miércoles, 26 de enero de 2011

Compartir la ciencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 26 de enero de 2011 


Alejandra Jáidar (1938-1988)
No hay duda de la importancia de la ciencia para determinar el nivel de vida de cualquier sociedad. Tampoco de la necesidad de democratizar la ciencia: ponerla al alcance del ciudadano medio, para que éste a su vez pueda conocerla, aplicarla, opinar sobre su uso y participar en las decisiones al respecto.

Por eso es vital la existencia de instituciones que promuevan la divulgación científica. Dos de las más importantes en nuestro país han sido la Sociedad Mexicana para la Divulgación de la Ciencia y la Técnica (SOMEDICYT), y el Centro Universitario de Comunicación de la Ciencia (CUCC) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), fundado en 1980, luego de los antecedentes del Departamento de Ciencias en la Dirección General de Difusión Cultural (1970) y el Programa Experimental de Comunicación de la Ciencia en la Coordinación de Extensión Universitaria (1977).

La SOMEDICYT, fundada en 1986, ha fomentado la formación de divulgadores científicos , y anualmente (más o menos) organiza un congreso nacional y otorga el Premio Nacional de Divulgación de la Ciencia en Memoria de Alejandra Jaidar (la primera mexicana graduada en física, entusiasta divulgadora y fundadora de la exitosa colección de libros “La ciencia desde México” –hoy “La ciencia para todos”– del Fondo de Cultura Económica). En 2010, el premio correspondió al especialista en ciencia de materiales José Refugio Martínez Mendoza, de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí, quien además de su labor de investigación ha desarrollado durante varios lustros una amplia labor de divulgación en varios medios (artículos en diarios y revistas, libros, conferencias, cursos, videos, exposiciones…).

En la ceremonia de entrega del premio, celebrada la semana pasada en el Instituto de Física de la UNAM, la presidenta de SOMEDICYT, Julia Tagüeña Parga, explicó que la labor de divulgación científica consiste no sólo en transmitir conceptos, sino en “explicar qué hacen los científicos, cómo se construye la ciencia, por qué se hace, y para qué sirve lo que se hace, así como transmitir lo maravillosa que es y la importancia que tiene…”.

“Es conocido el esfuerzo que se está realizando en numerosos lugares de nuestro país, muchas veces con buenos resultados, para popularizar la ciencia y la tecnología, para llevarlas a cada espacio donde se encuentre una comunidad y hasta el último rincón donde se halle un ser humano, y que esto sea un elemento detonador de la cultura científica y la innovación tecnológica. Sin embargo, diversos problemas impiden que este loable e indispensable esfuerzo se realice con todo el éxito esperado.”

Entre otros problemas, señaló que “no existe un criterio unificador en cuanto a cómo transitar ese camino de manera efectiva e integrada, y así muchos divulgadores recorren su propia senda, a veces azarosa, sin aprovechar la experiencia de otros grupos”. Además, “en las universidades no está bien definido el perfil del divulgador ni está claro cómo evaluarlo. Los proyectos de divulgación tienen pocos recursos y la comunidad de divulgadores tiene muy poco peso en la política universitaria. Cada vez es más claro que no estamos educando tan bien como deberíamos a los investigadores científicos en el terreno de la comunicación. Los egresados de las diferentes carreras científicas no suelen escribir con fluidez, ni expresarse con soltura. Por otra parte, los empresarios desconocen las posibilidades de desarrollo científico del país.”

Un ejemplo triste, en la UNAM, es el CUCC, hoy de capa caída, pues desde su transformación en Dirección General de Divulgación de la Ciencia (DGDC-UNAM), en 1997, perdió su carácter académico –requisito fundamental para realizar una labor de difusión de la cultura científica, y no de mera propaganda institucional– y se convirtió en una dependencia “de servicio”. Actualmente, la situación de este baluarte de la comunicación social de la ciencia es crítica, y no parece haber esperanzas de un cambio próximo.

En la misma ceremonia, Tagüeña también expresó que “el trabajo de los divulgadores de la ciencia debe ser profesionalizado y, como consecuencia, respetado y reconocido. Esta comunidad debe ser impulsada para asumir un nuevo papel en la academia, como lo hizo la comunidad de investigadores hace unos años”.

Hoy, que se cumplen 400 gozosas semanas de esta columna de ciencia en Milenio Diario, no podría estar más de acuerdo con Julia cuando afirma: “nuestro mayor reto [es] contribuir a la cultura científica de la sociedad; ayudar a que ésta sea más culta y por tanto más libre, menos manipulable y más participativa y responsable en la toma de decisiones”.


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miércoles, 19 de enero de 2011

La diferencia

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en
Milenio Diario, 19 de enero de 2011


El cosmólogo británico Stephen Hawking, a pesar de su fama y su indudable inteligencia, no es el mayor genio que ha dado la humanidad. Como cualquier persona, a veces dice tonterías, como cuando al inicio de su más reciente libro El gran diseño (Crítica, 2010) afirma que “la filosofía ha muerto”. El señor, aunque sea un físico fenomenal, no sabe gran cosa de filosofía.
 

Lo mismo puede decirse del papa Benito XVI (para usar su nombre al estilo de mi colega columnista, el siempre sensato Roberto Blancarte). En la misa de Epifanía, el pasado 6 de enero, afirmó, aludiendo a Hawking, que “El universo no es resultado de la casualidad, como algunos quieren hacernos creer”; que “la mente de Dios estuvo detrás de complejas teorías científicas como el big bang, y los cristianos deben rechazar la idea de que el universo se formó por accidente”, y que “algunas teorías científicas son limitantes para la mente, porque sólo llegan a cierto punto (...) y no logran explicar el sentido fundamental de la realidad”.
 

El papa será una autoridad en teología, pero no en física. Lo que Hawking, muy acertadamente –y dentro de su campo de autoridad, la cosmología– dijo, también en El gran diseño, es que “no es necesario invocar a dios como el que encendió la mecha y creó el universo”. Esto no implica, como muchos quieren ver, que dios no exista… sólo que no es necesario para que exista el cosmos. Se trata no de una opinión, sino de un resultado científico basado en una teoría sólida y bien fundamentada.
 

A primera vista, podría parecer que se trata de situaciones simétricas: el papa y Hawking tienen, cada uno, un campo en el que son expertos (sus “magisterios separados”, como dijera el famoso biólogo y divulgador científico estadounidense Stephen Jay Gould). Y ambos hacen afirmaciones pertinentes al otro magisterio.
Pero mientras que la afirmación de que dios está detrás del big bang carece de fundamento lógico, más allá de la fe, la observación de que dicha teoría elimina la necesidad de un creador es, simplemente, consecuencia de lo que, gracias a la física, sabemos sobre el universo. (En cambio, la afirmación de Hawking sobre la filosofía sí es una simple opinión sin mayor fundamento.)
 

Esa es la diferencia entre ciencia y religión: la primera se basa en la razón y la evidencia, cuestiona y discute, descubre y corrige. La segunda se funda en la fe y simplemente decreta verdades incuestionables, basadas en todo caso en la opinión de sus expertos.
 

Por eso, cuando Congregación para las Causas de los Santos, que lleva el caso de la próxima beatificación (y posterior santificación) de Juan Pablo II proclama que éste realizó post mortem un milagro (requerido para ser beato; para ser santo se requiere otro), uno empieza a pensar que en el Vaticano están un poco confundidos. El supuesto “milagro” consistió en que la monja francesa Marie Simon-Pierre se curó, en 2005, del mal de Parkinson, luego de rezarle al difunto papa). Pero mucha gente vive curaciones inexplicadas sin necesidad de recurrir a milagros. (Si a esas nos vamos, hay por ahí un científico mexicano que también tendría que ser declarado beato… ah, no, su cura del Parkinson siempre no funcionó.)

En todo caso, para comprobar un milagro así se necesitaría hacerlo científicamente. Pero el Vaticano sólo confía en la ciencia cuando le conviene –por ejemplo, para beatificar al papa que no quiso tomar ninguna medida contra el sacerdote pederasta Marcial Maciel, a pesar de contar con toda la evidencia necesaria–, pero la descalifica cuando no le gustan sus afirmaciones. Estamos ante un clásico caso de doble rasero.
 

Yo, por mi parte, sigo prefiriendo la congruencia incómoda de la ciencia a las verdades incontrovertibles, pero acomodaticias, de la iglesia.

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miércoles, 12 de enero de 2011

La encuesta del terror

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 12 de enero de 2011

Gran revuelo causó la encuesta realizada en 2009 por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), en colaboración con el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), dada a conocer recientemente y comentada el miércoles pasado  (5 de enero) en El Universal, sobre la percepción pública de la ciencia y la tecnología en nuestro país.

Revuelo, tristeza, incluso indignación, pero no sorpresa. Como comenta el experto en educación Manuel Gil Antón en un editorial en el mismo diario, “Los resultados de la encuesta […] son, al mismo tiempo, alarmantes y esperables”. El dato que acaparó los titulares fue que, según un 57.5% de los encuestados, “debido a su conocimiento, los investigadores y científicos tienen un poder que los hace peligrosos”.

La mala imagen pública de la ciencia y los científicos entre el mexicano promedio se refuerza al saber que, como resume mi colega Horacio Salazar en su columna en Milenio (8 de enero), 82.69% de los encuestados opina que “la aplicación de la ciencia hace que nuestro modo de vida cambie demasiado rápido”, y 57.09% que “el desarrollo tecnológico origina una manera de vivir artificial y deshumanizada”.

El bajo nivel de cultura científica del mexicano, que también llamó la atención en medios y redes sociales, se evidencia al saber que piensa que “algunos números son de la suerte” (34.03%), “algunos de los objetos voladores no identificados que se han reportado son en realidad vehículos espaciales de otras civilizaciones” (37.74%), que “algunas personas poseen poderes psíquicos” (43.55%) y que “existen medios adecuados para el tratamiento de enfermedades que la ciencia no reconoce (acupuntura, quiropráctica, homeopatía, limpias)” (75.53%).

(Un paréntesis: respecto a este último punto, la directora de la Facultad de Ciencias de la UNAM y ex-presidenta de la Academia Mexicana de Ciencias, Rosaura Ruiz, declaró, también en El Universal, que “no es posible que ante los avances tecnológicos y de la ciencia que nos brinda el siglo XXI, en México, la población tenga como opciones para resolver sus problemas a los horóscopos, la magia, los números de la suerte, la lectura del café o a señoras que salen en la televisión o brindan sus servicios por teléfono para resolver lo mismo problemas de amor que de empleo o salud”. Lástima que, unas semanas antes, hubiera declarado durante una conferencia en la Semana de Ciencia y la Innovación, organizada por el gobierno del Distrito Federal, que “el conocimiento científico tiene que respetar otras formas de conocimiento. La acupuntura, por ejemplo, es un conocimiento milenario de Asia, de países como China y Japón. Muchísima gente se han curado con estas tecnologías (sic.). Yo creo que también tenemos que respetar los conocimientos de otros seres humanos […] Los productos milagro son malos, pero la acupuntura no es un producto milagro, sólo [se] manipulan tus energías con agujas…”. En fin, donde menos se espera salta la liebre; todos tenemos que tener cuidado. Fin del paréntesis.)

La incultura científica de nuestros ciudadanos debe entenderse dentro del contexto de una deficiencia educativa general (el senador Francisco Castellón Fonseca, presidente de la Comisión de Ciencia del Senado, habla de “una falla estructural en el sistema educativo del país”), que permite que, al mismo tiempo que ve tan negativamente a la ciencia, 83.60% de los encuestados considere, contradictoria y un tanto esquizofrénicamente, que “confiamos demasiado en la fe y muy poco en la ciencia”, 87.80% que “el gobierno debería invertir más en investigación científica”, y 93.01% que “en México debería haber más gente trabajando en investigación y desarrollo tecnológico”.

Pero la relevancia que se le ha dado a la encuesta está fuera de contexto. El CONACYT, con la colaboración del INEGI, la ha estado aplicando, con casi las mismas preguntas, desde 2001; ésta es la quinta ocasión (las otras fueron en 2003, 2005 y 2007). Si analizamos el desarrollo de las respuestas, vemos que la visión de los científicos como “peligrosos” ha pasado de 80% al 70, 55 y 49, hasta llegar al actual 57.5%. Un repunte ligero, pero en general la situación ha mejorado. Lo mismo ocurre, más o menos, en otros rubros: la creencia en números de la suerte, por ejemplo, ha pasado del 52% a 50, 41 y 35, para llegar hoy a 34. (Por desgracia, los datos de la encuesta y sus detalles metodológicos, de manera extraña, dejaron de estar disponibles en la página de CONACYT el día que se publicó el reportaje de El Universal.) (Nota del 12 de enero por la tarde: la base de datos de la encuesta ya está otra vez disponible, puede bajarse aquí: http://www.siicyt.gob.mx/siicyt/docs/ComiteEstadisticas/4a-Reunion/ENPECYT2009_Tabulados.xls)

En resumen, quizá lo que habría que subrayar, aparte de lo que ya sabemos (que la situación de la ciencia, la educación y cultura científica en México es catastrófica, y que urge tomar medidas para remediarla) es que el ejercicio ha venido repitiéndose de manera regular, y aunque muchas de las preguntas están diseñadas deficientemente, pues tienden a sesgar la respuesta, tener datos de cinco encuestas a lo largo de un decenio será tremendamente útil para, algún día, diseñar una verdadera política de Estado en ciencia y tecnología. Ojalá.

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miércoles, 5 de enero de 2011

Año nuevo

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 5 de enero de 2011

El nuevo año es buen momento para formular buenos propósitos, limpiar tiraderos y hacer planes para ser mejor persona. En mi caso, preveo que será difícil cambiar.
 

Un querido amigo y colega, por ejemplo, proclama en Facebook (sí, soy fan de la red social, que encuentro, predeciblemente, muy útil, y al mismo tiempo preocupantemente adictiva): “siento decepcionaros, pero desde hace 4 mil quinientos millones de años no empieza ni termina nada, sólo una vuelta más a la estrella”. En otras palabras, que el año nuevo no tiene nada de especial.
 

Y yo encuentro imposible no discutirle: tiene razón, por supuesto, pero celebramos el año nuevo no porque sea un fenómeno natural, estudiado por la ciencia, sino porque es una tradición: un hecho culturalmente construido que cumple ciertas funciones sociales y psicológicas que nos parecen valiosas (entre otras, el gusto de compartir nuestros logros y planes con la gente que nos rodea). Para la ciencia el año nuevo puede ser una tontería arbitraria, pero eso no descalifica nuestra tradición ni tiene por qué impedirnos disfrutarla.
 

Un amable lector me reconviene por mi felicitación navideña: “me desconcertó mucho el artículo pasado en el que nos deseabas feliz navidad. No sabía por qué una fiesta pagana y después cristiana la celebraría un ateísta (sic.) con postura científico-naturalista.” Y añade: “me da gusto enterarme de estos avances y no tanto de críticas a la religión.”
 

Bueno: lo dicho sobre el año nuevo es igualmente aplicable a la navidad: ¿por qué no disfrutar, sólo por ser ateo, los regalos, las reuniones familiares y con amigos y el delicioso bacalao que prepara mi madre?
 

Y aunque me encantaría dejar en paz a la religión, es difícil, sobre todo cuando nos enteramos –en la edición del 3 de enero de Milenio Diario– que la arquidiócesis de México califica al gobierno del Distrito Federal de “talibanes laicistas” por ser “intolerantes a la crítica, fundamentalistas en sus principios inmorales, incapaces de aceptar el reto del diálogo con la racionalidad y el derecho”. Pero la palabra talibán es plural (el singular es talib, que significa “estudioso del Islam”), y la definición que da la Real Academia (“Perteneciente o relativo a una secta fundamentalista musulmana que trata de imponer la doctrina del Islam por la fuerza”) recuerda mucho más al fundamentalismo de la jerarquía católica que al gobierno del DF. En realidad, la acusación obedece a que éste ha promovido leyes como la que despenaliza el aborto hasta las 12 semanas (evitando cientos o miles de muertes anuales por abortos clandestinos), la que permite los matrimonios entre personas del mismo sexo (acabando con el estatus de ciudadanos de segunda –pero con la obligación de pagar sus impuestos completos– que tenían las minorías sexuales) y, más recientemente, la que autoriza el préstamo –no renta, ojo– de úteros, que permitirá que muchas parejas logren tener los hijos que sí desean.
 

Estas leyes le parecen a la jerarquía católica “modas europeas”, además de “inmorales e injustas, sin ningún sentido moral y ético”. Sin embargo, la sociedad parece aprobarlas, pues le parecen beneficiosas, y la ciencia nos indica que no hay ninguna razón para rechazarlas, más allá de la ideología particular de cada quién. A mí me parece, más bien, que amplían los derechos humanos. ¡Bienvenidas! (y al que no le gusten, que no las aproveche, recordemos que son voluntarias).
 

Milenio también nos informa que el obispo de Córdoba (España), Demetrio Fernández, durante la celebración de la fiesta de la Sagrada Familia el 26 de diciembre, acusó a la UNESCO de tener un plan para “hacer que en los próximos 20 años la mitad de la población mundial sea homosexual”. Sobran los comentarios: sólo veo que mi propósito de no criticar más a la iglesia será imposible de cumplir…
 

Finalmente, otro lector amable, pero muy despistado, me escribe sobre mi reciente texto sobre los avances en la lucha contra el sida: “Señores, ahora sí me sorprenden... siguen con el chisme del sida pintado de chupacabras, cuando hace tanto tiene cura y es curado cada día, [por un supuesto aparato milagroso inventado por un ingeniero mexicano] ¿y todavía dicen que se trata de un virus? […] ya dejen de conformarse con datos tan antiguos para un medio que debiera estar al día en la ciencia... les pasó de noche”.

Aclaro que lo que se publica en esta columna es responsabilidad exclusivamente mía, pero como se ve, desinformación, seudociencia, charlatanería, prejuicios discriminatorios y la más elemental falta de sentido común siguen vigentes en 2011, tanto en la iglesia como fuera de ésta, en México y en el mundo. Ante eso, este columnista no podrá dedicarse sólo a las maravillas de la “ciencia por gusto”; tendrá que seguir exhibiendo, cuando sea necesario, las tonterías que se dicen en nombre de la ciencia. ¡Ni modo!



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