miércoles, 29 de julio de 2015

El año en que la música se jodió

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 29 de julio de 2015

El análisis
En gustos se rompen géneros”. Y hay pocos campos donde esto sea más cierto que en el arte. Aunque hay criterios formales, es innegable que la apreciación de una obra artística es un asunto inevitablemente subjetivo.

Pero, y sin caer en los excesos cientificistas de quienes creen que la creación y apreciación del arte se puede reducir a sus elementos neurológicos y “explicarse” científicamente, es interesante ver las aportaciones que los métodos de la ciencia pueden hacer para ayudarnos a comprender mejor esta fascinante actividad humana y sus productos.

Y uno de los enfoques científicos más poderosos que existen es el evolutivo: la teoría de Charles Darwin acerca de cómo el proceso de selección natural (la reproducción de los organismos, sujeta a una variación al azar que luego es sometida a la selección del ambiente en que viven, incluyendo los demás seres vivos) produce que los individuos mejor adaptados sobrevivan para transmitir sus genes, y con el tiempo las especies lleguen a estar tan admirablemente adaptadas a su medio.

Pues bien: a partir de la propuesta del etólogo inglés Richard Dawkins, en su libro El gen egoísta, de 1976, de que también las ideas –a las que, en este contexto, llamó “memes”– podían estar sujetas a la evolución por selección natural, el concepto de “evolución cultural” comenzó a convertirse en un tema serio de investigación científica (y no sólo, digamos, de especulación filosófica o teorización antropológica).

Por eso me pareció fascinante el estudio sobre la evolución de la música popular publicado el pasado 6 de mayo en la revista Royal Society Open Science por un equipo multidisciplinario de la Queen Mary University y el Imperial College de Londres, encabezado por Matthias Mauch.

Los investigadores estudiaron los archivos digitales de sonido de 17 mil canciones que estuvieron en la lista de los 100 éxitos (Hot 100) de la revista estadounidense Billboard durante los 50 años transcurridos entre1960 y 2010.

Pero a diferencia de trabajos anteriores que se basaban en criterios más bien subjetivos –estéticos, anecdóticos, filosóficos, históricos, comerciales o personales (por ejemplo de estrellas del pop)–, este estudio utilizó criterios cuantitativos derivados del procesamiento del contenido musical de las canciones.

Los parámetros analizados
Utilizando las mismas herramientas de análisis de datos que usan los biólogos para estudiar los genes de los organismos, reconstruir su evolución y clasificarlos en genealogías, Mauch y su grupo estudiaron las características esenciales de las canciones: su timbre, es decir, la calidad de los sonidos (presencia de voz de mujeres, de hombres, percusiones, guitarras eléctricas, piano…) y su armonía: la sucesión de acordes (notas simultáneas, consonantes o disonantes), que caracterizan a una pieza musical. (La armonía, junto con el ritmo y la melodía, conforman los tres elementos clásicos de la música. Para proponer una analogía muy imperfecta, si el ritmo fuera como el esqueleto básico sobre el que se construye la pieza, la armonía serían los músculos y piel que lo recubren, y la melodía sería el movimiento de ese “cuerpo” musical.)

Los resultados
Mediante un amplio arsenal de herramientas computacionales, los investigadores analizaron la música popular de las últimas cinco décadas y llegaron a interesantes conclusiones: entre otras, que las piezas caen naturalmente en grandes “grupos evolutivos” bien definidos (canciones de amor y easy listening; música country y rock; soul, funk y dance, y finalmente hip-hop y rap). Mauch y colegas contrastaron sus resultados con la clasificación de las canciones en “géneros” que hacen los usuarios del sitio de música por internet Last.fm, y hallaron que coinciden en gran medida, lo cual da mayor confianza a este hallazgo.

También hallaron que, contrario a lo que muchos afirman, la diversidad de la música pop no ha disminuido con los años, y que aunque cambia lentamente, ha presentado “revoluciones” en que se producen grandes cambios de manera rápida. En particular, hallaron que en las cinco décadas estudiadas ha habido tres grandes revoluciones: una alrededor de 1964, cuando surgió la “invasión inglesa” y los acordes de séptima dominante típicos del jazz y el blues cayeron en desuso, para ser sustituidos por acordes mayores y el uso de guitarras y voces estridentes. La segunda, en 1983, con la popularización de los instrumentos electrónicos como sintetizadores, muestreadores (samplers) y cajas de ritmo, que dio origen al tecnopop. Y finalmente la tercera –que es donde, en opinión muy personal de este columnista, se torció la cosa– centrada en 1991, con el auge del rap y el hip-hop, caracterizado por la falta casi total de armonía y el predominio del ritmo y la palabra (además de la desaparición de las guitarras).

El estudio también halló que algunas ideas generalmente aceptadas, como que fueron los grupos de la invasión inglesa como los Beatles o los Rolling Stones los que desataron la revolución de los sesenta, en realidad son incorrectas. Dicha revolución ya estaba en proceso antes de que estas agrupaciones saltaran a la fama, y su éxito se debió probablemente a que se montaron en ella.

El estudio de Mauch y sus colegas podría ser, como ellos mismos lo describen (con una notoria falta de modestia), “la base para el estudio científico del cambio musical”, que “señala el camino hacia una ciencia cuantitativa del cambio cultural”.

Puede sonar excesivo y arriesgado. Pero sí: la música, como las ideas y todos los productos culturales del ser humano, puede enfocarse como un conjunto de memes en constante evolución y competencia. Mauch y sus colegas ven a las características de armonía y timbre de las canciones como una especie de “genes” musicales: entidades que se “reproducen” cuando los autores imitan en sus propias piezas lo que oyeron en otras, modificándolas al mismo tiempo en forma creativa (“mutación”), y que luego son seleccionadas, de acuerdo a “los gustos cambiantes de autores, músicos, productores y… el público”. Las modas musicales serían así el ambiente que selecciona y el resultado de la selección de las características de la música pop.

Obviamente, los autores ya están pensando en ampliar su estudio: al menos a los años 50 (para verificar “si 1955 es la fecha de nacimiento del Rock’n’Roll”) y a la música clásica.

Quizá pronto, como proponen, podremos estudiar, gracias a la creciente digitalización, no sólo la evolución de la música, sino de textos, imágenes y objetos por medio de análisis evolutivo por computadora. Nada de eso implica que la ciencia haya “resuelto” todos los problemas del arte. Pero sí que puede ayudarnos a estudiarlos más sistemáticamente y a comprenderlos más a fondo.

Mientras tanto, yo no dejo de lamentar la revolución que en 1991, para mi gusto, echó a perder la gran mayoría de la música pop actual, y nos llevó a los actuales abismos del reggaetón y el hip-hop. Pero esa es sólo mi muy limitada opinión.

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miércoles, 22 de julio de 2015

El microbio con ojos

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de julio de 2015

El ojo humano, con su asombroso diseño de precisión, que se ajusta de forma maravillosa a su función, ha sido siempre el ejemplo preferido de quienes desconfían de la teoría darwiniana de la evolución por selección natural e insisten en sostener que tuvo que haber sido “diseñado” por “una inteligencia superior” (de preferencia divina).

Los componentes esenciales de un ojo “tipo cámara”, como el humano, son un sistema que enfoque la luz (en nuestro ojo, una córnea fija que hace gran parte de esta labor y una lente flexible, el cristalino, que se ocupa del enfoque fino); una apertura que permite que sólo la luz que proviene de cierta dirección entre a la cavidad ocular (el iris), y una superficie sensible a la luz que pueda transformarla en señales químicas o nerviosas (la retina).

Un ojo animal es, pues, una estructura de enorme complejidad, compuesta por diversos tejidos y por millones de células. ¿Cómo pudo haber evolucionado algo así?

La respuesta, obviamente, se halla en la propiedad que tiene la selección natural de ser gradual y acumulativa: los cambios al azar que proporcionan incluso una pequeña ventaja se van acumulando; los que no, se descartan. Así, a lo largo de millones de años, se pueden escalar, paso a pasito, enormes pirámides en el espacio de diseño.

Parte de la historia de la evolución del ojo es el surgimiento de pequeñas “manchas oculares” en microorganismos unicelulares, que les permiten detectar de forma rústica la presencia, intensidad y hasta dirección de la luz. Pero resulta que existen microorganismos del plancton marino (del tipo de los protozoarios o protistas, según la clasificación más moderna), y específicamente del grupo de los dinoflagelados warnówidos (por el género característico del grupo, Warnowia), que presentan una estructura llamada oceloide que es sorprendentemente similar al ojo humano. (Tan similar, de hecho, que al principio se pensaba que era el ojo de una medusa que el dinoflagelado había engullido.)

El oceloide de los warnówidos tiene estructuras análogas (es decir, con función equivalente, pero sin relación evolutiva) a las del ojo humano, pero a nivel microscópico: una “córnea”, una lente (hialosoma) formada por gránulos de grasa, y una capa interna sensible a la luz. Pues bien: un estudio publicado en la revista Nature el pasado 9 de julio por Brian Leander y sus colegas, de la Universidad de la Columbia Británica, en Vancouver, Canadá, ha revelado varias sorpresas acerca de este ojo microscópico.

Estudiar a los warnówidos es difícil, pues no se han podido cultivar en el laboratorio y son escasos. Leander y su grupo usaron ejemplares capturados en los mares de Japón y de Canadá a lo largo de cinco años. Los estudiaron usando técnicas de microscopía avanzada, tomografía y estudios genómicos, para comparar las estructuras y el grado de similitud genética de los componentes del oceloide con otros organelos subcelulares de varias especies de dinoflagelados. Descubrieron que las estructuras que forman a los oceloides derivan de otros organelos que antes tenían una función distinta.

El ojo de los warnówidos
En particular, la “córnea” externa que cubre al oceloide está formada por mitocondrias, los organelos que producen la energía de la célula, mientras que el cuerpo retinal que capta la luz y la transforma en señales químicas deriva de los plastos o plástidos (el más conocido es el cloroplasto, que también capta luz gracias a los pigmentos que contiene, aunque la utiliza no como señal sino para obtener energía para fabricar alimento).

Es interesante que ambos organelos, mitocondrias y plástidos, provienen a su vez de células que en algún momento durante la evolución de los protistas, fueron absorbidas e integradas, por simbiosis, en su interior.

Aún no se sabe exactamente para qué usan estos dinoflagelados sus elaborados oceloides: probablemente para detectar y cazar a otros microorganismos de los que se alimentan (los atrapan gracias a unas estructuras retráctiles parecidas a arpones microscópicos, llamadas nematocistos).

Pero este estudio deja claras dos cosas. Uno, que la evolución es un proceso mucho más complejo y flexible de lo que uno podría suponer: no sólo células enteras pueden pasar a formar parte de una célula mayor, convirtiéndose en organelos, sino que éstos pueden cambiar sus funciones y adoptar otras, abriendo muchas nuevas posibilidades evolutivas. Y dos, que en el universo de posibilidades abiertas a la selección natural, hay algunas “buenas ideas” (Daniel Dennett
dixit) con las que la evolución se topa una y otra vez. Por eso, el que produzca estructuras tan elaboradas y parecidas como el oceloide y el ojo humano no es “milagroso”… aunque sí maravilloso.

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miércoles, 15 de julio de 2015

Nuevos horizontes

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 15 de julio de 2015

Aunque estamos en tiempos en que domina el pragmatismo, en que las cosas no se aprecian mas que en términos del beneficio práctico que puedan proporcionar, todavía seguimos siendo capaces de valorar logros que van un poco más allá de ser “útiles”.

Un ejemplo de lo anterior es, claro, el arte. Todavía nadie propone cerrar el Instituto Nacional de Bellas Artes porque “no sirve para nada”, porque no eleva el producto interno bruto nacional. Pero otro caso notable es la propia ciencia.

La reciente misión New Horizons de la NASA, que el pasado martes llegó a su largamente esperada cita con el ex-planeta Plutón (hoy clasificado como “planeta enano” o, para ser más políticamente correctos, “planeta menor”), luego de un viaje de nueve años y medio en que recorrió unos 5 mil millones de kilómetros, con un costo de 700 millones de dólares, lo ejemplifica claramente. ¿Cuál es la utilidad de esta misión para los Estados Unidos y para el mundo? ¿Qué justifica ese gasto? No la mera satisfacción estética, por agradable que sea saber que en la superficie de este astro se encuentra un simpático corazoncito.

New Horizons permitirá conocer más acerca de los cuerpos más lejanos que conforman nuestro sistema solar, y en especial a Plutón y sus lunas (Caronte, Estigia, Cerbero, Nix e Hidra). Hasta ahora, por su lejanía, no contábamos siquiera con fotos medianamente detalladas de la superficie de éste, el hasta hace poco “noveno planeta”.

Pero además de información sobre la geología, composición química y atmósfera de los astros que visite, New Horizons irá más allá y explorará por primera vez el cinturón de Kuiper, una región prácticamente desconocida en la parte exterior del sistema solar, de la que forma parte Plutón, y que está constituida por cuerpos relativamente pequeños formados por materia congelada (incluyendo otros dos planetas enanos, Haumea y Makemake, más pequeños que Plutón).

La exploración espacial conlleva también, inevitablemente, una importantísima cantidad de desarrollos técnicos –la famosa “derrama tecnológica”– que luego beneficia a la sociedad de muy diversas maneras (abriendo nuevas posibilidades técnicas, generando industrias y empleos, y mejorando la economía). Y nos ofrece también, a muy largo plazo, esperanzas para la supervivencia de la humanidad, pues tarde o temprano nuestro planeta de origen nos resultará insuficiente.

Pero en realidad la principal justificación detrás de misiones como New Horizons es la curiosidad, valor central de la ciencia y característica definitoria –aunque no exclusiva– de nuestra especie. Enhorabuena por esta nueva fuente de maravillas.

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miércoles, 8 de julio de 2015

200 meses de ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 8 de julio de 2015

A pesar de lo que pudieran pensar algunos conspiranoicos, la ciencia no es un conocimiento arcano que los científicos mantengan en secreto, resguardado bajo llave para que nadie más tenga acceso a él. Por el contrario, la gran mayoría del conocimiento producido por la comunidad científica está disponible para quien quiera verlo en los artículos publicados en revistas científicas, que pueden consultarse libremente en bibliotecas universitarias y, desde que apareció internet, en las páginas web de las propias revistas (muchas veces en forma gratuita).

El problema no es tener acceso a la ciencia: es comprenderla. Porque cada disciplina científica cuenta con su propio lenguaje ultraespecializado. Y aunque el uso del lenguaje científico no es tampoco una estrategia para “mantener el poder sobre el conocimiento”, sino una formidable herramienta que permite una comunicación precisa, clara y veloz, su uso tiene un precio: hace que la ciencia quede aislada. Para todo fin práctico, sólo los expertos pueden entenderla. Queda así fuera del alcance del ciudadano medio.

Por eso es que en cualquier sociedad moderna resulta tan importante y necesaria la labor que se ocupa de poner ese conocimiento científico al alcance del público no especializado: la divulgación científica. Este oficio consiste no sólo en traducir, sino en interpretar, contextualizar y relacionar la ciencia con todo el resto de la cultura.

En México existe una tradición muy larga de publicaciones de divulgación científica, que viene desde el siglo XVIII, en plena Colonia, con los esfuerzos de José Antonio Alzate y sus Gazetas, o José Ignacio Bartolache y El mercurio volante, y llega hasta la era contemporánea.

En particular la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) ha sido un sitio propicio para el desarrollo de proyectos y vocaciones de divulgación científica, tendencia que afortunadamente hoy ha irradiado a todo el país. En 1970, gracias a los esfuerzos del físico Luis Estrada Martínez, pionero de la moderna divulgación científica en México, se fundó un Departamento de Ciencias dentro de la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM. Éste luego se convertiría en Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia, y posteriormente en el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia –CUCC–, que formó a tantos divulgadores y dio origen a tantos proyectos de divulgación (y que en 1997, por una decisión burocrática, de ser una dependencia académica fue transformado en administrativa, al convertirse en la actual Dirección General de Divulgación de la Ciencia, DGDC, lo cual no ha impedido que siga cumpliendo con sus labores, formando personal y generando nuevos y valiosos proyectos).

Uno de los logros del CUCC fue editar la pionera revista Naturaleza, donde colaboraron muchos entusiastas pioneros de la divulgación en México, y que perduró hasta 1985.

Desde entonces han existido en nuestro país diversas publicaciones de divulgación científica dirigidas a distintos públicos, que van desde el más académico (como Ciencia y desarrollo, del Conacyt, publicada desde 1975 hasta hoy; Ciencias, de la facultad homónima de la UNAM, nacida en 1982, o la decana Ciencia, de la Academia Mexicana de Ciencias, que cumple 62 años) hasta el infantil (como Chispa, publicada desde 1981 hasta mediados de los 90). Esto sin contar con varias exitosas revistas comerciales como Muy interesante o Quo.

Entre todas ellas destaca, por su calidad, éxito y persistencia, la revista ¿Cómo ves?, de la DGDC-UNAM, de la que ya se ha hablado en este espacio, y que este mes publica su número 200. A lo largo de sus más de 16 años de existencia, ¿Cómo ves? ha contribuido a fomentar la cultura científica, es decir la apreciación, comprensión y apropiación de la ciencia en los jóvenes y no tan jóvenes de todo el país. Ha tenido amplia aceptación también por parte de los profesores, que hallan en ella (y en las “guías para el maestro” que acompañan a los ejemplares por suscripción) una valiosa herramienta para complementar sus clases.

Ninguna revista universitaria en México ha llegado a tener el éxito de ¿Cómo ves?, con sus 20 mil ejemplares mensuales. Estos 200 meses son, sin duda, motivo de celebración, y de invitarlo a usted, lector, si es que no lo ha hecho ya, a conocerla y disfrutarla. ¡Felicidades a ¿Cómo ves?!

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miércoles, 1 de julio de 2015

Derechos y ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 1 de julio de 2015

A pesar de todos los horrores que nos exponen cotidianamente los medios –y de las ocasionales e inevitables decepciones de la vida diaria–, nunca he coincidido con esos pesimistas que están convencidos de que la humanidad no hace más que empeorar y se encamina inevitablemente a su perdición.

No hablo de cosas como cambio climático, contaminación o la desaparición de especies –amenazas reales que tenemos que esforzarnos en combatir–, sino de la calidad humana de nuestras sociedades.

Y es que, aunque siga habiendo guerra, desigualdad, hambre y odio, no puede negarse que la humanidad, poco a poco, a lo largo de los siglos, ha ido mejorando. Y con ella, la calidad de vida para muchos millones de personas en todo el mundo.

¿Suena exagerado? Considere usted, por ejemplo, temas como la salud: la esperanza de vida, que durante milenios no superaba, en promedio, los 40 años (del paleolítico a la edad media no llegaba ni a los 30), a partir de mediados del siglo XX, con el avance de la investigación médica y la implantación de medidas sociales de salud (como la vacunación obligatoria) subió primero a 53 años, hacia 1950, y actualmente alcanza casi los 70. Una humanidad maligna podría investigar en salud, pero no se esforzaría por compartir los resultados y beneficios de ésta.

Pero no sólo eso: la humanidad ha avanzado también en el área de los derechos humanos más abstractos. Como ya he comentado en alguna ocasión en este espacio, hasta hace pocos siglos era visto como normal el que un ser humano fuera propiedad de otro. Hoy la idea de la esclavitud es repudiada en el mundo entero (aunque sigue habiendo miles de personas que sufren esclavitud laboral, marital o de otros tipos). Igualmente la discriminación por raza, especialmente hacia negros e indígenas, vista como “normal” hasta hace relativamente poco, es hoy intolerable en casi cualquier sociedad civilizada, al menos en principio. Lo mismo ocurre con la discriminación hacia las mujeres: aunque la lucha es larga, hoy es claro que considerarlas en cualquier forma “inferiores” a los hombres es un absurdo.

Las recientes decisiones de las cortes supremas de México y Estados Unidos para declarar anticonstitucionales las leyes que impidan que personas del mismo sexo contraigan matrimonio –por más que haya quien se desgañite gritando que “se atenta contra la familia”, como si sólo hubiera una forma de crear familias– son otro importante hito en el avance civilizatorio que va, paulatinamente, logrando extinguir toda forma de discriminación, contra quien sea.

Aunque hay quien sigue manteniendo la visión de que la ciencia es más bien algo peligroso y bastante dañino que habría que tener muy controlado (sin mencionar a quienes insisten en que estaríamos mejor sin ella y promueven un “regreso a la naturaleza” que seguramente los horrorizaría si lo vivieran), lo cierto es que es precisamente la ciencia la que ha aportado el conocimiento firme y confiable que ha permitido informar estos debates. Hoy sabemos con certeza que las diferencias aparentes entre castas, entre razas o entre sexos son irrelevantes frente a las que hay entre individuos
, y que los comportamientos no heterosexuales son completamente naturales. Por tanto, ninguna de estas formas de discriminación se justifica. Y hoy comenzamos, incluso, a examinar con bases científicas la cuestión ética de los derechos de los animales, y hasta donde se deberán extender.

Si bien los problemas éticos y sociales no pueden resolverse mediante el método científico, la ciencia ha sido, históricamente, el aliado más importante en la lucha contra la discriminación. Brindemos por ello.

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