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lunes, 6 de agosto de 2018

Escutoides, o el día que los biólogos sorprendieron a los físicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de agosto de 2018

La estructura de
un par de  escutoides
En todos lados hay jerarquías, justificadas o no. Hasta en las ciencias. Por eso los físicos tienden a sentirse superiores a los biólogos (y a los químicos), y los matemáticos a todos ellos.

Abundan los aspectos de la biología que son explicados y hasta predichos gracias a principios físicos (el grosor de las patas de elefantes y dinosaurios, digamos, comparado con las de los insectos) o matemáticos (por qué las conchas de los caracoles forman precisamente esas espirales y no otras).

Pero el pasado 27 de julio se publicaron los resultados de una investigación que descubrió, a partir de la biología, nada menos que una nueva forma geométrica, un sólido tridimensional nunca antes conocido, que resulta vital para entender el desarrollo de los seres vivos, y les da algo nuevo que estudiar a matemáticos y físicos.

En un simpático artículo en el diario El País Clara Grima, matemática de la Universidad de Sevilla y una de las investigadoras que participaron en el descubrimiento, cuenta con mucha gracia la historia.

Resulta que sus colegas Luis Manuel Escudero y Alberto Márquez, junto con ella misma, estaban tratando de explicar qué forma tienen las células que conforman uno de los tejidos más comunes en los animales, el epitelial. Los epitelios son los tejidos que recubren todas las superficies de nuestro cuerpo, incluyendo no sólo la piel sino las mucosas en la superficie de las cavidades del cuerpo (boca, intestino…) y nuestros órganos internos.

El esquema clásico de libro de texto
que muestra las células epiteliales
como prismas y pirámides
(Fuente: Nature communications)
Los epitelios están formados por una o varias capas de células paralelas que están unidas estrechamente. Por ello, se suponía –y así aparece hoy en todos los libros de texto– que estas células tenían forma de prismas, en epitelios planos, o de pirámides truncadas, en epitelios curvos, con bases pentagonales o hexagonales. Algo semejante a los prismas basálticos que existen en San Miguel Regla, en el Estado de Hidalgo.



Células epiteliales con
forma de escutoide,
que muestran cómo las
caras que están en contacto
varían entre la superficie
superior e inferior
Pero tanto las observaciones como los modelos en computadora de los investigadores indicaban que si las células tuvieran estas formas sencillas, no podrían formar tejidos compactos y flexibles sin dejar espacios. Es más, sus modelos predecían que las células deberían tener una forma extraña, en la que la base de un prisma podía ser hexagonal por abajo y pentagonal por arriba. Cuando examinaron con más cuidado sus tejidos (de glándulas salivales de mosca), descubrieron que, efectivamente, las células de los epitelios curvados adoptaban esa forma.

El escutelo del escarabajo
Protaetia speciosa
Intrigados, contactaron con matemáticos para preguntarles cómo se llamaba esa figura, y descubrieron que no tenía nombre. Así que, como homenaje a Escudero, decidieron llamarla “escutoide” (aunque luego justificaron el nombre aludiendo a que la forma recuerda al “scutum” –escudo– que aparece en la caparazón de ciertos escarabajos). Al final en la investigación, publicada en la revista Nature Communications y titulada “Escutoides: una solución geométrica al empaquetamiento tridimensional de los epitelios”, participaron 16 autores: además de los investigadores de la Universidad de Sevilla, incluyó a colegas ingleses y estadounidenses, entre los que había biólogos moleculares, matemáticos, físicos y especialistas en ingeniería biomolecular.

Entonces, ¿qué forma tiene un escutoide? Pues es un prisma o pirámide truncada una de cuyas bases es hexagonal y la otra pentagonal, por lo que obligadamente una de sus aristas tiene la forma de una letra Y. (Mucha gente dice que parecen unos saleros de diseñador… seguramente pronto habrá quien los saque a la venta.)

¿Por qué necesitan las células adoptar formas tan complejas? Es un asunto de biología, física y matemáticas. El cuerpo animal se desarrolla a partir de una sola célula, el óvulo fecundado, que se va multiplicando y luego forma capas que darán origen a los distintos tejidos y órganos del cuerpo. Uno tiende a imaginar a las células como simples bolsitas más o menos esféricas llenas de citoplasma. En realidad, conforme las células de un epitelio crecen, van ocupando más espacio pero están limitadas por sus vecinas. Por eso, el escutoide es la forma geométrica que les permite ocupar de manera más eficiente todo el espacio disponible sin dejar huecos –requisito indispensable para que el epitelio pueda cumplir su función de barrera– y al mismo tiempo poder formar tejidos curvos y flexibles (cosa que no sería posible sólo con prismas o pirámides truncadas, y menos con esferitas).

En última instancia, se trata de un problema de física: el escutoide es la forma que reduce al mínimo la superficie celular y por tanto la energía que necesitan las células para formar el epitelio. (Algo similar sucede, por ejemplo, con las burbujas: la forma de mínima energía para una burbuja aislada es una esfera, pero muchas burbujas adheridas una con otra, como ocurre en la espuma, adoptarán formas tipo escutoide.)

El descubrimiento de los escutoides dista de ser sólo una curiosidad: su estudio permitirá entender mucho más detalladamente el desarrollo de los tejidos durante el crecimiento de los seres vivos, y quizá desarrollar métodos de análisis para detectar, por ejemplo, crecimientos anormales. Además, podría ser útil en la naciente tecnología de cultivo de tejidos y órganos. Y podría tener aplicaciones fuera de la biología, por ejemplo en la ingeniería y el diseño, para proyectar materiales, edificios o empaques más resistentes y eficientes. Y, en matemáticas, quizá para abrir nuevas líneas de investigación en geometría. Todo a partir de unos biólogos que querían entender cómo se agrupan las células del epitelio del glándula salival de una mosca.

Así que la próxima vez que alguien le hable de investigación interdisciplinaria, sólo recuerde a los escutoides de los que están hechos nuestros tejidos.

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domingo, 27 de mayo de 2018

El día que los gamers hicieron ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de mayo de 2018

Quienes no pertenecemos a la subcultura gamer tendemos a pensar que dedicar horas y horas diariamente a jugar videojuegos en línea es una forma muy elaborada de perder el tiempo. Evidentemente no es así, pues se trata de una industria que representa unos 82 mil millones de dólares anuales en el mundo, y que tiene campeones y estrellas que son seguidos por miles de fans en todo el globo.

Como para dejar aún más clara la importancia de esta comunidad, el miércoles 30 de noviembre de 2016 unos 100 mil gamers de los cinco continentes hicieron posible un masivo experimento de física. Lo lograron al generar secuencias de números al azar, durante un periodo de 12 horas, en un experimento global encaminado a probar que el universo no funciona como normalmente creemos, sino que obedece a las extrañas reglas de la mecánica cuántica. Se trataba del Big Bell Quest (“El gran reto de Bell”), el mayor y más riguroso experimento para probar el teorema de Bell.

Postulado por el físico irlandés John Stuart Bell en 1964, el teorema afirma que dos de las predicciones más antiintuitivas de la mecánica cuántica –la violación del realismo, es decir, el hecho de que hay variables físicas que no poseen un valor determinado hasta que son observadas, y la del principio de localidad, o sea que hay casos en que la información puede viajar más rápido que la luz– son propiedades intrínsecas de nuestro universo.

Usted seguramente recuerda el famoso experimento mental del gato de Schrödinger, en que un gato “no está ni vivo ni muerto” hasta que se abre la caja donde está atrapado, en la que un mecanismo regido por el azar podría o no haber liberado un gas venenoso. Buscaba mostrar lo absurdo del principio de incertidumbre de Heisenberg, una consecuencia de las leyes de la mecánica cuántica que afirma que es imposible conocer simultáneamente todas las propiedades de una partícula (en particular, su posición y su velocidad).

A Einstein, Schrödinger y otros le parecía muy cuesta arriba aceptar que el universo pudiera funcionar así a nivel subatómico, pues ello impediría tener una descripción completa y determinista de la realidad, e introduciría un elemento probabilístico, azaroso e impredecible, en el núcleo mismo de nuestra descripción de la naturaleza. Fue por eso que Einstein afirmó que no creía que “Dios jugara a los dados”. Sin embargo, múltiples experimentos le dieron la razón a Heisenberg, y la única defensa de Einstein fue postular que quizá existen “variables ocultas” que permiten explicar de manera determinista los extraños resultados. Dicho de otro modo, que quizá haya otra explicación más profunda que permitiría explicar de forma determinista los aparentes resultados de la mecánica cuántica, que parecen indicar que en el fondo la naturaleza funciona de manera probabilística.

Por otra parte, la teoría de la relatividad del propio Einstein exige que nada –incluyendo la información– pueda viajar más rápido que la luz. Pero experimentos avanzados realizados con pares de partículas “entrelazadas” cuánticamente demostraron que, sin importar la separación entre ellas, al alterar el estado de una, el estado de la otra se alteraba de manera literalmente instantánea –o sea, la información pasaba de una partícula a la otra más rápido que la luz–, algo que Einstein se resistía a aceptar llamándolo “misteriosa acción a distancia”.

Durante décadas se han realizado experimentos para tratar de probar el teorema de Bell, confirmando la violación del llamado “realismo local”. Para ello se realizan experimentos con variables elegidas al azar, y se ve si se cumplen o no los requisitos de localidad y realismo. Pero no existe un método certero para generar verdaderas secuencias de números al azar, y siempre queda la duda de si hubo alguna “variable oculta” que alterara el resultado.

Algunas imágenes
del videojuego
La forma más segura de generar verdaderos números al azar es usar el libre albedrío de seres humanos. Fue por eso que investigadores de España, Chile, Francia, Australia, Alemania y Suiza agrupados en el proyecto BIG Bell Test (Gran Prueba de Bell), encabezados por el físico Morgan Mitchell, del Instituto de Ciencias Fotónicas (ICFO) de Barcelona, decidieron crear su juego en línea: el Big Bell Quest.

En él usaron la más alta tecnología de videojuegos para garantizar que los jugadores se divirtieran, pudieran subir niveles, competir entre ellos y tener logros y premios en cada nivel, para que generaran los números al azar que alimentarían 13 distintos experimentos en 12 laboratorios en todo el mundo en su intento de someter a prueba el teorema de Bell. Y lanzaron una amplia campaña mundial para promoverlo.

Distribución mundial de los bellsters
Así, el día indicado los miles de emocionados “bellsters” generaron un flujo de mil bits por segundo, haciendo un total de más de 97 millones de elecciones binarias. El juego tenía filtros para detectar participantes falsos (“robots”). Y, para evitar que los bellsters generaran inconscientemente números repetidos, tenían que competir contra un algoritmo de inteligencia artificial que intentaba predecir los números que generarían a continuación.

El resultado, publicado el pasado 9 de mayo en la revista Nature, fue todo un éxito. Para todo fin práctico, el teorema de Bell ha superado todas las pruebas. El realismo local puede violarse. La misteriosa acción a distancia existe, y la influencia del observador determina el estado de las partículas. Esto no quiere decir, claro, que los estafadores que venden “curaciones cuánticas” o que afirman que “uno crea su propia realidad” tengan razón: los fenómenos cuánticos sólo se manifiestan a nivel subatómico. Pero sí significa que el universo es más extraño de lo que nos gustaría, y que las aplicaciones del teorema de Bell en la criptografía cuántica, la computación cuántica y otras áreas tecnológicas están un poco más cerca de la realidad.

El Big Bell Quest también comprobó que en la llamada “ciencia ciudadana” –la participación masiva de ciudadanos comunes en grandes proyectos científicos– la “gamificación” (o “ludificación”) puede ser un recurso valiosísimo para hacer ciencia a escalas que, para los científicos solos, sería imposible.

Y, por supuesto, los miles de bellsters que participaron vivieron la experiencia y la emoción inolvidables de participar en la búsqueda de respuestas para entender cómo funciona el universo.

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domingo, 18 de marzo de 2018

La fama de Hawking

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 18 de marzo de 2018

Quizá la mayor sorpresa que ha dejado la muerte del cosmólogo inglés Stephen Hawking el pasado 14 de marzo (la noche del martes 13, para quienes vivimos en América), es constatar el tamaño descomunal de su fama.

Sabíamos que era, sin la menor duda, el científico más famoso del mundo. Pero, a pesar de ello, era sólo un científico: dudo que mucha gente hubiera podido prever que su muerte haría que se pararan las prensas, que se saturaran las redes sociales, que las redacciones de todos los periódicos y noticiarios se dedicaran desesperadamente a buscar opiniones autorizadas sobre su vida y obra, que las primeras planas de todos los diarios le dedicaran al menos un espacio.

Normalmente, ese tamaño de reacción se reserva para cuando muere una princesa o una estrella del espectáculo, o para cuando el presidente de los Estados Unidos es víctima de un atentado. Que un físico dedicado a un área tan compleja y matemáticamente abstrusa como el origen y evolución del universo, la estructura y comportamiento de los hoyos negros, la relación entre relatividad y mecánica cuántica y demás temas que sólo se pueden comprender a fondo si se tiene una avanzada preparación matemática, resulta cuando menos inesperado.

¿Cómo es que Hawking se convirtió no sólo en un personaje mundialmente famoso y apreciado, sino en un ícono de la cultura pop? La respuesta, creo yo, como muchos otros, reside, además de su prestigio académico, básicamente en dos factores: su lucha constante, durante más de 50 años, contra la enfermedad que lo aquejaba, que le robó el habla y la capacidad de moverse, y el amplio y continuo trabajo de divulgación científica que llevó a cabo durante décadas. Básicamente a través de libros que se volvieron en muchos casos best-sellers, pero también mediante conferencias, entrevistas y participación en programas de radio y TV.

Comenzando con el inmensamente exitoso Breve historia del tiempo (con el subtítulo “del big bang a los agujeros negros”), publicado en 1988, Hawking continuó escribiendo regularmente libros para el gran público. Entre sus títulos más populares están El universo en una cáscara de nuez, Agujeros negros y pequeños universos y Brevísima historia del tiempo. También escribió, junto con su hija Lucy, cinco libros para niños, y realizó compilaciones comentadas de los grandes artículos de la física y las matemáticas, como A hombros de gigantes, los grandes textos de la física y la astronomía y Dios creó los números: los descubrimientos matemáticos que cambiaron la historia.

A pesar de sus grandes ventas –Hawking comenzó a escribir divulgación para subsanar sus apuros económicos, cosa que logró ampliamente–, sus libros tenían fama de ser difíciles de entender para el lector común, y muchos los comenzaban a leer, pero no los terminaban. Aún así, despertaron la curiosidad y el asombro ante la imagen del universo que nos revela la física moderna.

En el obituario que publicó en el diario inglés The Guardian, el matemático y físico Roger Penrose, colega e importante colaborador de Hawking, comenta que, además de la precisión, concisión y buena prosa de Hawking –producto en buena parte de sus limitaciones, que lo obligaban a pensar muy bien cada palabra–, “es difícil negar que su condición física misma debe haber llamado la atención del público”.

Transformado en superestrella, Hawking fue admirado por muchos –a veces exageradamente– y odiado por otros. Hay que lo consideraba el mejor científico del mundo o de la historia. Otros parecían pensar que era el ser humano más inteligente en existencia, y creían que cualquier opinión emitiera sobre cualquier tema era incontrovertible. Ni lo uno ni lo otro; ser el físico más famoso no quiere decir que fuera el mejor. De hecho, el concepto de “el mejor” carece de significado cuando se habla de científicos, intelectuales o artistas, porque ninguna de estas actividades es una competencia (como sí lo pueden ser los deportes o los concursos de belleza).

Hawking no fue un físico revolucionario, como sí lo fueron Galileo (que fundó las bases matemáticas de la física moderna, la astronomía y del método científico), Newton (que llevó a la física clásica a su perfección y reveló las leyes precisas que gobiernan el movimiento de los cuerpos) o Einstein (que cambió por completo la comprensión que teníamos del espacio, el tiempo y la gravedad). Hawking fue un físico destacado, pero hay muchos igual de importantes que él, aunque no tan famosos. Carlos Tello Díaz cita, en Milenio Diario del pasado 15 de marzo, una frase de su autobiografía Breve historia de mi vida, donde él mismo se ubica en su justo sitio: “Para mis colegas soy sólo otro físico, pero para un público más amplio me convertí posiblemente en el científico más conocido del mundo”.

¿Fue inmerecida la fama de Hawking? De ninguna manera. Porque la logró con base no sólo en su inteligencia y logros científicos, sino con un trabajo sostenido que pocas personas son capaces de realizar; mucho menos si padecen una enfermedad como la suya. Pero además porque sirvió para hacer que muchas personas pudieran acercarse a la ciencia, sus complejidades y su fascinación. Ayudó a difundir el conocimiento científico, a fomentar el pensamiento crítico y despertó numerosas vocaciones. Stephen Hawking fue sin duda un gran divulgador científico, además de un destacado investigador. Parafraseando lo que expresó mi buen amigo y colega el físico Sergio de Régules, el que no fuera el mejor físico del mundo no quiere decir que no fuera un gran físico.

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domingo, 22 de octubre de 2017

El oro de las estrellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de octubre  de 2017

Desde hace algunas semanas, entre la comunidad de astrofísicos y expertos en relatividad y cosas similares había corrido un rumor: “se aproxima un gran anuncio en relación con las ondas gravitacionales”.

Usted recordará que este año el premio Nobel de física se entregó a los creadores del detector LIGO, que el 11 de febrero de 2016 permitió detectar, por primera vez, dichas oscilaciones del espacio tiempo, predichas por la teoría de la relatividad de Einstein. Fueron producidas por el choque de dos hoyos negros que, atraídos por su propia gravedad, fueron girando cada vez más rápido en un remolino que los acercó más y más hasta que, al chocar y fundirse, hicieron temblar el tejido del cosmos como una gelatina.

Desde entonces se habían detectado, gracias a los dos detectores LIGO ubicados en distintas partes de los Estados Unidos, y a su primo menor Virgo, en Italia, otras tres fuentes de ondas gravitacionales, también debidas a la fusión de hoyos negros.

Pero el pasado 16 de octubre, la comunidad astronómica finalmente anunció al mundo, en una conferencia de prensa en Washington, DC, que dos meses antes, el 17 de agosto, habían detectado un quinto evento cósmico que emitió ondas gravitacionales intensas durante nada menos que 100 segundos. Gracias a que se tienen detectores tres puntos, los dos LIGO y Virgo, se logró triangular con cierta precisión la región del espacio de donde provenían las ondulaciones.

Dos segundos después el telescopio espacial Fermi de la NASA detectó, en esa misma región, un fenómeno llamado “emisión de rayos gamma”: un tipo de evento que libera cantidades inmensas de radiación electromagnética, y cuyo origen era incierto hasta ahora. Inmediatamente, astrónomos en todo el mundo dirigieron sus telescopios de distintos tipos al cielo. Doce horas más tarde, detectaron luz visible e infrarroja proveniente del mismo punto, ubicado a 130 millones de años luz, en la constelación de la Hidra, y una semana después rayos X, y luego ondas de radio.

Toda esta información permitió deducir que la causa del evento fue el choque de dos estrellas de neutrones que giraban una alrededor de la otra (algo que ya se había predicho teóricamente con mucha precisión). Al fundirse, emitieron ondas gravitacionales y radiación electromagnética –luz visible, rayos gamma, X e infrarrojos, y ondas de radio–, además de cantidades enormes de elementos químicos pesados recién formados, como oro, plata, platino, uranio y varios más.

Origen cósmico de
los elementos químicos
Desde los años ochenta, el astrónomo y divulgador Carl Sagan nos había enseñado que “estamos hechos de materia estelar”: los átomos que constituyen todo el universo fueron “cocinados” en estrellas, a partir de hidrógeno y helio. A su vez éstos, los elementos más ligeros de la tabla periódica, fueron creados en el big bang. A partir de ellos, las estrellas, gracias a las reacciones termonucleares que las hacen brillar, producen otros elementos más pesados como carbono, oxígeno y muchos otros. Pero los elementos más pesados que éstos sólo se producen cuando las estrellas especialmente grandes, luego de acabar de quemar el combustible que las mantiene en equilibrio, se contraen debido a su propia gravedad, y luego explotan para convertirse en supernovas. En este proceso se forman dichos elementos más pesados, que son expulsados hacia el espacio.

El remanente de estas explosiones es a veces, dependiendo de la masa de la estrella que explota, una estrella de neutrones: una esfera de sólo unos 20 kilómetros de diámetro, formada casi exclusivamente por neutrones, y que tiene una densidad inimaginable: puede pesar el doble que el Sol. Una cucharadita de este material pesaría unas mil millones de toneladas, o unas 900 veces el peso de la Gran Pirámide de Egipto. Fueron dos de estas esferas de materia superdensa las que chocaron en el evento detectado el 17 de agosto.

Además de producir ondas gravitacionales y electromagnéticas, este cataclismo cósmico mostró que la principal fuente de elementos químicos pesados en el universo no son, como se pensaba hasta ahora, las supernovas, sino los choques de estrellas de neutrones, que producen lo que se conoce como kilonovas. En particular, se calcula, por ejemplo, que la kilonova de agosto produjo una cantidad de oro equivalente a unas 10 veces la masa de la Tierra. Además, ayudó a precisar el valor de la llamada constante de Hubble, que indica a qué velocidad se está expandiendo el universo, y prácticamente resolvió el misterio del origen de las emisiones de rayos gamma, entre otros importantísimos avances.

Cuando el año pasado se descubrieron las ondas gravitacionales, se dijo que ahora los astrónomos tenían una nueva “ventana” disponible, además de la radiación electromagnética ­para estudiar el universo. Tan sólo un año después, esta nueva herramienta comienza a dar resultados de gran riqueza, y confirma que el Nobel de física de este año no pudo haber sido más acertado.

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domingo, 9 de abril de 2017

El choque en Reforma

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 9 de abril de 2017

Hace mucho que la opinión pública no se conmocionaba tanto por un accidente automovilístico como con el ocurrido en la madrugada del viernes 31 de marzo en el Paseo de la Reforma (que no “avenida Reforma”).

En parte, el intenso interés del público y los medios por el tema se debe a lo aparatoso del accidente, que ocasionó que el auto se partiera longitudinalmente por la mitad al chocar con un poste, que lo atravesó como cuchillo en mantequilla, y que los cadáveres de cuatro pasajeros quedaran regados por la banqueta. Uno de ellos perdió una pierna por debajo de la rodilla; otro sufrió una impresionante decapitación.

Pero lo cierto es que constantemente ocurren accidentes similares en las ciudades y carreteras del país, sin que susciten tal interés. Aparte de lo céntrico de lugar, probablemente el factor que captó la atención del público hayan sido las fotos y videos que mostraban, en toda su crudeza, la magnitud de lo acontecido. En la era de internet, los medios digitales y redes sociales permiten que la información y las imágenes se difundan viralmente como nunca antes.

El accidente ha desatado una gran variedad de comentarios y discusiones. Los temas van desde la irresponsabilidad del conductor, que casi seguramente iba tomado o drogado, pasando por la necesidad de que el gobierno establezca medidas como reductores de velocidad en vías como la recta del Paseo de la Reforma que va de la Fuente de Petróleos a la esquina con Lieja, a propuestas para que los servicios de valet-parking puedan negar la devolución de un auto a un cliente en evidente estado de ebriedad, o acusaciones de responsabilidad por el accidente contra los dueños de bar donde los accidentados estuvieron bebiendo.

Una propuesta sensata sería colocar alcoholímetros gratuitos en los bares, con pajillas desechables; algo que este columnista ya observó hace unos diez años en antros de Montevideo. La idea de una prueba obligatoria no parece tan factible. En cambio, los comentarios que buscan culpabilizar a las mujeres que fallecieron en el accidente resultan estúpidas y despreciables. (Y ya ni hablemos de estupideces como la ridícula “bruja” que realizó un ritual mágico en el sitio para ahuyentar a los “espíritus” que causaron el accidente.)

Pero en mi opinión lo esencial es la responsabilidad del conductor que, esperemos, será juzgado y castigado según lo marca la ley, de manera justa pero inflexible. Y es que el individuo debió haber sabido que conducir un vehículo de 1.7 toneladas a unos 180 km/hora o más (la velocidad exacta varía según la fuente) era una grave imprudencia.

He aquí, quizá, lo más básico del problema: el conductor de ese BMW blanco de dos millones de pesos carecía –como carece la gran mayoría de la población mexicana– de las nociones básicas respecto a las leyes newtonianas del movimiento.

Cierto: uno estudia en la secundaria y bachillerato principios tan elementales como que la inercia de un objeto en movimiento –su tendencia a seguirse moviendo– depende de su masa y velocidad; que dicha inercia puede superar a la fricción que mantiene a las llantas rodando sobre el pavimento sin resbalar, o que la resistencia de los objetos tiene límites obvios que también se relacionan con su masa y velocidad al chocar con un cuerpo inamovible (como resultó serlo el dichoso poste).

¿Cómo es posible que el auto de lujo, con avanzados mecanismo de seguridad, se partiera con tanta facilidad? ¿Cómo es posible que hubiera una cabeza, una pierna y quizá otros fragmentos humanos regados por la banqueta? Todo depende de la velocidad del coche al momento del choque. La cual es, en efecto, consecuencia de la potencia del motor, de la falta de reductores de velocidad en Reforma, pero sobre todo de la falta de previsión del conductor.

Muchas leyes de la física, como tantos otros conceptos científicos, no forman parte de nuestros instintos, y con frecuencia resultan de hecho contraintuitivas. Sí, todos sabemos cachar una pelota que se nos arroja, y lo hacemos sin darnos cuenta de la serie de cálculos que realizamos instantáneamente. Pero no sabemos instintivamente que por encima de cierta velocidad las llantas de un auto pierden agarre sobre el pavimento, sobre todo en una curva, o que el impacto puede partir en dos un coche o decapitar a una persona (el conductor, asombrosamente, salvó la vida gracias a las bolsas de aire… y a que el poste pegó ligeramente a la derecha de su asiento).

Para eso necesitamos estar educados. Haber llevado una buena clase de física y haber incorporado a nuestra manera de pensar, a nuestra forma de percibir el mundo, al menos algunos de esos principios. (Incluyendo también, claro, el muy elemental de que el consumo de alcohol disminuye la velocidad de los reflejos, y obnubila la capacidad de juicio.)

Accidentes como el de Reforma son causados también por la falta de una cultura científica elemental por parte de los conductores. Por eso, entre tantas otras causas de un fenómeno multifactorial como éste, las tragedias de ese tipo siguen siendo tan frecuentes. Ojalá que el caso sirva para que todos, como sociedad, comencemos a hacer algo al respecto.

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domingo, 12 de febrero de 2017

Pasión por el conocimiento

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de febrero de 2017

Si usted no ha ido a ver la película Talentos ocultos (Hidden figures), por favor deje de leer esta columna y corra al cine a disfrutarla.

Como usted sabrá si ha leído La ciencia por gusto durante algún tiempo, de vez en cuando suelo comentar cintas que tienen alguna relación con temas científicos. Talentos ocultos es un ejemplo notable.

El filme, dirigido por Theodore Melfi en 2016 –aunque su estreno masivo fue en 2017–, y con guión del propio Melfi y Allison Schroeder, está basada en el libro del mismo nombre de la escritora Margot Lee Shetterly. Narra la historia real de la participación de tres matemáticas negras en el programa espacial de la NASA en 1961. Formaban parte del proyecto Mercury, que existió entre 1958 y 1963 y que tenía la misión, frente a los avances soviéticos –el lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik 1, en 1957, y el primer hombre en viajar al espacio exterior, Yuri Gagarin, en 1961– de poner a un astronauta estadounidense en órbita y regresarlo a salvo a la Tierra.

La cinta, magistral en todos los sentidos –guión, dirección, actuación, vestuario y escenografía, música, iluminación–, es una delicia y un muestrario de las características de la sociedad estadounidense de entonces. Exhibe, por ejemplo, y como parte fundamental de la trama, el tremendo racismo que era todavía parte de la vida cotidiana de ese país, al menos en algunos Estados (como Virginia, donde está el Centro de Investigación Langley de la NASA, donde ocurre la acción). Y muestra al mismo tiempo el movimiento de lucha por la igualdad de derechos para los negros, que estaba en pleno apogeo con líderes como Martin Luther King.

Deja clara también la terrible presión política, en plena Guerra Fría, a que estaba sometida la NASA (recién creada en 1958, a partir de su antecesor, el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica, o NACA, nacido en 1915), y cómo esto ayudó a impulsar, en un ambiente de fervor nacionalista, el desarrollo científico y tecnológico estadounidense.

Pero más que nada –y en mi opinión esto es lo que realmente hace memorable a la película– muestra la enorme pasión que las tres protagonistas, las matemáticas “de color” Katherine Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson (encarnadas por las actrices Taraji P. Henson, Octavia Spencer y Janelle Monáe), sentían por su trabajo, y la forma en que lucharon contra los prejuicios, tan comunes y “normales” entonces, hacia las mujeres y los negros.

Cada una a su manera –Katherine Johnson calculando trayectorias para los lanzamientos de cohetes, Dorothy Vaughan como supervisora del grupo de “computadoras de color” (matemáticas negras contratadas para realizar cálculos en la época en que las computadoras electrónicas eran todavía incipientes) y posteriormente como programadora para la máquina IBM adquirida por la NASA, y Mary Jackson como aspirante a ingeniera que lucha en la corte por su derecho a estudiar–, las tres protagonistas encarnan lo que pueden lograr las personas cuando la pasión por el conocimiento se conjuga con la convicción por combatir las injusticias, aun en contra de las convenciones sociales.

El libro de Margot Lee Shetterly está basado en hechos históricos, y es resultado de una investigación quizá motivada por los relatos de su padre, que trabajó como investigador en el Centro Langley. Notablemente, es su primer libro; antes de eso, Shetterly había trabajado en finanzas y luego, junto con su marido, había vivido en México, donde editaban una revista turística en idioma inglés. Los derechos cinematográficos del libro fueron vendidos desde 2014, antes de que estuviera terminado. Y la película –que cuenta también con la actuación de estrellas como Kevin Costner, Kirsten Dunst y, como curiosidad, Jim Parsons en un papel quizá no tan distinto de su famoso Sheldon Cooper en La teoría del Big Bang– ha tenido ya, en el poco tiempo que lleva exhibiéndose, ganancias superiores a las de la superproducción La La Land (otra cinta deliciosa que no se debe usted perder, aunque no tenga nada que ver con la ciencia), y cuenta con tres nominaciones al Óscar: mejor película, mejor guión adaptado y mejor actriz de reparto.

La historia se centra especialmente en la vida de Katherine Johnson –la única de las tres que sigue viva– y pone de manifiesto su talento y amor por las matemáticas, su tesón por aplicar este conocimiento para colaborar en un gran proyecto, y la manera en que llegó a ser reconocida por ello (en 2015 recibió una medalla por sus méritos de parte de Barack Obama). Nos enteramos así cómo las matemáticas avanzadas eran indispensables para poder aplicar la física newtoniana, a través del desarrollo de ecuaciones novedosas, para planear las trayectorias de lanzamiento y reingreso seguro de los astronautas.

Si usted quiere disfrutar de una gran historia humana que conjuga ciencia, política, exploración espacial, la lucha contra la discriminación y la evolución de la sociedad, y todo esto a través de una magnífica película, no se pierda Talentos ocultos. Le prometo que no se arrepentirá.


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