Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 26 de junio de 2013
Para quien no sea microbiólogo (como lo es un servidor), la frase de Stephen Jay Gould, “Según cualquier criterio razonable, las bacterias fueron desde un principio, son hoy y serán por siempre los más exitosos organismos sobre la Tierra” (Full house, 1996), puede sonar exagerada.
Mucha gente cree, según el bien conocido mito, que los insectos son los seres vivos más abundantes en nuestro planeta. Pero no es así: son los procariontes –organismos unicelulares sin núcleo definido– los que constituyen el mayor porcentaje de biomasa en la Tierra: 500 mil millones de toneladas, según algunas estimaciones. (Y el dato de que hay 10 veces más células bacterianas en ese ecosistema que es el cuerpo humano que células de Homo sapiens viene sólo a confirmar el dato: vivimos en un mundo de bacterias.)
En los años 80 se descubrió, sorpresivamente, que existe una cantidad inusitada de bacterias viviendo en el subsuelo, a profundidades de hasta 5 kilómetros, en condiciones de alta temperatura y falta de luz: se calcula que podrían constituir el 50% de la biomasa total del planeta (aunque hacen falta muchos estudios para tener información clara). La geomicrobiología extendió así hacia abajo el alcance de lo que concebimos como biósfera.
Hoy el fenómeno se repite, pero en dirección contraria. Desde hace años los aerobiólogos han sabido que existe una población importante (aunque ni de lejos tan numerosa como la que hay en mares, tierra o el subsuelo) de bacterias en la atmósfera. Estas bacterias podrían estar involucradas en procesos importantes como reacciones bioquímicas (por ejemplo, utilizando compuestos de carbono presentes en la atmósfera para alimentarse), el control del clima (al servir como núcleos de condensación que pueden permitir la formación de nubes e influir en los patrones de lluvias) y la transmisión de enfermedades infecciosas a largas distancias.
Pero, a pesar de estudios hechos a nivel de suelo (ya desde los tiempos de Pasteur y Darwin), en las altas montañas o usando aviones (Charles Lindbergh y Amelia Eardhardt colaboraron en estudios para obtener muestras de aire), no se tenían datos confiables sobre las posibles poblaciones de bacterias en capas superiores.
Por eso es importante el estudio pionero dado a conocer en febrero pasado en la revista PNAS, realizado por un equipo encabezado por Konstantinos Konstantinidis, del Instituto Tecnológico de Georgia, en Atlanta, Estados Unidos, en colaboración con la NASA. Usando un avión DC-8 que voló sobre mar y tierra antes, durante y después de los huracanes Karl y Earl, en agosto y septiembre de 2010, y filtrando el aire exterior, los investigadores obtuvieron partículas de la tropósfera (de 8 a 10 kilómetros de altura).
Usando métodos de análisis genómico, descubrieron que 20% de las partículas eran células, principalmente bacterias (y algunos hongos), de más de 300 tipos –de los cuales 17 parecían ser habitantes constantes de la tropósfera–, y que 60% de ellas eran viables (es decir, estaban vivas y podían reproducirse).
El estudio es preliminar: habrá que averiguar si las bacterias sólo son arrastradas a la atmósfera temporalmente o si viven e incluso se reproducen ahí (es decir, si la atmósfera es un verdadero hábitat); cómo se distribuyen geográficamente y qué posibles funciones cumplen. Quizá, con suerte, podríamos llegar a utilizarlas para combatir fenómenos como el calentamiento global, haciendo que transformen gases de invernadero en compuestos inocuos.
Por lo pronto, hoy sabemos que las bacterias están también ahí… como en todos lados.
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