Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de mayo de 2015
Cuando yo era niño, la sensación en televisión era El hombre nuclear (The six million dollar man), un programa sobre el Coronel Steve Austin, quien luego de un terrible accidente había sido dotado con piernas, un brazo y un ojo “biónicos”, lo que le daba poderes sobrehumanos.
Desde entonces, la presencia en la ficción de humanos con partes robóticas, o cyborgs (abreviatura de “organismo cibernético”), no ha hecho sino aumentar: de Robocop y Darth Vader a los más extraños personajes actuales. Pero ¿qué es un cyborg (o cíborg, según la Real Academia), y qué tan cerca están de existir en el mundo real?
Los cyborgs se definen precisamente porque combinan componentes orgánicos con partes cibernéticas o, más específicamente, biomecatrónicas: que integran elementos biológicos, electrónicos y mecánicos (un sistema biónico sería un sistema biomecatrónico que, además, imita el diseño de un sistema biológico). Estas tecnologías buscan dos cosas: restaurar funciones perdidas del cuerpo, o bien aumentar dichas funciones.
Una persona con anteojos o muletas no califica como cyborg, pues no usa tecnología cibernética. Tampoco una persona en una silla de ruedas motorizada y electrónica, pues la tecnología no está integrada físicamente a su propio cuerpo.
Pero la verdad es que ya existen cyborgs humanos. Hay más de 300 mil personas sordas en el mundo que han recibido implantes de cóclea para recuperar la audición, con gran éxito. El aparato procesa el sonido que recibe un micrófono y lo transmite eléctricamente a través de electrodos al nervio auditivo, de donde las señales pasan al cerebro para ser interpretadas. Y ya existen también implantes de retina, que se están probando experimentalmente.
Pero quizá el tipo de interacción humano-máquina que más llama la atención sean las llamadas “interfaces cerebro-máquina”. Ya en 2003 el neurobiólogo brasileño Miguel Nicolelis, de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, Estados Unidos, había logrado que unos macacos controlaran, a través de unos electrodos insertados en las áreas motoras de su cerebro, una mano mecánica, usando sólo sus impulsos cerebrales (que eran descifrados por una computadora para detectar qué movimiento de su brazo deseaba efectuar el macaco). Posteriormente, en 2004, Richard Andersen, del Instituto Tecnológico de California, logró también con electrodos, pero esta vez insertados no en áreas motoras del cerebro, que producen directamente el movimiento de los músculos, sino en áreas cognitivas, que unos simios pudieran controlar el movimiento de un cursor de computadora.
Pues bien: la semana pasada se publicó en la revista Science el más reciente trabajo del equipo de Andersen, que fue posible gracias a la colaboración de un voluntario humano (que en el trabajo se identifica solamente como EGS, pero que la prensa ha identificado como Erik Sorto, un californiano de 34 años, quien desde hace 12 perdió todo movimiento del cuello hacia abajo debido a una herida de bala).
Sorto accedió a que se le implantaran dos chips desarrollados por la Universidad de Utah que han sido aprobados para su uso en humanos por la Agencia de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (Food and Drug Administration, FDA). Cada uno contiene 96 pequeños electrodos que captan los impulsos eléctricos de neuronas individuales de su corteza parietal posterior: un área cerebral cercana a la coronilla cuya función principal es procesar la información proveniente de la vista, el oído y los sensores de posición del cuerpo, y usarla para planear los movimientos que se desean realizar (movimientos que después serán ordenados a los músculos por la corteza motora).
Luego de 21 meses de entrenamiento, Sorto es capaz de controlar un brazo robótico de manera que puede tomar objetos y manipularlos: hoy puede beber una cerveza sin ayuda, por ejemplo (aunque sólo en el laboratorio). También puede controlar con detalle el cursor de una computadora. Y lo más importante: esto se logra adivinando lo que el cerebro de Sorto quiere hacer, no qué músculos particulares quería mover. La corteza parietal posterior no funciona en términos de mover ciertos músculos, sino de intenciones más generales como “tomar el vaso para beber”; al parecer, genera un “modelo” del movimiento que pretende realizar y a partir de eso surgen las órdenes que se envían luego a la corteza motora.
Los algoritmos de computación que procesaron las señales provenientes de los electrodos fueron capaces de decodificar ese modelo interno y predecir las intenciones del cerebro de Sorto. Sin duda este tipo de investigación, además de sus aplicaciones prácticas, nos permitirá comprender mucho más detalladamente cómo es que el cerebro genera y controla los movimientos del cuerpo.
¿Por qué es tan importante este avance? Porque es la primera vez que se realiza este tipo de investigación en un humano, y esto abre muy grandes posibilidades: Sorto, a diferencia de un macaco, puede explicar detalladamente cómo logra controlar los movimientos del brazo mecánico o del cursor (por ejemplo, imaginando que mueve su propio brazo), y cómo es incluso capaz de aumentar o disminuir la activación de ciertas neuronas individuales que son monitoreadas por los electrodos.
Todo esto permitirá, indudablemente, avanzar en el desarrollo de mejores interfaces cerebro-máquina para no sólo poder controlar un brazo, una silla de ruedas o un cursor, sino probablemente para que en un futuro no muy lejano sea posible fabricar prótesis cibernéticas que puedan controlarse naturalmente, así como implantes que nos permitan interactuar directamente con computadoras, teléfonos celulares, autos y otros artefactos. Comenzaremos a integrar nuestros aparatos a nuestro cuerpo: quizá no falte mucho para que, más que tener un auto que se maneje solo, podamos manejarlo sólo con nuestra mente.
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