miércoles, 28 de mayo de 2014

Divide y vencerás…

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 28 de mayo  de 2014

Biofilm bacteriano
(microscopio electrónico
de barrido)
Siempre nos ha presentado a las bacterias, esos seres unicelulares relativamente simples –aunque son mucho más antiguos y versátiles que las plantas y animales– como si fueran nuestras enemigas.

En realidad esto es, en gran medida falso: los humanos, por ejemplo, no sólo dependemos de los trillones de células bacterianas que habitan en nuestro intestino –diez veces más numerosas que la totalidad de células humanas de nuestro cuerpo– para poder digerir los alimentos, para obtener vitaminas esenciales y para que nuestro sistema inmunitario madure correctamente, sino que nuestras propias células son descendientes de ancestros bacterianos que, simbiosis de por medio, aprendieron a unirse y formar sistemas cada vez más complejos. (Y eso sin mencionar las muchos e indispensables funciones ecológicas que los procariontes –la clase de organismos sin membrana nuclear a la que pertenecen las bacterias– cumplen en el planeta: descomponer la materia orgánica, producir oxígeno en el mar, los ciclos del carbono y el nitrógeno, y muchas más…)

Quizá su mala fama se debe a que las primeras bacterias que se estudiaron con detalle son las patógenas: las que causan enfermedades. Y en efecto: la guerra entre humanos y bacterias infecciosas ha sido siempre cruenta y, hasta el descubrimiento de los antibióticos –los tratamientos médicos más efectivos de la historia– con frecuencia era mortal.

Las cosas cambiaron con el descubrimiento de las sulfas, la penicilina y muchos antibióticos posteriores. Pero los seres vivos evolucionan, y las bacterias, al ser unicelulares y multiplicarse por clonación (simplemente dividiéndose en dos), se reproducen mucho más rápidamente que los humanos, y eso hace que también evolucionen mucho más velozmente que ellos… e incluso que su arsenal terapéutico.

Hoy día enfrentamos una crisis médica, pues han surgido infinidad de bacterias que han desarrollado resistencia a muchos antibióticos. Y algunas pocas resisten a prácticamente todos los antibióticos conocidos. Si esto sigue así, las infecciones bacterianas podrían volver a ser el azote que fueron durante siglos. Por eso, cualquier investigación que sugiera nuevas armas en esta guerra resulta interesante.

Y eso es precisamente lo que descubrió un equipo de investigación comandado por Robert Hancock, de la Universidad de la Columbia Británica, en Vancouver, Canadá.

Sitios donde se presentan
infecciones por biofilmes
Su logro se basa en el descubrimiento, relativamente reciente, de que muchas veces las bacterias logran grandes cosas no como individuos, sino como grupo: aparte de nadar libremente en medios líquidos, son capaces de unirse y formar capas viscosas llamadas biofilmes sobre superficies sólidas, como rocas, suelo, plantas, pero también dientes (la famosa placa dental, que favorece la caries), huesos y tejidos blandos del cuerpo (además de, por supuesto, en máquinas, tanques y tuberías). De hecho, un 65 por cierto de las infecciones humanas son causadas por bacterias que forman biofilmes (entre ellas, infecciones urinarias, cardiacas, del oído y garganta, piel, sinusitis, así como en prótesis, sondas y lentes de contacto).

Para lograrlo, las bacterias usan un mecanismo de señalización conocido como detección de quórum (del cual hemos hablado alguna vez en este espacio), que les permite, mediante unas pequeñas señales químicas, percibir si hay suficientes congéneres para formar un biofilme. Entonces comienzan a secretar una serie de moléculas (polisacáridos, principalmente) que forman la capa viscosa. Ésta les permite fijarse y las protege de los antibióticos, haciendo que resulte tan difícil combatir este tipo de infecciones.

Por es importante y esperanzador que Hancock y su equipo hayan descubierto un péptido (una pequeña proteína) que interfiere con el mecanismo de señales que les permite a una amplia variedad de bacterias formar biofilmes. Su investigación, publicada en la revista PLoS Pathogens, es de tipo básico (se concentran en confirmar que el péptido llamado “1018”, bloquea la señal bacteriana –conocida como “(p)ppGpp”; los bioquímicos modernos no suelen ser muy creativos para poner nombres– en bacterias como Pseudomonas aeruginosa, Escherichia coli, Acinetobacter baumannii, Klebsiella pneumoniae, Staphylococcus aureus, Salmonella Typhimurium y Burkholderia cenocepacia, que causan una variedad de infecciones en humanos, e impide así que fabriquen biofilmes, o si éstos ya existen, hace que se desbaraten y las bacterias en ellos mueran).

Pero el descubrimiento abre al mismo tiempo una nueva línea de ataque contra nuestras viejas enemigas. Con suerte y mucho trabajo, si se desarrollan nuevos medicamentos a partir de él, podremos mantener, al dividir al enemigo, un poco más la ventaja en esta interminable guerra en que cada bando intenta neutralizar el armamento de su oponente.

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miércoles, 21 de mayo de 2014

¡El sexo sí importa!

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de mayo  de 2014

Contrariamente a lo que se piensa, la característica más poderosa del método científico no es casi nunca equivocarse, sino reconocer cuando lo hace, lo que le permite corregir sus errores.

Un caso reciente lo demuestra: en un artículo publicado el 28 de abril pasado en edición digital de la revista Nature Methods, Robert Sorge y un equipo de investigadores del equipo comandado por Jeffrey Mogil, de la Universidad McGill, de Montreal, Canadá, plantea un descubrimiento que muy probablemente cambiará drásticamente la manera en que se hace la investigación biomédica en todo el mundo.

El artículo se titula “La exposición olfatoria a machos, incluyendo hombres, causa estrés y analgesia relacionada con éste en roedores”.

¿Qué quiere decir esto? Vayamos por partes. En primer lugar, como se deduce del título, es bien sabido que la respuesta de estrés en mamíferos tiene, entre otros efectos, el de reducir la sensibilidad al dolor (analgesia; es por eso que muchas veces las personas heridas en un accidente o en batalla pueden no sentir hasta después el dolor de sus heridas, y tener comportamientos que calificamos de “heroicos”).

Este fenómeno se debe en gran parte a que el mamífero percibe el olor de ciertas sustancias (feromonas) que producimos los machos de todas las especies de mamífero (en especial, en humanos, en nuestras axilas), y que tienen funciones relacionadas con la agresión y la reproducción. En particular, es lógico que el percibir las hormonas de un macho cercano, incluso de una especie distinta, cause estrés en un mamífero, pues se puede tratar de un competidor o un depredador (en mamíferos, los machos suelen ser más agresivos que las hembras, aunque hay excepciones). El efecto analgésico del dolor permitiría, además de no demostrar debilidad ante el posible agresor, combatir o huir de él.

Pues bien: los estudiantes de Mogil descubrieron que en experimentos en los que se inyectaba una sustancia que causaba dolor en las patas de ratas y ratones, los resultados parecían variar dependiendo de la presencia de los experimentadores humanos. (De hecho, Mogil y otros en todo el mundo ya estaban sospechando que la simple presencia de experimentadores al
tera la respuesta de los animales experimentales en pruebas preclínicas.) Al analizar con más cuidado los datos, decidieron separarlos según el sexo de los investigadores. El resultado fue sorprendente: ¡los roedores parecían sentir un 36% menos de dolor en presencia de hombres que de mujeres! (medido según una “escala de muecas de dolor” bastante confiable, desarrollada y validada por el mismo equipo de investigadores).

Mogil y su equipo confirmaron que el efecto se presentaba también al dejar junto a los roedores camisetas sucias de estudiantes hombres y mujeres. Definitivamente, las feromonas masculinas alteran la respuesta al dolor de ratas y ratones (el efecto es ligeramente mayor en roedores hembras).

¿Significa eso que habrá que repetir todos los experimentos que se han realizado con ratas y ratones? No necesariamente, pero sí habrá que reanalizar los resultados de algunos, y definitivamente habrá que cambiar la manera como se realizan los estudios en el futuro. Mogil sugiere que el efecto puede anularse simplemente con que el investigador varón permanezca cerca de los animales durante un rato antes de comenzar el experimento, pues la respuesta al estrés disminuye después de un tiempo relativamente breve.

Pero el efecto del sexo en ciencia va más allá: se ha descubierto también que el sexo de los animales, e incluso el de las células in vitro con las que se experimenta, puede influir en los resultados. Algo que nunca se había considerado: normalmente ese dato no se reportaba, y la gran mayoría de los experimentos solían hacerse usando machos (entre otras cosas, para evitar posibles complicaciones debidas al ciclo menstrual de las hembras) o células derivadas de éstos. Lo mismo ocurría con muchas pruebas clínicas en humanos, a pesar de que cada vez es más claro que muchos tratamientos afectan de forma distinta a mujeres y a hombres.

En vista de todo esto, los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de los Estados Unidos están proponiendo desde ya cambios drásticos: además de requerir que se equilibre el uso de animales hembras y machos en los protocolos experimentales, se exhorta a que los artículos reporten el sexo de los experimentadores, y que el diseño de los experimentos tome en cuenta el efecto del estrés olfatorio causado por investigadores varones. Incluso, los NIH planean ofrecer por un tiempo becas complementarias para investigaciones en curso, con el propósito de permitir que se realicen experimentos adicionales con animales del sexo opuesto al de los que se estaban usando, para corregir el recién descubierto sesgo.

¿Quién hubiera pensado que el sexo del investigador pudiera afectar un resultado? ¿Cómo sabemos que no influyen también el clima, el tipo de ropa que se usa o el color de las paredes del laboratorio (para usar ejemplos típicos mencionados en los libros introductorios de filosofía de la ciencia)? El caso de los roedores muestra una vez más que, lejos de observar imparcialmente la realidad y a continuación formular hipótesis para explicarla, los científicos suelen traer ya de antemano una cantidad de suposiciones previas que aplican desde antes de comenzar a recopilar datos (en este caso, qué variables son relevantes y cuáles no para un experimento dado).

Mi colega Javier Flores, en La Jornada, describía ayer martes lo que está ocurriendo como una revolución en la biomedicina (del tipo de las que tan bien describió el filósofo e historiador Thomas Kuhn en su clásico La estructura de las revoluciones científicas). Yo añado que, una vez más, queda claro que en ciencia no estudiamos la realidad objetivamente, sino sólo una parte de ésta que seleccionamos, a nuestro pesar, en gran parte arbitrariamente.

Por eso es tan importante la capacidad de la ciencia para ir corrigiendo sus propios sesgos y errores. Es gracias a ella que la ciencia sigue siendo, sin duda, la herramienta más poderosa con que contamos para estudiar esa realidad y obtener conocimiento confiable sobre ella; conocimiento que siempre puede, no obstante, ser mejorado.

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miércoles, 14 de mayo de 2014

Divulgadores globales

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 14 de mayo  de 2014

Los viajes ilustran. Mi reciente asistencia a la 13a Conferencia Internacional sobre Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología, organizada por la Red PCST (Public Communication of Science and Technology) del 5 al 8 de mayo en Salvador de Bahía, Brasil, me lo confirma.

Quizá parezca raro un congreso internacional de comunicadores de la ciencia. ¡Somos tan pocos en México! Y aun a nivel internacional, sólo unos pocos nombres, como Carl Sagan, Neil DeGrasse Tyson, Richard Dawkins (¡y Beakman!) son realmente famosos.

Pero la verdad es que la divulgación científica, el periodismo científico, el fomento de la apropiación social de la ciencia y otras variantes de lo que se engloba bajo el concepto PCST son actividades tan necesarias y relevantes en cualquier sociedad moderna que la cantidad de comunicadores profesionales de la ciencia en todo el mundo está creciendo (sobre todo en países en vías de desarrollo, porque los desarrollados ya tienen bastantes; basta con ver el tamaño de sus asociaciones de periodistas científicos, museos de ciencia y “science writers”).

Incluso en nuestro país, la relativamente pequeña comunidad de divulgadores científicos va en aumento; se van formando más periodistas capacitados para manejar la fuente científica (aunque muchos, muchos menos de los que serían necesarios), y los institutos de investigación científica poco a poco van abriendo oficinas de prensa dedicadas a divulgar la investigación que ahí se realiza.

Pelourinho, el centro histórico
de Salvador de Bahía
(foto: Martín Bonfil)
De entre el barullo de todo lo que compartimos y discutimos los ¡507 expertos de 49 países! que asistimos a la reunión de Bahía (la delegación mexicana –incluyendo a siete miembros de la Dirección General de Divulgación de la Ciencia de la UNAM, donde laboro– fue, por cierto, la segunda más numerosa, después de la brasileira, y superando a la británica), pude sacar algunas conclusiones:

Uno, que nuestra actividad ha crecido y se ha diversificado a tal nivel que hablar de “comunicación” de la ciencia y la tecnología es ya insuficiente. Más allá de paradigma tradicional del divulgador que explica la ciencia a los no iniciados, o del mero fomento de la cultura científica de la población, el panorama hoy incluye actividades que buscan más bien el diálogo y la discusión de los conceptos, valores y aplicaciones de la ciencia y la tecnología. Y aún más, llegar a la acción: la apropiación de estos temas por los ciudadanos y su participación activa en ellos (desde su participación en la investigación científica misma, como ocurre en los proyectos de “ciencia ciudadana”, hasta su intervención en la forma como se aplica en la práctica la ciencia y la tecnología en su comunidad, y en las decisiones que se toman respecto a ellas).

Salud, transgénicos, tecnología atómica, exploración espacial, cuidado del ambiente, producción agrícola y pesquera… En éstos y muchos temas más urge que el ciudadano se involucre, junto con científicos, comunicadores, políticos e industriales para garantizar el mejor uso de los recursos científicos y técnicos para beneficio de la sociedad.

En segundo lugar, me quedó claro que la gran diversidad de enfoques, estilos, temas y métodos que usamos quienes nos dedicamos a la PCST hace necesario aceptar que ya no podremos ponernos todos de acuerdo; no habrá un modelo único que describa nuestra labor. Tendremos que aprender a convivir, como colegas, en la diversidad y la tolerancia. No todos buscamos lo mismo ni de la misma manera. Pero todos vamos en la misma dirección: poner la ciencia en manos de los ciudadanos (a los que hoy consideramos como tales, ya no como simples “públicos”).

Hubo muchas más cosas que aprendí y conocí y compartí (la gran cantidad de investigación sobre el tema que se está haciendo en todo el mundo, incluyendo a México, por ejemplo; en la reunión se acordó crear una red de estudiantes de posgrado en comunicación de la ciencia), pero el espacio me obliga a dejarlo aquí. Concluyo confirmando que para lograr una comunicación pública de la ciencia más profesional, eficaz y mejor fundamentada, no hay como seguir fomentando su desarrollo académico. Reuniones como ésta son un medio para hacerlo.

[ Nota: Si quiere usted conocer más de lo que se vivió en la Reunión PCST 2014, puede consultar el blog oficial del evento: http://softwarelivre.org/pcstbr/blog]

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miércoles, 7 de mayo de 2014

¿Qué nos hace machos?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 7 de mayo  de 2014

No: no me refiero a esos comportamientos ofensivos y discriminatorios que muchos mexicanos todavía asociamos con la “hombría”, sino a las características biológicas –genéticas, de hecho– que distinguen a los machos y las hembras de una especie.

Vayamos de lo muy sabido a los poco conocido. Para comenzar, son las hembras las que cargan con la mayor parte de la carga reproductiva, al menos en la mayoría de los mamíferos: además de aportar un óvulo, con la mitad de la información genética del futuro bebé, tienen que gestarlo en su interior, darlo a luz y criarlo dándole de mamar. El macho sólo necesita, estrictamente, aportar un espermatozoide que lleva la otra mitad de los genes.

Pero es a nivel genético donde están las verdaderas diferencias. Más específicamente, en los cromosomas: esas madejas de ADN enrollado sobre proteínas que se hallan en el núcleo celular (cuando la célula se va a dividir; el resto del tiempo el ADN cromosómico tiende a estar desenrollado, formando la cromatina, para permitir que la información genética que contiene sea leída).

Los seres humanos tenemos 23 pares de cromosomas (un juego proviene de la madre, otro del padre). Lo que diferencia a hembras de machos es uno de esos pares en específico: los cromosomas sexuales. Los otros 22 (autosomas) son idénticos en hombres y mujeres, pero las hembras tienen dos cromosomas sexuales X (llamados así por su forma), mientras que los machos tenemos sólo uno, acompañado de un cromosoma Y (que, ya se imaginará usted, tiene la forma de esta letra).

Sí: eso que hace que los machos nos enorgullezcamos de serlo, aquello que garantiza nuestra hombría y que, según el estereotipo ancestral, nos distingue de las débiles y necesitadas mujeres, se halla precisamente en nuestro gallardo cromosoma Y.

Y que tales estereotipos son totalmente infundados es obvio, más allá de argumentos de igualdad, capacidad y derechos humanos de las mujeres, con sólo echar un vistazo a dicho cromosoma: a diferencia del X, un cromosoma hecho y derecho, el Y es poco más que un minúsculo muñón, mutilado, empobrecido y más bien miserable: un cromosoma degenerado.

Acortamiento evolutivo
del cromosoma Y
¿Cómo es esto? A pesar de que el genoma humano se descifró desde el 2000 –¡hace casi 15 años!–, el cromosoma Y humano, y de otros animales, ha sido especialmente difícil de analizar debido a que, a pesar de su pequeño tamaño, contiene una gran cantidad de repeticiones que confunden y dificultan su lectura. Pero estudios recientes han permitido comenzar a descifrar la evolución del cromosoma Y. Se descubrió así que originalmente era un cromosoma completo, como el X, pero que a lo largo de millones de años se aisló de su pareja y fue perdiendo más y más genes, hasta conservar casi sólo los que se requieren para determinar que el sexo de un embrión sea masculino (pues la programación “por default” es ser hembra).

Pues bien: el pasado 24 de abril la revista Nature publicó un par de artículos que profundizan en el asunto. Uno, firmado por Daniel Bellot y su equipo, del Instituto of Tecnológico de Massachusetts (MIT), compara los cromosomas Y de siete mamíferos (rata, ratón, toro, mono tití, macaco Rhesus, chimpancé y humano) y un marsupial (el tlacuache o zarigüeya, que como todos los marsupiales, termina de criar a sus pequeños en una bolsa en su vientre) y revela que, luego de la masiva pérdida inicial, unos 36 genes restantes en el cromosoma Y se han mantenido bastante estables en los últimos 78 millones de años.

El otro artículo, del biólogo mexicano Diego Cortez –egresado de la Facultad de Ciencias de la UNAM y actualmente en la Universidad de Lausana, Suiza– y sus colaboradores, describe el uso de una técnica novedosa para estudiar los cromosomas Y de 10 mamíferos, un monotrema (el ornitorrinco, que tiene cinco cromosomas sexuales X y cinco Y) y un ave (la gallina, aunque en aves el cromosoma masculino se llama W). Identificaron así 134 genes conservados –el doble de los conocidos hasta ahora– y descubrieron que los cromosomas Y de mamíferos con placenta, monotremas y aves se originaron independientemente.

El cromosoma Y no es para nada tan espectacular como le gustaría a los machistas. Pero tampoco es insignificante, y tiene su historia. Y sin él, la especie no se podría reproducir. Es un pobre consuelo, pero algo es algo…

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