Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de enero de 2017
Publicado en Milenio Diario, 29 de enero de 2017
La llegada al poder de Donald Trump como presidente del país más rico y poderoso del mundo, aparte de ser una realidad –una terrible realidad, que muchos en el mundo seguimos percibiendo como una espantosa realidad alterna de pesadilla, a la que tardaremos en adaptarnos–, es un símbolo.
Un símbolo de la crisis de la democracia como forma de gobierno que aspira a ser justa y representativa. Un símbolo de la nueva era que vivimos, dominada por la comunicación a través de internet y las redes sociales virtuales, que posibilitan un nivel de difusión de información –y desinformación–, así como de discusión y cooperación, pero también de agresión y manipulación, nunca antes vistos en la historia de la humanidad. Un símbolo de lo que pasa cuando una democracia es sustituida por el poder de las redes sociales, haciendo posible que un presidente de los Estados Unidos gobierne mediante tuits. Y un símbolo, finalmente, de cómo en una era así, la política, el arte de gobernar, manejada por especialistas formados para ello, es sustituida por la negociación (no en balde el libro de Trump se llama, parodiando al clásico de Sun Tzu, El arte de la negociación). Hoy, en vez de gobernantes, gobiernan negociantes; personajes de reality show, de revistas de sociales.
A una semana del comienzo de la era Trump, todavía es pronto para saber si la ola de medidas extremas y agresivas que como presidente ha tomado van a ser representativas de su gobierno, o sólo un desplante para mostrar que está dispuesto a cumplir sus locas promesas de campaña (ni siquiera sabemos aún si realmente tendrá posibilidad de cumplirlas, pues muchas de ellas tienen que ser aprobadas por el Congreso). Pero, dados los antecedentes, lo más sensato es pensar y actuar como si fuera a cumplirlas.
Y en medio de la ola de desastrosas medidas económicas, políticas y policiales que Trump está desatando, hay algo que es, si no más grave, sí igual de alarmante: el ataque que está llevando a cabo contra las instituciones científicas y contra la idea misma de ciencia.
Ya desde su campaña se sabía que Trump es un negacionista del cambio climático, que se resiste a admitir la evidencia que demuestra, ya sin margen de duda razonable, que la liberación de gases de efecto invernadero de origen humano a la atmósfera está alterando el clima de manera irreversible y catastrófica. También había mostrado que cree en las teorías de conspiración que relacionan las vacunas con el autismo, por más que hayan sido totalmente refutadas.
Pero en los pocos días que lleva gobernando ha nombrado a personas que comparten éstas y otras peligrosas creencias anticientíficas en puestos clave como la Agencia de Protección Ambiental (EPA), el Departamento de Energía (DOE) o como secretarios de Estado. Y ha tomado medidas como eliminar la página de cambio climático de la Casa Blanca e imponer una veda (cuya duración se desconoce) a la difusión de información científica generada con fondos federales en el Departamento de Agricultura de Estados Unidos (USDA) y la propia EPA. Asimismo, ha amenazado con someter a revisión por parte de políticos del gobierno –además de las revisión por pares científicos– cualquier información proveniente de la EPA, antes de aprobar su publicación.
Probablemente habrá un periodo de ajuste, de tira y afloja, en el que irá quedando claro en qué casos se trata sólo de ajustes burocráticos para controlar la información que circula en las cuentas oficiales y páginas web, cuándo se trata de intentos reales de censura, y si éstos se sostienen o se echan atrás (la administración de Trump ya salió a aclarar que se trataba de “malentendidos” en algunos casos). Mientras tanto, empleados federales de la NASA, el Servicio Nacional de Parques (NPS), la EPA, el USDA y otras dependencias federales relacionadas con la ciencia, la salud y el ambiente han abierto cuentas de Twitter “alternativas”, de resistencia, para seguir difundiendo información confiable relacionada con el cambio climático y otros temas que la administración Trump preferiría silenciar, y para protestar contra estas medidas exageradas de control.
Al mismo tiempo, la comunidad científica estadounidense está comenzando a organizar una gran marcha –siguiendo el ejemplo de la marcha de las mujeres– para demostrar su desacuerdo con este sesgo anticientífico. Incluso se comienza a hablar de lanzar a científicos como candidatos al Congreso y otros puestos de elección (que los científicos lleguen a pensar en convertirse en políticos habla de lo grave que pinta la situación).
La ciencia se basa en la obtención de datos, su análisis y la generación de hipótesis para explicarlos, y la contrastación de sus conclusiones con nuevos datos, en un proceso continuo. Y requiere de la discusión libre, abierta y crítica. En ciencia sólo los datos y la argumentación racional cuentan. Por supuesto, como en cualquier actividad humana, es inevitable que haya sesgos, conflictos de interés, corrupción, deshonestidad y errores. Pero no existe ningún otro campo de actividad humana donde se haya logrado imponer, para minimizar estos problemas, controles de calidad de un nivel comparable a los que existen en ciencia. Los científicos hacen todos los esfuerzos posibles para no engañarse, pues saben que la esencia misma de su labor depende la confiabilidad de sus datos.
La lógica de Trump, y de los conservadores de derecha, que viven en los tiempos de la “posverdad” donde lo que importa no son los hechos, sino la coincidencia de éstos con mis creencias previas, y donde se habla de “hechos alternativos” (como dijera la vocera de Trump Kellyanne Conway), es totalmente contraria al pensamiento científico. La administración Trump hoy habla de “ciencia liberal”, a la que descalifica, como si la ciencia dependiera de las ideologías políticas.
La erosión del sistema científico estadounidense, que tendría repercusiones a nivel global, y que dificultaría aún más enfrentar la crisis de desinformación anticientífica que padece el mundo –con gente que niega la utilidad de las vacunas, la existencia del VIH o la realidad y los riesgos del cambio climático– podría ser uno de los más grandes daños que dejará la presidencia de Donald Trump. El mundo necesita más ciencia, y más confianza en ella, para aplicarla a resolver los problemas que nos agobian. Atacarla y socavarla es suicida.
Ojalá se pueda hacer algo para evitarlo.
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