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domingo, 6 de mayo de 2018

El misterio de la mitocondria ancestral

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 6 de mayo de 2018

Las mitocondrias son uno de esos conceptos que se prestan a burla. Todos oímos hablar de ellas en clase de biología, pero la mayoría de nosotros no recordamos gran cosa sobre el asunto. Excepto por una frase, tan trillada que se ha convertido en un meme de internet: “las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula” (por ejemplo, “lo único útil que aprendí en la escuela es que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula”, o “¿alguna vez miraste a tu novio y pensaste que las mitocondrias son las centrales energéticas de la célula?”).

Lo cierto es que son organelos celulares de gran importancia, porque realizan una función esencial que, en efecto, tiene que ver con la energía: oxidar los alimentos –como los azúcares– para, al romper los enlaces químicos que unen los átomos que los forman, y combinarlos con oxígeno, liberar energía química que luego se usará para impulsar el metabolismo. (Los más nerds entre mis lectores recordarán incluso que esta energía se almacena temporalmente en forma de moléculas de trifosfato de adenosina, o ATP, “la moneda pequeña de la célula”, para usar otra frase trillada de la clase de biología.)

Pero en realidad el atractivo de las mitocondrias es que, por un lado, son visual y estructuralmente intrigantes, con su aspecto de pequeñas salchichas que nadan dentro de la célula, las dos membranas que las envuelven, lisa la externa, rugosa la interna, y por su relativa independencia, al tener su propio pequeño genoma, separado del que aloja en el núcleo celular, y su propio ritmo de división. Y, por otro lado, y principalmente, por su origen, pues desde hace ya varias décadas se sabe que las mitocondrias fueron inicialmente bacterias de vida libre que penetraron en otras células y formaron una relación de simbiosis con ellas para dar origen a las primeras células complejas –eucariontes–, como las de animales y plantas (además de hongos y protozoarios).

La idea del origen de las células eucariontes mediante “simbiogénesis”, que iba en contra de lo que siempre se había creído, fue formulada inicialmente en 1905 por el botánico ruso Konstantin Mereschkowski (o Merezhkovski). Pero fue la bióloga estadounidense Lynn Margulis quien, a partir de la década de los 60, ayudó a popularizarla y, sobre todo, a sustentarla con evidencia y argumentos evolutivos. Hasta que, a finales de los 80, la idea pasó a formar parte del consenso de la comunidad científica.

Desde entonces se ha buscado identificar exactamente qué bacterias pudieron ser los ancestros de las modernas mitocondrias. Para ello se ha comparado la morfología, fisiología, bioquímica y genética de las mitocondrias con las de diversas bacterias. Hoy se acepta generalmente que surgieron hace unos dos mil millones de años a partir de la clase de las alfaproteobacterias. Y, más específicamente, a partir del orden de las rickettsiales, bacterias que, como los hipotéticos ancestros de las mitocondrias, viven como endosimbiontes dentro de otras células (endos, dentro).

Sitios de muestreo y árbol genealógico
 construido por los investigadores (Fuente: Nature
https://www.nature.com/articles/s41586-018-0059-5)
Pero hoy tenemos métodos más modernos y poderosos para estudiar la evolución y clasificación de los seres vivos. El pasado 3 de mayo la revista científica Nature publicó un artículo firmado por Thijs Ettema y su equipo, de la Universidad de Uppsala, Suecia, donde explican cómo tomaron muestras de ADN ambiental microbiano de cinco sitios de los océanos Pacífico y Atlántico, a profundidades que van de 100 a 5 mil metros, y realizaron análisis metagenómicos –es decir, de todo el ADN disponible, que incluye los genomas de todas las especies presentes. En particular, se concentraron en los genes del ADN ribosomal, que contiene la información para fabricar las moléculas que forman el ribosoma, un organelo especialmente útil para estudios evolutivos porque está presente en absolutamente todos los seres vivos). A partir de ello, mediante complejos métodos computarizados, lograron construir un nuevo árbol genealógico de las alfaproteobacterias.

El resultado: en este nuevo árbol, las mitocondrias no quedarían clasificadas dentro de las alfaproteobacterias, sino en una rama paralela, como “hermanas” de todas ellas, y su origen podría ser aún más antiguo de lo que se pensaba. En este nuevo esquema, mitocondrias y rickettsiales, a pesar de sus similitudes, no formarían parte de la misma familia, sino que habrían tenido orígenes evolutivos paralelos.

Como siempre, los científicos disfrutan investigando misterios dignos de un detective. Y como siempre, la tecnología les ofrece nuevas maneras de hacerlo. Por cierto, en una fecha significativa, pues las mitocondrias inspiraron a los infames “midichlorians” de la saga de Star Wars, cuyo día se celebró el pasado 4 de mayo (“may the fourth…”).

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domingo, 3 de septiembre de 2017

El virus que quiso ser célula

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 3 de septiembre  de 2017

El Klosneuvirus 
(fuente: Science Magazine 
http://ow.ly/cg4j30eY2qF)
Si algo nos ha demostrado la biología es que la vida es flexible. Los sistemas vivos son capaces de la más sorprendente adaptación, que es el principal producto de la evolución en la continua lucha por sobrevivir.

Es esta enorme diversidad y flexibilidad la que hace que sea tan difícil definir la vida. Cada vez que uno trata de delimitar una serie de rasgos distintivos que caracterizan a los seres vivos, surge alguna excepción que da al traste con el intento.

Los virus son un caso especialmente interesante. Tradicionalmente se considera que no son organismos. Se los define como partículas formadas por una cápsula (o “cápside”) de proteínas que protege a una pequeña porción de ácidos nucleicos (el clásico ADN o bien su pariente más antiguo, el ácido ribonucleico, ARN). Pueden estar o no cubiertos por una membrana flexible parecida a la que rodea a las células.

Pero los virus no son células: por el contrario, para multiplicarse necesitan infectar células y apoderarse de su maquinaria genética, para que copie su genoma y fabrique sus proteínas. En ese sentido, tampoco están vivos: sólo están activos cuando se hallan dentro de una célula.

La inmensa mayoría de los virus son más pequeños que cualquier célula y contienen pocos genes: algunos sólo dos, pero normalmente unos cuantos. Como comparación, el genoma de la bacteria intestinal Escherichia coli tiene unos 4,300 genes, y el genoma humano, 20 mil.

Pero en 2003 se identificó un virus tan enorme que era mayor que algunas células, y que tiene un genoma con casi mil genes: mayor que el de muchas bacterias. Como parecía mimetizarse con una verdadera célula (de hecho se le confundió con una cuando fue descubierto), se le llamó “mimivirus”; ya hemos hablado de él en este espacio.

Posteriormente se han descubierto otros virus enormes, tanto en tamaño como en complejidad y número de genes; entre ellos el pandoravirus, que tiene 2,500 genes.

Virus gigantes
(fuente: Science Magazine
http://ow.ly/cg4j30eY2qF)
Y resulta que estos virus gigantes poseen además genes relacionados con funciones metabólicas que hasta hace poco se consideraban exclusivas de las células, como la fabricación de las enzimas sintetasas de ARN de transferencia.

Estos y otros descubrimientos llevaron a proponer que estos grandes virus podrían ser descendientes de una cuarta rama del gran árbol de la vida. Las tres ya conocidas son las células con núcleo (eucariontes, como protozoarios, hongos, plantas y animales), las bacterias, y las arqueas (primas de las bacterias, aunque distintas a nivel molecular y metabólico). Los hipotéticos organismos de la cuarta rama habrían ido perdiendo funciones –y genes– hasta convertirse en los parásitos que son actualmente.

Recientemente, un equipo de virólogos encabezados por Frederik Schulz, del Instituto de Genómica del Departamento de Energía de los Estados Unidos, en California, halló algo nuevo al analizar lodos provenientes de una planta de tratamiento de aguas de la ciudad de Klosterneuburg, en Austria. Sus resultados se publicaron en la revista Science en abril pasado.

Utilizando métodos de metagenómica, que permiten identificar a los organismos presentes en una muestra a partir sólo de su ADN, hallaron lo que parece ser el genoma de un nuevo virus gigante, al que llamaron klosneuvirus. Lo interesante es que este virus tiene 20 distintas enzimas sintetasas de ARN de transferencia, correspondientes a cada uno de los 20 aminoácidos que forman las proteínas. Es decir, un juego completo de dichas enzimas… igual que una célula viva.

Esto no quiere decir que el virus pueda producir sus propias proteínas, pues no tiene ribosomas, las fábricas moleculares que hacen dicho trabajo en las células (hasta ahora no se ha hallado señal de los genes necesarios para fabricar ribosomas en ningún virus conocido). Pero sí parecería, a primera vista, fortalecer la hipótesis de que los virus gigantes descienden de antiguas células, quizá pertenecientes a esa hipotética cuarta rama del árbol de la vida.

Para investigarlo más a fondo, Schulz y sus colegas estudiando, con métodos de análisis genético comparado, la procedencia de dichos genes. Lo que hallaron fue inesperado: cada gen parecía provenir de un linaje evolutivo distinto, principalmente de algas. En otras palabras, no parecían descender de un antepasado común, una célula antigua que fue perdiendo genes hasta convertirse en el klosneuvirus actual. Por el contrario, éste parece haber surgido a partir de un virus pequeño que fue adquiriendo enzimas una por una, por aquí y por allá, a partir de distintos organismos. Un fuerte golpe para la hipótesis del cuarto dominio de la vida. (Aunque otros virólogos desconfían, y opinan que la posibilidad de una cuarta rama del árbol de la vida no puede descartarse hasta que no se aísle al klosneuvirus mismo, en vez de sólo confiar en deducciones sobre su existencia a partir del ADN hallado en muestras.)

¿Y para qué querría un virus, por gigante que sea, tener sus propios genes para fabricar enzimas relacionadas con la producción de proteínas? Quizá porque algunas células, al detectar que han sido infectadas por virus, dejan de fabricar dichas enzimas, como mecanismo de protección. Los genes transportados por el virus podrían ser una forma de pasar por encima de esta defensa.

Queda claro que los virus son un territorio todavía poco explorado, que probablemente seguirá dándonos sorpresas que quizá sigan haciendo más borrosa la línea entre virus y células.

Y también que los organismos y las especies vivas son en realidad sistemas modulares formados por combinaciones enormemente flexibles de distintos genes, casi como bloques de lego moleculares.

Sin duda, la flexibilidad es una de las características fundamentales lo vivo.


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domingo, 2 de abril de 2017

El gran cambio atmosférico

Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 2 de abril de 2017


Cianobacterias
Hace mucho, mucho tiempo (unos 2 mil 300 millones de años para ser más precisos), no en una galaxia muy lejana, sino en este mismo planeta que habitamos, ocurrió un evento catastrófico.

La atmósfera sufrió un cambio dramático que la llenó de un gas corrosivo y dañino, que alteró para siempre las condiciones de vida para prácticamente todos los seres vivos.

Y no, no se trataba de un gas de invernadero, sino del hoy omnipresente oxígeno, que normalmente tomamos casi como sinónimo de vida, pero que para los microorganismos existentes entonces, acostumbrados a una atmósfera en que no estaba presente, era veneno puro.

Nuestro planeta se originó hace unos 4 mil 500 millones de años, a partir de la nebulosa de la cual se formó el sistema solar. Hoy la composición de la atmósfera terrestre es un 78% de nitrógeno, casi 21% de oxígeno, menos de 1% de argón y el resto de otros gases (sí, el dióxido de carbono fluctúa alrededor de un 0.04%, y es un aumento mínimo en esta cantidad el que basta para producir el cambio climático que nos amenaza).

Pero la atmósfera original de la Tierra era muy distinta. Contenía nitrógeno y dióxidos de carbono y de azufre, pero no oxígeno libre (hasta hace poco se pensaba que la atmósfera de la Tierra primitiva contenía compuestos reductores como metano, sulfuro de hidrógeno y amoniaco, pero investigaciones recientes parecen desmentir esta idea). Esto se debe a que el oxígeno es un gas muy reactivo, que inmediatamente forma compuestos con otros elementos, y por lo tanto no es estable en forma pura.

El gran evento de oxigenación
Sin embargo, hace unos 2 mil 300 millones de años comenzó lo que se conoce como “el gran evento de oxigenación” (u “oxidación”): la liberación continua a la atmósfera de cantidades masivas de oxígeno libre, hasta llegar a la concentración actual de 21%. ¿Qué causó este cambio, que tomó más de mil millones de años? El surgimiento de organismos microscópicos capaces de llevar a cabo la fotosíntesis: el proceso que toma dióxido de carbono y agua y forma carbohidratos, liberando oxígeno como residuo.

Hasta hace poco se pensaba que los primeros organismos fotosintéticos habían sido las cianobacterias (antes conocidas como algas verdeazules, pero que hoy sabemos no son plantas, sino bacterias). Por su parte, las plantas aparecieron mucho después que las cianobacterias, y los cloroplastos con los que realizan la fotosíntesis son descendientes de ellas que se quedaron a vivir dentro de las hoy células vegetales. Pero esa es otra historia.

Sin embargo, el pasado 31 de marzo la revista Science publicó los resultados de un equipo de investigadores australianos y estadounidenses encabezados por Philip Hugenholtz, de la Universidad australiana de Queensland, que cuestionan esta versión. Compararon los genes de diversas especies de cianobacterias (no todas las cuales son fotosintéticas) y sus parientes cercanos, incluyendo bacterias que no se han cultivado en el laboratorio, pero cuya existencia se conoce gracias a métodos metagenómicos. El análisis indica que los genes necesarios para realizar la fotosíntesis no se originaron en las propias cianobacterias, sino que muy probablemente fueron importados de otras especies de microorganismos, aún más antiguos. Probablemente, las cianobacterias refinaron y perfeccionaron después la fotosíntesis.

La identidad de estos posibles primeros productores de oxígeno todavía se desconoce. Pero el análisis ayuda a entender mejor cómo surgió la moderna atmósfera terrestre.


Hoy la gran mayoría de los organismos respiramos oxígeno (aunque sigue habiendo excepciones: las bacterias anaeróbicas). Pero esto sólo es posible gracias a esos antiguos eventos evolutivos que permitieron que los genes surgidos en distintas especies se reacomodaran, barajaran y distribuyeran para dar origen, por azar, al complejo mecanismo que hoy es responsable de nuestra atmósfera inundada de oxígeno.

Por cierto, una atmósfera así es totalmente atípica: no se conoce otro planeta que la tenga. Si halláramos un planeta con abundante oxígeno libre, esto sería un indicio casi seguro de vida. El oxígeno no es indispensable para la vida, pero la vida sí es necesaria para el oxígeno: los primeros organismos vivos no necesitaban oxígeno (ni producíansus propios alimentos), pero la presencia de oxígeno libre en una atmósfera sólo puede ser, hasta donde sabemos, producto de organismos vivos.


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domingo, 13 de noviembre de 2016

El árbol de Darwin evoluciona

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 13 de noviembre de 2016

El árbol evolutivo
original de Darwin
(1837)
Acaba de terminar una semana terrible. Murió otro de los grandes, Leonard Cohen. El pueblo estadounidense demostró que no es capaz de impedir que un loco irresponsable que representa lo peor de la cultura de su país llegue al puesto de mayor poder en el planeta (hoy, increíblemente, Donald J. Trump es el personaje más famoso y más poderoso del planeta, alguien en quien todos en el mundo despertamos pensando, al menos en lo que pasa el shock inicial). Y los mexicanos demostramos que no hemos abandonado nuestras fobias y prejuicios ancestrales, y que podemos ser manipulados por campañas religiosas para discriminar a grupos minoritarios, mientras que nuestros políticos, al sepultar la iniciativa para aprobar a nivel nacional el matrimonio igualitario, demostraron que no gobiernan para beneficiar al país, sino para ganar votos.

La sección de ciencia del New York Times, al día siguiente de la fatídica elección estadounidense, anunció que estaría re-publicando algunos de sus mejores artículos de este año, como apoyo para distraer la mente de sus lectores de negro panorama político.

Eso me da pie para recuperar una fascinante noticia publicada en abril pasado: la construcción de una nueva versión, mucho más detallada, del “árbol de la vida”, que trae algunas grandes sorpresas.

La idea de árbol de la vida, el menos en el sentido moderno, biológico, procede de Charles Darwin, quien en el siglo XIX propuso que las especies de seres vivos evolucionan por un proceso de variación y selección a partir de sus ancestros. Todos los seres vivos estamos relacionados; todos somos parientes, y todos procedemos de un mismo origen evolutivo. Si representamos gráficamente este proceso, poniendo el origen de la vida en la raíz y el avance del tiempo y de la evolución hacia arriba, lo que obtenemos es precisamente un árbol cuyas ramas se bifurcan incesantemente.

Árbol de cinco
reinos de Ernst
Haeckel (1866)
En tiempos de Darwin, cuando se pensaba que el mundo se dividía en tres reinos, mineral, animal y vegetal, la taxonomía –la clasificación de los seres vivos– se guiaba por las características físicas de los distintos organismos. Posteriormente, El avance de la ciencia y el estudio de los microorganismos unicelulares, así como el desarrollo de disciplinas como la citología, microbiología y la bioquímica, hicieron que los  métodos de clasificación incluyeran también las características metabólicas de los organismos (después de todo, todas las bacterias se ven más o menos parecidas: sólo estudiando sus diferencias metabólicas se las podía distinguir). El árbol de la vida se fue complicando.

En el siglo XX se hablaba más bien de filogenia que de taxonomía (aunque ambos términos son casi sinónimos), y la genética y la biología molecular hicieron posible, por primera vez, clasificar a los organismos de acuerdo a la información contenida en sus genes, o bien expresada en la secuencia de aminoácidos que forman sus proteínas (la cual, como se recordará, depende de la información genética). Se popularizó un árbol de la vida dividido en cinco reinos: animal, vegetal, hongos (que no son ni plantas ni animales), protozoarios (organismos microscópicos, casi siempre unicelulares, con núcleo celular) y bacterias, que a diferencia de todos los anteriores, llamados eucariontes, son procariontes: organismos microscópicos unicelulares cuyas células no tienen un núcleo definido.

Árbol filogenético
de tres dominios
de Carl Woese
Pero en 1990, el investigador estadounidense Carl Woese, luego de analizar la información genética del ribosoma –organelo celular responsable de fabricar proteínas, que está presente en todas las células vivas– descubrió que el árbol de la vida en realidad tiene tres grandes ramas, a las que llamó dominios: el que incluye a los cuatro reinos de eucariontes; el de las bacterias, y un dominio nuevo que contiene a otros organismos aparentemente muy similares a éstas, pero que presentan también diferencias tan grandes que ameritaban incluirlas en su propio dominio: las arquea (o archaea en latín, anteriormente clasificadas como “arqueobacterias”).

El siglo XXI nos trajo la era de la genómica: la posibilidad de analizar ya no genes individuales, sino genomas enteros (la totalidad de los genes de un organismo). Y también, gracias a la secuenciación masiva de ADN y su análisis mediante poderosas computadoras, dio paso a la era de la  metagenómica: el análisis simultáneo de múltiples genomas de todos los distintos organismos presentes en una muestra.

Durante años, un grupo internacional de investigadores encabezados por Jillian Banfield, de la Universidad de California en Berkeley, analizaron los genes correspondientes a 16 proteínas de los ribosomas de 1,011 nuevas especies de microorganismos, descubiertas mediante métodos metagenómicos que permiten detectarlos aunque jamás se hayan observado ni cultivado en el laboratorio. Obtuvieron las muestras de ecosistemas tan diversos como la boca de delfines, ventilas hidrotermales submarinas, aguas superficiales, el desierto de Atacama, una pradera y un géiser.

El árbol filogenético
presentado por Jill Banfield
 en 2016. Nótese la gran
rama (morado) de la
radiación de
candidatos a phylum.
Luego, usando 3 mil 800 horas (más de cinco meses) de tiempo de una supercomputadora, compararon esos genomas con los de otras 2,072 especies de organismos ya conocidos, pertenecientes a todas las ramas del árbol de la vida, y construyeron un nuevo árbol filogenético que muestra, de manera más detallada que nunca antes, las relaciones evolutivas entre los seres vivos. Sus resultados se publicaron en la revista Nature Microbiology.

Dos cosas destacan en este bello árbol. Una es la cantidad inmensa de microorganismos, tanto bacterias como arquea, cuya existencia desconocíamos: resulta que la mayor parte de las especies vivas forman parte de la “materia oscura microbiana” que sólo detectamos por su ADN. Otra es una gran rama dentro del dominio de las bacterias –llamada “radiación de candidatos a phylum” (candidate phyla radiation; los phylum son un nivel de clasificación biológica intermedio entre reino y clase)– constituida por organismos jamás cultivados pero cuyo metabolismo, según se puede deducir de su ADN, es enormemente simple, al grado de que carecen de algunas funciones biológicas básicas. Se especula que pueden ser representantes de especies muy antiguas, o bien que se han adaptado para sobrevivir en simbiosis.

¿Y nosotros? Los animales, junto con todos los demás organismos eucariontes, quedamos en una rama ínfima derivada del dominio de las arquea.

La nueva y detallada imagen del árbol de la vida no sólo es fascinante: también inspira humildad. A Darwin le habría encantado. Pero quizá también nos da un sentido de perspectiva: frente a la inmensidad de la evolución biológica, la subida al poder de un desquiciado, y otras injusticias de la vida, se ven un poquito –sólo un poquito– menos amenazadoras.


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miércoles, 22 de junio de 2016

La malentendida evolución

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 22 de junio de 2016

Oikopleura dioica
La evolución por medio de la selección natural –la gran idea de Darwin– es la columna vertebral de la biología, y una de las más poderosas ideas producidas por la mente humana. Y sin embargo, es también una de las peor entendidas por la mayoría de la gente.

Uno de los malentendidos clásicos respecto a la evolución es creer que avanza de manera lineal, como en el típico –e incorrecto– esquema en que un mono se va convirtiendo en humano. Otro es que camina en una dirección definida, hacia el “mejoramiento” de las especies (mayor tamaño, mayor complejidad, organismos más “avanzados”). Lo cierto es que la evolución es un proceso ciego que avanza, como una enredadera, en cualquier dirección hacia donde pueda extenderse, siempre y cuando se cumpla su único requisito: que los organismos sobrevivan.

Otro malentendido es creer que son los organismos individuales quienes evolucionan; error reforzados por caricaturas como Pokémon (cuyo nombre, por cierto, deriva de pocket monsters, o monstruos de bolsillo), donde un mismo animal puede “evolucionar” transformándose en versiones más “avanzadas” de sí mismo. En realidad, quienes evolucionan son los grupos de organismos –las poblaciones–, a lo largo de muchas generaciones.

Un equipo de investigadores de la Universidad de Barcelona, conformado por Ricard Albalat y Cristian Cañestro, publicaron en el número de julio de la revista Nature reviews una monografía que echa por tierra otro error común acerca de la evolución: que ésta siempre conlleva un aumento en el número de genes de una especie.

Albalat y Cañestro son especialistas en la genética de un pequeño organismo marino llamado Oikopleura dioica, de sólo 3 mm, que sin embargo comparte muchos genes con la especie humana. Oikopleura es interesante, entre otras cosas, porque ha perdido numerosos genes a lo largo de su evolución (por ejemplo, los relacionados con la producción del ácido retinoico, un compuesto que se considera indispensable para el desarrollo embrionario de todo animal). Estudiarlo ayuda a conocer mejor qué genes son indispensables en el humano y cuáles no tanto, y sobre todo a descubrir funciones desconocidas de genes humanos.

Hoy la secuenciación de genomas completos de muchas especies permite hacer detalladas comparaciones, y revela la historia de los cambios, ganancias y pérdidas de genes en los linajes evolutivos. Los investigadores catalanes escribieron su monografía para mostrar que no sólo la aparición de nuevos genes y su cambio a través de mutaciones, sino también su pérdida, puede ser un proceso central en la evolución.

Explican que, para que un gen pueda perderse, su función debe ser opcional, no vital, para el organismo. Esto puede suceder bien porque se ha desarrollado una forma alterna de realizar la misma función, o porque las condiciones del medio en que vive hacen que ésta no sea ya necesaria. Dos ejemplos de pérdida de genes son los parásitos, que dependen en gran medida de las funciones de otro ser vivo para sobrevivir y por tanto pueden soportar la pérdida de órganos o funciones, y la existencia de animales como los peces ciegos de las cavernas, cuyos ojos pudieron desaparecer por resultarles inútiles en la oscuridad en que viven.

Albalat y Cañestro hacen énfasis, sin embargo, en que nada de esto puede interpretarse como que dichas especies se “degeneren” o retrocedan evolutivamente. En biología, evolución significa simplemente cambio para sobrevivir, no mejora ni avance en alguna dirección predeterminada.

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miércoles, 27 de abril de 2016

Esas malditas canas

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en Milenio Diario, 27 de abril de 2016

A nadie le gusta envejecer, y uno de los primeros signos que nos hacen darnos cuenta de que la juventud es un tesoro escurridizo es la aparición de las primeras canas.

La primera solución para quienes nos negamos a dejar que la naturaleza siga su curso y a aprender a vivir con un número cada vez mayor de canas, es simplemente arrancarlas. Algo factible sólo en las primeras etapas del inevitable encanecimiento que todos, algunos tarde y otros desde muy temprano, sufrimos. Pero que se vuelve impráctico conforme estos molestos recordatorios de nuestra mortalidad van aumentando en número e invaden zonas como cejas, patillas, barbas y el vello de otras partes del cuerpo.

Más tarde, uno se ve obligado a recurrir a tintes, que además de ser caros, maltratan el cabello y nunca acaban de verse totalmente naturales (por el contrario, con gran frecuencia hacen que uno se vea como muñeco de ventrílocuo, sobre todo si lo que se pinta es la barba). Y hay zonas del cuerpo humano en las que uno realmente duda antes de aplicar un tinte, que siempre tiene cierto efecto irritante.

¿Qué causa el encanecimiento? En realidad la pregunta tendría que ser a la inversa: ¿qué causa que el pelo tenga color? Respuesta: una familia de pigmentos llamados melaninas, que dan color no sólo al pelo, sino a toda la piel, y que vienen en dos variedades principales: la eumelanina (del griego eu, “verdadero”), que va de color café al negro, y la feomelanina, cuyo nombre no viene de “feo”, sino del griego phaeos, “gris”, y que sin embargo es de color anaranjado-rojiza. La concentración y distintas combinaciones de melaninas presentes en la piel y el cabello dan origen a la variedad de tonalidades que observamos en los distintos grupos e individuos humanos. Pues bien, la causa del encanecimiento es el cese de la producción de melanina.

El cabello es una estructura extremadamente compleja. Se produce en unos pequeños órganos de la piel llamados folículos, y consta principalmente de células llamadas queratinocitos, por estar repletas de la proteína queratina (que, además del pelo, forma la capa superficial de la piel, las uñas y las pezuñas y cuernos de los animales). Sólo las células del folículo están vivas; las que forman el pelo propiamente dicho (o tallo) están muertas. La melanina que da color al cabello es producida por otras células del folículo, llamadas, muy apropiadamente, melanocitos, y pasa a los queratinocitos a través de unos gránulos denominados melanoplastos. Y resulta que a lo largo de la vida los melanocitos suelen vivir y renovarse durante menos tiempo que los queratinocitos (técnicamente, las células madre de los melanocitos, o melanoblastos, dejan de reproducirse); como resultado, el cabello sigue creciendo, pero ya sin color.

El encanecimiento sobreviene cuando los melanocitos del folículo mueren y dejan de producir melanina. Hasta hace poco no se entendían las bases genéticas de este proceso. Pero un equipo multinacional de 36 científicos coordinado por Andrés Ruiz Linares, del University College de Londres, en el que participaron varios mexicanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), junto con especialistas de otros cuatro países (Colombia, Perú, Brasil, y Chile) publicó, el pasado primero de marzo, un artículo en la revista Nature Communications donde describen, entre otros hallazgos, el primer gen relacionado con el encanecimiento en humanos (que, se piensa, puede tener que ver con la supervivencia y reproducción de los melanocitos del folículo piloso).

El gen se localizó estudiando los genomas de 6 mil 357 individuos, hombres y mujeres, que mostraron tener genes de orígenes mixtos (48% europeos, 46% nativo americano y 6% africano). Se usaron métodos estadísticos para relacionar las características de su cabello (distribución, calvicie, color, encanecimiento, forma rizada o lacia y, en hombres, distribución del vello facial, como patillas, barba, ceja y presencia de “uniceja”) con sitios específicos del genoma. Además del gen relacionado con el encanecimiento, se localizaron también otros genes interesantes, relacionados con otros aspectos estudiados.

Es probable que este tipo de investigaciones puedan llevar, con el tiempo, a terapias que permitan controlar y combatir el encanecimiento (por ejemplo, mejorando la supervivencia de los melanocitos del folículo), lo cual haría felices a muchos de quienes odiamos las canas. Pero quizá también nos puedan dar la posibilidad de cambiar el color o la textura del cabello (¿se imagina, lectora, volverse pelirroja o lacia de manera natural, al modificar la expresión de los genes de los folículos pilosos?). Y también podrían llevar a aplicaciones menos frívolas y más cercanas, como el usar muestras genéticas de los restos de un cuerpo humano para determinar el color del pelo y su textura, lo cual podría ser de gran utilidad para las ciencias forenses y la arqueología.

La mala noticia es que eso, si llega, llevará tiempo. Por lo pronto, tendremos que seguir recurriendo a los tintes o las pinzas de depilar. Ni modo.

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