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domingo, 11 de diciembre de 2016

Las plumas del dinosaurio

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de diciembre de 2016

El fósil de Birmania
Si lee usted periódicos o blogs, ve o escucha noticieros, o está conectado a las redes sociales, seguramente ya se enteró del hallazgo, dentro de una pieza de ámbar procedente de las minas (sí: el ámbar se extrae de minas) del estado de Kachin, en Myanmar (o Birmania), de un fragmento de cola de dinosaurio maravillosamente bien preservado, que tiene la característica de presentar plumas. Ofrece así la primera oportunidad de estudiar, con un nivel de detalle nunca antes alcanzado, las plumas de estos animales y de entender más a fondo su evolución.

Tradicionalmente, desde Aristóteles, los biólogos han clasificado a los reptiles, aves y mamíferos porque presentan, respectivamente, escamas, plumas o pelo. Y les gusta pensar que los seres vivos estamos todos relacionados evolutivamente: descendemos de ancestros comunes. Ya desde los tiempos de Darwin se descubrió un “eslabón perdido” que relacionaba a las aves con los dinosaurios: el fósil de Archaepteryx, que parecía evidentemente una pequeña ave con plumas, pero que tenía dientes, garras en las alas y una cola con vértebras.

A lo largo de los años, y sobre todo en las últimas décadas, se ha descubierto más y más evidencia de que muchos dinosaurios, que tradicionalmente se representaban cubiertos de una piel escamosa (todavía los vemos así en Parque jurásico) tenían también distintos tipos de plumas, quizá de colores vistosos. De hecho, hoy se considera que muy probablemente los dinosaurios presentaban también sangre caliente y otras características que los relacionan muy cercanamente con las aves; las aves modernas son, en cierto sentido, dinosaurios que sobrevivieron a la extinción de casi todos sus primos cercanos.

Aunque inicialmente se pensaba que las plumas de organismos como Archaeopteryx servían, si no para volar, sí para facilitarles grandes saltos o planear, fue quedando claro, por la presencia de plumas en fósiles de dinosaurios grandes y pesados, que básicamente caminaban o corrían, que probablemente las plumas cumplían otras funciones. Hoy se debate si pudieron servir para correr más rápido, conservar el calor o como señales que ahuyentaran enemigos o atrajeran a parejas sexuales.

Las plumas son estructuras fascinantes. En las aves modernas existen en distintas formas, que van desde simples filamentos, pasando por el plumón de los polluelos, que consiste en múltiples fibras que surgen desordenadamente del cálamo o cañón (la base de la pluma, que se usaba antiguamente para escribir), hasta las plumas comunes. Éstas están formadas por una varilla central, llamada raquis, de la que surgen filamentos (barbas). Cada barba tiene bárbulas, y éstas tienen ganchillos que pueden engancharse en las bárbulas contiguas. Así, la pluma puede formar una estructura rígida que permite el vuelo, pero también es flexible, pues los ganchillos pueden desengancharse y reengancharse con facilidad. (Además, las plumas de las alas, que sirven para el vuelo, tienen una estructura asimétrica, aerodinámica, distinta de las plumas que cubren otras partes del cuerpo.)

Pelos, plumas y escamas tienen un origen evolutivo común. Todos están formados básicamente por el mismo tipo de proteína, la queratina. Y los folículos, tanto los pilosos que forman los pelos como los plumosos que generan las plumas, se originan en estructuras embrionarias llamadas placodas: engrosamientos de la piel con células especializadas.

En junio pasado comentábamos aquí cómo se había descubierto evidencia definitiva de que también las escamas de los reptiles surgen a partir de placodas, con lo que queda clara la relación evolutiva entre los tres grupos. En los reptiles, las placodas generan un crecimiento plano de queratina, que forma la escama. En aves y mamíferos, el crecimiento es en forma cilíndrica, y en las plumas adquiere ramificaciones complejas. Hoy se están comprendiendo los fascinantes mecanismos moleculares que permiten que, durante el desarrollo embrionario, surjan estructuras tan distintas y complejas a partir de un mismo origen.

Pero, ¿qué tan temprano surgieron las plumas en los reptiles (dinosaurios)? ¿Qué tan compleja era su estructura? La evidencia fósil tradicional hacía difícil determinarlo, porque normalmente los especímenes están aplastados y tienen apariencia bidimensional. El fósil de Birmania, de unos 99 millones de años, permite observar la estructura tridimensional, exquisitamente detallada, de las plumas de un fragmento de ocho vértebras de la cola de un pequeño dinosaurio (del tamaño de un gorrión), incluyendo las barbas y bárbulas. (Curiosamente, el vendedor que lo ofrecía en un mercado creía que se trataba de un resto de planta.)

Barbas y bárbulas
de las plumas
del fósil de Birmania
El estudio, dado a conocer el pasado 8 de diciembre y publicado en la revista Current biology por el equipo encabezado por los investigadores Lida Xing, de la Universidad China de Geociencias, y Ryan McKellar, de la Universidad de Regina, en Canadá, llega a varias conclusiones. Una es que el pequeño dinosaurio, probablemente del grupo de los coelurosaurios, no podía volar. Los restos de pigmento indican que su plumaje, si el de todo el cuerpo era igual al de la cola, quizá era café en la parte superior y blancuzco en la inferior. Pero lo más importante, al menos los estudiosos de la evolución, es que probablemente en el desarrollo de las plumas primero aparecieron barbas con bárbulas (como las del plumón) que luego se fusionaron para dar origen a la raquis rígida que da estructura a las plumas, y no inversamente (primero raquis con barbas desnudas que luego desarrollaron bárbulas).

Seguramente se desatará una fiebre de búsqueda de restos fósiles preservados en ámbar. Quién sabe qué sorpresas nos pueda ofrecer esta nueva fuente de información sobre los seres vivos que nos antecedieron en el planeta. Eso sí: la muestra no contiene ADN. El sueño de recrear dinosaurios como los de Parque jurásico sigue siendo ciencia ficción.
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miércoles, 28 de septiembre de 2016

Más rápido que la luz

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de septiembre de 2016

El Enterprise(Foto: http://bit.ly/2cBCIuO)
La semana pasada comenté lo mucho que disfruté la nueva película de Star Trek. Tenía yo intención de comentar uno de los conceptos clásicos de esta serie: la “propulsión warp” (warp drive), que le permite a la nave interestelar Enterprise viajar a velocidades superlumínicas.

Tal cosa es posible en una película de ciencia ficción, pero no en la realidad. ¿Por qué no se puede viajar más rápido que la luz? La explicación es compleja, pero resumámosla en dos partes. Uno: desde finales del siglo XIX se sabe, gracias a experimentos precisos, que la velocidad de la luz en el vacío es una constante: jamás cambia, independientemente de si la fuente que la produce se mueve o no.

Y dos: en su teoría de la relatividad especial, planteada en su “año maravilloso” de 1905, Albert Einstein probó que conforme un objeto se acelera su masa va aumentando. Al llegar a la velocidad de la luz, la masa se volvería infinita, y para moverla se necesitaría una cantidad infinita de energía.

Sin embargo, desde que la serie Viaje a las estrellas (Star Trek) comenzó en 1966, se afirmó que el Enterprise contaba con propulsión warp (la palabra warp significa “doblar” o “plegar”), que funcionaba deformando de alguna manera el espacio para viajar más rápido que la luz sin violar la teoría de la relatividad. Según la Wikipedia, el concepto de propulsión warp había sido propuesto ya desde 1931 por John W. Campbell –el famoso escritor y editor estadounidense que impulsó en gran parte el surgimiento de la edad dorada de la ciencia ficción– en su novela Islands of space.

Los escritores de la edad dorada se preciaban de basar su ficción en ciencia real: el concepto de propulsión warp era científicamente plausible, pues no violaba los supuestos de la relatividad, y así fue adoptado en Star Trek y muchos otros relatos, series y películas de ciencia ficción. Pero no fue hasta 1994 que se volvió científicamente posible.

La propulsión warp de Alcubierre
(Foto: http://bit.ly/2cBCe7L)
Ese año el físico mexicano Miguel Alcubierre (hoy director del Instituto de Ciencias Nucleares de la UNAM) estudiaba un posgrado en la Universidad de Gales, en Cardiff. Era fan de la ciencia ficción y de Star Trek, y un día, pensando cómo podría funcionar la propulsión warp en la realidad, tuvo una idea que sintió prometedora. La escribió, la desarrolló matemáticamente, la comentó con sus colegas y la envió a la revista científica Classical and Quantum Gravity (Gravedad clásica y cuántica), donde fue aceptada y publicada con el nombre de “The warp drive: hyper-fast travel within general relativity” (La propulsión warp: viaje hiper-rápido dentro [del marco conceptual] de la relatividad general”).

La idea de Alcubierre se basa en el concepto cosmológico del origen del universo durante el big bang. En ese momento el espacio comenzó a expandirse y el tiempo comenzó a correr. Pero ocurre que en ese proceso, el espacio se expandió a una velocidad superior a la de la luz, sin que ello violara la relatividad porque, como dice el propio Alcubierre en su artículo, “la enorme velocidad (…) viene de la expansión del espacio mismo”. ¿Qué pasaría si una nave lograra deformar el espacio de manera similar, comprimiéndolo delante de sí y expandiéndolo detrás suyo? ¿Cómo podría lograrse tal cosa?

El concepto de nave con propulsion
warp que está explorando la NASA
(Foto: http://bit.ly/2cBDnfv)
La propuesta de Alcubierre es meramente teórica, y matemáticamente compleja para alguien que no sepa física relativista, pero lo ha hecho inmensamente famoso entre los fans de Star Trek. Su puesta en práctica requeriría una gran densidad de “energía negativa”, que sólo puede obtenerse en presencia de “materia exótica” (por ejemplo, la misteriosa materia oscura), algo que todavía está muy lejos del alcance de la tecnología humana, y quizá siempre lo esté. Aún así, la NASA anunció hace dos años que está explorando la posibilidad (teórica, claro) de que un motor warp derivado del modelo de Alcubierre pudiera llegar a ser diseñado y construido, y que funcionara.

Al final, se confirma que la buena ciencia ficción no sólo parte de la ciencia real, sino que puede ser una inspiración para ella.

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miércoles, 21 de septiembre de 2016

Viaje a las estrellas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de septiembre de 2016


Casi un año después de que yo naciera, en septiembre de 1966, comenzó la transmisión de una de las series televisivas de ciencia ficción más longevas e influyentes de la historia: la legendaria Star Trek (Viaje a las estrellas).

En su momento, la serie fue revolucionaria, no sólo por sus historias y efectos especiales, sino por el subtexto de avanzada que tenía el universo concebido por Gene Roddenberry, su creador, y los personajes que lo habitaban. Se trataba, en los años de la lucha contra el racismo en Estados Unidos y los comienzos del feminismo en el mundo, de un futuro –el siglo XXIII– en que ya no había naciones, sino una Federación de Planetas. Y el Enterprise, la nave que viajaba “a donde nadie ha llegado jamás”, contaba con una tripulación diversa: americanos (el capitán Kirk), europeos (el señor Scott, ingeniero escocés), rusos (el comandante Chekov, oficial táctico), asiáticos (el señor Sulu, timonel), una mujer africana, (la teniente Uhura, oficial de comunicaciones, si bien seguía teniendo un puesto que básicamente equivalía al de telefonista) y hasta un extraterrestre, el inolvidable señor Spock (primer oficial).

Para darse una idea de lo innovador que fue este concepto, y el conservadurismo que aún prevalecía, basta señalar que en 1968, cuando la serie mostró el primer beso interracial –entre el capitán Kirk y la teniente Uhura–, algunos estados del sur de los Estados Unidos se negaron a transmitir el episodio.

La nueva película de la saga, Star Trek: sin límites (Star Trek beyond), no decepciona. Más allá de las críticas de los fans más radicales al nuevo rumbo que marcó J. J. Abrahams (quien en esta ocasión no dirige, pero sí produce), al reiniciar o “rebootear” la historia, situándola en un universo alternativo, la cinta es original, llena de acción, y su trama permite el desarrollo de los personajes y su mundo. Y, por si fuera poco, incluye sentidos homenajes a los protagonistas de las serie y las películas originales.

Pero lo mejor es que mantiene los ideales con los que surgió la serie: un universo en que la diversidad entre especies obliga a buscar, pese a todos los obstáculos, nuevas y mejores maneras de convivir. Un pequeño detalle que los creadores no quisieron enfatizar demasiado, pero que dice mucho, es la escena donde el nuevo señor Sulu es recibido, al llegar a la base estelar Yorktown, por su familia: su pareja, también hombre, y su hija. (Curiosamente, el actor que encarnaba a Sulu en la serie original, George Takei, quien es abiertamente homosexual y activista por los derechos de las minorías sexuales, ha declarado que está totalmente en desacuerdo con mostrar al nuevo Sulu como gay, algo que los guionistas idearon en parte como un homenaje al propio Takei. Nunca se le puede dar gusto a todo el mundo.)

Este futuro idealista, donde la ciencia y la tecnología abren nuevas fronteras a una Federación Planetaria que aspira a la convivencia justa, pacífica y democrática, contrasta amargamente con la realidad actual de nuestro país, donde el dogmatismo religioso pretende asustar a la opinión pública con el ridículo petate del muerto de un amenazante “imperio gay” (que pareciera surgido de la saga competidora, Star Wars, casualmente hoy también en manos de J. J. Abrahams).

En fin. Si gusta usted del cine, no está de más disfrutar otra joyita que está todavía en cartelera: Julieta, de Pedro Almodóvar, que entre los muchos hilos de su fascinante y desoladora trama (basada en tres historias de la escritora canadiense Alice Munro, ganadora del Nobel de literatura en 2013), muestra el daño y el dolor que la culpa y el fanatismo religioso pueden causar en la vida de los individuos.


(Posdata: Para frustración de algunos de mis lectores, confesaré que había planeado que este texto abordara la propulsión warp de Star Trek, que permite al Enterprise viajar más rápido que la luz, y la propuesta teórica del físico mexicano Miguel Alcubierre que demuestra cómo tal cosa sería posible “distorsionando” el espaciotiempo por delante y detrás de la nave. Pero a veces uno no termina escribiendo lo que pensaba inicialmente. El tema tendrá que esperar para mejor ocasión.)

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miércoles, 30 de marzo de 2016

Duelo de intelectos (o el día que la inteligencia humana perdió)


Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 30 de marzo de 2016

Lee Se-dol, gran maestro y campeón sudcoreano del antiguo juego chino de go, sintió que una gota de sudor escurría por su frente. A pesar de poseer el noveno dan –máximo grado del juego –salvo el décimo dan, que sólo se otorga a título honorario–, a pesar de sus 18 títulos internacionales y de tener el segundo lugar a nivel mundial, estaba perdiendo.

Por cuarta vez consecutiva.

Pero eso no era lo peor, sino saber que su oponente en el torneo de cinco juegos era una computadora. O más bien, un complejísimo programa, una inteligencia artificial llamada AlphaGo, desarrollada por la compañía londinense DeepMind, adquirida hace dos años por el gigante de la computación Google.

El go, que existe desde hace más de 2 mil 500 años, y que hoy es jugado por más de 40 millones de personas en el mundo, principalmente en Asia, es considerado el juego de mesa más complejo que existe. Consiste en ir poniendo pequeñas piezas ovoides negras y blancas llamadas “piedras” en las intersecciones de las líneas del tablero, de donde no se pueden mover, y siguiendo ciertas reglas rodear con ellas las piezas del oponente (de hecho, el nombre del juego se traduce como “juego de rodear”). Gana el jugador que al final del juego ha logrado rodear más área en el tablero.

El go es mucho más complejo, por ejemplo, que el ajedrez, en cuyo tablero de 8 por 8 casillas existen alrededor de 10 a la potencia de 123 jugadas (un 1 seguido de 123 ceros). El go, en cambio, se juega en un tablero de 19 por 19 líneas cruzadas, y es posible hacer 10 a la 360 jugadas (si 10 a la 2 es cien, y 10 a la 3 es mil, diez veces más, la diferencia entre 10 a la 123 y 10 a la 360 es de 133 órdenes de magnitud: algo inimaginable).

Hace casi 20 años, en mayo de 1997, la computadora Deep Blue, desarrollada por IBM, saltó a la fama al vencer al gran maestro de ajedrez Gari Kasparov. La inteligencia artificial había derrotado al humano en un juego considerado de inteligencia pura. Sin embargo, lo logró mediante un método de “fuerza bruta”: Deep Blue tenía programadas en su memoria una cantidad enorme de partidas de ajedrez, y era capaz de revisarlas para computar por adelantado el “árbol” de posibles decisiones para cada movimiento, así como sus posibles consecuencias, previendo 20 o más jugadas por adelantado (un gran maestro puede calcular como máximo 10 o quizá 15).

El go, en cambio, es astronómicamente más complejo. Tan sólo en la primera jugada es posible escoger entre 361 posiciones. En las primeras 5, la cifra se eleva a 5 billones (cinco millones de millones). El número total de movidas posibles va más allá de lo que cualquier cantidad de memoria puede almacenar. Por eso, los diseñadores de AlphaGo tuvieron que recurrir a una estrategia distinta: imitar la manera en que funciona un cerebro humano. Para ello, usaron una arquitectura de “redes neuronales profundas”.

Una red neuronal es una simulación en computadora de unidades equivalentes a neuronas humanas conectadas entre sí, que pueden recibir señales de otras neuronas (entrada). Estas señales pueden estimularlas o inhibirlas. Si una neurona recibe suficiente estímulo, emite a su vez una señal a otras neuronas. Conforme una red neuronal se “entrena” por prueba y error para que “aprenda”, la sensibilidad de cada conexión neuronal se va ajustando. Muchos programas “inteligentes” que disfrutamos actualmente consisten en redes neuronales capaces de aprender de esta manera.

Pero la red de AlphaGo, según la describen los 20 investigadores de DeepMind, liderados por Demis Hassabis, en un artículo publicado en enero pasado en la revista científica Nature, es “profunda”: consta de 13 capas de redes neuronales, cada una de las cuales procesa los resultados de las que están más abajo. La más sencilla representa el tablero mismo y las posiciones de las fichas en él. La de más alto nivel representa las posibles jugadas en la partida y la probabilidad que cada una sea óptima (es decir, toma la decisión respecto a la siguiente jugada).

AlphaGo fue alimentada inicialmente con una base de datos de 30 millones de jugadas en partidos realizadas por expertos, para que las incorporara en las conexiones de sus redes neuronales. Luego, fue entrenada poniéndola a jugar incesantemente, millones y millones de veces, contra sí misma: la práctica hace al maestro.

El torneo contra Lee Se-dol, jugado en Seúl del 9 al 15 de marzo de este año, era la prueba de fuego para AlphaGo (que ya en octubre de 2015 había derrotado cinco juegos a cero al campeón europeo Fan Hui). Se-dol se mostraba confiado y declaró estar seguro de vencer a la computadora al menos en 4 de los 5 juegos. Cuando fue vencido en los primeros tres, la sorpresa y la tensión eran increíbles.

Se-dol se limpió el sudor. Llevaban cinco horas jugando. Apretó los puños y, con un esfuerzo máximo de concentración –una de las ventajas de la computadora era su concentración absoluta y su inmunidad al estrés psicológico, comentaría luego–, hizo una jugada totalmente inesperada, incluso para él. Logró así vencer a AlphaGo en esa cuarta partida.

El triunfo sólo sirvió para salvar su honor, pues el quinto encuentro, y el torneo, fueron ganados por su oponente. Igual que el millón de dólares del premio, que será repartido a UNICEF y otras beneficencias.

Al final, Se-dol afirmó –entre las muchas frases que se le atribuyen–, que “nunca deseaba volver a jugar un juego así” y que AlphaGo era “distinto a cualquier oponente humano que hubiera enfrentado antes; su estilo es muy diferente”. Pero también dijo que “no podría haber disfrutado más” con el torneo, y que “jugar contra AlphaGo me hizo darme cuenta de que necesito estudiar más el go”.

Como premio, AlphaGo recibió el noveno dan, el mismo que su rival. Y la humanidad entró, diez años antes de lo que esperaban los expertos (aunque había quien aseguraba que una computadora jamás vencería a un maestro de go) a una era en que la expresión “inteligencia artificial” ya no es sólo una metáfora.

Sin embargo, no todo está perdido. Como afirma el experto francés en inteligencia artificial Bruno Bouzy en una entrevista para la revista Science, los humanos somos todavía incomparablemente superiores a las computadoras cuando se trata de jugar videojuegos. Aún no llega el momento de temer al Terminator.

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miércoles, 21 de octubre de 2015

¡Rescaten al marciano!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de octubre de 2015

Por fin pude ir a ver la magnífica cinta El marciano (The martian, del gran director Ridley Scott, desastrosamente traducida como “Misión rescate” para su exhibición en México). Como expresé en Twitter, mi opinión es que se trata de “Un hermoso himno al poder de la ciencia y la tecnología”. La disfruté enormemente.

Sin embargo, han surgido, como inevitablemente ocurre cada vez que se estrena una película exitosa de ciencia ficción, críticas a la ciencia presentada en la cinta. Espero que usted ya la haya visto, para poder comentarla aquí sin venderle trama.

Uno de los principales reproches es que la tormenta de arena que ocurre en Marte, y que desata toda la acción de la película, sería… imposible. La atmósfera marciana es unas 100 veces más tenue que la terrestre, por lo que aún los vientos más intensos serían una simple brisa comparados con los terrestres. (Pero bueno: ¿qué sería de las artes escénicas y la narrativa de ficción si renunciamos a la necesaria suspensión de la incredulidad?)

Hay otros errores menos importantes, porque la trama no depende mayormente de ellos, como la gravedad marciana. El diámetro de Marte es sólo un 53% del de la Tierra, y su masa es sólo un 10% de la de ésta. Como consecuencia, su gravedad es sólo un 38% de la terrestre: el astronauta Mark Watney, personificado por Matt Damon en una actuación ampliamente reconocida como brillante, no hubiera podido caminar normalmente, como se muestra en la cinta, sino a saltitos, como los astronautas que pisaron la Luna.

También se ha comentado que las exclusas de aire reales son mucho más complicadas que las que aparecen; que para obtener agua hay métodos más sencillos (como simplemente excavar, ahora que se sabe que en Marte existe agua subterránea), y otros detalles similares.

Por otra parte, los críticos científicos han señalado muchos aciertos, principalmente la notable recreación del paisaje marciano, la factibilidad de cultivar papas en el regolito marciano (como se denomina a la capa de material suelto que cubre la roca dura del suelo de Marte y otros astros como la Luna); lo correcto aunque excesivamente vistoso de los trajes espaciales, o la manera realista en que se muestran las discusiones y el modo de trabajar del personal de la NASA.

Pero yo creo que la principal virtud de la cinta –y de la novela de Andy Weir en que se basa, aunque no la he leído– es que muestra que la ciencia bien aplicada funciona. Sirve para resolver problemas y da resultados.

En este sentido, El marciano es una película que habla a favor de la ciencia y la tecnología como herramientas de supervivencia para la humanidad. No por algo la frase I'm gonna have to science the shit out of this, que yo traduciría libremente como “voy a tener que usar la ciencia para resolver esta mierda”, se ha convertido en el mensaje clave de la película.

El marciano nos recuerda, como ya antes lo hicieron películas como Apolo 13 y novelas como Robinson Crusoe, de Daniel Defoe, o La isla misteriosa, de Julio Verne, que el conocimiento científico y técnico es lo que ha separado a la raza humana de los demás animales, y la herramienta que nos ha permitido sobrevivir. Sólo usándola podremos perdurar como especie.

Cierto: la cinta tiene también un aspecto de “película positiva” que puede verse como frívolo. Peca de optimista (claro: es cine comercial). Incluso puede verse como parte de una campaña publicitaria de la NASA para, a través de una mejor imagen pública, y del apoyo que ésta conlleva, conseguir más fondos, ante las constantes amenazas de recortes por parte del gobierno estadounidense. Lo cual me parece perfecto.

Pero más que nada, en mi opinión la cinta puede leerse como un magnífico ejemplo de divulgación científica en forma narrativa: un relato fascinante que nos mantiene pegados a la butaca y que al mismo tiempo nos muestra cómo el conocimiento científico y tecnológico puede salvar nuestra vida. Coincido con Jim Erickson, del laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA, entrevistado en Tech Insider, en que la cinta –y la novela– “nos dicen que tener a alguien en Marte no es ciencia ficción, sino algo alcanzable. Sólo tenemos que hacerlo”.

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miércoles, 27 de mayo de 2015

¡Ahí vienen los cyborgs!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de mayo de 2015

Cuando yo era niño, la sensación en televisión era El hombre nuclear (The six million dollar man), un programa sobre el Coronel Steve Austin, quien luego de un terrible accidente había sido dotado con piernas, un brazo y un ojo “biónicos”, lo que le daba poderes sobrehumanos.

Desde entonces, la presencia en la ficción de humanos con partes robóticas, o cyborgs (abreviatura de “organismo cibernético”), no ha hecho sino aumentar: de Robocop y Darth Vader a los más extraños personajes actuales. Pero ¿qué es un cyborg (o cíborg, según la Real Academia), y qué tan cerca están de existir en el mundo real?

Los cyborgs se definen precisamente porque combinan componentes orgánicos con partes cibernéticas o, más específicamente, biomecatrónicas: que integran elementos biológicos, electrónicos y mecánicos (un sistema biónico sería un sistema biomecatrónico que, además, imita el diseño de un sistema biológico). Estas tecnologías buscan dos cosas: restaurar funciones perdidas del cuerpo, o bien aumentar dichas funciones.

Una persona con anteojos o muletas no califica como cyborg, pues no usa tecnología cibernética. Tampoco una persona en una silla de ruedas motorizada y electrónica, pues la tecnología no está integrada físicamente a su propio cuerpo.

Pero la verdad es que ya existen cyborgs humanos. Hay más de 300 mil personas sordas en el mundo que han recibido implantes de cóclea para recuperar la audición, con gran éxito. El aparato procesa el sonido que recibe un micrófono y lo transmite eléctricamente a través de electrodos al nervio auditivo, de donde las señales pasan al cerebro para ser interpretadas. Y ya existen también implantes de retina, que se están probando experimentalmente.

Pero quizá el tipo de interacción humano-máquina que más llama la atención sean las llamadas “interfaces cerebro-máquina”. Ya en 2003 el neurobiólogo brasileño Miguel Nicolelis, de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, Estados Unidos, había logrado que unos macacos controlaran, a través de unos electrodos insertados en las áreas motoras de su cerebro, una mano mecánica, usando sólo sus impulsos cerebrales (que eran descifrados por una computadora para detectar qué movimiento de su brazo deseaba efectuar el macaco). Posteriormente, en 2004, Richard Andersen, del Instituto Tecnológico de California, logró también con electrodos, pero esta vez insertados no en áreas motoras del cerebro, que producen directamente el movimiento de los músculos, sino en áreas cognitivas, que unos simios pudieran controlar el movimiento de un cursor de computadora.

Pues bien: la semana pasada se publicó en la revista Science el más reciente trabajo del equipo de Andersen, que fue posible gracias a la colaboración de un voluntario humano (que en el trabajo se identifica solamente como EGS, pero que la prensa ha identificado como Erik Sorto, un californiano de 34 años, quien desde hace 12 perdió todo movimiento del cuello hacia abajo debido a una herida de bala).

Sorto accedió a que se le implantaran dos chips desarrollados por la Universidad de Utah que han sido aprobados para su uso en humanos por la Agencia de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (Food and Drug Administration, FDA). Cada uno contiene 96 pequeños electrodos que captan los impulsos eléctricos de neuronas individuales de su corteza parietal posterior: un área cerebral cercana a la coronilla cuya función principal es procesar la información proveniente de la vista, el oído y los sensores de posición del cuerpo, y usarla para planear los movimientos que se desean realizar (movimientos que después serán ordenados a los músculos por la corteza motora).

Luego de 21 meses de entrenamiento, Sorto es capaz de controlar un brazo robótico de manera que puede tomar objetos y manipularlos: hoy puede beber una cerveza sin ayuda, por ejemplo (aunque sólo en el laboratorio). También puede controlar con detalle el cursor de una computadora. Y lo más importante: esto se logra adivinando lo que el cerebro de Sorto quiere hacer, no qué músculos particulares quería mover. La corteza parietal posterior no funciona en términos de mover ciertos músculos, sino de intenciones más generales como “tomar el vaso para beber”; al parecer, genera un “modelo” del movimiento que pretende realizar y a partir de eso surgen las órdenes que se envían luego a la corteza motora.

Los algoritmos de computación que procesaron las señales provenientes de los electrodos fueron capaces de decodificar ese modelo interno y predecir las intenciones del cerebro de Sorto. Sin duda este tipo de investigación, además de sus aplicaciones prácticas, nos permitirá comprender mucho más detalladamente cómo es que el cerebro genera y controla los movimientos del cuerpo.

¿Por qué es tan importante este avance? Porque es la primera vez que se realiza este tipo de investigación en un humano, y esto abre muy grandes posibilidades: Sorto, a diferencia de un macaco, puede explicar detalladamente cómo logra controlar los movimientos del brazo mecánico o del cursor (por ejemplo, imaginando que mueve su propio brazo), y cómo es incluso capaz de aumentar o disminuir la activación de ciertas neuronas individuales que son monitoreadas por los electrodos.

Todo esto permitirá, indudablemente, avanzar en el desarrollo de mejores interfaces cerebro-máquina para no sólo poder controlar un brazo, una silla de ruedas o un cursor, sino probablemente para que en un futuro no muy lejano sea posible fabricar prótesis cibernéticas que puedan controlarse naturalmente, así como implantes que nos permitan interactuar directamente con computadoras, teléfonos celulares, autos y otros artefactos. Comenzaremos a integrar nuestros aparatos a nuestro cuerpo: quizá no falte mucho para que, más que tener un auto que se maneje solo, podamos manejarlo sólo con nuestra mente.

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