miércoles, 30 de marzo de 2011

El virófago

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 30 de marzo de 2011



Un mamavirus gigante con varios
virófagos Sputnik en su interior
La palabra sarcófago significa, literalmente, “devorador de carne”; un nombre muy descriptivo, aunque ligeramente macabro. Cuando se descubrieron virus que atacaban a bacterias, se les llamó “bacteriófagos”, aunque en este caso el nombre era impreciso: los virus no “devoran” a las bacterias, sino que las parasitan. Introducen en ellas su material genético, que se apodera de la maquinaria de reproducción y comienza a fabricar incesantemente copias del virus.

Los virus son entidades extrañas: se hallan en la frontera entre lo vivo y lo inanimado (sólo presentan funciones vitales cuando parasitan una célula), y su origen evolutivo sigue siendo un misterio (aunque hay diversas hipótesis al respecto, e incluso puede ser que hayan tenido varios orígenes). En 1992 se encontró un tipo de virus sorprendente, que infecta a cierto tipo de amibas de agua sucia (Acanthamoeba polyphaga). Era tan grande que podía verse al microscopio, y por ello se lo confundió con una bacteria. Cuando en 2003 se descubrió el error, se lo llamó “mimivirus” (de mimós, imitar).

En septiembre de 2008 Didier Raoult, del Centro Nacional de la Investigación Científica, en Francia, descubrió un virus aún más grande, pariente del mimivirus, y en son de broma lo llamó “mamavirus”. Pero había más sorpresas: también halló otro pequeño virus asociado a éste, que no podía reproducirse dentro de las amibas si éstas no estaban infectadas por el mamavirus. A este tipo de virus se les conoce como “virus satélite”; usando nuevamente el humor, el pequeño acompañante fue llamado Sputnik (en alusión al primer satélite artificial, y debido a que en ruso el nombre significa, precisamente, “viajero acompañante”).

Pero el virus Sputnik no sólo acompaña al mamavirus: lo parasita. No porque se meta dentro del virus gigante, sino que aprovecha la maquinaria de reproducción controlada por el mamavirus para producir sus propias copias, y al hacerlo estorba la reproducción del propio mamavirus (frenándola y produciendo copias defectuosas, que tienen dificultades para infectar a nuevas amibas). Debido a ello, y a pesar de que el nombre nuevamente sea inexacto, se le clasificó como un “virófago” (por comparación con los bacteriófagos).

Tanto el mimivirus como el mamavirus y su acompañante Sputnik habían sido aislados de torres de enfriamiento de agua. Pero esta semana, en la Revista de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos (PNAS), el equipo de Ricardo Cavicchioli, de la Universidad de Nueva Gales del Sur, en Australia, anuncia el descubrimiento de un nuevo virófago, esta vez silvestre, en el hipersalino Lago Orgánico, en la Antártida.

Lo más asombroso es que este virus, llamado “virófago del lago orgánico” (VLO, o en inglés, OLV), que parasita a los llamados ficodnavirus, que atacan a las algas del lago (ficos = alga), podría de hecho controlar la ecología del lago. Como se comprobó mediante modelos computacionales, al impedir que los ficodnavirus infecten a demasiadas algas, el VLO mantiene el equilibrio del lago, al reducir la mortalidad de algas y aumentar la frecuencia de sus brotes durante el verano austral.

La naturaleza nos muestra que la vida –y los virus, se consideren vivos o no, son indudablemente sistemas biológicos– puede existir en niveles distintos, anidados unos dentro de otros como muñecas rusas. Se ha descubierto ya un tercer virófago (el mavirus, que parasita a otro virus gigante que a su vez infecta a un  flagelado marino que lleva el curioso nombre de Cafeteria roenbergensis), lo que hace pensar que son más comunes de lo que se pensaba. Quizá pronto presenciaremos una pequeña revolución en la biología: los elementos más pequeños de la vida podrían ser fundamentales para el control de ecosistemas completos.


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miércoles, 23 de marzo de 2011

La pobre ciencia mexicana

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 23 de marzo de 2011



El pasado 9 de marzo el hasta entonces director del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), Juan Carlos Romero Hicks, luego de presentar su renuncia por motivos no especificados, fue sustituido en el cargo por el ingeniero químico, experto petrolero y exdirector del Instituto Politécnico Nacional, Enrique Villa Rivera.

La noticia muestra, una vez más, la precaria situación de la ciencia mexicana: sin rumbo, sin que se le dé la importancia que merece, sin un verdadero proyecto nacional (“política de estado en ciencia y tecnología”, le llaman, y seguimos careciendo de ella a pesar de que es parte de los objetivos del CONACYT).

Y no es que el cambio sea inadecuado, o al menos no lo parece. La gestión de Romero Hicks recibió numerosas críticas, al parecer muchas de ellas merecidas. Durante su gestión el presupuesto destinado al desarrollo científico y tecnológico fue, si no disminuido, sí amenazado, y varios de los problemas que aquejan al sistema de ciencia y tecnología nacional persistieron o empeoraron. Pero yo sospecho que muchos de éstos son más bien defectos estructurales del sistema.

Después de todo, la ciencia mexicana tiene una historia de dificultades. Luego de varios siglos de pequeños logros y un papel más bien mediano, llegó al siglo XXI sin consolidarse. Al inicio de la presidencia de Luis Echeverría, durante el auge petrolero de los años 70, pareció que las cosas iban a cambiar, con la creación del CONACYT. Se pensaba que se lograría así reunir la famosa “masa crítica” que nos permitiría comenzar a salir del subdesarrollo y acercarnos al ansiado primer mundo, a través del progreso científico-tecnológico-industrial.

Pero pronto la alocada inflación de los 70 y 80 frenó el sueño: los sueldos de los investigadores científicos quedaron pulverizados, y el problema de la llamada “fuga de cerebros” se volvió crítico. Tanto así, que parte de la comunidad científica logró pactar con el gobierno una solución de urgencia: crear un sistema de apoyos para complementar el sueldo de los científicos y evitar que desertaran del país… o de la ciencia (para dedicarse, por ejemplo, a manejar un taxi o poner un puesto de tacos).

Crecimiento del número
de investigadores del SNI por género
Nació así el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), con la misión de “reconocer la labor de las personas dedicadas a producir conocimiento científico y tecnología”. Esto se hace, luego de un proceso de evaluación por comisiones de colegas expertos, otorgando un incentivo económico que es, de hecho, un complemento al sueldo del investigador. Así, a través de un “parche”, se logró que los sueldos de los investigadores volvieran a ser competitivos.

Hoy, a 25 años de su fundación, el SNI está siendo cuestionado: de solución temporal pasó a ser elemento indispensable, con numerosos defectos y vicios (fomenta, por ejemplo, que los investigadores se perpetúen en sus puestos, pues si se jubilan perderían dicho estímulo; y hay quien opina que el sistema se ha “prostituido”, pues fomenta “obsesivamente” la productividad numérica, sin necesariamente garantizar la calidad a largo plazo).

Aunque no concuerdo con los demagogos que exigen su desaparición –así como exigían la renuncia del director de CONACYT– sí creo que es necesario revisarlo y mejorarlo. Pero lo más urgente es que el gobierno federal comience a valorar la ciencia en su justa medida: en diciembre pasado, por primera vez en la historia, un centenar de investigadores nacionales organizaron una protesta frente al Consejo, debido al enorme retraso en la entrega de recursos federales indispensables para su labor. Y ese retraso no fue culpa de Romero Hicks. Quizá habría que preguntarle a Bruno Ferrari, secretario de Economía (y uno de los representantes de la derecha católica más recalcitrante, por cierto), qué pasó con esos recursos, que se entregaron hasta bien entrado 2011. Después de todo, es el presidente de la Junta de Gobierno del CONACYT (lo cual nos da idea de cómo están las prioridades en ese organismo: el dinero por encima de la academia).

Lo dicho: en México, todavía, la ciencia sigue sin ser apreciada. Y así nos va.


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miércoles, 16 de marzo de 2011

Desastre… ¿natural?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 16 de marzo de 2011


El terremoto de grado 9 ocurrido el pasado viernes en Japón fue el principio de una cadena de desastres.

El tsunami subsecuente –que ocurrió a unos 130 kilómetros de la costa nororiental de Japón–, con olas de hasta 10 metros, causó una devastación que horrorizó al mundo, al ser transmitida en tiempo real. Y los daños se extendieron, conforme la onda expansiva atravesaba el Pacífico, a otras latitudes, como California, Perú, y la costa de Chile, en particular, que recibió todavía bastante fuerza de la onda (pues ésta no se expande uniformemente por el océano, sino que sigue un patrón irregular de propagación).
Propagación de la energía del sismo
 de Japón en el Pacífico
Pero faltaba más: terremoto y olas causaron daños graves a varias plantas nucleares en Japón. En una de ellas (Fukushima) se produjo una explosión que liberó gases radiactivos a la atmósfera. Y el riesgo de una liberación masiva de material nuclear era alto.

¿Se trató de un accidente –y por tanto, previsible– o un desastre natural, que por definición está más allá de nuestro control?

Por supuesto, un terremoto es un fenómeno natural, imprevisible e inevitable. Pero para que éste se convierta en catástrofe humana tiene que haber falta de previsión. Japón está en una zona sísmica; sus habitantes saben que viven en riesgo. Por otra parte, un tsunami después de un terremoto marino tampoco es nada excepcional. La prevención de desastres consiste, precisamente, en tomar medidas razonables, basadas en la probabilidad de que se presenten fenómenos naturales dañinos, para minimizar los estragos que éstos puedan causar a la sociedad humana. ¿No tomaron los ingenieros nucleares en Japón las medidas adecuadas?

El reactor de Fukushima, mostrando
el núcleo y las dos cubiertas
 de hormigón que lo protegen
De hecho, sí lo hicieron. Pero los eventos superaron todas las previsiones. Un reactor nuclear consta de barras de combustible radiactivo –uranio o plutonio– que sufren una reacción controlada de fisión a altísima temperatura, que hace hervir agua, la cual se aprovecha para generar electricidad. Ante el terremoto, un sistema automático paró por completo la reacción nuclear –introduciendo totalmente las barras controladoras de cadmio u otro material que absorben los neutrones y detienen la reacción en cadena. Pero el núcleo radioactivo del reactor sigue caliente, y necesita un bombeo constante de agua durante días para enfriarse totalmente.

En Fukushima el temblor, combinado con el tsunami, cortó la energía eléctrica que alimenta las bombas de agua, y dañó además las plantas de emergencia. Los reactores quedaron entonces en riesgo de sobrecalentarse y fundirse –en inglés se habla de un nuclear meltdown–, con lo que el material radiactivo podría atravesar la pared de acero del reactor y la doble cubierta de hormigón que lo protege, quedando expuesto y generando una contaminación desastrosa, como ocurrió en Chernobyl en 1986.

Afortunadamente, al parecer eso no sucedió. Los técnicos japoneses lograron bombear agua de mar para enfriar los núcleos, aun cuando esto dejó inservibles los reactores. Pero sí hubo escape de radiación, debido a la explosión de gas hidrógeno acumulado por la corrosión acelerada que sufrió uno de los reactores. Por ello, las autoridades de salud japonesas toman ya medidas para reducir los daños por radiación en la población.

La tragedia no acaba aquí, sin embargo: es probable que el desastre japonés mueva a gobiernos y opinión pública a oponerse al uso de la energía nuclear, en un momento en que la crisis del petróleo y el cambio climático exigen nuevas formas de generar energía. Y otras opciones, como la energía eólica o solar simplemente todavía no dan el ancho.

Si esto sucede –y tendremos que hacer un difícil balance costo-beneficio antes de tomar decisiones respecto al uso futuro de energía nuclear en el mundo–, es posible que los efectos negativos del gran terremoto de 2011 se extiendan mucho más allá del nivel de desastre o accidente.


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jueves, 10 de marzo de 2011

¡Tres mil suscriptores!

No hay mayor satisfacción que darse cuenta de que lo que uno hace les parece valioso a los demás. Especialmente si uno es comunicador. Qué gusto ver que 3 mil personas hayan querido suscribirse al blog donde reproduzco, en forma ampliada, mi columna semanal de ciencia en el periódico Milenio Diario (un poco más, en realidad, porque el número de "lectores" -readers- que Feedburner reporta es un constructo raro, que depende de varios factores; el número real de suscriptores por email en este momento es de 3,348). 

Muchas, muchas gracias, a todos ustedes.


miércoles, 9 de marzo de 2011

¿Otra vez vida extraterrestre?

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 9 de marzo de 2011

Si usted se emocionó al ver titulares como “Científico de la NASA halla vida extraterrestre” (Milenio Diario, 6 de marzo), lamento desilusionarlo. No es cierto.

La noticia fue difundida primeramente por Fox News el sábado 5 de marzo, se esparció rápidamente en internet y luego en los medios masivos. Fue notorio el tono temerario de la mayoría de los titulares, que en general no dudaban ni tantito de que la nota fuera real.

Y a primera vista, parecían tener razón: el descubridor era un científico de la NASA, el doctor Richard B. Hoover, astrobiólogo del Centro Marshall de Vuelo Espacial. Y su investigación fue publicada en una revista científica especializada y arbitrada.

Hoover analizó muestras de tres meteoritos, de la clase de las condritas carbonáceas, conocidos como Alais, Orgueil, e Ivuna (por los sitios donde fueron hallados, los primeros dos en Francia, y el tercero en Tanzania).

Encontró, usando diversas técnicas microscópicas y de análisis químicos, estructuras en forma de filamentos muy similares a ciertas clases de bacterias terrestres. Luego de una serie de análisis, concluye que “estas bacterias fosilizadas no son contaminantes terrestres, sino los restos fosilizados de organismos vivos que vivieron en los cuerpos celestes de donde provienen estos meteoros”. Y añade que “esto implica que la vida se encuentra en todos lados, y que la vida en la Tierra puede haber provenido de otros planetas”. Bastante audaz; si fuera cierto, estaríamos ante la noticia del siglo, y el sueño de tantos científicos –entre ellos Carl Sagan– se habría cumplido: ¡no estamos solos en el cosmos!

Los "microfósiles" del meteorito ALH84001
Pero si recordamos que ya en agosto de 1996 habíamos oído la misma historia, quizá queramos ser un poco más cautos. En ese entonces, otro grupo de científicos de la NASA, liderados por David McKay, afirmó en la prestigiada revista Science haber descubierto evidencia de bacterias fósiles en el meteorito ALH84001, proveniente de Marte y hallado en 1984 en la Antártida, afirmación que resultó no tener mayor fundamento (se trataba de formaciones microscópicas con forma de bacterias, pero 100 veces más pequeñas que las bacterias terrestres, pero que mucho más probablemente eran sólo formaciones minerales).

(Por cierto, si usted se pregunta cómo un meteorito puede provenir de Marte, y cómo se sabe tal cosa, la respuesta es que probablemente salió despedido de la superficie de este planeta cuando otro meteorito cayó ahí; lo sabemos por su composición química, idéntica a la de las rocas marcianas –distinta de las terrestres y de otros tipos de meteoritos–, porque muestran evidencia de haber sido sometidos a altas temperaturas como las que se generarían en el choque que las arrojó al espacio, y  porque en algunas burbujas de su interior se halló una composición de gases idéntica a la que las naves Viking encontraron en la tenue atmósfera marciana.)

La cautela se va transformando en desconfianza cuando se conocen las opiniones de diversos expertos, que han cuestionado el poco rigor de la investigación, su formato confuso y lleno de paja, sus afirmaciones injustificadas (Hoover da por hecho desde un inicio que se trata de células de bacterias; el análisis químico no corresponde con lo que se esperaría de materia orgánica, etc.) y otras señales de peligro. Finalmente, todo se reduce, nuevamente, a la forma de las estructuras observadas, que parecen bacterias, pero nada más. Como afirma el famoso biólogo bloguero PZ Myers, “esto no es ciencia, es pareidolia” (ver formas en patrones al azar).

Para acabarla de amolar, el artículo no fue publicado en una revista de prestigio internacional, como Nature o la propia Science, sino en el Journal of Cosmology, una oscura publicación en internet, de dudosa reputación, y manejada por científicos de opiniones muy polémicas como Chandra Wickramasinghe (famoso por afirmar que el virus del Síndrome Respiratorio Agudo Severo –SARS– provenía del espacio).

El sistema de arbitraje que se usó para el artículo también llama la atención: “hemos invitado a 100 expertos a evaluar el texto, y hemos abierto una invitación general a más de 5 mil científicos para que ofrezcan su análisis crítico. Ningún artículo científico en la historia de la ciencia ha recibido un análisis tan concienzudo, y ninguna otra revista científica en la historia de la ciencia ha puesto un artículo tan profundamente importante a disposición de la comunidad científica para ser comentado antes de publicarlo”. Puede sonar impresionante –sobre todo por usar frases tan pomposas–, pero a un científico formal le suena poco serio.

El caso, además de mostrar el poco rigor del periodismo científico actual, que publica sin verificar mínimamente la información, y lo fácil que es lograr la fama con ciencia mal hecha, pero escandalosa, ejemplifica un aspecto importante del método científico: no basta con usar aparatos complicados, hablar como científico y publicar en revistas arbitradas: lo que se afirma tiene que ser discutido a fondo por una comunidad de verdaderos expertos, cosa que no ocurrió en este caso.

A diferencia de la jueza que, antes de tener pruebas suficientes, se apresuró a prohibir la exhibición de la película Presunto culpable, los científicos, de afirmaciones polémicas, exigen evidencia muy sólida antes de tomar decisiones.

Posdata: como colofón a esta comedia, el Journal of Cosmology ha anunciado, en un boletín, que debido al parecer a agresiones por parte de la NASA, dejará de publicarse, y presentará su última edición en mayo de 2011, donde presentará evidencia “que demuestra que la vida en la Tierra tiene un pedigrí genético que se extiende tiempo atrás unos 10 mil millones de años (miles de millones de años antes de que se formara la Tierra)”. Mientras tanto, la NASA publicó un boletín deslindándose de las opiniones de Hoover –quien ya había hecho afirmaciones similares en 1997 y 2007–, y aclarando que su artículo había sido anteriormente rechazado por el International Journal of Astrobiology, ese sí una revista seria. Sobran los comentarios.

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miércoles, 2 de marzo de 2011

Redes sociales

Por Martín Bonfil Olivera
Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM
Publicado en 
Milenio Diario, 2 de marzo de 2011

A mi hermano Ramón, por el libro

Había una vez una especie animal que desarrolló una extraña habilidad: el lenguaje. Al comunicarse a través de sonidos abstractos, pero altamente sistemáticos, sus individuos pudieron compartir entre sí información sobre su medio y sobre sus pensamientos.

Se detonó así el desarrollo de lo que hoy llamamos cultura: al compartir experiencias y transformarlas en conocimiento, el ser humano logró trascender las limitaciones de la selección natural –que adapta a las especies lentamente, a lo largo de generaciones– y descubrir un nuevo nivel de evolución: el cultural. Esto nos ha permitido no sólo sobrevivir con tanto éxito (incluso con éxito excesivo, pues hemos invadido prácticamente todos los hábitats terrestres, causando en el proceso bastante daño ambiental), sino producir el arte, con el que creamos nuevos mundos intelectuales y estéticos, y la ciencia, que nos permite comprender y manipular el mundo natural.

Pero el desarrollo de la cultura requirió un nuevo invento: la escritura, con su contraparte, la lectura. Ello implicó, a lo largo de muchos siglos, la aparición y refinamiento de una serie de tecnologías de escritura y de preservación de lo escrito (arena, piedra, tablillas de cera, papiros, códices, pergaminos, papel, libros, imprenta, máquinas de escribir, bibliotecas, soportes digitales). Y también, aunque tendemos a olvidarlo, de las elaboradas técnicas que nos permiten descifrar lo escrito; leer.

No es cosa simple: se trata de un proceso tan complejo que costó siglos desarrollarlo (es bien conocido el asombro de San Agustín, ya en el año 380, al ver que San Ambrosio podía leer en silencio). Se requieren varios años de escuela para formar un lector elemental; pero ser verdaderos lectores, lectores expertos, capaces de leer de corrido libros completos (“darle el golpe al libro”, dice Gabriel Zaid), y no sólo best sellers facilones, sino libros profundos, es algo que sólo un porcentaje muy pequeño de la población mundial consigue.

Fue gracias a la lectura y la escritura que nuestra civilización pudo desarrollarse. Pero hoy damos un nuevo paso: construimos computadoras, las conectamos en una interred y creamos las redes sociales –Facebook, Twitter– y otras herramientas –email, chat, blogs, páginas web…– que han cambiado por completo nuestros hábitos socioculturales, de estudio… y de lectura.

En su fascinante libro Superficiales: ¿qué está haciendo internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011), el escritor, analista y bloguero estadounidense Nicholas Carr propone una tesis fascinante y preocupante –sustentada, entre otras cosas, en la neurobiología, la historia de la lectura y el conocimiento de las tecnologías de la información y comunicación, (o TICs): la plasticidad de nuestro cerebro (descubierta recientemente, y que nos ha permitido ser una especie tan adaptable), junto con las características propias de internet (inmediatez, brevedad, superficialidad, caducidad, globalidad, abundancia excesiva) están haciendo que ese logro de siglos de evolución cultural y desarrollo de tecnología educativa, la lectura profunda, se esté perdiendo. A cambio de adquirir las nuevas habilidades multimedia y multitasking de prestar atención a decenas de cosas simultáneamente, y de estar informados y comunicados constantemente, es posible que, como civilización, estemos sacrificando la capacidad de concentrarnos largamente en una sola cosa (y no sólo como costumbre, sino a nivel del desarrollo de nuestros cerebros).

En lo personal, como expresé en una interesante discusión que sostuve en mi página de Facebook, el uso de las redes sociales me ha resultado inicialmente difícil, pero luego utilísimo, muy interesante… y muy adictivo. Mi productividad "bruta" ha bajado sensiblemente (causándome muchos problemas), pero la información y contactos potencialmente interesantes a mi alcance crecieron en forma exponencial. Haciendo un balance costo/beneficio, todavía no sé si gano más de lo que pierdo… y probablemente no lo sabré, hasta que pase el tiempo suficiente.

Ya veremos si en 5 o 10 años seguimos usando las redes sociales, como seguimos usando el correo electrónico. Y veremos también si los temores de Carr se cumplieron. Mientras, querido lector o lectora, mientras twitea a toda hora y siente que el tiempo cada vez le rinde menos, pregúntese: ¿cuándo fue la última vez que leyó un libro completo?

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