miércoles, 24 de septiembre de 2014

Ciencia y no ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 24 de septiembre  de 2014

Cuando se habla de ciencia, uno de los temas más polémicos es cómo distinguir al producto auténtico de sus versiones “pirata”, sus imitaciones fraudulentas.

La búsqueda de este “criterio de demarcación” ha sido larga y, si no infructuosa, porque mucho se ha avanzado en aclarar los atributos que caracterizan a la ciencia –la manera más exitosa que ha desarrollado el ser humano para obtener conocimiento confiable y aplicable sobre el mundo natural–, sí un tanto frustrante: seguimos sin hallar el deseado criterio infalible.

El filósofo austriaco Karl Popper (1902-1994) llegó a proponer que toda hipótesis científica, a diferencia de las seudocientíficas, debía ser “falsable”: tenía que estar claro qué experimento u observación, de dar un resultado opuesto al predicho por la teoría, implicaría su refutación. Las teorías científicas, en la visión de Popper, avanzan así por un proceso darwiniano de “conjeturas y refutaciones”: las que logran, conforme se acumula nueva evidencia, seguir explicando adecuadamente la realidad, sobreviven; las que fallan, se extinguen y son sustituidas por otras mejores (o, al menos, más adecuadas para explicar los datos disponibles que las anteriores). En cambio, las seudociencias siempre pueden ofrecer alguna explicación improvisada, alguna excusa, para justificar sus fallos y seguir pretendiendo ser válidas. Y por lo mismo, nunca cambian ni avanzan.

En un mundo ideal, debería estar claro que cosas como la física relativista, la química orgánica o la biología evolucionista son ciencias, mientras que, a pesar de sus pretensiones científicas, la astrología o la creencia en platillos voladores tripulados por extraterrestres anoréxicos son sólo charlatanerías.

En consecuencia, debería ser sencillo impedir que las ideas seudocientíficas fueran presentadas al público como ciencias, e incluso, cuando pueden ser dañinas (para la salud, por ejemplo), combatir su difusión.

Sin embargo, en la vida real las cosas son más complicadas. Los negacionistas del sida, los adivinos, los que venden fraudulentos “remedios milagro”, los confundidos que creen haber descubierto teorías de “gravedad repulsiva” que refutan a Einstein, los creacionistas que niegan la evolución… todos ellos siguen propagando sus ideas a un público de seguidores mal informados y siempre ansiosos de conocer “verdades ocultas”.

No cabe duda: la lucha contra las seudociencias no termina nunca. El que no se pueda marcar con total nitidez la frontera que separa a las ciencias de la charlatanería no quiere decir que tenga el mismo valor el conocimiento obtenido con base en evidencia y sometido a prueba que las simples fantasías producto de mentes confusas y ávidas de ver cumplidas sus fantasías.

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miércoles, 17 de septiembre de 2014

El pez que camina

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de septiembre  de 2014

Es un lugar común, cuando se habla de evolución, mencionar cómo los peces “desarrollaron patas para salir del agua”. Incluso, el famoso “Darwin fish”, un pez similar al usado como símbolo del catolicismo, pero con patas, se ha convertido en un ícono de la lucha del darwinismo contra el creacionismo (que, como se sabe, es la creencia de que los seres vivos no son producto de la evolución, sino de la creación divina… o, en la nueva versión seudocientífica conocida como “diseño inteligente”, por “una inteligencia superior”).

Una confusión muy frecuente sobre la evolución es creer que ésta se presenta durante la vida de un individuo; que uno puede “evolucionar”. (No ayuda que en el cine y la TV aparezcan ejemplos de este tipo de “evolución”, como las Tortugas Ninja o los Pokemones.) En realidad, la evolución es un proceso que sólo ocurre en poblaciones. A lo largo de las generaciones, como res
ultado de las presiones que impone el ambiente, ciertos genes van predominando –presentándose con más frecuencia– en la población (debido a que los individuos que los presentan pueden prosperar mejor en dicho ambiente, y pueden heredarlos a su descendencia). Es este cambio en las frecuencias de los genes en una población lo que llamamos “evolución”.

Un interesante experimento reciente explora la relación entre evolución y cambios en un individuo.

Quizá haya usted escuchado a finales de agosto pasado la noticia (publicada en la revista Nature y difundida en muchos medios) de que se había “enseñado a caminar a un pez”. Y en efecto: Emily Standen y sus colegas, de las universidades de Ottawa y McGill, en Canadá, criaron en condiciones muy especiales a 111 ejemplares de un pez de tipo primitivo llamado Polypterus senegalus (o pez dragón africano; curiosamente, en inglés se le llama bichir, y también se le conoce como “anguila dinosaurio” –aunque no es una anguila– por su piel acorazada).

Este pez es capaz de salir de vez en cuando del agua y caminar torpemente con sus aletas, ayudándose del contoneo de su largo cuerpo. Además presenta, aparte de agallas, unos pulmones rudimentarios. Esto le permite buscar comida en los alrededores de los ríos que habita.

Aunque no está relacionado con el tipo de peces que se piensa fueron, hace 400 millones de años, los ancestros de los tetrápodos (los animales de cuatro miembros, como anfibios, reptiles, aves y mamíferos, incluyendo a la especie humana), Standen y sus colegas pensaron que sería interesante experimentar con la capacidad del Polypterus para caminar. Para ello, criaron a sus peces en acuarios sin agua, sobre un fondo rocoso (con un rocío constante de agua para que no se deshidrataran), durante ocho meses.

Al examinarlos, hallaron que no sólo habían aprendido a caminar de manera mucho más eficaz que sus congéneres acuáticos, apoyando mejor sus aletas, contoneando menos el cuerpo y gastando menos energía; en general caminando con más gracia. Además habían sufrido cambios anatómicos: al examinar sus huesos hallaron que la articulación del hombro se había vuelto más flexible, permitiéndoles mover las aletas más libremente, mientras que sus clavículas se habían vuelto más gruesas, para soportar mejor el peso del animal fuera del agua. Estos cambios son similares a los que se hallan en los fósiles de peces que sí son antecesores de los animales terrestres, como el famoso Tiktaalik.



¿Se trata entonces de evolución tipo Pokemón? No: los cambios no se heredarían a su descendencia. Lo que se observa es más bien la llamada plasticidad del desarrollo (o plasticidad fenotípica): la anatomía de los organismos se desarrolla de formas distintas en respuesta a las condiciones del medio. Es por eso que los músculos de un fisicoculturista pueden agrandarse tanto, mientras que el pie de una antigua dama china, luego de estar vendado toda su vida, queda atrofiado.

Lo que muestra el experimento es que en los genes y los cuerpos de distintos tipos de peces existía ya el potencial de adaptarse al medio terrestre, incluso más allá de lo que se pensaba. Una vez abierta esta puerta, la selección natural puede encargarse de favorecer a los ejemplares cuya plasticidad les permita adaptarse mejor. Luego de un –largo– tiempo, el genoma de la población en general reflejará estos cambios.

Los genes determinan lo que somos: pero además de sufrir mutaciones, que son la materia prima de la evolución, pueden también encenderse o apagarse, o ser regulados por otros genes en respuesta a condiciones ambientales (entre otros mecanismos que regulan su expresión). Esta plasticidad, como puede verse, permite que la selección natural tenga más opciones de dónde escoger en el surgimiento de nuevas especies.


Nota del 19/sep/14: Gracias a Miquel Nadal Palazón por señalarme que no eran las geishas japonesas, sino las mujeres chinas, las que eran sometidas a la horrible tradición de vendar el pie para deformarlo hasta lograr los "pies de loto".

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miércoles, 10 de septiembre de 2014

La falacia del especialista

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 10 de septiembre  de 2014

La divulgación científica es la labor de compartir la cultura científica con un público voluntario y no especialista.

La ciencia en su forma bruta, como es producida por investigadores científicos y publicada en revistas especializadas, luego de un riguroso arbitraje por colegas, es virtualmente inaccesible a quien no sea experto. No sólo por el lenguaje ultraespecializado que utiliza, sino por la cantidad de conocimiento previo que resulta indispensable para comprenderla.

Es por eso que se necesita otro profesional, el divulgador científico –más un generalista que un especialista– que la pueda comunicar en el lenguaje adecuado y con la forma y el contexto necesarios para hacerla accesible, además de atractiva, para el gran público.

Pero este proceso requiere sacrificios. La ciencia divulgada es siempre distinta –no necesariamente de menor calidad o más pobre, sino distinta– de la ciencia académica del especialista. Cuando el investigador se enfrenta a un texto de divulgación científica (o un programa de radio o TV, o una exposición en un museo...) es frecuente que encuentre que se presenta algún concepto científico en forma esencialmente correcta, pero quizá incompleta. Porque falta parte de la historia, del detalle; probablemente por razones de espacio, por no sobrecargar al lector con conceptos complejos, abstractos y detallados en un texto que como primer requisito aspira a ser atractivo. El especialista no hallará la información con la precisión, detalle, rigor y lenguaje al que está acostumbrado. Y con frecuencia su reacción, entonces, es brincar a la conclusión de que esto se debe a la ignorancia del divulgador. Procede entonces a indignarse porque se está “distorsionando” el contenido científico, o incluso llega a lanzar la acusación de que se está “mintiendo”.

Pero cuando uno profundiza un poco en las características y necesidades de la labor de comunicación pública de la ciencia se da cuenta de que un texto de divulgación inevitablemente tendrá menos rigor científico que los textos de especialistas… porque no va dirigida a especialistas. Cuando un experto lee el texto, normalmente lo hace como experto, sin ponerse en los zapatos del verdadero público de la divulgación: el público no científico. Su queja y su crítica son, entonces, improcedentes.

El divulgador científico no trabaja para los especialistas, sino para el público que lo lee. Y si bien no es válido comunicar conceptos erróneos o cometer errores, el criterio para definir qué es “erróneo” debe basarse en las necesidades de ese público. Al especialista siempre le parecerá insuficiente la información que el divulgador incluya en su texto. Siempre le parecerá que falta rigor, que se necesita más detalle, que no se está mostrando el panorama total del tema, que se está usando un lenguaje poco preciso. Pero calificar tajantemente eso de “erróneo” es una falacia, porque se está juzgando el trabajo de divulgación con un criterio no adecuado: el del especialista, no el del comunicador.

No presentar la versión completa de un tema científico, resumir, simplificar, usar metáforas y comparaciones, seleccionar una parte de la información dejando fuera otra y hablar sólo de lo que es importante para los fines del divulgador (poner la ciencia al alcance del público), o de lo que se puede comunicar dadas las limitaciones de espacio o de conocimiento previo en el público –entre otras circunstancias– no es presentar “un concepto equivocado”. Es, en todo caso, presentar un concepto parcial, que es muy distinto.

La falacia del especialista es dañina. Lleva, en última instancia, a la falsa dicotomía entre comunicar la ciencia con un rigor total o mejor no comunicarla. Es también una falacia difícil de evitar. Pero no hacerlo lleva a juicios incorrectos. Y esto, al final, nos perjudica a todos: a los divulgadores, que somos juzgados injustamente; a los investigadores, que persisten en no entender en qué consiste y qué busca la divulgación, y principalmente, que es lo que más importa, al público.

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miércoles, 3 de septiembre de 2014

¿Ciencia o religión?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de septiembre  de 2014

Un adulto le arroja una pelotita a un niño de 3 años y éste la atrapa sin mayor esfuerzo. Un mono ve una rama demasiado delgada y duda en saltar a ella desde un árbol cercano.

Ambos son animales capaces de predecir, limitadamente, el futuro. El niño proyecta la trayectoria que seguirá la pelota, cálculo que formalmente requeriría ecuaciones newtonianas, pero que él puede hacer instintivamente. El monito estima la resistencia de la rama y decide si soportará su peso. Ambos ajustan su conducta para obtener el resultado deseado y evitar contratiempos.

Su capacidad de predecir es adaptativa; favorece su supervivencia. Procesan información, basándose en datos de sus sentidos y en experiencias previas, y generan hipótesis sobre lo que ocurrirá. Pueden o no acertar. Pueden también modificarlas para hacer mejores predicciones la próxima vez.

Pero Robert N. McCauley, filósofo de la ciencia de la Universidad de Emory, en Georgia, Estados Unidos, no está de acuerdo. En su más reciente libro, Why religion is natural and science is not (“Por qué la religión es natural y la ciencia no”) afirma que “el pensamiento científico moderno es radicalmente no natural”.

Aunque no he leído el libro, a partir de reseñas y entrevistas puedo colegir que su argumento es que la forma religiosa de pensar, basada en lo que él llama “cognición natural”, automática y muchas veces no consciente, es mucho más espontánea que la científica, que requiere un lenguaje, hábitos de pensamiento y metodologías muy poco “naturales”. Tanto, que tienen que aprenderse a través de años de entrenamiento. Y mientras que la ciencia ofrece muchas veces explicaciones antiintuitivas, que van contra lo que esperaríamos naturalmente, la religión –al menos la religión “popular”, que McCauley cuidadosamente distingue de la compleja teología– produce explicaciones que aceptamos fácilmente.

Ya muchos pensadores se han ocupado de la relación entre ciencia y religión. Algunos, como el famoso biólogo estadounidense Stephen Jay Gould, piensan que son formas esencialmente compatibles de pensar, pues cada una se ocupa de temas distintos (o “magisterios separados”, como él los llama): la ciencia, de la naturaleza; la religión, de la espiritualidad y los temas morales. Otros, a los que me sumo, pensamos lo contrario: temas como despenalización del aborto, eutanasia, investigación con células madre embrionarias, derechos de mujeres y minorías sexuales, y muchos otros, dejan claro que la oposición entre los puntos de vista científico y religioso llega a ser radical y absoluta. No hay acuerdo posible.

McCauley considera que la forma que tiene la religión de explicar las cosas, atribuyéndolas a causas divinas, es más sencilla y natural que la forma científica, que exige pruebas antes de atribuir un efecto a una causa determinada, y que excluye, por sistema, las causas sobrenaturales.

Sin embargo, muchos otros filósofos y pensadores han propuesto que la ciencia no es más que un refinamiento del sentido común. Una manera de interpretar de modo cada vez más confiable los datos que recibimos sobre el mundo. Incluso se ha planteado que el desarrollo del pensamiento científico es el paso más reciente de un proceso evolutivo que comenzó con los receptores membranales de las bacterias, pasando por los sentidos animales y la capacidad de modelar comportamientos presente en mamíferos y humanos. Algo completamente natural.

Pero aunque podría pensarse que McCauley critica a la ciencia, también parece preocuparse por ella. Siendo, como dice, tan poco natural, resulta frágil, y puede deteriorarse, al grado de poder extinguirse. Como explica en una entrevista, “[La ciencia] necesita ser practicada en muchos distintos lugares por montones de personas distintas, ser apoyada por enormes instituciones de investigación, por sociedades y revistas profesionales, y por todos los demás procesos que respaldan a esta creación social. Todo esto es extremadamente complejo y extremadamente caro. Así que mantener a la ciencia es una propuesta muy, muy costosa para el ser humano.”

¿Qué manera de entender el mundo es más útil, la religiosa o la científica? McCauley sugiere que la primera es más natural, no necesariamente “mejor”. Y que precisamente por eso, si valoramos a la segunda, tendríamos que cuidarla. De otro modo, podríamos perderla. Basta con ver lo que pasa en los países regidos por totalitarismos religiosos.

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