martes, 30 de diciembre de 2003

¡Alcoholímetro!

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 30 de diciembre de 2003

La noticia de que el gobierno del DF dejaría de aplicar durante el 24 y el 31 de diciembre la polémica prueba del alcoholímetro ha hecho felices a una gran cantidad de capitalinos que, por alguna razón que los abstemios como un servidor no entendemos, no conciben pasársela bien en una fiesta sin ponerse hasta las chanclas.

La prueba, que se aplica a conductores detenidos al azar en las calles de la ciudad y permite remitir al ministerio público a quienes sobrepasen el límite permitido, consiste en bajarse del auto, soplar en un tubito conectado a un aparato electrónico portátil, y esperar que el nivel de alcohol presente en la sangre del desafortunado conductor no exceda de 0.04 por ciento de alcohol en el aliento (lo cual equivale a 0.08 por ciento en la sangre).

Entiendo lo molesto de la prueba, y lo inquietante de sentirse amenazado con “de 12 a 36 horas de arresto”, que es la pena “inconmutable”que se aplica. Y desde luego, la tregua navideña me parece una buena idea, pues hace que los bebedores se sientan menos amenazados en estos días de paz y amor. Esperemos que la tasa de accidentes automovilísticos, que según las autoridades ha disminuido en 70 por ciento desde que se aplica la prueba, no se eleve en esos días.

Se sabe perfectamente los daños que puede causar el alcohol: falta de coordinación, disminución de reflejos, pérdida de inhibiciones... todo ello resulta peligroso cuando se maneja una máquina peligrosa, como es (por ejemplo) un automóvil. Es un hecho que la mayor parte de las muertes en accidentes automovilísticos son debidas al alcohol. Y sin embargo, ¿debe respetarse la libertad del individuo de consumirlo? (Piense usted en las drogas, un caso en que no se respeta la libertad del individuo... ¿qué tan distintas son del alcohol? ¿Por qué las drogas son ilegales y el alcohol, que causa tantas muertes, no?).

Cuando bebemos una copa, esta pequeña molécula, cuyo nombre químico es etanol, llega a la sangre, tras ser absorbida ya desde el estómago, pero sobre todo en la mucosa intestinal (un dato interesante es que, mezclado con bebidas gaseosas, se absorbe más rápidamente).

Al mismo tiempo, el cuerpo comienza a eliminarlo. Entre un 2 y un 10 por ciento de lo consumido se llega a desechar a través de los pulmones (el aliento alcohólico), el sudor y la orina. Pero el resto tiene que ser metabolizado: transformado en otras sustancias. Esto sucede principalmente en el hígado.

Las células hepáticas contienen una enzima –proteína especialista en reacciones químicas– llamada deshidrogenasa alcohólica, que como su nombre lo indica, le quita hidrógeno al etanol y lo convierte en acetaldehído. Éste es una sustancia sumamente tóxica, pero inmediatamente es transformado por otra enzima en acetato, que luego se oxida para convertirse en dióxido de carbono y agua. En el proceso, se liberan calorías que le dan energía al organismo.

Un problema es que la velocidad con las que las enzimas del hígado pueden eliminar el alcohol está limitada. En una hora pueden procesar como máximo, en un hombre adulto promedio, alrededor de lo que contiene una copa de vino o una botella de cerveza.

Otro problema, desde luego, son los efectos que el alcohol, que llega al cerebro a través de la sangre, tiene sobre el sistema nervioso. Su efecto principal es depresivo. En bajas concentraciones, paradójicamente, puede tener un efecto estimulante, al deprimir los centros inhibidores, pero al aumentar la cantidad absorbida produce sucesivamente somnolencia, estupor e incluso coma. Los efectos incapacitantes se comienzan a presentar en general cuando la concentración en la sangre es entre 0.03 y 0.05 por ciento. Con 0.15 por ciento la persona está claramente intoxicada (habla arrastrada, caminar torpe). Por arriba de ese nivel, lo más probable es que se el bebedor se quede dormido, pero si consumió suficiente alcohol como para llegar a niveles aún mayores, puede caer en coma. Con una concentración de entre 0.5 y 1 por ciento de alcohol en la sangre, los centros de la respiración del cerebro pueden quedar anestesiados, con lo que el bebedor muere de asfixia. Estos casos, sin embargo, son raros: la forma más común en que el alcohol mata es a través de un automóvil.

Y sin embargo... la gente sigue bebiendo en exceso y luego sentándose detrás del volante. ¿Por qué? La respuesta seguramente sale del campo de las ciencias duras, y entra en el terreno de la psicología.

Es curioso el ingenio de los bebedores –y especialmente quienes venden bebidas alcohólicas–para criticar el alcoholímetro, o para tratar de darle la vuelta. Me pareció especialmente divertido el intento que hicieron recientemente los restauranteros de vender un agua especial con alto contenido de oxígeno, prometiendo que luego de tomarla –y esperar alrededor de una hora– el bebedor no tendría que temer al alcoholímetro. Quizá este producto ayude a disminuir los efectos de la “cruda”, pero no puede acelerar sensiblemente el metabolismo del alcohol (lo de esperar una hora, claro, es buena idea).

En todo caso, las propuestas de pagar un taxi o un chofer que maneje el auto de bebedor me parecen propuestas más sensatas. No se trata de que la gente no beba, sino de que no maneje bebida. De cualquier modo, trate usted, querida lectora o lector, de no poner su vida en riesgo este año nuevo, para poder disfrutar de un 2004 feliz y lleno de prosperidad.

martes, 23 de diciembre de 2003

Santa Clós vs. los hermanos Wright

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 23 de diciembre de 2003

¿Puede volar un aparato más pesado que el aire? Y si es así, ¿podrá volar un trineo como el de Santa Clós? La versión oficial es que un avión sí puede volar, pero no un trineo. Pero las versiones oficiales a veces son discutibles.

Yo, por ejemplo, me sentí muy desilusionado al enterarme de que el intento de reproducir el histórico vuelo de los hermanos Wilbur y Orville Wright en Kitty Hawk, Carolina del Norte, el pasado 17 de diciembre, fracasó rotundamente. La réplica de su avión, el Flyer 1, se deslizó sobre un riel de madera para acabar encallado en un charco de agua. Si el vuelo conmemorativo fracasó, ¿de veras habrá volado el avión original hace 100 años?

La historia oficial, nuevamente, dice que el Flyer 1, construido con madera y tela, y con un motor de aluminio y cobre de 12 caballos de fuerza, logró volar (en el cuarto intento) la asombrosa distancia de 852 pies (260 metros). Desgraciadamente, hubo muy pocos testigos, y en los años siguientes a su hazaña los Wright mantuvieron una gran discreción, rayana en el secreto, por temor a que alguien les robara sus ideas (y su fama). Desarrollaron otros aeroplanos y en 1906 obtuvieron una patente, pero aún así se resistían a proporcionar información sobre sus detalles. Rehusaban demostrar el vuelo o permitir que se fotografiara a menos que los interesados firmaran un contrato de compra del aeroplano. Para 1906, en Francia y Alemania se comenzó a dudar de la veracidad de los Wright.

Al mismo tiempo, el brasileño Alberto Santos-Dumont reclamaba la gloria de ser el primer aviador. En julio de 1901 se había hecho famoso por haber circundado la torre Eiffel a bordo de un globo dirigible, probando así que se podía volar en forma controlada (algo que difícilmente se podría decir de los primeros vuelos de los Wright, cuyos aterrizajes más parecían choques). El 13 de septiembre de 1906, Santos-Dumont logró volar en su avión 14-bis la distancia de 7 o 13 metros (el dato es confuso). El 23 de octubre voló 60 metros, y el 12 de noviembre, 220 metros. La revista Scientific American (diciembre 2003) comenta que “como no había prueba de lo contrario en ese momento, (Santos-Dumont) fue aclamado como el primer hombre en volar”. Lo importante es que el avión de Santos-Dumont (a quien los brasileños siguen considerando el verdadero padre de la aviación) logró levantar el vuelo sin utilizar un medio externo de propulsión, sólo con la potencia de su motor. Los de los Wright requerían de una rampa para adquirir impulso. Sin embargo, en agosto de 1908 los Wright dieron una demostración pública de sus para entonces muy avanzados aeroplanos en Le Mans, Francia, con lo que consolidaron su destreza y superioridad.

De modo que el título de primero aviador es discutible. Pero no así el hecho de que los aviones vuelan. Yo, por ejemplo, no puedo evitar cada vez que vuelo una profunda sensación de maravilla en el momento de despegar. Sentir la potente aceleración, ver cómo el suelo se aleja y las personas, automóviles y casas se van empequeñeciendo hasta convertirse en menos que hormigas no deja de parecerme increíble. ¡El avión funciona; de veras vuela!

Volviendo a Santa Clós, ¿por qué no podría también volar su trineo? Los libros de física nos explican que el vuelo en avión es posible gracias al llamado principio de Bernoulli, que dice que la presión de un fluido en movimiento disminuye con su velocidad. En particular, el aire en movimiento rápido ejerce menos presión que el aire en movimiento lento.

Las alas de los aviones están diseñadas para que, al moverse, hagan que el aire que pasa por arriba del ala recorra en el mismo tiempo una distancia mayor que el aire que pasa por debajo: que fluya más rápido por arriba. Esto ocasiona que haya menos presión encima del ala que debajo, y esta presión desde abajo es la que eleva a los aviones (por eso un avión sólo puede volar si primero logra avanzar a una velocidad suficiente).

Bueno, eso dicen los libros, pero un niño o un escritor de ciencia ficción podrían pensar que quizá hay otras explicaciones. Después de todo Santa Clós logra volar en un trineo jalado por renos y sin alas, ¿no?

Alguna vez leí un libro en el que se explicaba la aerodinámica de las pezuñas y cornamentas de los renos de Santa Clós, y se argumentaba que su estructura especial permitía que se elevaran por los aires. Incluía datos, cálculos y diagramas para mantener la fantasía y llevarla a los límites de lo creíble, un poco a la manera de Jorge Luis Borges en sus relatos fantásticos.

Sería bonito que fuera verdad, pero se trata de ficción. Dudas históricas aparte, las hazañas de los Wright y de Santos-Dumont nos permiten hoy viajar a Holanda en unas pocas horas. El trineo de Santa Clós, mientras tanto, seguirá perteneciendo al reino de la fantasía, y cumpliendo otras importantes funciones más relacionadas con la felicidad de los niños (aunque yo prefiero a los Reyes Magos, que no vuelan). El principio de Bernoulli –y en general, el conocimiento científico– funciona para construir aparatos efectivos. La fantasía, por su parte, es útil para satisfacer necesidades más íntimas. ¡Feliz navidad!

martes, 16 de diciembre de 2003

Homosexualidad: consultas y mitos

Martín Bonfil Olivera
16 de diciembre de 2003

“La democracia es el peor sistema de gobierno conocido, excepto por todos los demás”, dijo alguna vez un personaje famoso. (Creo que fue Winston Churchill, pero no me haga usted mucho caso). Tenía razón: la democracia, a pesar de sus indudables ventajas, es un sistema lleno de fallas.

Quizá la principal es que el debate basado en argumentos racionales, que debería servir para lograr que los votantes apoyen a uno u otro bando en una elección, puede ser fácilmente sustituido por estrategias de propaganda y mercadotecnia que logran el mismo objetivo (convencer) en forma más eficiente y sencilla (¡y sin necesidad de razonar!). Las elecciones del 2000 lo comprobaron ampliamente.

Pero cuando la democracia, incluso con sus carencias, es sustituida por versiones “light”, como la famosa figura de la “consulta ciudadana”, nos quedamos con sus defectos pero perdemos sus ventajas, pues se sustituye una votación representativa por una especie de encuesta simple que sirve más que nada como recurso publicitario.

Es por eso que me extraña y preocupa la reciente ocurrencia del jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, al proponer una consulta antes de que se apruebe la Ley de Sociedades en Convivencia. “Yo lo que sostengo es que cuando hay iniciativas muy polémicas lo mejor es preguntarle a la gente, es decir, lo mejor es la consulta, es lo más democrático, en vez de caer en descalificaciones de un lado y de otro. Ahora sí que, para no equivocarnos, lo mejor es preguntar”, afirmó (La Jornada, 8 de diciembre).

Desde luego, al decir que el tema “es polémico” se refería a un caso especial de sociedad de convivencia: las que se darían entre parejas homosexuales. Y lo que hace que este tipo de uniones sean “polémicas” son los prejuicios sociales, en gran parte alentados por la cultura católica.

El problema es que se ha tergiversado el sentido de esta ley, cuyo dictamen ya fue aprobado “en lo general” el 5 de diciembre por diputados del PRI y el PRD en la Asamblea Legislativa del Distrito Federal (ALDF). Se habla de “la ley sobre uniones homosexuales” o incluso “la ley sobre gays” o “la ley gay” (como la llamaron los integrantes de la Iglesia Cristiana Evangélica que protestaron frente a la ALDF el pasado 8 de diciembre).

En realidad, dicha ley se aplicaría no sólo a homosexuales que deseen formar una unión con todos los derechos que tienen los matrimonios tradicionales, sino también a otros tipos de relación que no tienen un componente afectivo íntimo, pero en las que una parte quiera proporcionar a la otra ciertos beneficios, como el poder heredar. Tampoco es cierto, como afirman grupos de ultraderecha, que dicha ley sea el primer paso para luego legalizar la adopción de niños por parejas homosexuales, y mucho menos para “destruir la familia” (argumento que siempre usan los de ProVida, pero cuya lógica nunca explican).

El prejuicio contra la homosexualidad existe desde siempre. (Para profundizar, recomiendo el excelente libro Una historia sociocultural de la homosexualidad, de Xabier Lizarraga, Paidós, 2003.) Pero lo mismo sucede con la idea de la superioridad del hombre sobre la mujer, o la de algunas razas sobre otras. La existencia misma de razas humanas es un concepto obsoleto, desde el punto de vista científico, social y ético.

El simple sentido común indica que es injusto de negar los mismos derechos de todo ciudadano a l@s homosexuales sólo porque a alguien no le guste lo mismo que a ell@s, siendo que pagan impuestos y obedecen las mismas leyes que los demás. El mito de que son “enfermos” o “depravados” ha sido totalmente desechado por la comunidad científica y médica de todo el mundo. Los argumentos “morales” en contra de la homosexualidad han sido también refutados hasta el cansancio. ¿Qué es lo que queda entonces para negarles a lesbianas, gays, bisexuales y transgenéricos (la famosa comunidad LGBT) un trato igual al de cualquier ciudadano? Prejuicios, basados en el miedo a lo diferente. Este temor, que se conoce como homofobia, es una forma de discriminación, y como tal está penada por la ley.

En particular, se esgrime una y otra vez el argumento de que la homosexualidad es “antinatural”. Lo cierto es que, desde el punto de vista biológico, el comportamiento homosexual se presenta a lo largo de toda la gama de seres vivientes, es muy común en todo tipo de mamíferos, incluyendo los primates no humanos, y aparece en todas las culturas humanas. El libro La orientación sexual, de Luis González de Alba (Paidós, 2003) ofrece abundante información al respecto.

Creo que lo peligroso de la propuesta de López Obrador es que, al someter a una consulta (que según el Instituto Electoral del Distrito Federal costaría 58 millones de pesos) esta “polémica” cuestión, lo que se podría lograr es simplemente dinamitarla. Con ello, se daría un paso atrás en la lucha por una causa justa, y el prejuicio y la homofobia habrían ganado una batalla. Si de lo que se trata es de lograr una sociedad más justa, no es aceptable disfrazar los prejuicios religiosos o discriminatorios con falsos datos científicos. Y menos aún es suponer que una votación telefónica, fácilmente manipulable por grupos de interés de uno y otro lado, pueda sustituir al verdadero proceso democrático.

martes, 9 de diciembre de 2003

Oscurantismo y prejuicios

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 9 de diciembre de 2003

Pocas cosas hay más tristes que los prejuicios, pues nos hacen perder oportunidades. Yo, por ejemplo, tengo el fuerte prejuicio de no tomar alcohol, y sé que me he perdido de varias experiencias valiosas. Quizá valdría la pena aprender a apreciar un buen vino…

Pero una cosa son los prejuicios personales, y muy otra son los que se intentan imponer en cuestiones públicas, sobre todo si causan daño o impiden avances que podrían beneficiar a la sociedad.

Leo en Reforma (5 de diciembre) que la semana pasada la H. Cámara de Diputados “aprobó un decreto que prohíbe la investigación con células troncales humanas de embriones vivos, o aquellas obtenidas por transplante nuclear”.

En el mismo artículo se incluyen las opiniones de varios destacados científicos al respecto, entre ellos Francisco Bolívar, pionero de la ingeniería genética en México (y en el mundo); Antonio Velázquez, uno de nuestros principales expertos en medicina genómica, y Luis Herrera Estrella, uno de los iniciadores de la ingeniería genética en plantas a nivel mundial. Todos coinciden en lamentar la decisión de los diputados, y consideran que se tomó sin tener los conocimientos suficientes.

¿Qué prohibieron los diputados? Usar un tipo especial de células humanas, las células precursoras totipotenciales (incorrectamente llamadas “troncales” o “estaminales”, por traducción literal del inglés stem cells), también conocidas como “células madre”. Son células que tienen la capacidad de dar origen a todos o varios de los tejidos de un ser humano; en ciertas condiciones, pueden formar un ser humano completo.

La célula totipotencial por excelencia es el óvulo fecundado. Incluso cuando se ha dividido varias veces, cada una de sus células hijas siguen siendo células madres: pueden todavía dar origen a un bebé completo (esto es lo que sucede cuando se forman gemelos idénticos). En fases más avanzadas del desarrollo del embrión, las células se van diferenciando y van perdiendo su capacidad para formar todos los tejidos, pero todavía pueden originar varios tejidos del cuerpo. En cambio, en etapas posteriores, la mayoría de las células pierden por completo esta capacidad y sólo pueden dar origen a células de su mismo tipo.

Los biotecnólogos no están proponiendo clonar un ser humano (clonación reproductiva). Está claro que todavía hay dificultades técnicas que hacen imposible y antiético intentarlo, pues en el intento se producirían numerosos embriones que no se desarrollarían normalmente. Lo que se pide, y que nuestros diputados –encabezados por los panistas– prohibieron, es la clonación terapéutica: clonar células humanas para realizar investigación y, en un futuro, desarrollar tratamientos terapéuticos para las más diversas enfermedades.

¿Por qué tanto miedo? (Porque lo que expresa la prohibición de los diputados, así como la constante oposición a la clonación de células humanas, es miedo.) Creo que aquí se mezclan dos prejuicios. Uno, que más bien es una mentira, es el de que los biotecnólogos están tratando de lograr que se apruebe la clonación terapéutica para después lograr la clonación reproductiva. Otro, más profundo, es que la clonación es, de por sí y en todos los casos, algo negativo, peligroso y casi monstruoso.

En la raíz de esta visión se hallan la ignorancia y el pensamiento mágico. Ignorancia porque la clonación como medio de reproducción se halla en toda la naturaleza (en bacterias, protozoarios, hongos, plantas…) y ha sido aprovechado por el hombre desde siempre. Muchas plantas de interés comercial, como los rosales o las vides, han sido seleccionadas durante muchos años para producir las variedades que ofrecen precisamente los colores o sabores que las hacen tan especiales y valiosas en el mercado. Si estas plantas se reprodujeran sexualmente, cruzándose, sus valiosos genes –su genoma-, que tanto trabajo ha costado reunir, se dispersarían, mezclándose de nuevo desordenadamente en la descendencia. Por ello, se prefiere reproducirlas asexualmente por clonación: tomando “piecitos” de las plantas y sembrándolos para que se desarrollen en nuevas plantas adultas.

El pensamiento mágico se manifiesta en la interpretación que se le da a la posible clonación de un ser humano: los científicos, se dice, quieren jugar a ser dios. ¿Cuál es el punto de vista científico? Que el ser humano es un producto de la evolución por selección natural. Como tal es parte de la naturaleza, y no es mejor ni peor que cualquier otro ser vivo. No existe en él ninguna esencia sobrenatural que lo distinga. Un ser humano clonado sería tan humano como cualquier otro, y tendría los mismos derechos humanos.

Es por ello que clonar a un humano es una cuestión que debería tomarse muy en serio. No sólo por los posibles defectos que pudiera tener el producto, o porque al intentar clonarlo se desecharan varios embriones malogrados; también porque, una vez nacido, el clon se enfrentaría a problemas legales, sociales y morales. Quizá no tenemos derecho a clonar un humano, después de todo, pero por razones médicas, éticas, sociales o humanas: no sobrenaturales.

Pero mientras se da la necesaria discusión para llegar a acuerdos en esta cuestión, es inmoral detener la investigación sobre clonación terapéutica que podría ayudar a tantos enfermos. Al hacerlo, nuestros diputados estorban el avance de la ciencia biomédica mexicana y fomentan que sigamos estando a la zaga de otras naciones. Lástima.

martes, 2 de diciembre de 2003

Ciencia, sociedad y erecciones

Martín Bonfil Olivera
Milenio Diario, 2 de diciembre de 2003

¿Qué pasaría si no existiera el Viagra? Tal vez alguien lo inventaría… Tal es la premisa de la novela NO, del químico Carl Djerassi.

NO no es una novela de ciencia ficción. Pertenece a una corriente que su autor inventó, y que ha denominado “ciencia en ficción”. La diferencia es sutil: en la ciencia en ficción, se crea una ficción que habla sobre la ciencia sin introducir elementos imposibles. El objetivo es presentar al lector una visión realista de qué es la ciencia y, sobre todo, de cómo trabajan los científicos y cómo es su vida.

Djerassi no es un personaje muy conocido, aunque es uno de los científicos que más ha contribuido a cambiar la sociedad contemporánea. Se trata nada menos que de uno de los químicos que desarrollaron la píldora anticonceptiva. Labor que, curiosamente, se llevó a cabo en nuestro país, en la empresa Syntex. Su creación y puesta a la venta al público marcó, desde muchos puntos de vista, un cambio decisivo en la sociedad: fue quizá el elemento más importante en la liberación femenina, y en el cambio en los roles tradicionales del varón y la hembra.

Posteriormente a la píldora, Djerassi se hizo rico (naturalmente), y se convirtió en mecenas de artistas y bon vivant. Además, comenzó a interesarse en los aspectos sociológicos de la biología de la reproducción y en la lucha por los derechos femeninos. También comenzó a escribir.

“La cultura y las costumbres de los investigadores científicos son tribales”, afirma Djerassi, y por ello intenta mostrar en sus novelas los ritos, costumbres y tradiciones que existen en esta tribu tan poco comprendida. Al hacerlo, contribuye a romper con la falsa imagen del científico como alguien distinto al resto de los seres humanos, que vive en una torre de marfil alejada de la sociedad y sin contaminarse con “influencias nocivas” como la política, la economía o las envidias o rivalidades entre colegas. Lejos de esto, Djerassi nos muestra lo humanos y complicados que pueden ser los científicos: tanto como cualquier persona.

Djerassi se propuso escribir una tetralogía de novelas sobre científicos, aunque al final acabó escribiendo cinco (una, Marx el difunto, es sobre un escritor), más dos obras de teatro, una autobiografía y un libro de reflexiones. NO (aparecida este año y publicada en español, como toda su obra, por el Fondo de Cultura Económica) es la cuarta, con lo que se cierra el ciclo.

En las tres primeras novelas (El dilema de Cantor, El gambito de Bourbaki y La semilla de Menachem), aborda respectivamente temas como la competencia entre científicos por el reconocimiento de sus colegas, por los premios (como el Nobel) y por la fama; los problemas que enfrentan los científicos de edad madura, pero aún productivos, que son obligados a retirarse; y la influencia que las nuevas técnicas reproductivas in vitro pueden tener en una historia de amor. Al mismo tiempo, explora aspectos como la influencia del entorno geopolítico o las características étnicas de los investigadores en el desarrollo de la ciencia. Todo ello de forma amena, inteligente, bien narrada e interesante.

NO se centra en un aspecto de la ciencia –y en particular de la farmacología– que muchas veces pasa desapercibido no sólo para el público, sino para los propios científicos que laboran en la academia, lejos de las complejidades de la industria. Se trata del largo y tortuoso camino que un descubrimiento científico tiene que seguir antes de tener una aplicación práctica y ser usado por el público. Los personajes –en particular los femeninos son siempre especialmente poderosos– nos muestran qué sucede cuando un científico tiene que convertirse, para poder lograr que sus descubrimientos sean aplicados, en industrial y hombre –o mujer– de negocios.

Djerassi usa el óxido nítrico, NO, como pretexto. Este sorprendente gas demostró hace poco ser una hormona responsable de gran cantidad de procesos en el ser humano. Participa en la circulación sanguínea, el cáncer y el funcionamiento cerebral. En particular, controla la relajación de las paredes de los vasos sanguíneos, y por ello puede usarse para combatir los ataques al corazón (las pastillas de nitroglicerina se usaban para esos casos porque liberaban NO) y también para facilitar el flujo de sangre al pene: causar erecciones. El Viagra, quizá el medicamento más famoso de los últimos años, ocasiona la liberación de NO. La novela de Djerassi no habla del Viagra, sino de otro medicamento ficticio que hubiera podido ser usado para el mismo fin.

La experiencia personal de propio Djerassi le permite dar así una interesantísima visión desde dentro de la relación ciencia-industria. De hecho, varios de los personajes son tomados de la realidad, y el propio Djerassi –quien siempre lamentó no haber recibido el Nobel– se introduce en su novela y se otorga un imaginario premio equivalente al deseado galardón.

La prosa de este químico no es grandiosa; se trata de novelas sencillas, aunque ingeniosas y muy agradables. Cumplen más que satisfactoriamente con su fin, y creo que merecen ser leídas ampliamente. Conque queda usted convidado a sumergirse en el mundo del NO y en el de los científicos, su trabajo, sus amores, sus envidias y rivalidades, llevado de la mano por el químico que cambió la forma en que concebimos el sexo. ¡Que disfrute el viaje!