser menor al 1% del producto interno bruto del país”. Hecho que ya ha sido denunciado, a lo largo de tres sexenios, por la comunidad científica mexicana.
Se trata, sin lugar a dudas, de un grave fracaso, de una importante promesa incumplida del presidente del “te lo firmo y te lo cumplo”. Un fracaso que refleja, además, los valores de nuestra sociedad, que no acaba de entender que para salir del tercer mundo necesitamos reevaluar a fondo las prioridades nacionales y entrar de lleno al siglo XXI.
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