Publicado en Milenio Diario, 25 de mayo de 2004
En su reciente libro La ciencia y el sexo (UNAM, 2004), Ana María Sánchez Mora muestra cómo la ciencia ha sido una de las fuerzas que han permitido a las mujeres luchar por sus derechos. “El arma más poderosa del feminismo es la ciencia”, afirma. Entra así de lleno en los escabrosos terrenos de la discusión sobre natura y cultura.
En efecto, cuando se trata de asuntos relacionados con la naturaleza humana (inteligencia, orientación sexual, propensión a la violencia), basta con sugerir que las ciencias naturales pueden ofrecer una explicación para que se levanten indignadas las voces de sociólogos, psicólogos, filósofos o religiosos, aprestándose a defender al ser humano de lo que perciben como uno más de los ataques de la ciencia reduccionista y deshumanizante.
Desgraciadamente, lo más común es que tales defensores oficiosos estén mal informados. En primer lugar, porque nada está más lejos de la agenda de la ciencia –la buena ciencia, que es necesariamente humanista– que reducir al ser humano a un conjunto de instintos, de células o –peor aún– de átomos. El reduccionismo extremo ha pasado de moda hace mucho (excepto entre algunos físicos que siguen creyendo que la mecánica cuántica puede explicar todo, incluyendo la caída del muro de Berlín y los asesinatos de Ciudad Juárez).
Pero están mal informados también porque, a pesar de todas sus protestas, hoy es ya muy claro que un conjunto importante de conductas humanas es controlado, al menos parcialmente, por mecanismos biológicos que tienen que ver con estructuras cerebrales, hormonas y genes. Lo cual no quiere decir que el ser humano no tenga libre albedrío, sino que éste no surge por milagro, sino a partir de un cerebro y un cuerpo que han evolucionado para sobrevivir en un medio cambiante.
Como siempre, ninguna posición radical puede dar una respuesta completa o satisfactoria; se necesitará una mezcla de factores biológicos y culturales, en proporciones que todavía no conocemos, para entender la conducta humana. Sin embargo, algunos casos aparecidos recientemente en las noticias ponen de relieve, nuevamente, la importancia de los factores biológicos.
El más notorio fue el de David Reimer (Milenio Diario, 18 de mayo), un estadounidense de 38 años que se suicidó el pasado 11 de mayo. Durante toda su infancia, David vivió creyendo que era Brenda, una mujer; su caso sirvió como un polémico experimento para estudiar la influencia de la cultura y de los genes en la identidad sexual de un individuo.
Reimer nació, junto con su hermano gemelo Brian, siendo varón, pero una circuncisión convertida en desastre lo dejó sin pene. Los padres decidieron llevarlo a tratamiento con un experto famoso en ese entonces, el doctor John Money, quien les aseguró que la mejor opción era convertir al bebé en hembra. Para ello se le realizaron operaciones para construirle genitales femeninos, y se le educó como una niña. Money aseguraba que la identidad sexual dependía exclusivamente de la educación, y aprovechó el infortunado accidente para probar sus teorías en condiciones ideales: dos sujetos, uno experimental y otro de control, genéticamente idénticos. Sometió a los gemelos a sesiones de “terapia” que hoy serían consideradas éticamente inadmisibles y que dejaron huellas traumáticas en ambos hermanos.
El resultado fue trágico: Brenda nunca se adaptó a la identidad que se le impuso, y tenía actitudes de tipo lésbico. Cuando creció y averiguó la verdad, se sometió a una nueva operación para convertirse en hombre. A los 23 años se casó con una mujer que tenía tres hijos, aunque se divorciaron a los pocos años. Mientras tanto, en 2002, su hermano Brian se suicidó, aparentemente incapaz de soportar la presión de los medios, pues la historia de David había salido a la luz pública en 2000. El capítulo final del drama es el suicidio de David, probablemente por las mismas razones.
Conclusión: la educación no basta para cambiar lo que dicta la biología, y el triste caso de Reimer ha pasado a formar parte de los libros de texto.
La segunda nota tiene que ver con un reciente triunfo en cuanto a los derechos de los transexuales, personas que deciden cambiar de sexo mediante cirugía y tratamientos hormonales. El Comité Olímpico Internacional decidió que los atletas transexuales podrán competir como mujeres en las Olimpiadas de 2004 siempre y cuando se hayan sometido a cirugía que incluya el retiro de las gónadas masculinas, hayan llevado un tratamiento hormonal por un tiempo suficiente como para no tener ya ventaja sobre las mujeres (los hombres normalmente tienen mayor masa muscular y capacidad pulmonar y cardiaca debido a sus mayores niveles de testosterona) y haber sido reconocidos legalmente como mujeres.
En este caso, y coincidiendo con el planteamiento de Sánchez Mora, la ciencia ha servido para defender una causa y lograr nuevos derechos para un grupo minoritario.
Tomando en cuenta esto, la tercera noticia, la de la aprobación de las bodas gays en el estado norteamericano de Massachusetts, parece ser un ejemplo más del conocimiento científico apoyando los derechos de minorías. Hoy se sabe que la homosexualidad, lejos de ser una perversión o una enfermedad, es sólo otra opción válida. Más allá de si puede explicarse por causas biológicas o culturales, lo importante, en todos estos casos, es respetar los derechos de la persona. Después de todo, las explicaciones científicas quizá puedan ayudarnos a ser más humanos.