miércoles, 27 de julio de 2011

Ciencias sociales…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
 Milenio Diario, 27 de julio de 2011


El debate es muy viejo, e inevitablemente polémico: ¿son ciencias las ciencias sociales? ¿Son tan “científicas” como las ciencias naturales? ¿Quién decide, a fin de cuentas, qué es científico y qué no?

La diferencia no estriba, como muchos piensan, en la metodología que cada tipo de ciencias utiliza: las ciencias sociales pueden ser tan matemáticas, sistemáticas y rigurosas como sus primas “duras”, y en muchos casos incluso pueden hacer experimentos.

La diferencia radica, creo, en otra cosa: su objeto de estudio. Las ciencias naturales estudian, obviamente, la naturaleza, es decir, el universo físico que nos rodea (y excluyen, por definición y por necesidad metodológica, el estudio de lo sobrenatural). Las ciencias sociales, en cambio, estudian las sociedades. Y he aquí el problema, porque al ser el humano elemento central de toda sociedad, y al mismo tiempo quien la estudia, el problema de separar a estudioso y estudiado se vuelve muy complicado.

Un ejemplo sencillo es el de un antropólogo que va a estudiar alguna tribu exótica (¡por ejemplo, la de los científicos!). ¿Cómo hacer para evitar que su sola presencia altere la forma “normal” de comportarse de sus sujetos de estudio, haciendo que el resultado de su investigación se vea sesgado?

Un caso más sugestivo lo muestra mi colega columnista Carlos Mota –incansable y más que entusiasta defensor del capitalismo, el liberalismo económico y las empresas– en su columna de ayer en Milenio Diario.

Hablando de la crisis financiera de Portugal, y de cómo la agencia Moody’s calificó de “basura” los bonos de deuda emitidos por esta nación, Mota critica que el ministro de finanzas de Alemania, Wolfgang Schäuble, dijera que Moody’s, junto con Standard & Poor’s y Fitch, las otras dos grandes NRSROs estadounidenses (Nationally Recognized Statistical Rating Organizations, Organizaciones Calificadoras Estadísticas Nacionalmente Reconocidas, o simplemente “agencias calificadoras”) forman parte de un “oligopolio” que “debe romperse”. “Schäuble estaba molesto”, comenta Mota, “porque Moody’s bajó la calificación de deuda a Portugal, lo que inyectó ‘estrés’ de nueva cuenta en la zona euro”.

“Las estrictas metodologías de evaluación de las agencias son ampliamente respetadas”, añade Mota, y a continuación pregunta, socarrón: “¿O qué? ¿Si rompemos el oligopolio y una nueva agencia califica mejor la deuda de Portugal, ese país sí pagará sus deudas?”.

Quizá la cosa no sea tan sencilla, pero es claro que las evaluaciones de las agencias calificadoras sí tienen el poder de afectar decisivamente la economía de las naciones calificadas. Así como el mero rumor de una posible devaluación puede causar que ésta ocurra (el ejemplo clásico de una “profecía autocumplida", y no por magia, sino porque el rumor puede hacer que los inversionistas saquen su dinero del país, precipitando la devaluación), una calificación negativa de deuda puede precipitar que una nación caiga en la insolvencia, al dificultar que encuentre apoyo de inversionistas. “Los anuncios de Moody's sobre posible o real rebaja de calificación de los bonos de un país puede tener un gran impacto político y económico, como por ejemplo en Canadá en 1995”, sentencia la Wikipedia.

El problema es que a diferencia de la naturaleza, que no cambia según nuestras creencias o deseos, y que por ello puede estudiarse con cierta aspiración de objetividad, los sistemas sociales son fuertemente influidos por lo que creemos, pensamos, decimos o hacemos con respecto a ellos.

No dudo que las ciencias sociales sean tan “ciencias” como las naturales. Pero es claro que se trata de un tipo de ciencias muy distinto… y mucho más difícil de estudiar.


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miércoles, 20 de julio de 2011

Nuestra simbiosis con Google

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 20 de julio de 2011

A todos nos pasa: recordamos algunas cosas, pero confiamos en que otras las recuerde nuestra pareja (los nombres de familiares lejanos, en mi caso), nuestra familia (¿cuál era el teléfono de ese abogado buenísimo?) o nuestros colaboradores (¿quién se iba a encargar de recopilar los datos para el nuevo proyecto?).

Además, cada vez menos gente sabe de memoria números de teléfono (yo antes los anotaba en una agenda de papel); hoy todos confiamos en que nuestro teléfono celular/agenda digital los “recuerde” (por eso es una catástrofe perder el celular sin tener un respaldo: ¡pierde uno todos sus contactos!).

Se trata de un fenómeno bien conocido y estudiado: el ser humano tiende a complementar su capacidad individual de memoria utilizando fuentes externas (la llamada “memoria transactiva”): los cerebros de gente en nuestro círculo social, artefactos de papel o electrónicos, y actualmente, en sociedades digitalizadas, el internet.

Ya habíamos hablado aquí del provocador libro Superficiales (Taurus, 2011), de Nicholas Carr, quien defiende la tesis de que los nuevos hábitos de lectura fomentados por internet nos están haciendo perder las habilidades de lectura profunda desarrolladas a lo largo de siglos, en favor de la búsqueda rápida y superficial de información. Esto no necesariamente es malo, pero sí implica un cambio profundo que puede afectar a toda la sociedad, y sería conveniente saber si es hacia allá donde queremos dirigirnos. “Cada tecnología intelectual… entraña una ética [o ethos] intelectual, una serie de supuestos sobre cómo funciona o debiera funcionar la mente humana”, escribe Carr (capítulo 3). ¿Queremos que nuestros jóvenes sigan aprendiendo a leer libros, o nos basta con que sepan tuitear y usar internet?

(Este debate sobre lo beneficioso o perjudicial de las memorias externas, por cierto, no es nuevo: ¡tiene más de dos mil años! Ya en el siglo IV antes de nuestra era, Platón narraba en Fedro cómo el rey egipcio Thamus discutía con el dios Theuth, quien abogaba por dar las herramientas de la escritura al pueblo, argumentando que “este conocimiento… hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría”. Thamus objetaba que “es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos… No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio”. No hay nada nuevo bajo el sol.)


Hay quien instantáneamente reacciona denunciando estas advertencias como prejuicios, subrayando los indudables beneficios que la red nos ha traído. Pero convendría ir más allá de las opiniones. Por eso resulta tan interesante el estudio de Betsy Sparrow, de la Universidad de Columbia, en Nueva York, y sus colegas, publicado el 14 de julio en la prestigiada revista Science, donde analiza, mediante cuestionarios y computadoras, el uso de la memoria en estudiantes universitarios.

Usando métodos directos e indirectos (pruebas de memorización, pruebas de tiempo de reacción que revelan si ciertos conceptos están más presentes en la memoria que otros), la investigación revela (o más bien, sugiere, como cautelosamente escriben los autores), que cuando los estudiantes saben que cierta información está disponible en la red, tienden a recordarla menos; que tienden a recordar más dónde hallar la información que los datos en sí, y finalmente que cuando se le hacen preguntas difíciles, tienden a pensar, antes que nada, en buscar las respuestas en la red.

Aunque el estudio mismo es discutible (el número de participantes es reducido –entre 28 y 60, según cada uno de los 4 experimentos–; se trata sólo de estudiantes de la Universidad de Harvard; los métodos tienen limitaciones…), apunta en direcciones inquietantes. “Internet se ha convertido en un medio fundamental de memoria externa o transactiva, donde la información se almacena fuera de nosotros”, afirman los autores, y añaden que “como se ha vuelto tan común buscar la respuesta a cualquier pregunta en el momento… podemos sentir una especie de síndrome de abstinencia cuando no podemos averiguar algo inmediatamente”.

Según los autores “estos resultados sugieren que los procesos de la memoria humana se están adaptando a la llegada de la nueva tecnología de computadoras y comunicación… Nos estamos volviendo simbióticos con nuestras herramientas de cómputo, transformándonos en sistemas interconectados que recuerdan no tanto por saber cosas que por saber dónde se halla la información… La experiencia de perder nuestra conexión a internet se va pareciendo más y más a perder un amigo.”

No necesariamente se trata de un peligro… pero sí de un cambio importante e inquietante. Junto con más investigación, para saber si estos datos se sostienen, convendría tener más discusión amplia, para prever oportunamente el rumbo futuro de la educación y del desarrollo de las habilidades intelectuales en nuestras sociedades.



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miércoles, 13 de julio de 2011

Científicos bocones

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Mile
nio Diario, 13 de julio de 2011


Richard Dawkins
El desafortunado personaje principal de la magnífica novela Solar (Anagrama, 2011), de Ian McEwan, el físico teórico y premio Nobel Michael Beard, comete el error de mencionar en una conferencia que, según varias investigaciones, es posible que existan diferencias en los cerebros de hombres y mujeres, y que esto podría explicar –aparte del obvio sesgo cultural impuesto durante décadas por la discriminación sexista– por qué hay tan pocas mujeres en la física.

El clamor que se desata amenaza con destruir su prestigio. Se convierte en blanco del desprecio general y es tildado de misógino, sexista, determinista genético, falócrata, hegemonista masculino y hasta nazi.

El episodio está evidentemente inspirado en el caso de Lawrence (Larry) Summers, el polémico economista y ex–rector (“presidente”, le llaman ahí) de la Universidad de Harvard que, en 2005, declaró que ciertas diferencias intrínsecas en las capacidades de hombres y mujeres para la ciencia podrían explicar por qué hay tan pocas mujeres en puestos científicos importantes. El escándalo resonó a nivel mundial, y lo obligó –junto con el rechazo previo a su forma de manejar la universidad– a renunciar al puesto a los pocos meses.

El escándalo de
James Watson
Y es que a veces, aunque las afirmaciones públicas de los científicos pudieran tener fundamento, o al menos ser discutibles, muchas veces harían mejor en mantenerlas en privado. Un caso más reciente es el de James D. Watson, co-descubridor de la doble hélice del ADN y uno de los fundadores de la genética molecular, cuando afirmó en 2007 que la inteligencia de los negros era menor que la de los blancos, y que había que tomar eso en cuenta para tratarlos con justicia (luego se declaró incrédulo y “atónito” de haber dicho eso). Como resultado, tuvo que renunciar a su puesto como director de uno de los principales laboratorios de investigación en biología molecular (el Cold Spring Harbor Laboratory, institución pionera del área). Quedó marcado como “racista”.

Rebecca Watson
Hoy el caso se repite. Richard Dawkins, el reconocido etólogo (biólogo del comportamiento), teórico de la evolución (su tesis –frecuentemente malentendida– del “gen egoísta”, que permite entender la evolución en términos de selección de genes, no de organismos, fue revolucionaria) y espléndido divulgador científico (durante años fue titular de la cátedra de Comunicación Pública de la Ciencia en la Universidad de Oxford), cometió el error de abrir su bocota y opinar en un blog donde la bloguera racionalista Rebecca Watson se había quejado de haber sido acosada por un hombre en un elevador, ¡justo luego de haber dado una conferencia donde denunciaba el acoso de hombres hacia mujeres!

Dawkins tuvo el mal gusto de opinar públicamente, sin que hubiera necesidad (y para colmo, con profundo sarcasmo), que ser acosada “sólo con palabras” era poca cosa comparada con los maltratos que muchas mujeres sufren en países con gobiernos islámicos radicales. La respuesta de las feministas, y de la comunidad en general (quizá avivada en parte por el rechazo que despiertan en muchos las posiciones radicalmente ateas que Dawkins ha adoptado en los últimos años), fue virulenta, y amenaza con hacer trizas su imagen pública.

El triste resultado es que la sociedad, otra vez, corre el riesgo de perder una voz que, cuando habla con sensatez, ha enriquecido la discusión pública al promover la cultura científica. ¿Por qué será que algunos científicos famosos no saben cuándo cerrar la boca?



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miércoles, 6 de julio de 2011

Política y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Mie
lnio Diario, 6 de julio de 2011

Con agradecimiento a Hugo Arroyo y José Manuel Posada 

La semana pasada tuve una experiencia poco común: fui invitado a dar una charla informal con el tema “¿qué es la ciencia?” para jóvenes priístas del Frente Juvenil Revolucionario. Estaban bien enterados de muchos temas, como patentes, política científica, la relación ciencia-religión (una de las cosas que me parecen fundamentales en la política mexicana es mantener su postura innegociablemente laica). Fue una tarde muy agradable.

Estar en el viejo edificio del PRI en Insurgentes centro, tan simbólico para la política de nuestro país, fue algo que no hubiera esperado, acostumbrado como estoy a sólo ser un transeúnte que pasa frente a él y piensa… tantas cosas.

Pero más inesperada aún fue la oportunidad de hablar ahí sobre la ciencia, su importancia para la nación, y su relación con la política, la economía y otras áreas que normalmente se consideran ajenas –si no es que opuestas– a la ciencia y la tecnología (me refiero aquí, por supuesto, a las ciencias naturales; las ciencias sociales con un dominio completamente distinto, del que no me siento autorizado a hablar).

Y es que la imagen común de la ciencia es bastante ingenua. Se la concibe como una actividad extraña, realizada por individuos inadaptados y antisociales, que produce bajo pedido la respuesta a las preguntas más inútiles o más caprichosas (la máquina del tiempo, un auto que funciona con pasta de dientes…). Se ve a los científicos como inventores de caricatura, y al gasto en ciencia como algo superfluo.

Se tiende también a dividirla en ciencia “básica” y “aplicada”, lo que produce inevitablemente –sobre todo en tiempos de crisis– el efecto de privilegiar a esta última en detrimento de las “inútiles” investigaciones que no tienen aplicación práctica directa. Se logra así asfixiar las raíces del sistema científico-tecnológico-industrial, que es el que permite que el conocimiento sobre la naturaleza se traduzca en inventos, patentes, dinero y nivel de vida, como ocurre en países desarrollados.


En realidad, la ciencia es sólo otra actividad humana, aunque una con características muy particulares: tiene un fuerte compromiso con la realidad, que la obliga a trabajar según ciertas reglas; es una actividad colectiva, que depende de la buena voluntad, pero también del trabajo conjunto de revisión, crítica implacable y verificación para garantizar su avance. Y sobre todo es una actividad azarosa, incapaz de producir bajo pedido la fusión nuclear controlada (que resolvería nuestra crisis energética) o la cura del sida, sino que tiene que cultivarse amplia y decididamente para que, de toda esa diversidad de investigación donde lo que importa no es si es básica o aplicada, sino que esté bien hecha, surgirán algunos pocos descubrimientos que podrán revolucionar nuestra forma de vida.

Y hablamos también de cómo el potencial de la ciencia no puede aprovecharse sin la política: los científicos no podrían tener institutos, laboratorios, fondos para investigación, leyes que les permitan investigar, si no hacen política: si no dominan el “arte de conducir un asunto y emplear los medios para obtener un fin determinado”. Sin política no puede haber ciencia; sin conocer la ciencia y saber usarla, los políticos pierden una gran herramienta para beneficiar al país. Ojalá las nuevas generaciones de políticos lo entiendan.


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