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lunes, 6 de agosto de 2018

Escutoides, o el día que los biólogos sorprendieron a los físicos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de agosto de 2018

La estructura de
un par de  escutoides
En todos lados hay jerarquías, justificadas o no. Hasta en las ciencias. Por eso los físicos tienden a sentirse superiores a los biólogos (y a los químicos), y los matemáticos a todos ellos.

Abundan los aspectos de la biología que son explicados y hasta predichos gracias a principios físicos (el grosor de las patas de elefantes y dinosaurios, digamos, comparado con las de los insectos) o matemáticos (por qué las conchas de los caracoles forman precisamente esas espirales y no otras).

Pero el pasado 27 de julio se publicaron los resultados de una investigación que descubrió, a partir de la biología, nada menos que una nueva forma geométrica, un sólido tridimensional nunca antes conocido, que resulta vital para entender el desarrollo de los seres vivos, y les da algo nuevo que estudiar a matemáticos y físicos.

En un simpático artículo en el diario El País Clara Grima, matemática de la Universidad de Sevilla y una de las investigadoras que participaron en el descubrimiento, cuenta con mucha gracia la historia.

Resulta que sus colegas Luis Manuel Escudero y Alberto Márquez, junto con ella misma, estaban tratando de explicar qué forma tienen las células que conforman uno de los tejidos más comunes en los animales, el epitelial. Los epitelios son los tejidos que recubren todas las superficies de nuestro cuerpo, incluyendo no sólo la piel sino las mucosas en la superficie de las cavidades del cuerpo (boca, intestino…) y nuestros órganos internos.

El esquema clásico de libro de texto
que muestra las células epiteliales
como prismas y pirámides
(Fuente: Nature communications)
Los epitelios están formados por una o varias capas de células paralelas que están unidas estrechamente. Por ello, se suponía –y así aparece hoy en todos los libros de texto– que estas células tenían forma de prismas, en epitelios planos, o de pirámides truncadas, en epitelios curvos, con bases pentagonales o hexagonales. Algo semejante a los prismas basálticos que existen en San Miguel Regla, en el Estado de Hidalgo.



Células epiteliales con
forma de escutoide,
que muestran cómo las
caras que están en contacto
varían entre la superficie
superior e inferior
Pero tanto las observaciones como los modelos en computadora de los investigadores indicaban que si las células tuvieran estas formas sencillas, no podrían formar tejidos compactos y flexibles sin dejar espacios. Es más, sus modelos predecían que las células deberían tener una forma extraña, en la que la base de un prisma podía ser hexagonal por abajo y pentagonal por arriba. Cuando examinaron con más cuidado sus tejidos (de glándulas salivales de mosca), descubrieron que, efectivamente, las células de los epitelios curvados adoptaban esa forma.

El escutelo del escarabajo
Protaetia speciosa
Intrigados, contactaron con matemáticos para preguntarles cómo se llamaba esa figura, y descubrieron que no tenía nombre. Así que, como homenaje a Escudero, decidieron llamarla “escutoide” (aunque luego justificaron el nombre aludiendo a que la forma recuerda al “scutum” –escudo– que aparece en la caparazón de ciertos escarabajos). Al final en la investigación, publicada en la revista Nature Communications y titulada “Escutoides: una solución geométrica al empaquetamiento tridimensional de los epitelios”, participaron 16 autores: además de los investigadores de la Universidad de Sevilla, incluyó a colegas ingleses y estadounidenses, entre los que había biólogos moleculares, matemáticos, físicos y especialistas en ingeniería biomolecular.

Entonces, ¿qué forma tiene un escutoide? Pues es un prisma o pirámide truncada una de cuyas bases es hexagonal y la otra pentagonal, por lo que obligadamente una de sus aristas tiene la forma de una letra Y. (Mucha gente dice que parecen unos saleros de diseñador… seguramente pronto habrá quien los saque a la venta.)

¿Por qué necesitan las células adoptar formas tan complejas? Es un asunto de biología, física y matemáticas. El cuerpo animal se desarrolla a partir de una sola célula, el óvulo fecundado, que se va multiplicando y luego forma capas que darán origen a los distintos tejidos y órganos del cuerpo. Uno tiende a imaginar a las células como simples bolsitas más o menos esféricas llenas de citoplasma. En realidad, conforme las células de un epitelio crecen, van ocupando más espacio pero están limitadas por sus vecinas. Por eso, el escutoide es la forma geométrica que les permite ocupar de manera más eficiente todo el espacio disponible sin dejar huecos –requisito indispensable para que el epitelio pueda cumplir su función de barrera– y al mismo tiempo poder formar tejidos curvos y flexibles (cosa que no sería posible sólo con prismas o pirámides truncadas, y menos con esferitas).

En última instancia, se trata de un problema de física: el escutoide es la forma que reduce al mínimo la superficie celular y por tanto la energía que necesitan las células para formar el epitelio. (Algo similar sucede, por ejemplo, con las burbujas: la forma de mínima energía para una burbuja aislada es una esfera, pero muchas burbujas adheridas una con otra, como ocurre en la espuma, adoptarán formas tipo escutoide.)

El descubrimiento de los escutoides dista de ser sólo una curiosidad: su estudio permitirá entender mucho más detalladamente el desarrollo de los tejidos durante el crecimiento de los seres vivos, y quizá desarrollar métodos de análisis para detectar, por ejemplo, crecimientos anormales. Además, podría ser útil en la naciente tecnología de cultivo de tejidos y órganos. Y podría tener aplicaciones fuera de la biología, por ejemplo en la ingeniería y el diseño, para proyectar materiales, edificios o empaques más resistentes y eficientes. Y, en matemáticas, quizá para abrir nuevas líneas de investigación en geometría. Todo a partir de unos biólogos que querían entender cómo se agrupan las células del epitelio del glándula salival de una mosca.

Así que la próxima vez que alguien le hable de investigación interdisciplinaria, sólo recuerde a los escutoides de los que están hechos nuestros tejidos.

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domingo, 12 de febrero de 2017

Pasión por el conocimiento

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de febrero de 2017

Si usted no ha ido a ver la película Talentos ocultos (Hidden figures), por favor deje de leer esta columna y corra al cine a disfrutarla.

Como usted sabrá si ha leído La ciencia por gusto durante algún tiempo, de vez en cuando suelo comentar cintas que tienen alguna relación con temas científicos. Talentos ocultos es un ejemplo notable.

El filme, dirigido por Theodore Melfi en 2016 –aunque su estreno masivo fue en 2017–, y con guión del propio Melfi y Allison Schroeder, está basada en el libro del mismo nombre de la escritora Margot Lee Shetterly. Narra la historia real de la participación de tres matemáticas negras en el programa espacial de la NASA en 1961. Formaban parte del proyecto Mercury, que existió entre 1958 y 1963 y que tenía la misión, frente a los avances soviéticos –el lanzamiento del primer satélite artificial, el Sputnik 1, en 1957, y el primer hombre en viajar al espacio exterior, Yuri Gagarin, en 1961– de poner a un astronauta estadounidense en órbita y regresarlo a salvo a la Tierra.

La cinta, magistral en todos los sentidos –guión, dirección, actuación, vestuario y escenografía, música, iluminación–, es una delicia y un muestrario de las características de la sociedad estadounidense de entonces. Exhibe, por ejemplo, y como parte fundamental de la trama, el tremendo racismo que era todavía parte de la vida cotidiana de ese país, al menos en algunos Estados (como Virginia, donde está el Centro de Investigación Langley de la NASA, donde ocurre la acción). Y muestra al mismo tiempo el movimiento de lucha por la igualdad de derechos para los negros, que estaba en pleno apogeo con líderes como Martin Luther King.

Deja clara también la terrible presión política, en plena Guerra Fría, a que estaba sometida la NASA (recién creada en 1958, a partir de su antecesor, el Comité Asesor Nacional para la Aeronáutica, o NACA, nacido en 1915), y cómo esto ayudó a impulsar, en un ambiente de fervor nacionalista, el desarrollo científico y tecnológico estadounidense.

Pero más que nada –y en mi opinión esto es lo que realmente hace memorable a la película– muestra la enorme pasión que las tres protagonistas, las matemáticas “de color” Katherine Johnson, Dorothy Vaughan y Mary Jackson (encarnadas por las actrices Taraji P. Henson, Octavia Spencer y Janelle Monáe), sentían por su trabajo, y la forma en que lucharon contra los prejuicios, tan comunes y “normales” entonces, hacia las mujeres y los negros.

Cada una a su manera –Katherine Johnson calculando trayectorias para los lanzamientos de cohetes, Dorothy Vaughan como supervisora del grupo de “computadoras de color” (matemáticas negras contratadas para realizar cálculos en la época en que las computadoras electrónicas eran todavía incipientes) y posteriormente como programadora para la máquina IBM adquirida por la NASA, y Mary Jackson como aspirante a ingeniera que lucha en la corte por su derecho a estudiar–, las tres protagonistas encarnan lo que pueden lograr las personas cuando la pasión por el conocimiento se conjuga con la convicción por combatir las injusticias, aun en contra de las convenciones sociales.

El libro de Margot Lee Shetterly está basado en hechos históricos, y es resultado de una investigación quizá motivada por los relatos de su padre, que trabajó como investigador en el Centro Langley. Notablemente, es su primer libro; antes de eso, Shetterly había trabajado en finanzas y luego, junto con su marido, había vivido en México, donde editaban una revista turística en idioma inglés. Los derechos cinematográficos del libro fueron vendidos desde 2014, antes de que estuviera terminado. Y la película –que cuenta también con la actuación de estrellas como Kevin Costner, Kirsten Dunst y, como curiosidad, Jim Parsons en un papel quizá no tan distinto de su famoso Sheldon Cooper en La teoría del Big Bang– ha tenido ya, en el poco tiempo que lleva exhibiéndose, ganancias superiores a las de la superproducción La La Land (otra cinta deliciosa que no se debe usted perder, aunque no tenga nada que ver con la ciencia), y cuenta con tres nominaciones al Óscar: mejor película, mejor guión adaptado y mejor actriz de reparto.

La historia se centra especialmente en la vida de Katherine Johnson –la única de las tres que sigue viva– y pone de manifiesto su talento y amor por las matemáticas, su tesón por aplicar este conocimiento para colaborar en un gran proyecto, y la manera en que llegó a ser reconocida por ello (en 2015 recibió una medalla por sus méritos de parte de Barack Obama). Nos enteramos así cómo las matemáticas avanzadas eran indispensables para poder aplicar la física newtoniana, a través del desarrollo de ecuaciones novedosas, para planear las trayectorias de lanzamiento y reingreso seguro de los astronautas.

Si usted quiere disfrutar de una gran historia humana que conjuga ciencia, política, exploración espacial, la lucha contra la discriminación y la evolución de la sociedad, y todo esto a través de una magnífica película, no se pierda Talentos ocultos. Le prometo que no se arrepentirá.


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miércoles, 17 de agosto de 2016

Matemáticas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 17 de agosto de 2016

Para Nacho, Berta, Johan y todos los demás

Los comunicadores nos dedicamos a comunicar. Los comunicadores de la ciencia, o divulgadores científicos, a comunicar la ciencia. No podría ser más sencillo.

Pero divulgar la ciencia es una especialidad que tiene sus bemoles. En primer lugar porque, a diferencia de temas como la política, los deportes o el mundo del espectáculo, la ciencia no es algo que en general apasione a multitudes. Basta comparar las Olimpiadas de Río con las Olimpiadas de Ciencia. Los fans de la ciencia somos minoría.

Además, los conceptos científicos frecuentemente tienen un grado de abstracción que puede hacerlos difíciles de comunicar. Para colmo, muchos de esos conceptos no pueden entenderse sin conocer previamente otros conceptos. Cualquiera sabe qué es el PRI y qué es el PAN, qué diferencia al América del Pumas, quién es Johnny Depp o quién es la esposa de Brad Pitt. Pero para explicar por qué un nuevo medicamento combate al virus del sida, hay que hablar primero de las células del sistema inmunitario, receptores de membrana, enzimas y replicación de ARN.

Aunque claro: el grado de abstracción de un tema –es decir, la cantidad de conceptos previos que hay que explicar para poder comunicarlo– varía según la ciencia y el tema de que se trate. Los temas de salud o la naturaleza son en general más directamente accesibles que aquellos que tienen que ver con la física subatómica, la cosmología o las matemáticas.

Precisamente la semana pasada tuve el placer de ser invitado a dar un pequeño curso en el Centro de Investigación en Matemáticas (CIMAT), en Guanajuato, un centro Conacyt donde se desarrolla investigación del más alto nivel en muchísimos temas relacionados con esta ciencia. Sus tres áreas generales de investigación –matemáticas básicas, probabilidad y estadística, y ciencias de la computación– suenan engañosamente sobrias. Pero ahí se desarrollan estudios sobre temas tan diversos como economía, física, geometría en muchas dimensiones, simulaciones computacionales de temas como elecciones, epidemias o el tráfico urbano, robótica, neurociencias, visualización médica, y muchos otros.

Pero además, el CIMAT realiza un trabajo muy activo y diverso de divulgación de las matemáticas, a través de talleres, ferias, cursos para estudiantes y maestros, concursos, publicaciones y muchas cosas más. Incluso cuenta con un pequeño pero muy entusiasta grupo de divulgación de las matemáticas. Pude debatir con matemáticos sobre si realmente su ciencia es más abstracta que las demás, o si se trata sólo de un prejuicio que tenemos los que siempre sacamos menos de 8 en matemáticas (en la página web del CIMAT se enlistan algunos de estos prejucios antimatemáticos: “solamente unas pocas personas pueden comprender las matemáticas”; “estamos condenados a sufrirlas en clase”; “no nos servirán si no estudiamos alguna ingeniería o ciencia exacta”).

Quizá no sea fácil que el amplio público infantil y adulto al que atiende el CIMAT en la ciudad de Guanajuato, sus alrededores y en todo el Estado entienda a detalle en qué consisten los teoremas de Gödel o Fermat. Pero sí se le puede mostrar por qué son importantes y fascinantes.

Divulgar la ciencia no sólo es explicar: también consiste en familiarizar al público, maravillarlo, hacer que aprecie la ciencia y, quizá, lograr que se acerque a ella y la aplique, de una manera u otra, en su vida. Los matemáticos del CIMAT lo hacen fantásticamente.

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miércoles, 11 de febrero de 2015

La máquina universal

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 11 de febrero de 2015

Es raro que haya películas comerciales sobre científicos de la vida real. Y es rarísimo que haya dos de ellas exhibiéndose simultáneamente. Y si a eso añadimos que ambas estén nominadas al Óscar, hablamos ya de posibilidades infinitesimales.

Y sin embargo, junto con La teoría de todo, ya comentada en este espacio, que narra la vida del físico Stephen Hawking, hoy se halla en cartelera El código enigma (The imitation game, 2014, del director noruego Morten Tyldum), basada en la vida del llamado padre de la computación, el matemático inglés Alan M. Turing (1912-1954).

La cinta es protagonizada por Benedict Cumberbatch, conocido por la serie televisiva Sherlock (y que, curiosamente, había actuado el papel de Hawking en un filme televisivo de 2014). En mi opinión es una gran película: muy bien hecha, con un excelente guión, profunda, estimulante, conmovedora. Una verdadera delicia, nominada a ocho Óscares.

Y lo es no sólo por presentar la vida de uno de los grandes genios del siglo XX, cuyas aportaciones van de la filosofía de las matemáticas y los fundamentos matemáticos de la computación al desarrollo de las computadoras, e incluso a campos como la biología teórica, donde hizo aportaciones formales sobre la morfogénesis –la manera en los cuerpos de los seres vivos se construyen a partir del óvulo fecundado– que hoy forman parte del campo relativamente nuevo de la biología del desarrollo.

También porque presenta –con cierto embellecimiento dramático, claro– la vida torturada de una persona con excepcionales capacidades de pensamiento lógico, pero al mismo tiempo con severas dificultades para relacionarse con los demás (se especula que presentaba el síndrome de Asperger). Un individuo que, además, cargaba el estigma de ser homosexual en una sociedad que criminalizaba dicha orientación.

La máquina Enigma
La cinta se centra en el drama de la batalla intelectual –matemática, científica, técnica– por resolver la clave de la máquina Enigma, utilizada por los nazis para encriptar sus transmisiones por radio. Fue el genio de Turing lo que permitió descifrarla y ganar así la guerra. Pero también nos presenta a Turing como el personaje genial, trágico y revolucionario que realmente fue: nos permite experimentar directamente el triple drama de su soledad, la injusticia de que sus aportaciones durante la guerra no fueran reconocidas, por ser parte de un proyecto secreto –aunque sus logros anteriores y posteriores sí lo fueron–, y la infamia de su juicio y condena a la castración química por ser homosexual, que llevó a su suicidio.

La película menciona superficialmente la “prueba de Turing”, propuesta para detectar cuándo una máquina llega a presentar inteligencia real, indistinguible de la humana. No profundiza en explicar en qué consiste la “máquina de Turing” (un mecanismo teórico capaz de hacer operaciones con símbolos impresos en una cinta, siguiendo ciertas reglas), ni mucho menos la “máquina universal de Turing” (una máquina de Turing capaz de simular a cualquier otra máquina de Turing).
Máquina de Turing

Este concepto, junto con la llamada “tesis de Church-Turing (formulada casi simultáneamente por él y por el matemático estadounidense Alonzo Church, y que afirma que el conjunto de las operaciones que puede realizar una máquina de Turing es el mismo que el de las operaciones computables, es decir, las que pueden resolverse para obtener una respuesta) son el fundamento teórico de toda la computación actual. Y algún día, de la verdadera inteligencia artificial, capaz de superar la prueba de Turing (que él denominó “el juego de imitación”; de ahí el nombre original de la cinta en inglés).

Alguno de mis contactos en Facebook comentaba que quizá la veta de hacer películas sobre científicos apenas esté comenzando. No me molestaría ver cintas biográficas sobre Watson y Crick, descubridores de la doble hélice del ADN; Linus Pauling, el mejor químico del mundo y único ganador de un premio Nobel en ciencia y otro en un área distinta (de química y de la paz); Erwin Schrödinger, uno de los fundadores de la mecánica cuántica; Kurt Gödel, el matemático que demostró que no puede haber sistemas matemáticos completos… ¡y qué decir de Marie Curie, Edison, Fleming o Tesla!

En fin, quizá con un poco de suerte las películas sobre científicos se conviertan en moda. O quizá no… ¡Soñar no cuesta nada!

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miércoles, 21 de noviembre de 2012

Ética científica

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 21 de noviembre de 2012

Un drama en cinco actos y una moraleja.

Primer acto: dos investigadores del Instituto de Biotecnología de la UNAM, Alejandra Bravo y Mario Soberón, alteran imágenes de resultados experimentales en varios artículos que publican en revistas científicas internacionales.

Segundo acto: por diversos caminos –colaboradores de su equipo, investigadores de otros países que no logran reproducir sus resultados, un equipo de expertos canadienses que cuestionó los resultados de Bravo y Soberón porque “no se sostenían”–, el engaño queda al descubierto.

Tercer acto: El Consejo Interno del Instituto, y su director, Carlos Arias, toman cartas en el asunto. Se forma una “comisión externa” con expertos de otras instituciones (Instituto Nacional de la Nutrición, Facultad de Química de la UNAM, Laboratorio Nacional de Genómica para la Biodiversidad del IPN), que encuentra manipulación de datos en 11 artículos del grupo, y en dos casos las considera “inapropiadas y categóricamente reprobables”. La Comisión no recomienda retractar los datos publicados en las revistas científicas –una práctica usual en estos casos– porque considera que las imágenes alteradas “no afectan las evidencias… que sustentan los hallazgos medulares de las 11 publicaciones”. Pero sí juzga que la manipulación de las imágenes es “una práctica injustificada y reprobable que (…) promueve una imagen poco profesional y poco ética de la investigación científica que se realiza en México”. Por ello, se imponen sanciones: que Bravo renuncie a la presidencia de la Comisión de Bioética del Instituto (!!) y Soberón a su puesto de Jefe del Departamento de Microbiología Molecular. Además ella –que aparecía como responsable de la publicación de 10 de los 11 artículos– pierde su puesto como líder académico y queda como investigadora adjunta. Al cabo de este plazo, “De no haber surgido ninguna falta a la ética científica”, podrá solicitar la restitución de su estatus académico. Y a ambos se les prohíbe aceptar nuevos alumnos durante tres años.


Cuarto acto: el acta del Consejo Interno donde se informa todo lo anterior circula entre la comunidad científica (por correo electrónico, con encabezados que van de “sobre la ética en la UNAM” a “científicos cuchareros en la UNAM”). Hay sorpresa, indignación, opiniones de que el castigo debería haber sido más riguroso y que la UNAM debería fijar públicamente una postura firme. Todo ello aderezado por detalles como que Soberón y Chávez Bravo son esposos, que él es hijo de connotado investigador y ex-rector de la UNAM Guillermo Soberón, y que el trabajo que causó todo el escándalo está relacionado con la creación de vegetales transgénicos que incluyen el gen de la proteína Cry de la bacteria Bacillus thuringiensis, que funciona como un insecticida natural que puede permitir reducir el uso de insecticidas artificiales tóxicos en agricultura.

Quinto acto y final: Estalla el escándalo. La prensa –el diario La Jornada, ayer– publica los detalles del caso (que coincide con su bien conocida tendencia anti-transgénicos). En entrevista, el Coordinador de la Investigación Científica de la UNAM, Carlos Arámburo, cuestionado sobre cómo afecta esto el prestigio de la UNAM, declara “Es algo que se tiene que ver con cuidado. Ciertamente, es una llamada de atención para tener un sistema más atento a los productos de la investigación que hacemos. Habría sido deseable que no ocurriera, pero en función de los resultados que se tengan, con la comunicación que se pueda dar a las revistas correspondientes al respecto y si ellos deciden que no hay alteración sustancial de los resultados, será menor la afectación”.

La máxima autoridad del área científica de la UNAM desaprovecha así la oportunidad de aclarar que aunque en ciencia la alteración de datos es inaceptable, el fraude siempre ha existido y existirá, inevitablemente, como en toda actividad humana. Que precisamente por ello la ciencia cuenta con mecanismos de revisión y autocorrección para detectarlo, denunciarlo y corregirlo. Que los investigadores, en una buena decisión en medio de tantos errores, han notificado a las revistas de lo ocurrido, lo cual permitirá remediar, en lo posible, el daño que la difusión de las imágenes alteradas pudiera haber causado. Que lejos de ocultar el caso, el Instituto de Biotecnología y la UNAM actúan dentro del marco de las buenas prácticas científicas al reconocer, analizar y sancionar la falta de ética en la conducta de sus investigadores.

Moraleja: la ciencia, como la democracia, no es perfecta. Pero como en la democracia, sólo la transparencia y el apego a la ética pueden evitar que esa imperfección las envenene. El poder de la ciencia reside en su capacidad de reconocer errores y corregirlos. Más allá de si las sanciones impuestas son o no suficientes, la UNAM actúa como nuestra máxima casa de estudios que busca defender, en palabras de la Comisión, “los valores de excelencia académica y científica de las instituciones de investigación de nuestro país”.

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miércoles, 20 de enero de 2010

Matemáticas y astros

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 20 de enero de 2010

Las matemáticas tienen una relación especial con la realidad física: nos permiten describirla. Se ve con claridad en astronomía: los modelos matemáticos, desde Tolomeo, pasando por Copérnico hasta la gloriosa descripción de Newton y la moderna visión einsteniana, nos han permitido describir cada vez con mayor precisión, y entender, con mayor profundidad, el comportamiento de los cuerpos celestes. Comparado con esto, las tontas “predicciones” de la astrología resultan balbuceos incoherentes.

Pero no alcanzamos a entender por qué las matemáticas sirven para describir el mundo. En el número de noviembre 2009 de la revista Ciencia y desarrollo, donde ha escrito mensualmente durante más de 30 años, el ingeniero José de la Herrán, pionero de la divulgación científica en México, expone un ejemplo curioso. Se trata de un estudio para verificar la validez de un viejo enigma astronómico: la famosa “ley” de Titius-Bode.

La ley, formulada por el astrónomo alemán Johann Daniel Titius en 1766 y popularizada por su colega y paisano (¡y tocayo!) Johann Elert Bode en 1772, consiste en que la distancia del Sol a los planetas del sistema solar (o, más precisamente, los semiejes mayores de sus órbitas elípticas –los “radios” mayores, pero la palabra “radio” sólo se usa para los círculos, no para las elipses) parece estar relacionada con una peculiar sucesión numérica: 0, 3, 6, 12, 24, 48…

Inicialmente no se tomó en serio: aunque acertaba para los planetas conocidos (Mercurio a Saturno), predecía un planeta inexistente en la quinta posición, entre Marte y Júpiter. Pero cuando se descubrió Urano en 1781 y se vio que ocupaba el sitio indicado por la ley, se le volvió a estudiar. Se buscó el quinto planeta “perdido” y en 1801 se halló el asteroide Ceres, el más grande del cinturón de asteroides (hoy considerado un planeta que no llegó a formarse, probablemente debido a la influencia gravitatoria de Júpiter). En general, la ley predecía, con 5% o menos de error, las posiciones de todos los planetas.

Entonces, en 1846, se descubrió Neptuno. Su distancia al sol no encajaba con lo predicho (30% de error). Lo mismo ocurrió con Plutón (¡96% de error!). El prestigio de la ley se derrumbó y pasó a ser considerada sólo una coincidencia.

Entra en escena el astrónomo mexicano Arcadio Poveda, del Instituto de Astronomía de la UNAM. En un artículo publicado en 2008 (en la Revista Mexicana de Astronomía y Astrofísica, en coautoría con Patricia Lara), estudió a 55 Cancri, en la constelación del cangrejo, estrella “cercana” a la Tierra (a unos 12 parsecs; más de 40 años luz) alrededor de la cual se han descubierto cinco planetas entre 1996 y 2007. Halló que en general sus distancias coinciden con la ley de Titius-Bode, si se asume que falta un planeta entre el cuarto y el quinto (quizá esto revele que la dinámica gravitacional de los sistemas solares emergentes impide la formación de planetas en ciertas órbitas). Poveda incluso predice la posición de otros dos planetas alrededor de 55 Cancri: habrá que ver si se encuentran.

Aunque ha recibido críticas, el trabajo de Poveda es muy sugestivo. La ley de Titius-Bode sigue siendo un enigma: si fuera válida, aunque sigamos sin saber por qué (los expertos epistemólogos dirían que es una ley fenomenológica que carece de su correspondiente explicación teórica), podría ayudar a descubrir nuevos planetas en otros sistemas solares.

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