miércoles, 27 de abril de 2011

El Nobel del diúrex

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 27 de abril de 2011


La ciencia, además de su método experimental y el uso de argumentos lógicos para sostener sus deducciones, se caracteriza por sus instrumentos.

Hay algunos tan característicos, como el microscopio o el tubo de ensayo, que hasta de los científicos de caricatura los usan. En el otro extremo está la big science, con artefactos como el gran colisionador de hadrones (LHC, por sus siglas en inglés), el mayor instrumento científico en la historia de la humanidad, con un costo de unos 9 mil millones de dólares y un diámetro de 26 kilómetros. Pero todos son instrumentos que le permiten a los científicos explorar la naturaleza y buscar en ella regularidades que nos permitan entenderla, predecirla y manipularla.

Gueim y Novoselov
Pero, aunque este aspecto no sea tan conocido, la ciencia es una actividad esencialmente creativa, y parte de esa creatividad se manifiesta en el diseño de nuevos métodos e instrumentos para realizar observaciones o experimentos. El caso del premio Nobel de física del año pasado, otorgado a los físicos rusos Andréy Gueim y Konstantín Novoselov (ambos trabajan en Mánchester) ilustra perfectamente lo anterior.

Ganaron su premio por descubrir un material completamente nuevo, formado únicamente por átomos de carbono: el grafeno. Es el material más delgado del mundo (un átomo de grueso), el más resistente (cien veces más que el acero), el mejor conductor del calor, es prácticamente transparente, pero “tan denso que ni el hidrógeno lo puede atravesar”, y tan buen conductor eléctrico como el cobre (en su interior los electrones se comportan como si no tuvieran masa, y se mueven a mil kilómetros por segundo). Y lo lograron usando sólo diúrex.

Bueno, quizá no únicamente, pero el diúrex fue la herramienta clave que les permitió producir capas “bidimensionales” de átomos de carbono unidos formando hexágonos. Lo consiguieron a partir de una forma común del carbono, el grafito, formado por múltiples capas planas de carbono unidas débilmente entre sí, como un hojaldre molecular. Es precisamente esa estructura la que hace que el grafito de un lápiz sea tan suave que puede “embarrarse” sobre un papel cuando escribimos con él.

Lo que hicieron Gueim y Novoselov fue usar diurex (cinta adhesiva transparente) para “pelar” una sola capa del hojaldre y obtener así el nuevo material, que promete tener aplicaciones sorprendentes en tecnología y computación, como pantallas y celulares flexibles y transparentes. (Claro, luego tuvieron que ingeniárselas para disolver el diúrex en acetona, sedimentar las “hojuelas” de grafeno sobre un chip de silicio y poderlas observar y estudiar usando microscopios y otros instrumentos sofisticados.)

Ya veremos si las promesas del grafeno se cumplen. El hecho es que la creatividad y pensamiento juguetón de los científicos (Gueim había ya ganado un premio Ig Nobel, que se otorgan a las investigaciones más ridículas, por hacer levitar una rana viva usando imanes superconductores) siempre pueden provocar nuevos descubrimientos, usando los instrumentos más inesperados.


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miércoles, 20 de abril de 2011

Irracionalidad

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 20 de abril de 2011


En los últimos años se ha puesto de moda denigrar la racionalidad, como si fuera un defecto, o algo peligroso o dañino, y no la herramienta más valiosa que tiene nuestra especie para sobrevivir y para trascender su naturaleza biológica y acceder al mundo de lo cultural.

Lo malo es que la moda tiene pegue. Mientras Héctor Aguilar Camín comentaba ayer en estas páginas cómo Tomás de Aquino (siglo XIII) valoraba tanto la razón que buscó usarla para probar la existencia de su dios, hoy es cotidiano ver en las noticias ejemplos de argumentos irracionales, ya sea por maña o simplemente por tontería.

(Milenio Diario, 18 de abril)
Ejemplos recientes: los reclamos tanto a meteorólogos como al Gobierno del DF por las inundaciones debidas a la lluvia torrencial y granizada del pasado sábado. La predicción del clima nunca ha pretendido ser una ciencia exacta, lo cual no la invalida ni la hace responsable de eventos naturales imprevistos; y aunque la falta de previsión de las autoridades puede haber empeorado los efectos de la tormenta, una precipitación anómala de la magnitud de la del sábado es simplemente imposible de vaticinar.

Otro: la Fernández Noroña del PAN, Mariana Gómez del Campo (con disculpas al Dip. Fernández Noroña) buscando responsabilizar al Gobierno del DF por el terrible accidente del Metrobús del domingo pasado, causado, hoy se sabe, por un error humano del conductor (y por tanto, impredecible). Al diablo la lógica, con tal de golpear al adversario y ganar el futuro hueso (el estilo actual de los políticos de todos los partidos, como atinadamente criticaba ayer en Milenio Diario León Krauze). Otro más: una revista seria publica como cierta la tontería de que Estados Unidos cuenta con un arma capaz de causar terremotos y tormentas… (aunque la misma revista suele publicar investigaciones serias, como ésta sobre el riesgo que amenaza a la divulgación científica en la UNAM). Y así podemos seguir.

Hace unos días, compartí en Twitter (@martinbonfil65) una reflexión simple respecto al combate armado al narcotráfico. Se basa en una premisa sencilla: el consumo y venta de drogas se combaten porque causan muertes, directa o indirectamente (además de otros daños sociales y a la salud). Por tanto, tuiteé, “si el número de muertos que se estima que hubiera causado el consumo de drogas es menor que el número (real) de muertos causados por la guerra contra las drogas (me rehúso a caer en jueguito de no nombrarla como lo que es, una guerra), lo racional sería detenerla”.

Mi tuit causó interés, y recibí diversas opiniones, tanto a favor como en contra. Pero creo mi ingenua y simplista propuesta –que no busca más provocar la discusión constructiva– ilustra, en esencia, lo que la visión racional –y recordemos que el método científico es sólo un refinamiento del pensamiento racional– ofrece: discutir y solucionar problemas con base en datos confiables, y por medio de razonamientos basados en la lógica. Por desgracia, pedir a los políticos que actúen con estos criterios es, cuando menos, utópico, si no francamente irracional.


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miércoles, 13 de abril de 2011

Noticias...

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 13 de abril de 2011



¿Cuál de las dos noticias siguientes, querido lector o lectora, le parece más atractiva? ¿Cuál despierta en su corazón más curiosidad, más ansia de saber? Conteste con sinceridad: 1) “Cuenta la Universidad con el mayor banco de moscas para la ciencia”, o 2) “El FBI confirma la recuperación de 3 ovnis y nueve extraterrestres en 1950”.

Ya se estará usted imaginando que la segunda noticia es, por decir lo menos, poco confiable. Pero es cierto: recientemente la Agencia Federal de Investigaciones estadounidense (FBI) puso a disposición del público, a través de un portal llamado “Vault” (bóveda), una serie de documentos relacionados, entre muchísimos otros temas, con el llamado “fenómeno ovni”. Entre ellos varios que muestran que, en efecto, el FBI registró o investigó algunos casos de avistamientos o choques de supuestos “platillos voladores”.

Por supuesto, los fanáticos de los platillos voladores están deleitados, y se han apresurado a difundir como “pruebas” los documentos del FBI, afirmando incluso que éstos estaban antes “clasificados” (como secretos).

El memorándum Hottel
Nada más lejos de la verdad. Uno de los documentos más citados, el famoso “memorándum Hottel”, nunca fue secreto, y además su contenido es falso. Supuestamente, revela que a finales de los 40 se hallaron 3 platillos voladores que se estrellaron en Estados Unidos y que contenían cadáveres de extraterrestres. (“Eran descritos como de forma circular, con centros abombados de 50 pies de diámetro. Cada uno estaba ocupado por tres cuerpos de forma humana, pero de sólo tres pies de alto. Los individuos vestían ropa metálica de una textura muy fina. Cada cuerpo estaba vendado como los pilotos de pruebas.”)

El memorándum, lejos de dar por buena la historia, se limitaba a reportar lo dicho a un investigador del FBI, Guy Hottel, por un informante, quien a su vez lo había leído en un periódico, el cual reportaba lo dicho por Rudy Fick, un vendedor de carros usados, que lo había oído de dos tipos apellidados Van Horn y Murphy, que decían haberlo oído de alguien llamado Coulter, quien lo oyó de un tal Silas Newton.

Resultó que Van Horn y Murphy se dedicaban a vender varitas de rabdomancia (supuestamente para hallar agua; charlatanería pura), e inventaron la historia del ovni estrellado para vender mejor su mercancía (“basada en tecnología extraterrestre”).

Puede que hace 60 años esta historia pudiera ser creíble; lo asombroso es que todavía hoy siga siendo tomada en serio como “prueba” por los medios de comunicación –aunque tengo que reconocer que en México pocos medios la tomaron en serio, sólo Excélsior (“De otro planeta: revela el FBI archivos sobre extraterrestres”, 11 de abril) y Publimetro (“El FBI reportó extraterrestres en 1957”, 10 de abril)… ¡Hay esperanza!

En cambio, la noticia del banco de moscas de la fruta (Drosophila melanogaster) que posee el Instituto de Neurobiología de la UNAM, en Morelos, y que es una invaluable herramienta de investigación biomédica, resulta mucho menos “sexy” para los medios… pero es, además de cierta, mucho más importante. (Como dijera Carl Sagan en su indispensable libro El mundo y sus demonios: “La seudociencia es más fácil de presentar al público que la ciencia”. )

El dilema del periodista científico es hallar el balance entre lo atractivo y lo importante, sin dejar de lado el rigor científico. Todavía sigue siendo un reto difícil de lograr, en México y en el mundo.


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miércoles, 6 de abril de 2011

Tetas, mentiras y Greenpeace

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 6 de abril de 2011


Yo no sé si sea cierto que, como se anunció en las noticias hace dos semanas, una serpiente mordió el pecho de una modelo israelí de nombre Orit Fox y luego murió de intoxicación por silicón.

Pero sí sé que otra historia de tetas, que “mirar diez minutos a los pechos de una mujer puede alargar la vida de los hombres cinco años”, es patentemente falsa. Este descubrimiento de la gerontóloga alemana Karen Weatherby supuestamente fue publicado en la revista especializada New England Journal of Medicine, y la nota también circuló ampliamente hace poco (aunque en realidad es una historia muy vieja).

Y sé que es falsa no sólo porque suena absurda (después de todo, también hay por ahí mala ciencia, hecha por científicos medio chiflados o de plano mediocres), sino porque mi querido amigo y colega periodista científico Pere Estupinyà se tomó la molestia de verificar los hechos: no existe tal estudio, y nunca se publicó en esa revista (sí existen varias Karen Weatherbys, pero ninguna es gerontóloga). Su empeño, por cierto, lo llevó a aparecer en las páginas de la prestigiadísma revista científica Interviú.

Y es que una de las características fundamentales de la ciencia –probablemente, LA característica fundamental de la ciencia– es que se basa en evidencia (según el diccionario de la Real Academia, “prueba determinante en un proceso”). Es decir, en datos confiables, comprobables y comprobados. Si bien los filósofos de la ciencia discuten ampliamente el laberíntico y complejo proceso por el se construye socialmente nuestra confianza en dichos datos, el hecho indiscutible es que sin datos duros no hay ciencia posible. Y lo mismo ocurre con el periodismo científico: no basta con que alguien importante diga algo; hay que tener evidencia que sustente su dicho.

Por eso me molesta la campaña que la organización ambientalista internacional Greenpeace ha estado promoviendo en radio, con mensajes que afirman algo así como: “muchos alimentos contienen cultivos transgénicos implican [nótese el verbo ambiguo] un riesgo para tu salud”. Y es que, sencillamente, eso es falso.

Cierto, hay preocupación sobre los posibles efectos que la modificación genética de vegetales comestibles pudiera tener en la salud de sus consumidores. Pero hasta ahora, más allá de ciertas alergias (riesgo que existe con cualquier vegetal) toda la evidencia indica que no existen tales daños.

Pese a ello, en su página web Greenpeace insiste en que “Nadie garantiza que el consumo de alimentos transgénicos sea seguro para la salud de los consumidores en el mediano y largo plazos”, que “a la fecha no existe una evidencia de que son saludables para los seres humanos”. Cierto, pero decirlo así implica que los riesgos existen hasta que no se demuestre lo contrario. Bueno: hasta el momento ningún estudio ha hallado efectos dañinos, a pesar de que han sido consumidos por millones de personas durante más de 15 años. La información de Greenpeace, repetida acríticamente por muchísimos medios, es por lo menos muy tendenciosa.

El verdadero –y muy real– peligro de los cultivos transgénicos es la contaminación genética que pueden causar a los cultivos nativos, y las condiciones criminalmente injustas que algunas compañías biotecnológicas imponen a los agricultores que los usan.

En todo caso, y como pide Greenpeace, valdría la pena que todo producto transgénico sea etiquetado para que sea el ciudadano quien decida si lo consume. Pero de ahí a propagar versiones tramposas que satanizan a estos cultivos –una opción válida para combatir el problema del hambre– como “dañinos para la salud”, hay mucho trecho. El mismo que separa los efectos “saludables” de mirar pechos femeninos, por más que nos guste la versión, del verdadero conocimiento científico.


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