miércoles, 27 de mayo de 2015

¡Ahí vienen los cyborgs!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de mayo de 2015

Cuando yo era niño, la sensación en televisión era El hombre nuclear (The six million dollar man), un programa sobre el Coronel Steve Austin, quien luego de un terrible accidente había sido dotado con piernas, un brazo y un ojo “biónicos”, lo que le daba poderes sobrehumanos.

Desde entonces, la presencia en la ficción de humanos con partes robóticas, o cyborgs (abreviatura de “organismo cibernético”), no ha hecho sino aumentar: de Robocop y Darth Vader a los más extraños personajes actuales. Pero ¿qué es un cyborg (o cíborg, según la Real Academia), y qué tan cerca están de existir en el mundo real?

Los cyborgs se definen precisamente porque combinan componentes orgánicos con partes cibernéticas o, más específicamente, biomecatrónicas: que integran elementos biológicos, electrónicos y mecánicos (un sistema biónico sería un sistema biomecatrónico que, además, imita el diseño de un sistema biológico). Estas tecnologías buscan dos cosas: restaurar funciones perdidas del cuerpo, o bien aumentar dichas funciones.

Una persona con anteojos o muletas no califica como cyborg, pues no usa tecnología cibernética. Tampoco una persona en una silla de ruedas motorizada y electrónica, pues la tecnología no está integrada físicamente a su propio cuerpo.

Pero la verdad es que ya existen cyborgs humanos. Hay más de 300 mil personas sordas en el mundo que han recibido implantes de cóclea para recuperar la audición, con gran éxito. El aparato procesa el sonido que recibe un micrófono y lo transmite eléctricamente a través de electrodos al nervio auditivo, de donde las señales pasan al cerebro para ser interpretadas. Y ya existen también implantes de retina, que se están probando experimentalmente.

Pero quizá el tipo de interacción humano-máquina que más llama la atención sean las llamadas “interfaces cerebro-máquina”. Ya en 2003 el neurobiólogo brasileño Miguel Nicolelis, de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, Estados Unidos, había logrado que unos macacos controlaran, a través de unos electrodos insertados en las áreas motoras de su cerebro, una mano mecánica, usando sólo sus impulsos cerebrales (que eran descifrados por una computadora para detectar qué movimiento de su brazo deseaba efectuar el macaco). Posteriormente, en 2004, Richard Andersen, del Instituto Tecnológico de California, logró también con electrodos, pero esta vez insertados no en áreas motoras del cerebro, que producen directamente el movimiento de los músculos, sino en áreas cognitivas, que unos simios pudieran controlar el movimiento de un cursor de computadora.

Pues bien: la semana pasada se publicó en la revista Science el más reciente trabajo del equipo de Andersen, que fue posible gracias a la colaboración de un voluntario humano (que en el trabajo se identifica solamente como EGS, pero que la prensa ha identificado como Erik Sorto, un californiano de 34 años, quien desde hace 12 perdió todo movimiento del cuello hacia abajo debido a una herida de bala).

Sorto accedió a que se le implantaran dos chips desarrollados por la Universidad de Utah que han sido aprobados para su uso en humanos por la Agencia de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (Food and Drug Administration, FDA). Cada uno contiene 96 pequeños electrodos que captan los impulsos eléctricos de neuronas individuales de su corteza parietal posterior: un área cerebral cercana a la coronilla cuya función principal es procesar la información proveniente de la vista, el oído y los sensores de posición del cuerpo, y usarla para planear los movimientos que se desean realizar (movimientos que después serán ordenados a los músculos por la corteza motora).

Luego de 21 meses de entrenamiento, Sorto es capaz de controlar un brazo robótico de manera que puede tomar objetos y manipularlos: hoy puede beber una cerveza sin ayuda, por ejemplo (aunque sólo en el laboratorio). También puede controlar con detalle el cursor de una computadora. Y lo más importante: esto se logra adivinando lo que el cerebro de Sorto quiere hacer, no qué músculos particulares quería mover. La corteza parietal posterior no funciona en términos de mover ciertos músculos, sino de intenciones más generales como “tomar el vaso para beber”; al parecer, genera un “modelo” del movimiento que pretende realizar y a partir de eso surgen las órdenes que se envían luego a la corteza motora.

Los algoritmos de computación que procesaron las señales provenientes de los electrodos fueron capaces de decodificar ese modelo interno y predecir las intenciones del cerebro de Sorto. Sin duda este tipo de investigación, además de sus aplicaciones prácticas, nos permitirá comprender mucho más detalladamente cómo es que el cerebro genera y controla los movimientos del cuerpo.

¿Por qué es tan importante este avance? Porque es la primera vez que se realiza este tipo de investigación en un humano, y esto abre muy grandes posibilidades: Sorto, a diferencia de un macaco, puede explicar detalladamente cómo logra controlar los movimientos del brazo mecánico o del cursor (por ejemplo, imaginando que mueve su propio brazo), y cómo es incluso capaz de aumentar o disminuir la activación de ciertas neuronas individuales que son monitoreadas por los electrodos.

Todo esto permitirá, indudablemente, avanzar en el desarrollo de mejores interfaces cerebro-máquina para no sólo poder controlar un brazo, una silla de ruedas o un cursor, sino probablemente para que en un futuro no muy lejano sea posible fabricar prótesis cibernéticas que puedan controlarse naturalmente, así como implantes que nos permitan interactuar directamente con computadoras, teléfonos celulares, autos y otros artefactos. Comenzaremos a integrar nuestros aparatos a nuestro cuerpo: quizá no falte mucho para que, más que tener un auto que se maneje solo, podamos manejarlo sólo con nuestra mente.

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miércoles, 20 de mayo de 2015

Alimentar al trol

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 20 de mayo de 2015

Nada más desesperante que una discusión empantanada. Pero cuando uno se dedica a la comunicación pública de la ciencia, cuyo objetivo es precisamente difundir y promover las ideas científicas entre el público general, es inevitable enredarse en ellas de vez en cuando (sobre todo hoy, en esta era de las redes sociales).

Y es precisamente en redes como Facebook o Twitter donde uno llega a meterse en discusiones que inicialmente pueden parecer interesantes, pero que tienen la desagradable costumbre de tornarse necias, aburridas o incluso agresivas y hasta violentas. Como en la vida real, hay internautas finos y educados y otros que creen válido descalificar sin mayor trámite, insultar o hasta amenazar a quienes no están de acuerdo con ellos.

A estos últimos se los conoce popularmente como “trolls” (o, según la Real Academia, “troles”): personas molestas, agresivas y –ojo– obsesivas. Un trol que se respete no molesta sólo una vez, sino que lo toma a uno como blanco para ataques repetidos y sistemáticos. (En realidad la palabra troll denota a un “monstruo maligno de la mitología escandinava que habita en bosques o grutas”, añade la Academia. En el habla de internet, la definición “formal” de trol es más restringida que la anotada arriba: “persona que publica mensajes provocadores, irrelevantes o fuera de tema en una comunidad en línea… con la principal intención de molestar o provocar una respuesta emocional en los usuarios y lectores, con fines… de… alterar la conversación normal en un tema de discusión, logrando que los mismos usuarios se enfaden y se enfrenten entre sí”. Lo cierto es que neologismos como éste aún están en proceso de evolución: su significado sigue redefiniéndose, ampliándose y cambiando continuamente.)

La naciente sabiduría internetiana y de redes sociales –apenas estamos empezando a generar los modales y reglas de convivencia para nuestra nueva realidad virtual, y en el camino vamos cometiendo todos los errores posibles– nos ofrece la siguiente máxima para lidiar con estos molestos pero al mismo tiempo fascinantes individuos, en cuyas redes tantos caemos hasta desgastarnos: “no alimentes al trol” (don’t feed the troll). La receta normalmente funciona: si en vez de responder los ataques, con el consiguiente desgaste emocional y de tiempo –y el ridículo de exhibirse públicamente en discusiones necias– uno simplemente ignora al latoso, luego de un rato éste suele buscar otra víctima más propicia.

El consejo se basa en el entendido de que discutir con un trol es inútil: rara vez se logra que cambie, así sea mínimamente, su punto de vista. Pero varias investigaciones recientes van en contra de esta generalización.

El Pew Research Center de Washington DC, un centro independiente de investigación sobre medios de comunicación, publicó en octubre pasado los resultados de una encuesta aplicada a 2,849 internautas sobre la agresión en internet. Hay resultados muy interesantes: 73% de usuarios ha presenciado (virtualmente) casos de comportamiento agresivo, desde insultos y troleo hasta amenazas y acoso sexual, y 40% lo han experimentado personalmente; en la mitad de los casos, los agredidos no conocen la identidad real de los agresores; las agresiones ocurren tanto en redes sociales como en blogs, juegos en línea y por email.

Pero se halló también algo inesperado: 60% de las personas agredidas simplemente ignoraron las molestias, mientras que 40% tomaron alguna medida al respecto (confrontar al agresor, desamigarlo, bloquearlo, discutir el problema con los demás participantes en el foro, o incluso borrar su propio perfil o reportar el asunto a las autoridades, en los casos de agresiones más graves). Lo curioso es que ambas estrategias parecen ser casi igual de efectivas: tanto 83% de quienes ignoraron los ataques (no “alimentaron al trol”) y 75% de los que sí respondieron de algún modo reportaron estar “satisfechos” con el resultado. En algunos casos esto se logró dialogando con el trol.

Por otra parte, en una ponencia de 2014 (comentada en el blog de Ethan Zuckerman, del Centro sobre Medios Civiles del Instituto Tecnológico de Massachusetts) la especialista en internet y sociedad Susan Benesch, de la Universidad de Harvard, cuestionó, basándose en los resultados de varios estudios sobre redes sociales, la idea de “no alimentar al trol”. “Los troles son personas”, argumenta, y añade que no necesariamente son el problema, sino el síntoma. Cita casos como el de las polémicas elecciones de Kenia en 2007, donde había muchos más comentarios agresivos en Facebook que en Twitter. ¿La razón? Que en esta red muchos líderes de opinión objetaban de inmediato los tuits violentos. Como consecuencia, muchos agresores reconocieron lo inadecuado de sus agresiones. Algo similar ocurrió en Estados Unidos cuando en 2014 la indo-americana Nina Davuluri ganó el concurso Miss America: los tuits insultándola por ser “árabe” o “musulmana” inundaron la red, pero los cuestionamientos y críticas razonadas de la comunidad de tuiteros lograron que muchos trols se retractaran o disculparan.

Benesch aboga por lo que llama counterspeech (que podríamos traducir como "contradiscurso" o “cuestionamiento mediante el diálogo”) como herramienta contra la violencia en internet, y argumenta que en muchos casos razonar con los troles es mucho más efectivo que simplemente ignorarlos. Señala que la presión social generada en las redes sociales puede ser suficiente en muchos casos para hacer conscientes a los troles de los efectos de su comportamiento agresivos y para corregirlo. Y añade que se requiere más investigación para entender con más detalle en qué casos puede funcionar mejor cada estrategia para modificar las actitudes, las ideas y el comportamiento de los agresores (por ejemplo, confrontar directamente o bien usar el humor y la parodia como estrategias para persuadir al trol de lo inadecuado de su comportamiento). Este tipo de investigación, que resultaría casi imposible de hacer con la palabra hablada, puede realizarse fácilmente en internet y las redes sociales.

Discutir ­–no sólo en internet, sino en la vida diaria: en la mesa de la comida, el pasillo de la oficina, el café, el salón de clases, una junta de trabajo o en un seminario científico– es una manera de razonar. De pensar colectivamente. Hay que saber escoger las batallas, pero es posible que muchas veces dialogar con un trol no sea una completa pérdida de tiempo.

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miércoles, 13 de mayo de 2015

¿Vacunas mortales?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  13 de mayo de 2015

El sábado 9 de mayo sonó la alarma: “Mueren 2 niños por vacunas del IMSS en Chiapas”.

La terrible noticia, la muerte de dos bebés, Yadira, de 30 días de nacida, y Emmanuel Francisco, de 28, , comenzó a circular en medios y redes sociales. Habían comenzado a presentar fiebre y convulsiones a las 7 de la noche del viernes 8 de mayo, luego de haber recibido, a las 12, las vacunas de tuberculosis, rotavirus y hepatitis B por parte de trabajadores del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) que llegaron a su modesta comunidad de La Pimienta, en el municipio de Simojovel, Chiapas.

Otros 29 de los 52 niños que recibieron la vacuna tuvieron “reacciones adversas” y fueron trasladados al hospital “Dr. Gilberto Gómez Maza”, de Tuxtla Gutiérrez, capital del Estado de Chiapas. Seis se hallaban graves y 23 estables, según un comunicado del IMSS del domingo 10 de mayo. El lunes 11 otro comunicado informó que “debido a su mejoría, 3 niñas y 2 niños” habían sido dados de alta, aunque continuarían en observación otras 72 horas; 18 continuaban estables, y seis permanecían graves. No se ha proporcionado información más específica sobre los síntomas concretos que sufren los enfermos; todo parece indicar que se trata de reacciones alérgicas agudas.

La comunidad de La Pimienta se halla “en un cerro árido devastado por la extracción minera y la sobreexplotación de cultivos de maíz”, describe Ángeles Mariscal en un reportaje publicado en CNN.com. El municipio de Simojovel, al que pertenece, se considera “de alta marginación”, y “es conocido por el ámbar que se obtiene de sus minas”. El padre de Yadira se dedica a la extracción de ámbar, pero ello “no le deja lo suficiente para sobrevivir, ni siquiera para pagar el servicio médico para su familia”.

La mayor parte de los padres de los menores afectados habla la lengua tzotzil, y requirieron de intérpretes para poder comunicarse con el personal médico del hospital en Tuxtla y con los representantes de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que llegaron al lugar para revisar con detalle el caso.

Datos como éstos ponen de relieve la dimensión de la tragedia, doblemente lacerante por afectar a ciudadanos que viven ya una situación de pobreza y abandono.

Sin embargo, hay otra dimensión grave en lo ocurrido: al circular la noticia formulada tal como aparece arriba, de modo que se da por hecho que la causa de las muertes son las vacunas (en particular, los comunicados han señalado a la vacuna contra la hepatitis B como la causante de las reacciones), se está involuntariamente apoyando la falsa idea, que ha circulado recientemente en México y otros países, de que las vacunas son dañinas para la salud y deben evitarse.

El negacionismo de las vacunas, como se le conoce, y del que ya hemos hablado en este espacio, es una idea seudocientífica peligrosa: su difusión ha causado ya brotes epidémicos en el Reino Unido y Estados Unidos (fue notorio el brote de sarampión –enfermedad que había sido ya erradicada del territorio estadounidense­– en Disneylandia, que comenzó a finales de diciembre del 2014, fue detectado el 7 de enero de 2015 y se declaró finalizado el 17 de abril, luego de afectar a 147 norteamericanos y 159 canadienses, así como a varios mexicanos, muchos de ellos no vacunados).

La extendida desconfianza que existe entre la población general de nuestros país hacia los productos tecnológicos derivados de la ciencia –sustancias químicas, medicamentos, vacunas, cultivos transgénicos– es terreno fértil para creencias infundadas y peligrosas como la de que es mejor no vacunar a los niños. Cada vez más familias mexicanas comienzan a adoptar esta preocupante idea, lo que pone en peligro no sólo a sus hijos, sino a los demás niños, que a pesar de estar vacunados quedan en riesgo al perderse el efecto de inmunidad de grupo, con lo que pueden quedar expuestos a microorganismos causantes de la infección.

En este panorama, la noticia de las dos muertes y los 29 casos de reacción adversa vienen como anillo al dedo para reforzar los temores contra las vacunas. Titulares como el citado contribuyen a reforzar dicha impresión.

Afortunadamente, las autoridades de salud reaccionaron, si bien con cierta lentitud y una parquedad informativa que raya en el hermetismo, de manera correcta al plantear varios puntos esenciales: 1) la asociación entre los percances y la vacuna aún es de presunción: hace falta una investigación que permita asegurar que es el caso; y 2) dicha investigación ya está en proceso: todos los frascos del lote de vacunas de hepatitis B usados en Simojovel ya fueron recuperados y están siendo analizados en la Ciudad de México por expertos de la Comisión Federal para la Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) y la Secretaría de Salud.

Es importante tener claro que el daño a los pequeños de Simojovel fue causado por algún factor anormal en la aplicación de la vacuna; no por la vacuna en sí (de lo contrario, habría muchos más casos en todo al país entre los cientos de miles de recién nacidos que son vacunados anualmente). La vacuna de la hepatitis B, que se fabrica mediante métodos de ADN recombinante en levaduras, usando la proteína de superficie del virus, es especialmente segura. Entre sus efectos secundarios raros se registran fiebre de 38.5 grados, dolor de cabeza o muscular, náuseas y vómito, pero se resuelven espontáneamente. Sólo los casos de alergia grave pueden llevar al choque anafiláctico. No está aún claro que eso sea lo que haya sucedido, por la parquedad en la información disponible, pero parece ser la hipótesis más probable.

Otra posibilidad tendría que ver con la fabricación misma de la vacuna –en cuyo caso todo el lote, que se repartió en diversas poblaciones, tendría que haber causado efectos, cosa que no ocurrió–, o, más probablemente, con su manejo. Las vacunas requieren de una manipulación muy cuidadosa a lo largo de su distribución y almacenamiento: lo que se conoce como “cadena de frío”. La Norma Oficial Mexicana NOM-036-SSA2-2002, “Prevención y control de enfermedades. Aplicación de vacunas, toxoides, sueros, antitoxinas e inmunoglobulinas en el humano” especifica las condiciones de refrigeración para las vacunas, el tiempo máximo que pueden permanecer almacenadas en cada etapa de su distribución (federal, estatal, municipal, local), los rigurosos estándares de transportación (en camiones equipados con cámaras refrigerantes que se calibran periódicamente), su vida útil, etcétera. Una posibilidad, aunque remota, es que la cadena de frío se haya roto en el manejo de las vacunas que se aplicaron en La Pimienta, y ello haya causado su deterioro.

O quizá los niños afectados simplemente resultaron ser todos alérgicos a algún componente de la vacuna –¿quizá por razones familiares?– o bien padecían todos de alguna infección que provocara la reacción adversa (la vacuna no debe aplicarse cuando hay fiebre de 38.5 grados o más o alguna enfermedad grave; no se ha informado del estado de salud previo de los bebés afectados).

En resumen, si bien lo más probable es que las muy lamentables muertes hayan sido consecuencia de la vacunación, ello no quiere decir, ni con mucho, que vacunar a los recién nacidos, según el Esquema Nacional de Vacunación, sea peligroso, ni que la vacuna contra la hepatitis B sea un riesgo. El amplísimo esquema de vacunación que reciben gratuitamente todos los niños mexicanos es uno de los más completos del mundo, y ha sido elogiado por las autoridades sanitarias de varios países.

Las vacunas han sido uno de los desarrollos médicos y científicos que más vidas han salvado en la historia de la humanidad. No permitamos que la existencia de un caso desafortunado promueva la desinformación que difunde el peligroso movimiento antivacunas.

Como un efecto tardío, las lamentables muertes de Simojovel han atraído la mirada de México y el mundo a ese municipio sumido en la pobreza. Quizá, como un efecto secundario involuntario, ello redunde en una mejora de su nivel de vida, así sea sólo porque las autoridades quieren cuidar su imagen en estos tiempos electorales.


[*Actualización del miércoles 13 de mayo 9:50 am: escucho en un noticiero de radio que se presume que las vacunas podrían haberse contaminado durante su manejo en Chiapas. Un comunicado del IMSS fechado el 12 de mayo añade que de los 2 bebés graves, dos están ahora estables, y que se tiene evidencia de que los daños fueron causados por una infección bacteriana ajena a la vacuna. Se anuncia que investigación continúa.]

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miércoles, 6 de mayo de 2015

Rechazo irracional

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario,  6 de mayo de 2015

La semana pasada narraba yo aquí la curiosa discusión que tuve con una lectora creyente en la homeopatía, que al mismo tiempo era consciente de la contradicción entre ésta y los principios de la medicina científica que había conocido en sus lecturas, y mi frustración al sentir que sería difícil que cambiara sus creencias.

Una pregunta que yo y muchos de mis colegas divulgadores nos hacemos es: ¿cómo puede la gente creer tantas tonterías seudocientíficas? Algunos toman el camino fácil y lo adjudican a que “la gente es tonta o ignorante”. Discrepo tajantemente: querer fomentar la cultura científica de los ciudadanos partiendo del desprecio hacia ellos es lo más opuesto a la labor cultural, educativa y de comunicación que realiza un divulgador científico digno de ese nombre.

Pero ¿y entonces? ¿Por qué se esparcen y proliferan tantas creencias irracionales o carentes de sustento, mientras que el conocimiento basado en la evidencia y comprobado sistemáticamente es tan fácilmente rechazado por amplios grupos de la población?

Respecto a la homeopatía, por ejemplo, el Consejo de Investigación Médica de Australia (NHMRC) emitió en marzo pasado un dictamen en el que, tomando en cuenta una revisión independiente de varias investigaciones sobre el tema, una evaluación de la información que ofrecen los propios homeópatas, así como reportes sobre la homeopatía realizados por gobiernos de otros países (como el Reino Unido), llega a la siguiente conclusión: “no existen padecimientos médicos para los cuales haya evidencia confiable de que la homeopatía resulte efectiva”. Y recomienda: “la homeopatía no debe usarse para tratar padecimientos de salud que sean crónicos, serios, o que pudieran volverse serios. La salud de las personas puede ponerse en riesgo si rechazan o retardan los tratamientos de cuya seguridad y efectividad sí existe buena evidencia” (es decir, la medicina científica).

Sin embargo, los creyentes siguen confiando en la homeopatía (y tantas otras seudomedicinas). Aun en contra de la evidencia clínica, sienten que “les funciona”. A esto ayuda que los promotores de la homeopatía (una industria multinacional cuyas empresas llegan a facturar anualmente, tan sólo en Europa, más de mil millones de euros), además de vender su mercancía, hacen cabildeo (lobbying) a través de sus grupos de presión comercial y política para que en distintos países la charlatanería homeopática se pueda seguir vendiendo sin control de las autoridades, se siga aceptando como una terapia segura (no siempre lo es) y hasta siendo subsidiada con dinero público.

Pero no es sólo en ideas relacionados con la salud donde se halla esta credulidad: también está presente, por ejemplo, en temas ambientales. Un ejemplo hoy muy presente es la oposición al cultivo y consumo de organismos genéticamente modificados o transgénicos, especialmente vegetales. Los argumentos en su contra van desde lo ideológico (son antinaturales), pasando por lo médico (pueden causar cáncer o alergias) y lo ambiental (pueden alterar los ecosistemas o contaminar los genomas de especies nativas), hasta lo social (se prestan a abusos que rayan en lo criminal por parte de las trasnacionales agrobiotecnológicas que los venden a los campesinos).

Sólo los dos últimos argumentos tienen bases reales que valdría la pena investigar. El segundo ya ha sido descartado, luego de que durante años millones de personas hayan consumido vegetales transgénicos sin que existan casos de daños a la salud. Y el primero es cuestión de opinión, que en todo caso, no debería imponerse a quien no la comparta.

Pero, nuevamente, la actividad de grupos de interés “ambientalistas” y opuestos a los transgénicos (que, si bien no tienen el poder económico de las empresas biotecnológicas, sí cuentan con lobbies que las apoyan en diversos países) ha logrado que la imagen de los transgénicos como algo nocivo y peligroso, que debe ser evitado a toda costa, se haya propagado globalmente y goce de gran aceptación entre el ciudadano medio.

En un interesantísimo estudio hecho público el pasado 10 de abril por la revista Trends in plant science (Avances en ciencia vegetal, en prensa), un grupo de investigadores (biólogos, biotecnólogos y filósofos), de la Universidad de Gante, en Bélgica, coordinados por Marc Van Montagu, exploran las posibles razones para explicar por qué la oposición a los cultivos transgénicos es tan popular, a pesar de la evidencia de que muchos cultivos transgénicos son seguros y útiles (el caso del “arroz dorado” es un ejemplo perfecto y especialmente doloroso: fue enriquecido con dos genes que permiten que sea fuente de vitamina A –que normalmente no contiene– para ayudar a paliar la carencia de esta vitamina que padece un 10 de la población de Asia y África cuya fuente principal y casi única de alimento es el arroz, y que puede causar ceguera; pero su cultivo ha sido bloqueado por los activistas antitransgénicos).

Van Montagu y sus colegas concluyen, luego de tomar en cuenta conceptos provenientes de la investigación en ciencias cognitivas, psicología, evolución, antropología y filosofía, que la extensa oposición a los transgénicos en la opinión pública tiene que ver con la manera en que los seres humanos interpretamos la información. Proponen así un modelo para explicar el rechazo a los datos confiables sobre la seguridad y beneficios potenciales de los cultivos transgénicos.

En versión muy resumida, postulan que este tipo de ideas se benefician de ciertas características del sistema cognitivo que nuestra especie desarrolló a lo largo de su evolución. En particular, la existencia de dos grandes maneras de evaluar la información y tomar decisiones: la intuitiva (que es rápida y “automática” –pues abrevia tomando como reglas la experiencia y una serie de suposiciones “de sentido común”–, y generalmente acertada, excepto cuando se enfrenta a situaciones inusuales) y la racional, que es más lenta, exige un mayor trabajo intelectual, pero que toma en cuenta más datos, y cuyas conclusiones, más difíciles de recordar, pueden llegar a ser poco esperadas o anti-intuitivas, pero más acordes con la evidencia.

Van Montagu y su grupo también proponen tres factores concretos que favorecen el rechazo a los transgénicos: la tendencia natural de la mente humana a: 1) pensar en términos de esencias (el ADN es la esencia de un organismo; modificarlo es alterar esa esencia); 2) interpretar las cosas en términos teleológicos (es decir, de intenciones: “la naturaleza es sabia”; modificarla es “jugar a ser dios”), y 3) sentir repugnancia por ciertas cosas (la modificación genética “contamina” a los organismos). Esto, dicen, genera una actitud de rechazo que lleva a percibir a los organismos transgénicos no sólo como peligrosos, sino como inmorales o pecaminosos. Los autores sugieren también posibles estrategias de comunicación para tratar de combatir la oposición a los transgénicos, con base en información científica confiable.

Estoy seguro de que el tema levantará polémica: habrá quien acuse a los autores de caricaturizar y descalificar a los activistas antitransgénicos a los ciudadanos que se identifican con sus argumentos. Pero al mismo tiempo, estoy seguro que los análisis del tipo que proponen Van Montagu y sus colegas puede ser útil para entender la enorme difusión de otros tipos de ideas contrarias al conocimiento científico aceptado, incluyendo a seudomedicinas como la homeopatía (que promueve también una visión de “defender lo natural” frente a la “deshumanizada” medicina científica, habla de que se combate la enfermedad “por medio de sí misma”, y maneja un discurso cercano al esoterismo en que se “recobra el equilibrio natural” del cuerpo).

En todo caso, entender la propagación de las ideas irracionales puede ser la mejor manera de combatirlas.

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